Pasé la noche del jueves entre desvelos y pesadillas, muerta del calor si me tapaba y del frío si me destapaba, soñando, despierta y dormida, con un ángel niño, abandonado y silencioso, que jugaba en un rincón. El viernes amanecí decidida a no ir al frenocomio y a no averiguar nada más.
Mi intervención en los acontecimientos celestiales de Galilea los había dejado reducidos a miseria humana. ¿Qué sentido tenía someter al ángel a terapias que lo obligaran a recordar, si sus recuerdos eran vidrios afilados que le romperían el corazón a él, a su madre, a su hermano, a mí misma y quién sabe a cuántos más? Estúpida de mí, que quemaba el mito de un ángel, sabiendo que de sus cenizas sólo surgiría una cruel realidad de hombre.
No tenía ánimos ni para levantarme, cuando sonó el teléfono y era Ofelia.
—Te tengo una buena noticia. Ayer se le hizo un electroencefalograma y una punción lumbar. Tu ángel sí tiene epilepsia, pero una controlable. Es posible que con unas pastillas diarias no le vuelvan a repetir los ataques. Eso le va a hacer la existencia más tolerable.
Al colgar, me había vuelto el alma al cuerpo y nuevamente había cambiado de opinión. ¿Qué tal que no le hubieran hecho el electroencefalograma? Se habrían prolongado indefinidamente los ataques, cada vez peores, deteriorándolo día a día.
Al fin y al cabo, no se pueden desdeñar los remedios que los hombres tratan de inventar para sus propios males. Doña Ara y Orlando tendrían que entender que aunque la realidad tuviera una cara horrible, peor era la máscara distorsionada de la irrealidad. El propio ángel debía someterse a una terapia que descorriera el velo ante sus ojos. Sólo enfrentando su propio pasado, por inhumano que fuera, recuperaría su presente y su porvenir. Y yo sí iría al frenocomio, sí trataría de seguir averiguando la verdad.
Me habían advertido que el frenocomio de La Picota era uno de los huecos más infames de la tierra, un cementerio para vivos donde se tiraban desechos humanos y se dejaban podrir.
—No creo que la señorita quiera entrar hasta adentro —me aconsejó el guardián que custodiaba la reja.
—Sí, sí quiero.
—Pues poder puede, aquí veo la autorización, pero no se lo recomiendo. Lo menos que le pasa es que se le prenden los piojos.
—De todos modos quiero entrar.
—Sola no está permitido. Tiene que esperar al guardia que la va a acompañar.
—Aquí estuvo preso hace unos años un muchacho, usted se tiene que acordar, piense en el preso más alto que haya visto…
—Yo soy nuevo por aquí, y además ya solicité traslado. Esto no es sitio para gente. Hasta se impregna uno del olor, y no vale lavar la ropa, ni restregarse el cuerpo, porque ese olor no quita con nada. Esto no es vida, trabajar aquí no es vida, no señor.
—Tal vez haya archivos donde pueda consultar. ¿No guardan el registro de los presos que pasan por aquí?
—Pregunte en la administración, tal vez allá.
—¿Usted no sabe los nombres de las personas que están ahí encerradas?
—Los nombres no los saben ni ellos mismos, ¿no ve que además de ser criminales son locos? Como nadie los llama, se les olvida hasta el nombre.
Yo cerraba los ojos, los oídos y la boca para no estar allí; trataba de no rozar la pared inmunda, ni la reja pringosa, y hubiera querido no pisar ese suelo ni respirar ese aire, recargado de desgracias. Al otro lado de los barrotes sólo se veía humedad y oscuridad, y no se distinguían voces, solo toses y ruidos apagados, como de animales agonizando en sus cuevas. Desde el fondo del antro me llegaban los efluvios pegachentos de la descomposición y la desesperanza, y sentí unas ganas horribles de vomitar. Estaba parada a las puertas del último sótano de la existencia, donde al ser humano se lo reduce a inmundicia, y me abandonaban las fuerzas.
De este lado de la reja apareció un hombrecito tuerto que lavaba pisos y paredes con una manguera.
—Favor retirarse de ahí. Voy a echar agua y la mojo —me advirtió, y aunque me retiré, me mojó los zapatos.
—¿Tiene algún pariente adentro? —me preguntó.
—Afortunadamente no. ¿Usted hace mucho trabaja aquí?
—Ya va para toda la vida.
—Entonces me va a ayudar. ¿Se acuerda de un muchacho exageradamente alto que estuvo aquí hace un tiempo?
—Muy altos, que yo recuerde, por aquí han pasado dos, o tres…
—Este era moreno…
—Todos son morenos.
—De éste no se olvida, porque era muy bello, trate de acordarse…
—Bello allá adentro no hay nadie. Entre todos no se hace un caldo.
—Haga de cuenta un gigante. Creo que le decían El Mudo.
—La mayoría son mudos. Mudos, y sordos, y estúpidos. Aúllan y gruñen, pero no hablan. Aquí se vuelven así.
—Una fábrica de ángeles… —dije para mí, pero el hombrecito oyó.
—¿Una fábrica de ángeles, dijo? ¡Ja! Eso si está bueno. ¡Una fábrica de ángeles! Oíste, González —le gritó al guardia—. ¡Ella dice que esto es una fábrica de ángeles!
—A ver si dice lo mismo después de estar allá —contestó González.
—El muchacho que le digo estuvo preso unos años y después logró salir —insistí yo.
—De aquí no sale nadie.
—Éste sí…
—Sería un milagro. Claro que a veces, cuando ya no caben, ordenan hacer limpieza y echan para afuera a los más inútiles.
Vi que se acercaba el guardia que me iba a acompañar y sentí terronera. No puedo, no puedo, no puedo, me gritaba el corazón, queriendo estallarse.
—Ella es —le indicó González al recién llegado.
—Camine —me dijo el nuevo, sacó un manojo de llaves y empezó a abrir la reja.
—¡No! Discúlpeme, no puedo, me tengo que ir. ¿Por dónde es la salida? Gracias, pero no. No puedo entrar ahí.
Cuando me di cuenta estaba corriendo. No sé cómo recuperé mis documentos, encontré el jeep de Harry y me encerré en él, para protegerme del horror. Empecé a manejar sin fijarme por dónde, sin saber cómo. Iba física y mentalmente trastornada, fustigándome a mí misma con una acusación que volvía y volvía, como un estribillo enloquecedor: ¿Así que usted es la que dice que la realidad hay que mirarla a la cara? Y no puede, cobarde, mil veces cobarde, quiere forzar a un muchacho enfermo a recordar todos los años que pasó en el infierno, y usted no es capaz de estar ahí un minuto. ¿Así que la realidad hay que mirarla a la cara? Atrévase, fanfarrona, hablamierda, atrévase si es capaz.
Sin saber a qué horas, llegué al asilo. Tenía que verlo, o me moría. Le mentí a las enfermeras, les dije que estaba autorizada por la doctora Mondragón. Ahora lo tenía a él ante mis ojos, tendido en una cama en la cual no cabía, más ausente que nunca, envuelto en una nube de lejanía. Le habían puesto un camisón blanco con un número escrito con marcador, y parecía que ahora sí, sin remedio, el alma le hubiera abandonado el cuerpo.
—¿Por qué está así, tan demacrado? —le pregunté a la enfermera.
—Así los deja la punción lumbar. Los agota y les produce mucho dolor de cabeza. Es mejor que le haga una visita corta, para que pueda dormir.
Le toqué las manos, ásperas y resecas, y también los pies, sus pies perfectos, que estaban fríos y mustios como animales muertos. Le pedí crema a la enfermera pero dijo que no había.
Salí a la calle y en la única farmacia de los alrededores pregunté por suero fisiológico, y por una crema para humectar el cuerpo.
—Le recomiendo ésta —me dijo la vendedora, y me entregó un frasco que decía «Nella», y debajo, «con extracto de nardo».
—¿Nella? —leí—. Nunca había visto esta marca.
—La están promocionando por radio. Se pronuncia Nela. Nela, con una sola ele.
—Ah, bueno. ¿Puedo abrirla?
—Cómo no.
Era una sustancia espesa, aceitosa, con un perfume muy penetrante.
—Esto huele demasiado fuerte —comenté—. ¿No tiene más bien Nivea, o aunque sea C de Ponds? ¿O Johnson’s para niños?
—Sólo ésta. Es excelente, la llevan mucho.
Regresé al lado de su cama, y le humedecí los labios con el suero. Él se incorporó un poco, para tomar un par de sorbos. Me miró y en el fondo de sus ojos vi un asomo de reconocimiento, que se apagó enseguida. Se volvió a desplomar sobre la espalda, y yo le fui untando la crema muy despacio, muy profundo, empezando por los pies, por la marca reciente del tobillo, como si ésta indicara el punto de partida en el mapa secreto de su cuerpo. Puse todo mi amor y mi empeño en la tarea, como queriendo desprender de su piel la costra de soledad.
—Perdónanos —le susurraba— por lo que has tenido que sufrir en esta tierra. Perdón, perdón por todo el mal que te hemos hecho…
—¡Qué maravilla! ¿Quién trajo nardos? —la jefa de enfermeras irrumpió en la sala como un vendaval—. ¡Aquí huele a nardos!
—Es esto —le señalé el frasco de crema.
—Este muchacho es una hermosura —dijo, tomándole la mano a mi ángel—. Aquí estamos todas enamoradas de él.
—No me extraña.
—Pero él no nos para bolas —se rió, y volvió a salir.
Lo dejé dormido, y al salir del asilo tuve por primera vez la certeza de que por más que intentara acercarme a él, siempre estaríamos a universos de distancia, y de que aunque le hicieran mil terapias y tratamientos, seguiría siendo un extraño en este planeta.
De camino hacia mi casa, atrapada en los trancones del tráfico, me puse a pensar en Paulina Piedrahita, mi profesora de semántica en la universidad. Ella contaba que la palabra nostalgia había sido inventada cuando los soldados suizos hacían de mercenarios lejos de su tierra, y eran repentinamente atacados por una urgencia desesperada de regresar, que les producía grandes sufrimientos. Por eso —decía Paulina— nostalgia viene del griego nostos, regreso, y algos, sufrimiento, y es el momento en que el pensamiento retorna a un lugar anterior, donde se sentía mejor.
Dijeran lo que dijeran los médicos, yo sabía que la postración de mi ángel no era otra cosa que nostalgia del cielo.
Habíamos quedado con la Bella Ofelia en que comeríamos juntas esa noche en el restaurante Salinas, para conversar largo y tendido sobre el ángel. Estábamos dispuestas a entregar media quincena a cambio de unos cuantos dry martinis y un par de platos de langostinos a la plancha. Pero el transcurso del día me había dejado de cama, con el alma y el estómago descompuestos, y un langostino bien podía ser la única cosa que faltaba para mi colapso definitivo. Así que llamé a Ofelia y le pedí que nos viéramos más bien en mi casa.
Llegó a las ocho en punto, con un pan francés y un termo de consomé de pollo, asegurando que me caería bien. Prendió el televisor, porque no se perdía Aroma de mujer, la telenovela de esa hora, y tuve que esperar a que acabara de verla para empezar a preguntarle.
—Ahora sí, dime qué es lo que tiene.
—Imposible saber. Anda perdido en alguna parte entre el retraso mental, el autismo y la esquizofrenia. Pero muy, muy perdido.
—¿Pero cómo vas a decir que está perdido un ser que produce semejantes escritos? Es que tú sólo has leído apartes de los cuadernos, pero si te tomaras el trabajo de…
—Un momento, un momento. Así nos vamos montando en una lógica disparatada y después no hay quién nos baje. Empecemos con que los cuadernos no los escribe el ángel, los escribe Ara. Si quieres hablar de los cuadernos, entonces hablemos de Ara. Esa sí que le atina al cuadro esquizofrénico completo, oye voces y todo.
—Mejor no sigamos hablando, porque no llegamos a ninguna parte. Si quieres entender algo de esto, tienes que olvidarte de tu lógica, porque no nos sirve.
Caímos en un silencio incómodo y hasta hostil. Después de un lapso prudente, Ofelia buscó ablandar la situación preguntándome por qué yo me tomaba el asunto tan a pecho.
—Pues sucede que estoy enamorada de ese retrasado, autista y esquizofrénico —le dije de mala manera.
—Muy propio de ti. He debido imaginármelo. Espera —dijo cortada—, voy a echarle un chorrito de jerez a este consomé.
Nos quedamos calladas otro rato. Después ella dijo:
—Vamos a ver, empecemos por el principio. Por ese pasado que estás tratando de recomponer.
Yo no quería hablar más. De pronto todo el cuento me parecía espantosamente absurdo, y me sentía avergonzada y arrepentida de haberle contado a Ofelia la verdad. Menos mal no le había confesado que además había hecho el amor con él. Mínimo se desmaya.
—Hasta ahora —ella siguió sola, tratando de romper el hielo— sólo tienes hipótesis, y no todas coherentes. Un abuelo borrachín y cruel que se deshace del nieto, una mujer que lo cría como a un animal, una adopción que fracasa porque el muchacho se vuelve drogadicto. En consecuencia, un centro de rehabilitación, que debe haber sido otra pesadilla, y después posiblemente algún crimen, no sabemos cuál, o una injusticia atroz, que lo lleva a la cárcel. Como es epiléptico, y drogadicto, y seguramente ya anda mal de la cabeza, lo encierran en el frenocomio, donde acaba de enloquecer, y de donde logra salir quién sabe cómo. Ahí pegamos otro salto y el muchacho, que jamás ha estado en su casa, ni ha visto a su madre salvo en el momento de nacer, regresa donde ella. Ante la gente del barrio aparece como caído del cielo, y como además es hermoso, y extraño, y habla lenguas y convulsiona, lo toman por un ángel, y lo convierten en el centro de un culto. ¿Voy bien?
—Sí, salvo por un detalle. El muchacho sí conoce la casa materna, cuando el abuelo lo lleva para que la abuela lo bañe y lo vista, antes de entregárselo a los extranjeros, y aunque sólo pasa ahí unos días, ése es quizá el único lugar en el país del que guarda buenos recuerdos, el único donde lo han tratado bien. Así que al salir del frenocomio, se las arregla para volver allá. Eso es posible.
—Es posible, pero no probable.
—En fin. Si su vida no fue exactamente así, en todo caso debió ser muy parecida. Da igual.
—¿Sabes lo que suele suceder con los ángeles que tienen ese tipo de pasado? Que cuando finalmente lo enfrentan, les sale de adentro el odio a borbotones. Un odio, una tristeza y una sed de venganza tan monstruosos, que para mantenerlos a raya habían tenido que anular su conciencia. A esos ángeles la terapia los lleva a volverse demonios. Sociópatas. Esa es la señal de que van camino a la recuperación.
—No me sigas pronosticando desastres. Pareces el chulo del diluvio.
—Chulo no, ni menciones ese bicho. Bueno, sigamos. Sigamos adelante con el hilo de la historia. Habíamos llegado a un punto en la vida del ángel en el cual apareces tú, y te enamoras de él, y me lo llevas al asilo, para que lo cure. ¿Qué sigue de ahí?
—Dime tú qué sigue de ahí. ¿Crees que se puede hacer algo? ¿Hay algún tratamiento posible que no pase por volverlo un diablo?
—Pues para ser honesta contigo, yo me temo que ni siquiera ése funcionaría en su caso. Es que estamos hablando de un ser que no habla, no establece contacto con el mundo exterior, no mira a la gente, no demuestra afecto por nadie. Es un caso perdido, qué quieres que te diga…
—¡No, Ofelia! ¡No es así! —me agarró una vehemencia de izquierdista en manifestación—. Yo te aseguro que no es así. Tú no lo conoces. No tienes idea de los sentimientos tan profundos que transmite. Y no sólo a mí, a miles de personas que hacen viaje para verlo. No me vayas a decir, como mi jefe, que son supersticiones de pobre. Te estoy hablando de algo que no es racional. El irradia luz, Ofelia, y me extraña que tú, entre toda la gente, no te hayas dado cuenta. Irradia un amor desbordante, como nadie que yo haya conocido antes. Esa es su forma de establecer contacto…
—Espera, espera, todavía no hagamos poesía. Primero atengámonos a los hechos. No sabemos bien de quién estamos hablando, pero suponemos que se trata de un ser que vivió bajo unas condiciones extremas de privación física y social que le causaron lesiones irreversibles. Esa epilepsia, sin control durante tanto tiempo, también contribuyó al deterioro. No quisiera hablarte así, pero se trata de un ser humano que ni siquiera alcanza el nivel de conciencia de un animal…
—Ése es el problema, Ofelia, que tal vez no se trate de un ser humano. Para Ara, para Orlando, para toda una comunidad, él es un ángel. El Ángel de Galilea. ¿Es que no puedes entender la diferencia?
—No, no puedo entender. Honestamente, no entiendo nada. ¿Sabes qué me gustaría? Me gustaría saber, de verdad, qué significa ese muchacho para ti.
Me demoré pensando.
—Él es los dos amores, Ofelia, el humano y el divino, que siempre antes me habían llegado por separado.
—Y tal vez es más sano que así sea, quiero decir, que una cosa sea una cosa y otra cosa sea otra cosa. O si no más sano, por lo menos más llevadero, niña, menos abrumador… Es que me preocupa, porque te veo metida en un embrollo tremendo… Yo no sé, todo esto es demasiado enredado, y al fin de cuentas no tiene nada qué ver con la psicología. Por qué no se lo consultas más bien a un sacerdote…
—Ni muerta. No se conoce el sacerdote que se interese por lo que pasa dentro de la cabeza de una mujer. Se contentan con vigilar que no cometa pecados con su cuerpo.
—Pero hay uno que otro inteligente, y progresista…
—En ese tema, todos están perdidos.
—Entonces un sacerdote experto en ángeles.
—¿Como cuál? ¿Monseñor Oquendo, el arzobispo de Bogotá? ¿Sabes lo que hacen los arzobispos con los ángeles que bajan a la tierra a enamorar mujeres? Los despluman y los cocinan en la olla del sancocho. Eso hacen.
—No sé cómo decírtelo sin que te ofendas. Me parece que ese ángel tuyo es demasiado, y al mismo tiempo no es nada.
—También los hombres son un poco así. ¿Qué me dices de tu intelectual francés, ése que cuando no estaba entre un avión estaba hablando por teléfono? ¿O de Ramírez, que me tuvo loca de amor dos años, y que siempre andaba tan cansado de trabajar que casi no lo conocí sino dormido? O cualquiera, pasemos lista y verás. ¿Qué tal el famoso Juanea, que iba a mi casa a decirme que me adoraba, y de ahí salía para la tuya a decirte lo mismo? A ver, quién más. Ahí está Enrique, un niño chiquito con ínfulas de redentor del mundo, y sin ir más lejos tu Santiago, tan buena persona, que porque tiene mucha plata y muchos empleados vive convencido de que lo que hace es decisivo… ¿Alguno de ellos te parece más consistente que mi ángel?
—Eso habla mal de ellos, pero no bien de tu ángel. A ver, facilitemos las cosas —dijo ella, para ponerle fin a la discusión—. No tratemos de llegar a conclusiones todavía. Voy a observarlo unos días más. Tal vez el cambio de ambiente, o la separación de su gente, lo tienen hundido en una crisis más profunda que la habitual, y que no me permite…
La incapacidad de Ofelia para intuir de qué se trataba me derrotó. Ella se dio cuenta, y cortó la última frase por la mitad. Otra vez nos quedamos calladas.
—¿Sabes qué voy a hacer? —dije por fin, y había algo de desquite en mi voz—. Me lo voy a llevar de vuelta a su barrio. Allá arriba es un ángel, mientras que aquí abajo no es más que un pobre loco.
Esta conversación fue el viernes por la noche. Al día siguiente, sábado, Ofelia comprendió.
Yo había pasado la mañana en el gimnasio, ahogando mis pensamientos en el pedaleo de la bicicleta estática y en el agite embrutecedor de los aeróbicos, y hacia las seis de la tarde, después de terminar el bendito artículo de la dieta, me encontraba viendo noticias nacionales por televisión: un hincha de fútbol que le pegó una puñalada mortal a un árbitro vendido, un fiscal que mató con un fusil a sus dos cuñados porque hacían ruido con la motocicleta, unos guerrilleros que masacraron población civil acusándola de paramilitar, unos soldados que masacraron población civil acusándola de complicidad con la guerrilla, en fin, lo de rutina, el mismo carrusel de la muerte al que estábamos acostumbrados. Iba a apagar el aparato cuando llegó Ofelia, sin previo aviso. Tan pronto le abrí la puerta, me di cuenta de que algo había pasado.
—Tienes razón —me dijo, de entrada—. No es un ser común y corriente. No te imaginas lo que sucedió hoy en el asilo.
Me contó que primero se había cruzado con el padre Juan, un sacerdote asturiano que todos los sábados, desde hacía años, visitaba el asilo para confesar a las internas, y acompañarlas un rato. El padre Juan había estado con el ángel y venía maravillado, dando fe de que ese muchacho hablaba bellamente el latín y el griego.
—¿Y qué le dijo, padre? —le había preguntado Ofelia.
—¿Sí, qué le dijo? —quise saber también yo.
—El padre Juan, que es un jodido, me dijo que no podía repetirlo, por ser secreto de confesión. Pero me aseguró que no eran disparates.
Más tarde Ofelia había creído percibir un silencio inusitado que se extendía por el asilo.
—¿Qué pasa? —le preguntó a uno de los psiquiatras—. ¿Por qué tanta paz?
Pero el psiquiatra no notaba nada raro. Entonces Ofelia empezó a recorrer el lugar, segura de que algo nuevo flotaba en el aire, hasta que llegó al patio de las enfermas crónicas.
—Tu ángel estaba en medio del patio, y las internas lo rodeaban con una expresión de placidez que nunca antes les había visto. Como si les hubieran apaciguado el alma. Él parecía llenar el espacio con su tamaño, y yo lo vi radiante, haz de cuenta que sus venas fueran filamentos de luz. Se movía entre las enfermas con una gran calma, casi en cámara lenta, poniéndole a cada una la mano sobre la cabeza, sin mirarlas pero con un afecto conmovedor, como si de verdad significaran algo para él. Ellas simplemente se le arrimaban, calladas, con la actitud serena de quien se siente bien y no espera nada. En realidad no era más lo que estaba sucediendo, sólo un estado de ánimo imperceptible para los desprevenidos, tanto que unos estudiantes que estaban presentes seguían conversando entre ellos, como si tal. En cambio para las enfermas era clarísimo, aunque la diferencia estuviera sólo en un matiz, en una mínima vuelta de tuerca que convertía ese patio de pesadilla en un lugar entrañable, como bañado en luz cálida, y envuelto en ese silencio, tan armonioso. Si uno miraba al ángel, se daba cuenta de que toda la paz salía de él.
Serví un par de whiskies dobles, uno para Ofelia y otro para mí, y brindamos emocionadas por nuestro ángel, porque ya no era sólo mío sino de las dos. A diferencia de la noche anterior, ahora ambas sintonizábamos en el mismo sinsentido, y pudimos instalarnos cómodas en una larga conversación, absurda, sin pies ni cabeza, en voz baja para no despertar a mi tía la de Armero, pero que nos permitía entendernos a pesar de ser el tema tan escurridizo e impermeable a la razón.
El trago iba aportando lo suyo, y curiosamente a ella, que mantenía una desviación metafísica, le sacó a flote más bien el lado samaritano de la personalidad.
—Ahora sí sé que podemos ayudarlo —me decía, con entusiasmo de Florence Nightingale—. Tenemos que inventarnos algo, alguna manera de llegar a él, de hacer contacto. Quién quita que ese ángel sea un enviado, que haya venido a Colombia para acabar con tanta porquería y tanta matanza, quién quita que podamos ayudarle a cumplir su destino… O a lo mejor es un profeta, o un gran caudillo. Yo hasta votaría por él para presidente, me gusta más que cualquiera de esos aspirantes… Claro que como marido tuyo sí no lo veo, francamente…
—Pues hace el amor como los dioses.
—¡No lo puedo creer! Bueno, tú sabrás por qué lo dices. ¡Ahí está! ¡Ésa puede ser la clave, una terapia sexual!
—Hasta eso. Cualquier cosa menos tu psicología. Ya quedó demostrado que aquí no vale.
—De acuerdo, descartada la psicología, no funciona ni en este caso ni en ninguno. Pero podemos ensayar otras cosas, el espiritismo, la hipnosis… El ayuno, la meditación…
—Solamente el trisagio, créeme. Eso ya está inventado: sólo tienes que repetir santo, santo, santo, santo es el Señor, y funciona. ¿No ves que es un ángel, Ofelia? Un ángel, repite conmigo, un ÁNGEL.
—Aunque sea un ángel, de todos modos habita en esta tierra, en esta ciudad de Santa Fe de Bogotá, y tiene que aprender a hablar el español. A sobrevivir por sus propios medios, a leer…
—¿Me quieres decir que si a un ser que habla fluidamente el latín y el griego le enseñamos a deletrear «mi-ma-má-me-a-ma», es que lo estamos sacando al otro lado? Por favor, Ofelia, no nos vanagloriemos.
—Además, de ninguna manera te sirve como novio —dijo ella, sacándose de la manga un último argumento de disuasión— porque es por lo menos doce o trece años menor que tú… Debe tener a lo sumo dieciocho, o tal vez diecisiete.
—¿Y quién te dice que no es cuatro, o cinco mil años mayor que yo? ¿Quién puede calcular la edad de un ángel?
—No hay caso —suspiró Ofelia, y ya nos despedíamos en la puerta, hacia las diez de la noche, cuando se devolvió. Pensé que habría olvidado el abrigo, o algo, pero no, lo que hizo fue sentarse otra vez en un sillón.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Que todavía no hemos dicho lo peor. Ven, siéntate, es mejor que salgamos de todo de una vez.
Me dispuse a escuchar, como quien le abre la boca al dentista para que le saque una muela.
—Ya te lo había dicho, pero te lo recuerdo. La rehabilitación, si es que la logramos, y a estas alturas de la noche ya estoy por creer que la podríamos lograr, va a hacer que tu ángel se vuelva humano. Demasiado humano, ¿entiendes? Esa mirada diáfana que tiene se va a enturbiar. Es bueno advertirte.