Las Muñís, Chofa y Rufa, no vivían en Barrio Bajo, sino en lo fino de Galilea, a dos cuadras de la iglesia.

—¡Señorita Chofa! ¡Señorita Rufa! ¡Que si tienen mermelada para la venta! —les gritó Orlando, y se les fue colando a la casa.

Yo me quedé esperando en la calle, dejándome ganar por la borrachera de la altura y disfrutando de un espléndido gran angular de la ciudad, apenas enturbiado por los jirones de calima.

A mis narices fueron llegando por tandas diferentes olores a comida, uno tras otro como la lista de platos en un menú, tan precisos que me permitían adivinar qué cocinaban para la cena en cada una de las casas de la cuadra. En la azul de la esquina, por ejemplo, era seguro que guisaban plátano, en la del rosal junto a la puerta fritaban carne, en la del frente habían puesto a hervir algún caldo con cilantro.

Pasó frente a mí un burro cargando leña, y otro cargando lavaza. Después un par de muchachos que le echaron miradas ganosas a mi chaqueta de gamuza, o tal vez a mi persona, no me quedaba claro. Me dijeron mamacita linda y siguieron de largo, y por fin vi a Orlando que volvía por mí.

Las Muñís estaban entregadas a la fabricación masiva de cascos de limón en almíbar, entre pailas de cobre, sobre la estufa de carbón. Era toda una industria la que tenían montada en su cocina, en medio de hervores y olores, con fruta fresca almacenada, frascos de segunda a los que había que rasparle la etiqueta del producto original, frascos ya hervidos y listos para envasar, kilos de azúcar, cuchillos, cucharones y coladeras, las dos Muñís que rebullían y revolaban, retirando una amargura aquí y echando una pizca de bicarbonato allá, y por último las hileras de productos ya terminados: mermelada de mamey, dulce de papayuela, jalea de guayaba, tomate de árbol en conserva, y hasta icacos en almíbar. Cristo Jesús, no veía yo icacos desde la casa de Mamá Noa, mi abuela, donde a cada nieto le servían su ración en una coca de porcelana inglesa, cinco o seis icacos, algodonudos, redondos, lilas. Les chupábamos la pulpa y se desataba la guerra por los corredores (ésos de baldosines que ya mencioné) y por las escaleras, con las semillas peladas, ¡zas!, al que se descuidaba le encajaban su pepazo en la cabeza, y mientras tanto en la habitación la abuela viajaba por el tormento de esa arteriosclerosis que irrigaba su cerebro con gotas de sangre demasiado espesas, y la hacía arder de ansiedad por el regreso del abuelo ya muerto y la obligaba a sacudir con fastidio tantas y tantas hojas secas que no cesaban de caer sobre su cama.

Las Muñís, que se percataron de mi estado de trance ante los icacos, me preguntaron si quería probarlos, y antes de llevarme el primero a la boca volvió neto a mi memoria ese dulzor suyo, medio desteñido, que resumía toda mi niñez.

Las Muñís resultaron un par de brujas estupendas, ambas de delantal con bolsillos grandes, como el de Mamá Noa. Rufa guardaba silencio y escuchaba, y en cambio Chofa, descolgada de cadera por defecto de nacimiento, era parlanchína como una cotorra. Después de los icacos nos sirvieron brevas, y moras, y albaricoques, y una cucharadita de arequipe casero, mientras ellas, paradas al lado con los brazos en jarras, esperaban que Orlando y yo les alabáramos sus manjares. Les compré de todo: cargué en el jeep de Harry una caja llena.

Mientras tanto conversamos. Para que Chofa contara lo que sabía de la historia de mi amor el ángel, no hizo falta sino preguntárselo. Pero primero quiso que se fuera Orlando, y le dio una propina para que le trajera un mandado de la tienda.

—Es mejor que el niño no oiga —me dijo cuando él salió, muy a regañadientes.

Lo primero que me aclaró Chofa Muñís es que el padre de doña Ara, Nicanor Jiménez, había sido alcohólico.

—Mandaba mucho y hacía poco; era una bestia sin sentimientos y repleta de aguardiente, de ésas que se dan silvestres en este país. La única solución que tenía para cualquier problema era sacarse el cinturón y darle rejo a alguien, al que fuera, empezando por su mujer. Ella, la pobre, se llamaba Lutrudis, y no era mala, pero tenía el espíritu de un animalito asustado.

—Nicanor Jiménez fue el abuelo que le regaló el ángel a los gitanos —dije yo.

—Eso es leyenda, nunca se lo regaló a ningunos gitanos. Era una manera de decir: cada vez que un niño se perdía, la gente decía que se lo habían llevado los gitanos. Lo que hizo fue entregárselo a una querida que mantenía en el barrio La Merced, para que lo criara. Esa mujer, que era una perdida, levantó al niño sin amor, casi sin hablarle, a duras penas cumpliendo con la comida para mantenerlo vivo. Pero el niño iba creciendo y era muy hermoso, muy dulce a pesar de todo, y jugaba en su rincón con un tarro, o un palito, cualquier cosa era suficiente para él. Así pasaba horas y horas sin poner pereque, dicen que jamás se lo oyó llorar. Tal vez fue cuando el abuelo lo vio tan lindo que se le ocurrió el negocio.

—Entonces sí lo vendió…

—Pero no a los gitanos. No sé cómo se enteró de que un par de extranjeros ricos, gente ya de edad, quería un niño colombiano en adopción. Agarró a su nieto, le compró ropa y se lo llevó unos días para su casa, a que la abuela Lutrudis lo bañara y lo alimentara, porque la criatura andaba sucia, pelilarga y desnutrida.

—Y si el niño fue a la casa, ¿cómo no se enteró Ara?

—Don Nicanor hizo coincidir el asunto con una semana de retiros espirituales que Ara tenía todos los años en un convento de Boyacá, a los que no podía faltar. Cuando volvió ya encontró el rastro frío, y nunca supo siquiera que su hijo había pasado por ahí.

—¿Cómo es que nadie se lo contó? Perdóneme que le pregunte, doña Chofa, y a usted también, doña Rufa, ¿pero si ustedes supieron, cómo no le contaron a esa pobre mujer, que andaba loca buscando a su hijo?

—Por esa época nosotras vivíamos muy lejos de aquí —intervino Rufa por primera y última vez—. Ni conocíamos tan siquiera a nadie de esas personas. Todo esto que oye son los cuentos que mi hermana se vino a inventar después, de oídas, porque a nosotras nada de eso nos consta.

—Bien organizadito y bien lindo —Chofa siguió como si nada—, Nicanor le llevó el niño a los extranjeros, y les pidió un precio muy alto. Él sabía que los podía chantajear, porque ellos no eran casados, sino que eran hermano y hermana, y así no podían hacer una adopción legal. Sin embargo debieron regatearle, y tuvo que hacerles una rebaja, por lo que el niño no hablaba. Lo de la rebaja se supo porque don Nica anduvo un tiempo furioso, diciéndole al que quisiera oírle que los malditos extranjeros eran gente tacaña.

—¿La madre de Ara, esa señora Lutrudis, no tuvo compasión con su propia hija y con su nieto? No lo puedo creer.

—Ya le digo, la única aspiración de Lutrudis era que el marido no la desollara a correazos. Pero sigamos con el cuento.

—Un momento, doña Chofa. De dónde era esa gente, esos extranjeros, ¿usted sabe?

—Extranjeros, de Europa. Quién sabe, eso es muy grande por allá. Ya una vez con el niño en su poder, abandonaron este país, que no les había gustado ni poquito. Por allá viajaron mucho, y lo pusieron a estudiar, y el niño aprendió a hablar, dicen que no uno, sino varios idiomas.

—Por fin fue un niño feliz…

—Pero por poco tiempo. En Europa murió la hermana, que era la que de veras lo quería, y el hermano se devolvió para Colombia, donde según cuentan había dejado negocios, y se trajo al muchacho, que ya estaba grande. Pero ése era un señor de malas pulgas, con un genio de los mil demonios, y ya estaba más viejo de lo que se aconseja para andar criando a un muchacho. Que además era un muchachote, porque ya desde entonces, once o doce años que tendría, ya desde entonces era un jayán.

En ese punto entró Orlando, que volvía corriendo con el mandado para no perderse la historia. Doña Rufa ofreció doblarle la propina si le traía del mercado unos ramitos de perejil crespo. Orlando se lo pensó primero y después aceptó el negocio, pero imponiendo sus condiciones: antes, que le dieran un vaso de agua, porque traía mucha sed. Hacía largas pausas entre sorbo y sorbo, esperando que Chofa arrancara a hablar, pero ella cambió de tema, y se puso a contar su fórmula secreta para quitarle el acíbar a la cáscara del limón. Apenas Orlando salió por el perejil, Chofa siguió adelante.

—El muchacho había sido tímido y retraído, pero al llegar a la adolescencia le dio por hacer las perrerías propias de su edad. Probó la droga y se volvió marihuano, y dizque le robaba plata al padre adoptivo para comprar sus vicios. Eso lo contaba una amiga mía, parienta de la amante que don Nica mantenía en La Merced. El caso es que don Nica, ya viejo cacreco, llegaba a la casa de su moza a quejarse de que los extranjeros no fueran gente de palabra. Parece ser que tantos años después, el que adoptó al niño le estaba exigiendo que le devolviera el dinero, porque el muchacho le había salido vicioso. Don Nicanor, que era más amarrado que un triquitraque, no le soltó ni un centavo, y su nieto fue a parar a un centro de rehabilitación. Y hasta ese día me llega a mí la pista, de ahí para adelante se me pierde el hilo de la información.

—Hasta que el muchacho vuelve a aparecer, hace dos años, en la casa de su madre.

—Digamos que un muchacho apareció, hace dos años, en la casa de la señora Ara. Si de verdad ése es su hijo, es algo que nadie puede saber.

Esperé el regreso del niño y me despedí con abrazos de las Muñís, que antes de dejarme ir me encimaron de regalo otro par de conservas. Orlando y yo nos montamos al jeep en silencio.

El posible pasado de mi ángel se iba recomponiendo ante mis ojos como una colcha de retazos, zurcida con los hilos del dolor.

—Cuénteme, Mona. Es mi hermano y tengo derecho a saber.

—Está bien.

Los peores diálogos son siempre entre los automóviles, y éste no fue la excepción. De la manera menos brusca, matizando las palabras, le fui contando a Orlando lo que había oído, pero a medida que hablaba una sombra desconfiada iba oscureciendo sus ojos. Quise con todo el corazón no haber preguntado nunca, para no tener que repetir ahora. Pero era tarde. Cada vez que intentaba omitir algo, Orlando se daba cuenta, y así me fue llevando, hasta el final.

—No hay que decirle ni una palabra de esto a mi mamá. Ni a nadie.

El niño se bajó del jeep sin decirme adiós.