Buscando el pasado de mi ángel, creí encontrar el cielo, y fui a parar al infierno. El recorrido hacia atrás en el tiempo empezó al amanecer del día jueves, estando yo dormida. Me andaba soñando el más fastidioso de mis sueños recurrentes: que iba a comer a casa de mi madre —muerta hace años en la vida real— y que ella ponía delante de mí muchos platos y bandejas que no contenían alimentos. Yo trataba de explicarle, sin que se ofendiera, que no podía comer, porque ahí no había nada, cuando me despertó el timbre del teléfono. Era la Bella Ofelia.

—¿Sucedió algo? —le pregunté sobresaltada, y todavía medio enredada con las bandejas vacías de mi madre.

—Todo está bien. Tu ángel pasó la noche tranquilo, y esta tarde lo llevamos a un centro médico a hacerle los exámenes. Te llamaba para comentarte una cosa. Un detalle. Puede ser verdad o mentira, no sé. Tal vez te interese.

—Claro que me interesa. Dime.

—Se trata de una interna del asilo. Se llama, o se hace llamar, Matilde viuda de Limón. Me gustaría que hablaras con ella. Ayer me aseguró que había visto antes a tu ángel.

—Habrá sido en el barrio Galilea.

—Eso es lo raro, que no fue allá.

—¿Dónde, entonces?

—Prefiero que lo sepas por boca de ella. Ve al asilo, y pídele que te cuente.

—¿Me estás sugiriendo que me entreviste con una loca?

—Padece una esquizofrenia paranoide.

—¿Y si me inventa una historia delirante?

—Se corre el riesgo. Pero quién quita que te dé una pista. Sería muy útil conocer algo del pasado de ese muchacho.

Mientras hablaba con Ofelia, estuve varias veces al borde de preguntarle, como quien no quiere la cosa, si ya que iba hasta el asilo, podía, de paso, hacerle una visita al ángel. Pero me mordí la lengua para no hacerlo, primero, o sea segundo, porque estaba segura de que me iba a responder que mejor no, y primero, porque me moría de vergüenza de que sospechara siquiera que lo mío por él era amor perdido, y no caridad, ni solidaridad humana, ni siquiera interés profesional.

Una hora más tarde, salía rumbo al manicomio en el jeep de Harry Puentes, quien, motivo viaje, me lo había prestado por una semana, a cambio de que durante su ausencia regara las matas de su apartamento y le echara alpiste a un canario poco canoro que mantenía en la cocina. ¿Contarle mis cuitas a doña Matilde viuda de Limón, la esquizofrénica paranoica? Y por qué no. Al fin y al cabo, hacía más de setenta y dos horas que yo habitaba de planta en el reino de la insensatez.

Esta vez sí estaba presente el olor. Una mezcla de habas hervidas con vitamina B y orines rancios, persistente a pesar de la creolina, que trataba de taparlo y no podía. Entrar al manicomio me golpeó aún más que el día anterior; quizá saber que el niño de mis ojos estaba enclaustrado en este lugar, y no campeando como un paladín por su monte verde, hizo que lo viera en toda su sordidez.

Fui a buscar a Matilde al patio de las crónicas. Era un escenario extravagante, con ropa tendida, materas, gallinas y otros remedos de cotidianidad, donde cada mujer representaba por su cuenta su propio drama desquiciado, y al mismo tiempo todas contribuían a un solo clímax sostenido, de tensión extrema.

De la corte fellinesca del patio no puedo borrar de mi memoria a una anciana con los pechos afuera que apretaba en la mano un ratón vivo, a otra mujer, muy ejecutiva, que me informó que era la representante legal de los frutos cítricos para América Latina, y sobre todo a una joven esbelta, envuelta en una cobija, que decía ser, no se me olvida, santa Tomasa Melaza del Niño Jesús de Praga. La trabajadora social me condujo donde Matilde viuda de Limón, una señora de cincuenta, o sesenta años, que andaba vestida como para carnavales, con pañuelos y trapos de colores amarrados a la cintura, a la cabeza y al cuello. Al principio se mostró entradora y dicharachera.

—¡Qué vestido más bonito! —le gustó una chaqueta de gamuza que traía yo puesta—. Me lo debía regalar. Yo tengo uno igual, pero aquí no, en mi casa. Es que yo no vivo aquí, ¿sabe? Yo tengo una casa de campo. Inmensa, lujosa. No como esto. Mañana me voy para mi casa, y ya no vuelvo más por aquí.

—Qué bueno, me alegro mucho.

—¿Usted es doctora?

—No señora, sólo vengo a conversar con usted.

—Eso dicen todos, que es a conversar con uno, y lo están espiando, para dejarlo aquí encerrado de por vida —el tono de su voz se empezó a agriar.

—Antes de venirse para acá, Matilde, ¿usted vivía en su casa de campo?

—Yo no me vine, a mí me trajeron. Y ahora me quiero ir.

—Pero aquí hay una gente muy buena, que la cuida…

—No crea, es que se hacen, pero no me dejan estar con mi paloma. Yo tengo una palomita muerta, que murió cuando se derrumbaron todos esos muros de allá, y me hicieron enterrarla, los hijueputas. ¿Se imagina? Dizque enterrarla. Por eso me quiero ir.

—¿No tiene amigos en este sitio? —yo buscaba por dónde entrarle al tema que me atañía, antes de que a Matilde la agarrara de lleno la persecuta.

—¿Amigos? Cómo quiere que tenga amigos, si aquí todos están locos.

—Me cuentan que ayer vio a un muchacho que ya conocía.

—Es mi novio. Yo me arreglo así, con todas estas joyas —Matilde me mostró, orgullosa, sus trapos— y los hombres se enamoran de mí. Pero el sacerdote ese que viene no me deja tener novio, me lo prohibió terminantemente, porque dice que es pecado mortal, y lo que pasa es que él tiene envidia de mí, porque yo sí soy mujer, y él sólo es modoso, si lo viera, tratando de acariciarle las manitas a los hombres, ay, sí, cómo no, ésa es la pura verdad, pero a mí me castigan si la digo.

—¿Se acuerda cómo se llama el muchacho que vio ayer?

—¿No tiene una peinilla que me regale? Ese es el problema, que como no me dejan tener peinilla, ni cepillo, ando toda despeinada, mire estas greñas, no hay derecho de que lo tengan a uno así.

Busqué un peine que cargaba entre la cartera y se lo di. Durante un buen rato estuve tratando de hacerla hablar de lo que me interesaba, pero cada vez volábamos más lejos, y la expresión de su cara era más amarga, y su angustia mayor. Hasta que Matilde viuda de Limón se soltó a llorar a mares, y yo no sabía qué hacer para consolarla, cada cosa que le decía era para peor. Afortunadamente llegó a socorrerme uno de los estudiantes de psicología de la Universidad Nacional que hacían sus prácticas allí, le quitó con suavidad el peine, que ella retorcía agónicamente entre las manos, a mí me dijo que era mejor suspender por hoy la visita, y para alivio mío se la llevó.

La otra trabajadora social, la del escritorio de la entrada, me prestó su teléfono, y llamé a la Bella Ofelia a su consultorio. Contra su costumbre, contestó en horas de trabajo.

—Doña Matilde viuda de Limón no quiso decirme nada —le conté.

—¿No te habló de tu ángel?

—Ni media palabra.

—Y ayer era su tema favorito. Si tienes una hora libre, almorzamos juntas.

Quedamos de encontrarnos en Oma del norte, a la una y media. En el jeep del bueno de Harry salí disparada para Somos.

Como tema para mi próximo artículo, me endilgaron la dieta de los triglicéridos, en boga por esos días, que consistía en comer sólo proteínas, nada de azúcares ni harinas. Al respecto —ordenó mi jefe— debía entrevistar, entre otros, a Ray Martínez, galán de la miniserie Noches de tormenta, quien decía haber perdido trece kilos con ese método. Eran las diez y media, así que alcanzaba a despachar a mi ex gordo antes de la cita con Ofelia.

Ray Martínez me recibió en toalla, al lado de su tina de burbujas, mientras una masajista le aplicaba un frote japonés en los omoplatos. Era increíble que ese señor hubiera logrado una figura tan atlética repletándose de chinchulines, fritanga y tocineta. Le soltó a mi grabadora un rollo fluido sobre la problemática de los alimentos, el budismo zen y los kilos, y mientras tanto yo pensaba en otra cosa. Trataba de adivinar qué sabría Matilde de Limón sobre mi ángel.

Ofelia y yo llegamos al tiempo a Orna, que estaba lleno de gente, y tuvimos que esperar a que nos adjudicaran mesa. Además nos enchufaron música ambiental, así que había que conversar a gritos.

—Me voy a comer estas bolas de mantequilla —amenacé, ensartándolas en el tenedor.

—¡Qué haces!

—¿Sabes a quién conocí hoy? A Ray Martínez. Se adelgazó comiendo grasa.

—La dieta de los triglicéridos. Dicen que funciona.

—Mejor la de mi mamá, que consiste en comer de unos platos vacíos.

—¿Te has vuelto a soñar la pesadilla esa?

—Anoche otra vez. ¿Crees que signifique algo? ¿Que me quedó faltando afecto materno, algo así?

—Debe ser más bien que te estás acostando con hambre.

Nos trajeron dos sopas hirvientes de cebolla, y mientras peleábamos contra el queso derretido, que se estiraba de un modo inmanejable, Ofelia se animó a ir al grano.

—En el frenocomio de la cárcel de La Picota. Allá dice Matilde que conoció a tu ángel.

—Qué cosa es un frenocomio —pregunté, sintiendo agujas clavadas por dentro, pero tratando de dar a entender que el tema me afectaba, aunque no mucho.

—Una cárcel para locos. El de la Picota es un lugar aterrador.

—Barájamela despacio. Dime qué fue exactamente lo que te dijo Matilde, y qué tanto se le puede creer.

—Como te dije, ella tiene ratos de lucidez, y por lo que ha ido contando conocemos algo de su historia. Parece ser que su marido estuvo preso, si es que no lo está todavía, en ese frenocomio.

—El señor Limón.

—Sí. Matilde fue a visitarlo todas las semanas durante años, hasta que se le zafaron las tuercas a ella también. Apenas vio a tu ángel empezó a gritar que lo conocía, que ese muchacho era compañero de patio de su marido.

—¿Mencionó su nombre?

—El Mudo. Dijo que le decían El Mudo.

Ofelia salió para su asilo, y yo llamé a una secretaria buena persona de Somos y le pedí dos cosas para el día siguiente: una cita con una experta nutricionista famosa por hablar mal de la dieta de las grasas, y un permiso para visitar el frenocomio de La Picota.

Aprovechando el jeep de Harry, arranqué para Galilea. Orlando ya debía estar de vuelta del colegio.

—Orlando —le rogué, mientras lo invitaba a gaseosa y Frunas en La Estrella—, dime todo lo que sepas de tu hermano. Tenemos que reconstruir el rompecabezas de su vida, ¿entiendes?

—Eso está todo en los cuadernos de mi mamá.

—Quiero saber otro tipo de cosas. Por dónde anduvo de niño, por ejemplo.

—Es un misterio, como el pasado de Cristo, que nadie sabe cuál fue.

—Trata de entender. Tú eres muy inteligente. ¿No crees que debe ser horrible no tener un pasado?

—Uy, sí, sumamente horrible. Yo vi por la tele una película de un señor que quedaba con amnesia después de un accidente, y ya no reconocía ni a su esposa ni a sus hijitos, y entonces ese señor…

—Otro día me la cuentas. Ahora piensa. Tiene que haber alguien que sepa algo y nos pueda ayudar.

—Y entonces ese señor agarró a caminar como loco por esas calles, y su esposa creyendo que…

—Orlando…

—Está bien, pues. A ver… A ver… Bueno, pues serán las Muñís.

—¿Las Muñís?

—¡Lógico! Ellas saben todo, pero todo lo que pasa en este barrio, ¿no ve que son adivinas?

—Para eso no tienen que ser adivinas, basta con que sean chismosas.

—¡No, que va! ¡Óigala! —Orlando estiraba la trompa, a la manera bogotana, para expresar su fastidio ante mi falta de sentido común—. ¿No ve que también saben lo que va a pasar mañana? ¿Y el año entrante? ¡Eh!

—Está bien. Llévame donde las Muñís.

—¿Tiene billete, Mona?

—Algo, ¿por qué?

—Así les decimos que usted va es a comprarles mermelada, con eso no sospechan…