Recuerdo, y mi recuerdo es ira. Quien despierte mi memoria, desatará mi venganza.

Si revive los ríos oscuros que ha navegado, este joven celestial que duerme inofensivo a tus pies se convertirá en el Rey Horripilante, y en su garganta bramará el rencor.

Si me rozan la frente las alas del pasado, perderé la calma de mis párpados, la transparencia de mi sueño, la quietud del alma.

No debo recomponer el acertijo de lo que fue. Como la alimaña que enloquece con el olor de la sangre, los recuerdos harían estallar mis venas.

Deja que la nada blanquecina y espesa cubra como una sábana el paisaje ya cancelado de lo vivido. Que toda sombra, todo perfil, todo claroscuro se desdibuje bajo la intensidad encandilada del mediodía.

Déjame olvidar, que con el olvido vendrá la ceguera, y también el perdón.

Que no despierte en mí Izrafel, el temible, Ángel de Venganza; que el aborrecimiento no le haga desenvainar su espada.

Que no extienda yo, Izrafel, mi mano punitiva sobre la ciudad culpable, porque no sobreviviría ninguno de sus habitantes, ni los hijos de éstos, ni los hijos de los hijos, y ni siquiera sus perros.

No desconozcas el filo de mi espada, porque para ella la vindicta es un deber sagrado, y ha descendido por tres veces sobre la noche de la humanidad. La primera noche desoló la ciudad de Jerusalem, decapitando sesenta mil hombres del pueblo de Israel, desde Dan hasta Bersabée. La segunda noche cayó sobre el campamento dormido del rey asirio y mató ciento ochenta y cinco mil de sus hombres, dejando sus cadáveres expuestos a las brumas del amanecer. La tercera y última noche degolló a los primogénitos de los egipcios. La cuarta noche, viendo esparcido el horror por el universo, el Señor mi Dios, comandante en jefe de los ejércitos celestiales, se apiadó de sus siervos, y ésta fue la orden que recibí de su voz cansada: «Basta, Izrafel, Ángel de Exterminio, retira ya tu mano, envaina tu espada. La ira de tu Señor está saciada».

¿Si llegada la quinta noche reconociese yo la nueva hora del castigo, y desenvainase, quién podría soportar el despertar de la gran cólera? Todo el fuego, el granizo, el pedrisco, las ratas, los dientes de las fieras, el veneno de escorpiones y serpientes, todos los incendios, las llagas de la lepra, las sogas del ahorcado, todo castigo descenderá, y por mí será ejecutado.

Soy Izrafel y he olvidado mi cometido y mi nombre: No quieras que los recuerde.

Le cobraría a la ciudad homicida una lluvia de sangre por cada injuria recibida. Sería tal mi desenfreno, que los descendientes de los hombres preferirían morir, y perseguirían a la muerte, y ella huiría de su alcance.

Soy Izrafel, atesoro ofensas y estoy lleno de dolor. Fui el de la herida abierta, y teñí de rojo las aguas cuando me bañé en los ríos. Mi tristeza fue más vasta que el cielo.

No despiertes aquello que reposa debajo de mi piel. Déjame ser ciego, y sordo, y mudo; déjame ser inocente, ignorante e ingenuo. De lo contrario seré un asesino.

Soy Izrafel, y he perdido el recuerdo. No me alientes a buscarlo, porque el tumulto del pasado anegaría la paz del presente, reduciendo a cenizas la ciudad que abajo se extiende.

No hagas sonar la campana que alerte mis sentidos, deja que siga invernando la bestia herida que hay en mí.

Me siento en el último rincón del cielo, encogido sobre mí mismo, con el alma cancelada y los ojos apretados para ignorar lo que pasó. Huyo de mí mismo y de mi propia historia, escondiéndome dentro de mí.

Soy Izrafel: No me convoques, no me exacerbes, que encontrarás en mí al implacable.

Así, quieto y ausente, estoy bien. En el color blanco encuentro el reposo. Déjame dormir. Déjame flotar. Sólo quiero navegar en las aguas insípidas del olvido.