Por el teléfono de la panadería llamé a Ofelia Mondragón, amiga mía del alma y compañera de colegio, graduada en psicología, quien por las mañanas, en su consultorio privado, ayudaba a niños ricos a alejarse de la droga y a acercarse a sus padres, y por las tardes trabajaba como voluntaria en un hospital de beneficencia para enfermas mentales, comúnmente conocido como el Asilo de Locas. Las locas más furiosas, más pobres y desamparadas de la ciudad iban a parar allá y, en medio del abandono y el despojo de las instalaciones, eran atendidas con una abnegación de santos que, si no las curaba, al menos las consolaba.
El teléfono repiqueteaba una y otra vez con tono desahuciado y yo me cocinaba de impaciencia, hasta que alguien tuvo la caridad de contestar y decirme que me comunicaría con la doctora Mondragón. Pasaban los minutos, por la bocina me llegaban ecos distorsionados que se me antojaban gritos sordos, la ranura se tragaba una moneda tras otra…
Me sentía inquieta así conectada al oscuro mundo de la demencia, como si ésta fuera un virus contagioso que pudiera viajar por el cable y penetrar en mi cerebro a través del oído. Tal vez ese miedo irracional que siempre le he tenido a la locura me viene de la certeza de que tarde o temprano me espera a la vuelta de la esquina. No es sino caminar unas cuadras más, golpear a su puerta y entrar de lleno en ella para no volver a salir, tal como hicieron mi abuela y mis tías maternas, y al final de sus días, por fatalidad hereditaria, también mi madre, víctima de una arteriosclerosis delirante que llenó su cama y su imaginación de enanitos verdes, saltarines y entrometidos como una legión de ranas.
Nadie levantaba la bocina al otro lado de la línea. ¿Y si me había contestado una loca que se había olvidado enseguida de mi petición? ¿Y si la doctora Mondragón nunca pasaba y no había quién salvara a mi ángel de la burbuja que lo enclaustraba? ¿Y si la doctora Mondragón pasaba y curaba a mi ángel y lo despojaba de su poder y de su magia? Me debatía entre colgar y seguir esperando, cuando por fin escuché su voz.
—Ofelia, estoy con una persona que necesita tu ayuda. Es una emergencia —le dije.
—¿Puedes traerla? Aquí te espero.
—¿Ya mismo?
—Ya mismo.
A Ofelia la llamaban «la Bella Ofelia». Su frente, su piel, su nariz, su boca y el óvalo de su cara estaban diseñados según parámetros clásicos de medallón antiguo, pero sus ojos, inmensos y propensos al llanto, parecían más bien sacados de los muñequitos animados japoneses. Más que en su título de la Pontificia Universidad Javeriana, obtenido con una tesis sobre la influencia de la luna en los estados depresivos, Ofelia confiaba en su intuición, tan aguda que le permitía hacer cosas fuera de lo común, como la vez que, estando ella y yo con otras amigas de vacaciones en una playa, perdió un anillo en el mar y lo recuperó, ante mis ojos, después de buscarlo un rato.
Ni Freud ni Jung habían logrado disuadirla de que el azar, lo inexplicable y lo sobrenatural juegan un papel decisivo en la vida de cualquiera. Tal creencia la llevaba a invertir parte de su sueldo en billetes de lotería, a tomar determinaciones trascendentales de acuerdo con los consejos del I Ching y del Tarot, a prestar atención a las señales que le enviaba la naturaleza —en particular la aparición de pájaros, que podían ser buen o mal augurio— y a interpretar después del desayuno los trazos que marcaba el cuncho del café en su taza.
No cabía duda, la Bella Ofelia era el ser al cual acudir en este caso estrambótico y acuciante que me ocupaba.
Se organizó en Galilea una comitiva de doce mujeres, entre las que no estaba Crucifija, para trasladar al ángel hasta el hospital. Trece personas en total, contando a Orlando, que vendría con nosotras, pero que poco participaba. Andaba cabecigacho y regañado, porque, según me enteré, la noche anterior se había volado para mi casa sin avisarle a nadie y pegándole a Ara el susto de su vida, y en cadena con esa pilatuna había cometido una segunda, al capar colegio esa mañana.
Yo quería que saliéramos enseguida, porque me rondaba el presentimiento de que llegar hasta el asilo no iba a ser fácil. Podía suceder que Ara se arrepintiera, que se interpusiera Crucifija, que le repitiera el ataque al ángel y no lo pudiéramos mover. No más cargarlo en vilo iba a ser toda una epopeya, que nos hubiéramos evitado con el Mitsubishi de Harry, pero ni modo, para qué especular, si el Mitsubishi de Harry no lo teníamos.
Nada que lográbamos arrancar: cuando la demora no era por una cosa era por la otra. Que había que esperar a que Marujita de Peláez le echara comida a sus animales, que mejor darle agua al ángel antes de partir, que fulana tenía que cambiarse los zapatos, que mengana iba a pedir plata prestada y ya volvía. Desde su quietud soberana y arcaica, mi ángel nos contemplaba en nuestros ires y venires como si fuéramos hormigas desquiciadas, y asomaban a su rostro hermoso la perplejidad y dificultad de discernimiento de quien presencia un partido de fútbol en el cual ambos equipos juegan con idéntica camiseta.
Por fin pusimos en marcha la caravana, con el ángel cargado entre cuatro en una parihuela y oculto bajo un toldo de lona, pero no habíamos dado cincuenta pasos, cuando sucedió. Tal como imaginé, nos cayó encima el problema, Que no fue el arrepentimiento de Ara, ni la oposición de Crucifija, ni siquiera otro ataque del ángel. Sino la arremetida del padre Benito, que subía armado de crucifijo y botija de agua bendita, expeliendo por boca y narices un olor mefítico a treinta cigarrillos diarios que le empañaba los lentes y le despelucaba las cejas. Venía en decidido son de guerra, seguido por un monaguillo y por tres de esos muchachos del M.A.F.A. que yo había visto en la iglesia.
—Alto —gritó el cura, atravesándose en nuestro camino y blandiendo el crucifijo—. ¿A dónde creen que van?
—No es problema suyo, padre —le dijo Ara.
—¡Sí que es problema mío! A punta de herejías estás desencadenando el castigo de Dios sobre este barrio, ¿y me dices que no es problema mío? ¿No escarmientas con el diluvio y el derrumbe de las casas? ¿Cuántos desastres más quieres causar? —el padre Benito le hablaba sólo a Ara, poniéndole gran patetismo al reproche. A pesar de la aspereza, el diálogo delataba esa familiaridad indeleble que persiste entre dos personas que alguna vez han compartido el mismo catre.
—Déjenos pasar, padre —le pidió Ara, con voz demasiado mansa para mi gusto.
—El muchacho no sale de aquí sin que se le haga un exorcismo —dictaminó el padre Benito, dirigiéndose ahora a toda la comitiva—. ¡Atrás, vuelvan a la casa! Tiene el demonio adentro y se lo vamos a sacar, ¡les guste o no les guste!
Yo no aguantaba más esa mezcla insufrible de oscurantismo, prepotencia y aliento a nicotina. Como una mala sombra pasó por mi imaginación la figura obscena del cura forzando a Ara en un rincón de la iglesia, después persiguiendo a sus hijos para sacarlos del medio y fomentando el odio contra ellos desde el púlpito. Me invadieron el asco y la indignación y empecé a gritarle que si no entendía que no se trataba de ningún poseso, sólo de un muchacho enfermo, le advertí que nada nos detendría, y lo acusé de cavernario y otros adjetivos que ya no recuerdo. Iba apenas por la mitad de mi arenga cuando me di cuenta, por la sorpresa con que todos me miraban, de que yo ni llevaba velas en ese entierro, ni tenía asignado parlamento en ese guión. Era obvio que a nadie le interesaban mis aportes en ese momento.
El padre Benito sólo tenía ojos y anteojos para Ara, y la reprendía paternalmente, pidiéndole que no siguiera armando problema, y recordándole que él estaba ahí para ayudarla. Hasta llegó a suplicarle que no fuera testaruda y llevada de su parecer.
¿Qué estaba pasando? ¡Lenta de mí! ¡Cuánto me cuesta entender los motivos de la gente! Aquél no era un sacerdote imponiendo obediencia a una feligresa, ni tampoco un hombre odiando a la mujer que lo abandonó, sino un enamorado implorando una gota de atención.
—Hágase a un lado, padre —nuevamente Ara— o salgo de aquí derecho para donde el obispo, a contarle un par de cosas sobre usted.
Tampoco en la voz de ella había verdadero fastidio, más bien rencor, y yo diría que hasta una pizca de coquetería. Pero no importó, las que sosteníamos al ángel de todas maneras sentimos que con esa amenaza ganábamos terreno y que podíamos dar un paso adelante.
—No, Ara. No vas a hacerlo —dijo el cura con acento contundente, y nosotras, las del ángel, dimos un paso atrás.
—Sí, padre, sí lo voy a hacer —otra vez nosotras para adelante.
—Sólo te pido que me dejes exorcizarlo. ¿Qué pierdes con eso? Si tiene el demonio adentro, se lo sacamos, y quedamos todos más tranquilos, empezando por él mismo… —el tono del Benito era conciliador, y las de la parihuela no echamos ni para adelante ni para atrás.
—Ni muerta pondría un hijo mío en sus manos, padre, porque el único demonio que hay por aquí es usted —varios pasos triunfales hacia adelante por parte nuestra.
El sacerdote se había acercado mucho a Ara y ahora le hablaba casi al oído:
—Un demonio no, Ara, un hombre solo. Un hombre destruido por la soledad —yo también me acerqué para alcanzar a oír, porque no me quería perder palabra—, y la culpa es tuya, Ara, por no querer hacer las cosas como Dios manda…
—No miente su nombre en vano…
Lo que se desenvolvía allí, detrás del conflicto religioso, era una simple y llana pelea de pareja, una pelotera entre las dos partes de un matrimonio roto, una de las cuales persigue con ahínco el arreglo, utilizando la autoridad donde le falla la seducción.
Los tres del M.A.F.A. hicieron amago de posesionarse de la parihuela para alzar con el ángel, pero Sweet Baby Killer los dejó tiesos de un rugido, y les hizo saber con su actitud que les rompería la crisma.
—¡Usted no se meta, señora! —le gritó el cura a Sweet Baby.
—Sí, Sweet Baby —lo respaldó Ara—. Deja, que esto lo resuelvo yo.
—Por la fuerza no, muchachos. No vamos a recurrir a la violencia —ahora era el padre Benito quien calmaba a los suyos.
La pareja de enemigos, incómoda con la presencia ajena, empezaba a dar muestras de que hubiera preferido seguir con su disputa en la intimidad.
—Manda a tu hijo para la casa, Ara, y ven a la iglesia a confesarte. Hay maneras de arreglar las cosas.
—No. Ni tengo de qué confesarme, ni hay nada qué arreglar.
—Después no digas que no te tendí una mano…
—Déjeme pasar, padre. Voy a llevar a mi muchacho al hospital.
—De aquí no me muevo.
—Se lo digo al obispo…
El cura la agarró por la muñeca, y ahora sí, detrás de sus lentes, se vio brillar la impaciencia en sus ojitos de miope.
—No me amenaces, Ara. Dile al obispo lo que quieras, no te va a creer. Además, yo estaba en mi derecho al tener a mi servicio una criada tridentina. La iglesia lo permite.
—¿Así lo llama, padre? ¿Criada tridentina? —Ara soltó su brazo de un jalón.
—Estás llevando las cosas demasiado lejos. Te vas a arrepentir, Ara, ¿me oyes?
—A un lado, padre —la voz de Ara vibraba.
—Me callo la boca sólo porque esta gente se encuentra delante. Pero la cosas no se quedan así, Ara. No, Araceli, créeme que no.
El cura dejó libre el camino, y le hizo señas a sus matones para que hicieran lo mismo.
Les pasamos por el lado, orgullosas y despectivas, con nuestro ángel invicto en su parihuela. Seguimos por la loma hacia abajo, y durante la primera parte del trayecto, o sea la más resbalosa, hasta la parada del bus, Sweet Baby Killer se lo echó ella sola a la espalda, con devoción rendida, agradeciendo a cada paso el privilegio de cargarlo.
—¿No fue tan terrible, verdad, señora Ara? —no aguanté las ganas de decírselo.
—¿Qué no fue tan terrible, señorita Mona?
—Su convivencia con el padre Benito.
Ella se lo pensó un rato.
—No. No tanto. Si no hubiera sido por mis hijos, a lo mejor seguía con él.
En el bus el ángel se sentó solo, aparentemente divertido mirando por la ventana, y la etapa final, desde donde nos bajamos hasta el asilo, o sea unas quince cuadras por territorio de Taponeros e indigentes, lo llevamos, por turnos, en la parihuela. Sobra decir que el esfuerzo era brutal: mi ángel parecía hecho de sustancia etérea, pero pesaba más que un bulto de piedras.
El Asilo de Locas era —ya no existe— un sitio tradicional de la ciudad y, a falta de mejor plan dominguero, durante años la gente había armado paseo hasta allá para ver a las locas, como quien visita los camellos del zoológico. La falta de respeto con las internas motivó que el director mandara colocar un célebre letrero tallado en piedra sobre la puerta de entrada: «Está usted en los predios de las enfermas mentales. Esperamos que su conducta sea tan razonable como la de ellas».
Ahora habían prohibido los paseos y las visitas sin previa autorización, pero el letrero seguía empotrado en el dintel, y nosotras, las de la comitiva de Galilea, le pasamos por debajo con nuestro ángel encubierto por el toldo. Doña Ara parecía segura y no daba muestras de querer dar marcha atrás; yo, en cambio, me deshacía en dudas. Sentía que estaba enrutando arbitrariamente el destino del ángel por mis propios cauces y apartándolo de los suyos, y temía los resultados. Tal vez mi afán de organizar todo según mi racionalidad era el alfiler que podía estar a punto de pinchar el gran globo de un sueño, quizá el único sueño de mucha gente.
Me detuve un instante para pedirle su opinión a Orlando, en cuyo criterio había aprendido a confiar.
—¿Crees que hacemos bien trayéndolo aquí?
—No sé.
—¿Cómo, no sabes? Será la primera vez que no sepas algo.
—No sé —repitió Orlando, quien, una vez fuera de los confines de Galilea, no dominaba ya las situaciones.
Delante de nosotros se abrió un corredor de baldosín, de esos baldosines pequeños, de seis lados, que cada tanto se vuelven oscuros y forman una como flor, tan comunes en mi infancia y que ya no se ven. La casa de mi abuela tenía patios con baldosines idénticos. Me refiero a mi abuela materna, de quien ya conté que acabó loca. ¿Habría alguna relación? ¿Serían esas florecitas de hexágonos, repetidas al infinito, el patrón que escondía la clave de la locura?
Una asistenta social, a quien le preguntamos por la doctora Mondragón, nos invitó a sentarnos en un banco de iglesia que había a un costado y a esperar. Nos acomodamos en fila sobre el banco indicado, apretadas, con las manos sobre las rodillas, como huérfanas que van a hacer la Primera Comunión, y así esperamos largo rato.
El ángel dormía, yo me dejaba llevar por recuerdos agridulces, y Orlando, con una navaja, se había dado a la tarea inútil de sacarle punta a uno de los palos de la parihuela.
Como nos quedamos lelos mirando a una señora que con despropósito de gestos limpiaba el piso, dotada de trapero y balde de agua jabonosa, la trabajadora social nos explicó:
—Ella es una de las internas. Cuando muestran buena conducta las ponemos a trabajar, para que se mantengan ocupadas.
Esperamos otro rato. Mi ángel había medio despertado y sonreía confiado, sumido en los vapores de su duermevela. ¡No sabía que yo, como Judas, estaba a punto de entregarlo!
«Es por su bien», me repetía a mí misma, «por su bien y por el mío».
A pesar de que nunca he creído demasiado en la medicina, y menos aún en la psiquiatría, en el fondo de mi alma tenía el convencimiento de que esta vez ocurriría el milagro, que la cortina se iba a descorrer ante la mente turbada del ángel, y que veríamos brillar su inteligencia. Al mismo tiempo me espantaba constatar mi propia mezquindad, mi mentalidad tan clase media: prefería que mi amor se convirtiera en un hombre común y corriente, a que siguiera siendo un ángel espléndido.
Detrás de un escritorio, la trabajadora social se ocupaba de anotar cosas en una agenda, cuando la sacudió el grito de Orlando:
—¡Oiga! ¡Señorita! ¡La señora de la buena conducta se está tomando el agua del balde!
Era verdad. La trabajadora social se le acercó y la regañó, repitiéndole, con menos poder de persuasión que una mamá que quiere que su hijo se coma las verduras:
—Imelda, no se tome esa agüita sucia, mire que la última vez le hizo daño y se enfermó, ¿se acuerda? Deme el balde, Imelda…
Imelda se mostró descontenta de que le interrumpieran el refrigerio y se lanzó sobre la trabajadora social. Mínimo le hubiera sacado los ojos si Sweet Baby Killer no la sujeta, hasta que llegaron un par de enfermeros y se la llevaron. La pobre trabajadora social quedó muy alterada, lo mismo que nosotros, aunque sólo habíamos presenciado la escena.
Todavía no nos reponíamos cuando apareció en el fondo del corredor la Bella Ofelia, un tanto despeinada, con la bata blanca de doctora manchada de alguna medicina amarilla, vistosas y aristocráticas en el lóbulo de sus orejas un par de amatistas heredadas de la bisabuela.
—Esto aquí es agitado —me dijo a manera de disculpa por su demora, mientras se sacudía la bata y trataba de componerse el pelo.
—¿Dónde está? —me preguntó, después de darme un abrazo.
Yo le señalé el toldo, que habíamos cerrado cuando lo del balde para evitarle al ángel el sobresalto, y Ofelia levantó la lona. Con el torso erguido y apoyado sobre un codo, como un rey etrusco sobre su catafalco, apareció mi moreno: macizo, suntuoso, expuesto en todo su esplendor.
La Bella Ofelia lo contempló un momento en silencio y dijo con un suspiro:
—¿¡Quién es esto tan divino…!?
Después, mirándome, añadió con la voz de quien no sabe si sueña:
—Parece un ángel…
—Bueno… Es que es un ángel.
—¿Es peligroso? —me preguntó pasito, para que no oyeran los demás.
—No creo. Sólo desencadena las fuerzas de la naturaleza…
—¿De dónde lo sacaste?
—Del barrio Galilea. Estoy escribiendo un artículo sobre él —quise sonar impersonal.
—Hola —le dijo Ofelia al ángel, pero él la miró desconcertado y no contestó.
—No habla —le aclaré.
—¿Y tampoco camina? ¿Por qué lo traen en esa camilla?
—Sí, sí camina, pero acaba de sufrir un ataque epiléptico, creo, y viene extenuado. Mira, Ofelia, ella es su madre, la señora Ara; éste es su hermano Orlando; éstas son personas del barrio que lo acompañan y lo cuidan…
—Mucho gusto, encantada, mucho gusto —saludó a todo el mundo—. ¿Qué quieren que hagamos?
—Queremos que nos digas qué tiene…
—Habría que internarlo unos días.
—Estamos dispuestas a dejártelo —me adelanté yo, sin saber qué opinaría la señora Ara.
—Lo que pasa —me dijo Ofelia— es que este hospital no es para hombres…
—Es verdad. Bueno, se dice que los ángeles no tienen sexo, ¿no?
No fue difícil convencerla de que por esta vez se saltara el reglamento y se hiciera cargo de mi ángel. Se cerró la lona que lo ocultaba y la parihuela fue alzada por los enfermeros de antes, que se lo llevaron hacia las profundidades del corredor. Cerrando el cortejo, los demás fuimos penetrando, flor a flor por el baldosín, en ese mundo tan conocido para mí y a la vez tan temido, de las personas devoradas por angustias que no pueden descifrar ni pueden compartir.
Del recorrido que hicimos recuerdo con particular intensidad un huerto que atravesamos en cierto momento, donde experimenté la sensación clarísima de estar en el limbo. Unas mechas verdes, tal vez cebollas, crecían irregulares en cinco o seis surcos de tierra negra rodeada de muros altos. Estábamos dentro de un rectángulo recortado en el espacio, cuyo techo era un pedazo de cielo blanco, espantosamente cercano. Dentro de ese rectángulo de tiempo detenido vagaban unas mujeres de movimientos lentos, desprovistos de propósito, que sostenían en la mano una pala de plástico que enterraban una y otra vez en la tierra, con infinita paciencia, con resignación absoluta, sin enterarse de las cebollas, sin saber para qué ni por qué.
Ofelia me explicó que eran pacientes que sufrían crisis frecuentes de agresividad, que generalmente llegaban frenéticas al asilo después de pegarle a medio mundo por la calle con un palo, que la policía las traía de las mechas y las tiraba en la puerta, y que era necesario mantenerlas sedadas con altas dosis de calmante.
Siempre había creído que la locura debía tener un olor intenso, una emanación inconfundible, pero no es así. El asilo desconcertaba porque no olía a nada, absolutamente a nada, ni siquiera a mugre. Yo caminaba como sin pisar el suelo por entre ese universo lento e inodoro, y le iba contando a Ofelia lo que sabía de la historia del ángel, omitiendo, desde luego, la parte que tenía que ver conmigo, y haciéndole mi diagnóstico irresponsable de lega en psicología.
—Creo que tiene epilepsia —le dije— y que anda hundido en alguna forma de autismo, o de incomunicación profunda, que le ahoga una inteligencia sobrenatural. Habla varias lenguas, de eso estoy segura, y cuando estás con él tienes la impresión de que comprende más profundamente que tú.
—¿De veras crees que es un ángel? —soltó de pronto.
—Si te digo que sí, ¿me internas a mí también?
—Te pregunto en serio —Ofelia se reía.
—Juzga por ti misma.
Me pidió que se lo dejara unos quince días. Lo tendrían aislado para hacerle un electroencefalograma y otros exámenes, lo observaría atentamente ella misma y le pediría la opinión a los psiquiatras.
—¿Qué quieres, que te lo deje aquí, solo?
—Es lo mejor.
Doña Ara se opuso, muy afectada, porque era la primera vez que se apartaba de su hijo desde el reencuentro, y terminó accediendo sólo por cuatro días, después de que Ofelia le juró por Dios que le daría una atención especial y que el domingo, al cumplirse el plazo, se lo devolvería, fuera lo que fuera. Ara me miró, como exigiendo que yo corroborara el compromiso, y yo le estreché las manos, asegurándole que podía estar tranquila.
Abandonamos al ángel en el corazón del laberinto. Se cerraron las rejas, se alargaron los corredores, y en la puerta nos despedimos. Doña Ara se quedaría un rato más en el asilo, por solicitud de Ofelia, que necesitaba conversar con ella. La otra gente de Galilea tomó su rumbo, y yo el mío. Ya sin él, no teníamos un lugar común a donde ir.