¿Qué sería del ángel mío? Entre él y yo se interponían una mañana lenta, un tráfico insoportable, las agresiones en el fondo lamentablemente coquetas del jefe de redacción, que se tomó una eternidad para leer el artículo y dejarme ir, el sueño de Orlando, a quien al regresar al apartamento encontré todavía dormido sobre la alfombra. Aunque me ahogaba la ansiedad, sólo hasta las dos de la tarde pude llegar con el niño a Galilea. Harry Puentes no nos acompañó, tenía que trabajar.
Contra toda expectativa, el día en la montaña estaba radiante, como si durante la noche la naturaleza se hubiera purgado de su intoxicación, y el cielo, de un azul ingenuo, ponía cara de yo no fui. ¿Qué había sido de la catástrofe? No se veía por ningún lado. Más bien al contrario, la lluvia había restregado al barrio dejándolo como recién salido de la lavandería.
Al pasar frente a la iglesia escuchamos la voz del padre Benito que disparaba alegorías por los parlantes. La puerta, que era giratoria, se tragó a Orlando y enseguida lo volvió a escupir.
—Venga, Mónita, entre a la iglesia, para que los vea.
—¿Qué cosa?
—Véalos primero, y después le digo quiénes son.
—Ahora no, Orlando, quiero saber qué pasó en tu casa.
—Tiene que ser ya.
Era inútil tratar de zafarse de Orlando cuando empezaba a tironear de la manga, así que más bien le hice caso. En el interior había poca gente, y me llamó la atención un grupo de cinco o seis muchachos parados en la parte de atrás, sobrados de lote, todos de camiseta flotando por fuera del bluyín, tenis de marca y escapularios entorchados en el cuello, en las muñecas y hasta en los tobillos. Le pregunté a Orlando quiénes eran y me dijo que afuera me decía.
El padre Benito enumeraba los poderes increíbles que posee un ángel, mismos que hacen su presencia en la tierra extremadamente peligrosa cuando no se trata de un ángel de luz —el cual nos desea el bien— sino de un ángel de sombra. Cuando salimos continuaba con la lista, que incluía, entre otros, los siguientes ítems, según alcancé a anotar en mi libreta: Un ángel de status mediano está en capacidad de desviar los vientos; arrojar tinieblas sobre el sol; detener los ríos y desbordar las aguas; iluminar las noches y evitar incendios; inducir la escasez y la carestía; transportar los cuerpos de un lugar a otro como fueron transportados Elias, Abacué y san Felipe; dotar de palabra a los animales, que son por naturaleza mudos, tal como un ángel hizo hablar al asno de Balaam; alargarse de un lugar hasta otro sin tocar el centro; penetrar el cuerpo humano, llegando hasta el corazón y la mente.
—¿Los vio? —me preguntó Orlando afuera—. Son ellos. Una pandillita de tercera. Andan por ahí echando pinta y atracando gente con changones fabricados por ellos mismos. Antes, esa banda se llamaba La Pecueca.
—¿Y cómo se llama ahora?
—Ahora se llama M.A.F.A.
—La misma que firma las pintadas…
—Exactamente.
—¿Qué quiere decir M.A.F.A.?
—Yo tuve un amigo que fue de esos pecuecos, pero ahora está preso.
—¿Un amigo de tu edad?
—Más o menos. La suerte negra de mi amigo fue que le robó el televisor a una señora, con tan mala pata que se lo vendió después a un tío de esa misma señora, que se lo compró sin saber de qué televisor se trataba, pero cuando se dio cuenta se lo devolvió a la sobrina y boleteó a mi amigo y es por eso que está preso, pero el tío de la señora tuvo que irse del barrio porque los amigos de mi amigo no pensaban quedarse con los brazos cruzados, y al fin de cuentas a la señora le volvieron a robar el televisor, pero otra bandola que se llama Los Cachuchos porque operan de cachucha y con la cara tapada, pero para qué si aquí todos los sabemos identificar, el jefe de ellos es un policía que a ratos hace de delincuente y a ratos hace de autoridad.
Los cuentos de Orlando se desenroscaban como serpentinas, unos agarrados de la cola de los otros, hasta que llegamos a Barrio Bajo, y lo que vimos nos dejó con la boca abierta.
De un tajo limpio, sin perdonar ni los escombros, el agua había barrido con cuatro o cinco casas de las de más abajo. El callejón permanecía idéntico a sí mismo, con festones de plástico y todo, sólo que le faltaban casas, como le faltan muelas a una boca desmueletada. Algunos damnificados se sentaban sobre los bultos y trastos que habían salvado, y permanecían ahí, en silencio, poniendo cara de nada, como si hicieran cola para entrar al cine. Otros se instalaban en casas de vecinos menos perjudicados. Todo sucedía lento y en calma, y había en el aire un olor sorprendente a rutina.
—¿Hubo muertos, o heridos? —le pregunté al primero que se atravesó.
—No señorita, sólo destrozos materiales.
Arriba veíamos la casa rosada, aparentemente ilesa, y subimos hasta ella de dos zancadas.
En la puerta, Marujita de Peláez sacaba barro con una escoba, y nos dio la bienvenida.
—Qué bueno que llegaron, pero ya pasó todo. Ahora está acostadito, parece un santo.
—¿Tuvo un ataque? —le pregunté.
—De los peores que se le han visto. El diablo se le entró por el dedo meñique, se le pasó a la muñeca, después le zarandeó ese brazo como si fuera de trapo, hasta que lo tiró contra la pared.
Al entrar a la casa ubiqué enseguida el baúl de los cuadernos. Mucho había temido por su suerte durante la noche, pero allí estaba, sano y salvo después del diluvio, como un arca de Noé, con su tesoro intacto.
En el catre de doña Ara estaba tendido el ángel de mi vida, comatoso, desmadejado, como si le hubiera pasado por encima todo el ejército celestial. Pero más bello que nunca. Era un dios derrotado y caído, pero seguía siendo un dios. Su fulgor vibraba con tanta intensidad, que temí que incendiara la habitación.
Alrededor de él se congregaba una pequeña multitud de admiradores que lo observaba con ilusión, tal vez suspirando para que se decidiera de una vez a subir en cuerpo y alma al cielo. Yo entré en puntas de pies y me paré discretamente en una esquina, pero no pasó mucho tiempo antes de que sus ojos, que me estaban esperando, me encontraran.
Me miró y estiró su mano hacia mí. Con un gesto desfallecido pero seguro, tranquilo, estiró su mano hacia mí. Yo me abrí paso entre la gente hasta la orilla de su cama, milímetro a milímetro mis dedos extendidos fueron hacia los suyos, y en el instante en que se produjo el contacto, sentí que se estremecía el universo y supe que se multiplicaban las galaxias.
Me arrodillé a su lado y le acaricié el pelo, todavía mojado en sudor, y vi titilar en sus pupilas las estrellas profundas que lo alucinaban. Él, aletargado, recién descolgado de la cruz, hilvanaba frases de las suyas, tan extrañas, de una armonía tan sedante, sus frases indescifrables que me iban hipnotizando mientras yo las repetía, y así, de la mano, juntos en el trance, como si no hubiera nadie más, recorrimos las crestas del tiempo hasta llegar a una voz para mí familiar y adorada, una voz que viajaba veinte años y me llegaba ondulante, como una sangre antigua acostumbrada a mis venas. No tuve dudas. Era, inconfundible, la lengua flamenca de mi abuelo, el belga nacido en Amberes, la que ahora brotaba de la boca de mi ángel y que yo reconocía, aunque no supiera bien qué significaba, como tampoco entendí nunca del todo a mi abuelo cuando farfullaba su lengua natal.
Yo sólo quería que este momento se prolongara y que transcurriera así por el resto de mis días, pero de pronto vi, con lo que me quedaba de conciencia, cómo Crucifija repetía un gesto que ya le había visto antes, tomando un espejo pequeño y haciéndolo reflejar de manera intermitente la luz del bombillo sobre la cara de mi ángel. Él salió de su languidez para protegerse los ojos con el antebrazo, y cuando Crucifija trató de impedírselo, Sweet Baby Killer le cayó encima y la aplastó.
—¡¿Qué pasa?! —grité yo.
—¡¿Qué está pasando?! —gritaron todos, sobresaltados.
—¡No la dejen! ¡No la dejen! —gritaba también Sweet Baby, sin darle chance a su víctima ni de respirar.
—¡¿No la dejen que?!
—¡No la dejen que le haga eso con el espejo!
—¿Qué con el espejo?
En esas entró doña Ara, alarmada por la alharaca, y habló con una severidad que hasta entonces no le conocía.
—¡Se salen todos de aquí! Se quedan sólo ellas dos, y la familia. Y usted también, Mona. Ahora, me dicen de qué se trata.
Los demás fueron abandonando el cuarto, y cuando no quedó ninguno, Sweet Baby Killer le arrancó de las manos a sor María Crucifija el espejo, y le hizo a Ara la demostración de la luz.
—Vea, doña Ara —explicó—. Con esto Crucifija le provoca los ataques al ángel. Desde el otro día me di cuenta.
Ara tomó el objeto y lo contempló perpleja, pero yo, que sí había entendido, le expliqué:
—Esos ataques que le dan a su hijo, doña Ara, seguramente son ataques de epilepsia. La epilepsia es una enfermedad, y es espantosa para quien la padece. Lo que quiere decirle Sweet Baby es que la señora Crucifija sabe cómo inducirle los ataques al muchacho. Es decir, sabe qué hay que hacer para que le den. La luz intermitente del espejo le dispara a él algo dentro de la cabeza, y empieza a convulsionar.
—Pero… es que no entiendo. ¿Y para qué habría de hacer algo así Crucifija? —preguntó doña Ara, clavando sus ojos intensos en los ojos borrados de la sor.
—¡Pues para ganar público! —gritó Orlando, que era el único que faltaba por gritar—. Ella sabe que a la gente le gusta más cuando hay pataleta.
—Un momento —dijo Ara—. A veces el ataque le da también cuando sor Crucifija no está.
—Es posible —dije yo—. A veces le viene solo. Y cuando no le viene, ella se encarga de que le venga. Cada tanto falla, claro, y la gente sale decepcionada.
Pronunciando cada sílaba, como un juez que dicta el fallo, doña Ara habló:
—Sweet Baby, de ahora en adelante tú no te le despintas al muchacho, ni de día ni de noche, y si ves que Crucifija le hace daño, con el espejo o con cualquier cosa, tú la matas. ¿Oíste? La matas. Yo te autorizo.
Después se dirigió a Crucifija:
—Y usted, sor Crucifija, debe saber lo que le espera si lo vuelve a hacer. Se lo advierto, la muerte sería lo de menos.
—Perdone que le diga, doña Ara —interrumpí, viendo redonda mi oportunidad—. Pero a su hijo hay que curarlo. Yo sé dónde lo podemos llevar para que lo curen. No es justo que él sufra de esta manera habiendo medicinas…
—Está bien, lo llevamos y que lo curen —sentenció doña Ara—. Pero le advierto una cosa a usted también, Mona. Para que le quede claro. Que el ángel tenga epilepsia, o lo que sea, no quiere decir que no sea un ángel.
—Me queda claro. Que lo alisten, porque me lo llevo. Pero antes, doña Ara, hay un par de cosas que tenemos que hablar a solas usted y yo.
Nos salimos las dos al patio. Ella se sentó sobre el filo del lavadero, exactamente en el mismo sitio donde el lunes por la noche había encontrado yo a su hijo, bañado de luna.
—Ara, tenemos que hablar honestamente, de corazón a corazón.
—A usted siempre le he contado las verdades.
—Pero no todas. ¿Orlando también es hijo suyo?
—También.
—¿Suyo y del padre Benito?
—Mona, trate de entender.
—Yo entiendo, doña Ara. Yo entiendo perfectamente. Pero dígame, sí o no.
—Sí.
—Cuénteme.
Ella retorcía la punta de la falda entre las manos y con los ojos escrutaba el piso, como si buscara monedas caídas. Empezaba a hablar pero se detenía a las dos palabras, y luego volvía a empezar. De pronto pareció decidirse, me miró de frente y lo soltó todo, de principio a fin.
«No fue fácil. Cuando murió el cura viejo mis padres ya habían muerto también. Yo sólo sabía ganarme la vida desempolvando santos y haciendo floreros para el altar. La iglesia era mi refugio, el único lugar donde me encontraba a gusto. Mientras vivió el cura viejo yo pasaba las horas conversando con él, o escuchándolo tocar himnos en el órgano. Él, que en paz descanse, me enseñó a escribir, me enseñó todas las demás cosas que yo me sé, y me daba vidas de santos que yo me leía en un santiamén.
»No había un rincón de esa iglesia que yo no conociera, y que no fuera mío. Me gustaba encaramarme al campanario, sentir que el viento me despejaba la cara y mirar hacia la ciudad. La recorría con los ojos calle por calle, esquina por esquina, imaginando que en algún sitio tenía que estar el hijo mío, y que algún día lo iba a ver, desde allá arriba, y que bajaría corriendo por él.
»También me gustaba el sótano, con su olor a frío y su arrume de santos desnarigados. En las tardes de sol me sentaba en las escalinatas del atrio con un tubo de pomada Brillo y le daba trapo a las patenas, al copón, a los candelabros, hasta dejarlos que cegaban del relumbrón. Ni siquiera el Cristo me disgustaba, ese grandote y sangrante que a todo el mundo le mete miedo. Yo por el contrario sentía que era mi amigo, y le conversaba, le contaba lo que no me atrevía a contarle a nadie más, y le rogaba que me ayudara a encontrar al niño mío. Como está alto, me trepaba en una escalera para limpiarle las heridas, queriendo pensar que así le calmaba en algo el dolor. Cada tanto le quitaba la cabellera, que es una peluca de pelo natural, y se la lavaba con tres juagadas de champú. Después la enrulaba, la secaba con el secador y se la volvía a poner, para que estrenara peinado. El cura viejo me decía, “¿Qué te crees, Ara, que ese Cristo es tu muñeco?”.
»En cambio la corona de espinas se la quitaba y la escondía, porque pensaba que mucho era lo que le debía fastidiar. La mantenía escondida hasta que el cura viejo se percataba de su ausencia, y se ponía a gritar, “¡Ara, Araceli, le robaron la corona a Cristo!”. Entonces yo la sacaba del escondite y le decía que no, que la estaba limpiando, para que no se la comiera el óxido.
»Después al cura viejo le dio por morirse, y al padre Benito le dio por venir, y por hacerse cargo de la parroquia y la iglesia, con todo y mi persona adentro. Pero con el padre Benito las cosas no fueron iguales, porque él me impuso un oficio de más, un oficio ingrato de cumplir. ¿Usted me entiende, señorita Mona?».
—Sí, doña Ara. Y de ese oficio nació Orlando, ¿verdad?
—Así es. Entonces las malas lenguas empezaron a murmurar, y el padre Benito a ponerse nervioso, y a decirme que si quería seguir trabajando para él tenía que salir del niño. ¿Se imagina? ¡Decirme esas palabras otra vez a mí, que por culpa de ellas llevaba una vida entera de puro padecer! El padre sabía cómo presionar, porque, ya le dije, yo no conocía más oficio que desempolvar santos, y por fuera de la iglesia el mundo era un misterio para mí. Pero ya estaba yo resuelta, me haría matar antes de dejarme quitar un hijo por segunda vez. Así que abandoné la iglesia y me fui con el niño a rodar por donde me dieran posada, alimentándolo con lo que recogía lavando ropa. Que era demasiado poco, la verdad es que nos estábamos muriendo de hambre los dos.
»El padre Benito esperaba verme definitivamente derrotada para tenderme una mano, imponiendo sus condiciones. Pero yo estaba resuelta, primero morir que volver. La estábamos pasando mal, Orlando y yo. Él iba creciendo y yo siempre con la cabeza en otro lado, pensando en el hijo mayor, el que había perdido. En ese entonces Orlando era el que se ocupaba de mí, desde muy niño preocupado porque comiera, porque descansara, y me acompañaba, una tarde sí y otra también, en mis recorridos para buscar a su hermano. Sus afanes eran tantos que al cabo del tiempo parecía que la madre mía fuera él.
»Ya desde ese tiempo yo andaba con la obsesión de mis cuadernos, llevada por el rapto de la escritura, y fue cuando la vida nuestra se cruzó con la de sor María Crucifija. Ella leyó mis escritos y les puso interés. Me dijo que trabajara con ella, ya que yo tenía buena disposición».
—¿Trabajar en qué, doña Ara?
—De ella decían que era bruja. Tal vez lo fuera, no sé. Lo cierto es que preparaba emplastos y ungüentos curativos, rezaba casas para espantarles los malos espíritus, le hacía limpias a las personas asediadas por la mala suerte. Crucifija se ponía sus centavos, y como yo era su ayudante, de eso empezamos a vivir los tres. Más adelante se despejó un pleito que venía enredando la herencia de mi padre y gané esta casa, en la que nos fue dado vivir. Después gracias al cielo apareció el ángel, y el resto de la historia ya la conoce usted.
—Ya veo. Pero usted y Crucifija no se las van bien, doña Ara.
—Todo es relativo y según el cristal, señorita Mona. Ella tiene sus empeños de poder, y eso la hace a ratos mala. Pero también la hace hábil. Fíjese cuántas cosas saludables ocurrieron desde que pactamos sociedad: primero un sueldo para vivir, después el pleito ganado que me deparó techo, por fin la recompensa a mi busca, con el hijo mío que milagrosamente apareció. Ahora hay problemas con ella, usted los ha visto, y es de ley mantenerla bajo control. Pero también piense que mis dos hijos y yo vivimos de las limosnas, de las ofrendas y los donativos que ella se las arregla para recoger.
—Perdone que le hable con crudeza, doña Ara, pero así como usted me ha dicho la verdad, yo se la tengo que decir a usted. ¿No cree que esa señora está utilizando a su hijo, quiero decir, que explota el culto del ángel? Eso le puede hacer mucho daño a su hijo, ¿no cree?
—En parte puede que sí, pero en la otra parte, fíjese bien, señorita Mona, y verá que gracias a sor Crucifija mi hijo es respetado entre las gentes de Galilea. Respetado y admirado, y hasta adorado, diría yo. ¿Qué hubiera sido de él si Crucifija no se da cuenta de que es un ángel?
Ante la lógica impecable de doña Ara no tuve nada que agregar. Pero había otro tema que me inquietaba, y era el momento de aclararlo también.
—Otra cosa, doña Ara. Sobre esa pandilla que se llama M.A.F.A. Vi que andaba firmando unas pintadas ofensivas por las paredes, y quiero saber qué tiene en contra de ustedes. ¿Sabe qué quieren decir esas letras, eme a efe a?
—Sí, sí sé. Quieren decir «Muerte al Falso Ángel».
—Me sospechaba algo así. ¿Usted sí cree que estén dispuestos a matarlo?
—Pues hasta ahora, que se sepa, no han matado a nadie. Atracan, sí, y violan muchachas. Pero matar, no han matado. Aunque dicen que hoy andan bravucones y envalentonados con las palabras del padre Benito, que le echó la culpa a mi hijo del diluvio y del derrumbe de las casas, y algo de razón tal vez tendrá, porque fue empezar mi hijo a corcovear, y las casas a rodarse. El padre Benito dijo que la prueba de su responsabilidad es que el castigo cayó sobre Barrio Bajo, donde viven los más herejes.
—¿Y no dice el padre Benito que justamente en Barrio Bajo están las casas más endebles y el terreno más empinado? —triné yo.
—Razones de esa clase no tienen asidero por aquí.
—Todo esto es muy serio, Ara. ¿Entonces usted cree que ésos del M.A.F.A. cumplen órdenes del padre Benito?
—No. Tanto no. Ellos obran por cuenta propia. Lo que sí creo es que esos muchachos alimentan su alma con la rabia que el padre Benito les tira desde el púlpito.
Ella dejó en mis manos la decisión de llevar al ángel a recibir ayuda médica y fue a prepararle una maizena con canela, por si le apetecía comérsela.
El tal M.A.F.A. era una razón de más para actuar inmediatamente, así que tenía que moverme, y ya. Lo primero que necesitaba era un teléfono.