No hay drama igual a buscar un teléfono público en mi ciudad. Cuando existen, les han arrancado la bocina, y si tienen bocina no tienen rueda para marcar. Dentro de las cabinas telefónicas la gente hace cosas insólitas, como cagar, pintar consignas subversivas, estallar petardos, de todo, menos llamar. En Galilea, a falta de teléfonos privados, había dos públicos, ambos destrozados con saña. Orlando me acompañó hasta la panadería del barrio vecino, donde se encontraba uno que tenía fama de funcionar.

Cuando por fin pude hablar con mi jefe, me soltó una andanada que hubiera preferido no escuchar. Me dijo que dónde andaba, que si creía que me habían dado vacaciones, que le había mandado una basura impublicable, que qué me creía yo.

—¿Y la foto del ángel? —me atreví a preguntar—. ¿Salió la foto?

—¿Foto? ¿Ángel? Un manchón negro, dirá.

—Y el artículo, ¿no le gustó?

—Eso no sirve, ¿entiende? Son supersticiones de pobre, ¡no le interesan a nadie!

Tenía que presentarme en Somos, inventarme alguna cosa porque me iban a echar, así que volvimos a Galilea y Orlando me acompañó hasta la única esquina donde tal vez podría tomar un bus. Por el camino nos ocurrieron dos cosas.

La primera, que empezaron a caer del cielo unas gotas gordas, escasas, a las que yo no di importancia, pero que inquietaron a Orlando.

—¿Qué tienen de raro? —le pregunté—. ¿Acaso ayer no llovían gatos y perros?

—Esta lluvia es distinta.

—¿Qué tiene de distinto?

—Con ésta comienza el diluvio universal.

—¿Quién dijo?

—Lo dijeron esta mañana las Muñís. Anunciaron que hoy, cuando empezara a llover, ya no pararía más.

—¿Y quiénes son las Muñís?

—Son dos hermanas de aquí del barrio, Rufa y Chofa, que hacen mermeladas y dulces.

—¿Qué saben las Muñís de lluvias?

—Saben mucho de profecías. Ellas conocen las profecías que sólo el Papa conoce y que aún no ha querido revelar, las de los pastorcitos de Fátima.

—¿Cómo se enteraron las Muñís de semejante secreto?

—Se lo contaron las Sáenz.

—¿Y qué profecías son esas?

—Las Muñís sólo han revelado una. Mejor dicho las Muñís no, sino Chofa Muñís, que es bocona. A Rufa nadie le saca palabra, en cambio Chofa habla cada que la puyan. No es sino decirle, «ustedes no saben nada de nada», y ella se siente tocada en el orgullo y empieza a cantar. El otro día reveló una de las profecías.

—¿Cuál?

—La caída del comunismo.

—Valiente cosa.

En ese momento las Muñís no me parecieron dignas de crédito. Pero unas horas después, un aguacero bíblico me forzaría a reconocer sus capacidades sibilinas. Aunque, viéndolo bien, la destrucción de Galilea por las lluvias era un vaticinio tan obvio como la caída del comunismo.

El segundo suceso en que nos vimos involucrados Orlando y yo tuvo que ver con un par de grafitos frescos que encontramos pintados en las paredes. Ambos estaban firmados con la sigla M.A.F.A., y el uno decía «El ángel es un bastardo», con lo cual no revelaba nada que no se supiera ya, salvo el aumento del nivel de agresividad en el barrio. El otro letrero puso frenético a Orlando, quien con mi ayuda escupió el muro y lo pateó. Decía: «Orlando es hijo del cura Benito».

¿Orlando, hijo del cura Benito? Lo vi tan indignado que sólo le pregunté, como hablando de otra cosa, «¿Cómo se llama tu mamá?», pero él me contestó con evasivas, y al rato pasó un bus y me pude montar en él.

Por la ventanilla vi que Orlando se había quedado parado bajo los goterones, que ya no caían tan espaciados.

Cuando llegué a Somos estaba lloviendo a cántaros. No describo mi entrada poco triunfal, porque no vale la pena. Sólo diré que para mí fue como descender a otro mundo, y que mientras yo añoraba a mi ángel y lo sentía dolorosamente lejano, como si lo hubiera conocido en Marte, el jefe de redacción rompía mi artículo, me demostraba que la famosa foto efectivamente se había velado, y me ordenaba hacer todo de nuevo para el día siguiente. El tema no podía cambiar, porque la carátula del próximo numero de la revista ya estaba impresa —el titular anunciaba, tal como había imaginado, «¡Los ángeles llegan a Colombia!»—, así que esta vez me mandó a entrevistar a Marilú Lucena, astro de la pantalla chica, a quien un ángel salvó en una carretera oscura, al vararse su automóvil cuando regresaba sola de una fiesta, a las tres de la mañana.

Aunque seguía lloviendo de manera aparatosa, había inundación en varias calles y se compactaba un trancón de tráfico alarmante aun para Bogotá, después de la confesión de Marilú Lucena tuve que escuchar la de un senador de la república, quien aseguraba que de niño había estado ahogado durante más de dos horas en el fondo de una piscina, y que si hoy podía contar el cuento era porque un grupo de ángeles lo había rescatado y devuelto a la vida.

Hacia las nueve de la noche, y a través del peor aguacero de mi vida, me fui hasta el hotel donde se hospedaba el torero Gitanillo de Pereira, quien me contó, en exclusiva para Somos, cómo en las corridas, cuando veía un angelito azul parado en medio de las astas del toro, sabía que estaba protegido y que nada malo le iba a suceder.

Hacia las once llegué a mi apartamento muerta de hastío y de cansancio, me di el ansiado duchazo hirviendo con agua que pelaba pollos, me tomé un té con sánduches preparados por mi tía, la damnificada de Armero, y a la medianoche me disponía a sentarme a desgrabar las revelaciones de la tarde, cuando sonó el teléfono de mi escritorio.

Era el celador nocturno de Somos, a decirme que allá había llegado un niño que preguntaba por mí. El celador le había mentido, diciéndole que no tenía mi número de teléfono, según la política de la revista para mantener la privacidad de los redactores, pero el niño había insistido tanto, y parecía tan desesperado, que el celador, por lástima, me había llamado de todas maneras, por si se trataba de algo grave.

—El niño dice que se llama…

—Orlando —lo interrumpí—. Pásemelo enseguida, por favor.

Orlando sonaba aturdido, y hablaba tan de prisa que mucho no le entendí. Le di la dirección de mi apartamento, le dije que el celador lo ayudaría a tomar un taxi, que yo se lo pagaba al llegar.

Recibí a un Orlando agitado y de ojos lechuzos, que no aceptó siquiera quitarse los zapatos mojados, ni tomarse un Milo caliente. Dijo que se trataba de una emergencia, que había venido por mí y nos teníamos que ir enseguida para Galilea, porque, según dijo, «se la estaba llevando el Juicio Final».

—¿Pero qué podemos hacer allá, a estas horas?

—Vamos, Mona, tiene que venir —me repetía, y me tironeaba de la manga.

—A ver, Orlando, tratemos de pensar esto mejor. Siéntate un poco y dime exactamente qué pasa.

—Es el agua. Va a arrastrar las casas.

—Entonces llamemos a los bomberos, a la Oficina de Prevención de Desastres, a alguien que pueda evitar una catástrofe. Déjame pensar a quién le puedo avisar…

—No, Mona, no, ellos no pueden hacer nada. La única que puede es usted.

—¿Yo? Si lo más probable es que ni siquiera podamos llegar hasta allá, con esta lluvia.

—La única que puede es usted.

—¿Cómo, yo?

—Tranquilizando al ángel. Todo lo que está pasando es culpa de él.

—¿De él? ¿Qué ha hecho?

—¿Se acuerda que le hablé del ángel terrible? Bueno, pues eso. Haga de cuenta que otra vez ataca el ángel terrible, y que su furia está por destruir al mundo…

—¿Otra vez ataca? ¿Qué quiere decir eso?

—Haga de cuenta que le da una pataleta.

—Dime cómo es la pataleta.

—Bueno, es que lo fulmina un corrientazo que lo tira como un muñeco contra la pared, y la espalda que se le encrespa de para atrás, haga de cuenta un espinazo en curva, y que le nace tantísima fuerza que ni Sweet Baby lo puede trincar, y que se hace caca encima y echa baba por la boca, y esos ojos que se le ponen rojos haga de cuenta reventados en sangre, y…

Orlando me hizo una descripción de lo que debía ser un ataque epiléptico, con ese colorido en los detalles y esa precisión excesiva que se estila entre los pobres cuando hablan de enfermedades, y a mí también me fue dando un ataque, pero de angustia y de culpa. Yo lo sabía, yo lo sabía —me lo repetía con rabia a mí misma—, ese muchacho, el amor de mi vida, estaba enfermo, una crisis como ésa era previsible, y yo tan lejos, sin poder ayudarlo, y sobre todo yo tan cómoda, montada en ese cuento absurdo y tranquilizador del ángel, mientras lo único real eran sus gritos, sus convulsiones, su cuerpo aporreado por las sacudidas contra esta tierra, las células nerviosas de su cerebro excitadas hasta el delirio, las pupilas giradas hacia adentro tratando de encontrar alguna explicación en la maraña interior de la cabeza, buscando el interruptor para apagar el tormento.

—¿Le pasa con frecuencia, esto de la pataleta?

—Sí, bastante. Y cada vez peor.

Pensé en Harry Puentes, mi vecino de apartamento, siempre gentil y dispuesto, quien, además de ser médico recién graduado, jamás me negaba un favor. Él tenía un campero Mitsubishi, y tal vez nos podría llevar y acompañar.

A pesar de que lo despertamos y lo sacamos de la cama, Harry accedió, solícito. Encima de la pijama se puso una chompa y unas botas de excursionista y nos tiramos los tres a la noche. A medida que nos alejábamos por la solitaria carretera de Circunvalación, Harry y yo nos íbamos inquietando, porque sabíamos que estaba de moda por esos días atravesar troncos para detener a la fuerza los vehículos, bajar a sus ocupantes y, si estaban de buenas, permitirles seguir viaje a pie, después de suministrarles una dosis de escopolamina. Harry mantenía un arma en la guantera, pero los dos sabíamos también que a la hora de la verdad, y ante las miniuzis de los atracadores profesionales, lo único que podríamos hacer con la pistolita era metérnosla por donde nos cupiera.

Pero esa noche iluminada a relampagones espantaba hasta a los criminales, y nadie nos molestó ni nos atravesó ningún tronco. Aunque hacíamos lo humanamente posible por subir a Galilea, intentándolo una y otra vez por las diferentes vías de acceso, el jeep patinaba, azotado por las ráfagas de viento, y se mecía entre el lodo como un barco borracho. Era una tarea imposible, aun para tres empecinados y un campero Mitsubishi.

A través de los vidrios empañados veíamos cómo la tempestad se abatía contra las montañas con una violencia tan sañuda que parecía humana.

—Son los Siete Golpes de la Ira de Dios —dijo Orlando, temblando de miedo.

—No es sino una tormenta muy recia —quise calmarlo, aunque en realidad ya me parecía estar escuchando legiones de ángeles tocar a rebato las trompetas del juicio final.

—¡Mírenlo! ¿No lo ven? —preguntó Orlando cuando un rayo majestuoso descargó su voltaje sobre la tierra.

—¿Qué cosa?

—¡Allá! ¡Enorme! ¡Con la cabeza tocando el cielo! —gritaba Orlando, fuera de sí.

—Tranquilo, pelao —le decía Harry—. Dígame qué es lo que ve.

—Veo a Mermeoth, el ángel de la tempestad. Mermeoth es el que manda en todos los ríos, todos los mares, y hasta en las lágrimas y la lluvia, mejor dicho en todos los líquidos de la tierra. Así dice en los cuadernos de Ara. ¡Allá arriba está Mermeoth, y está verraco! ¡Miren! ¡Su cabeza se traga los rayos!

—Vámonos ya —dijo Harry—. Son casi las cinco de la mañana, no podemos hacer nada por el muchacho de allá arriba, y en cambio este niño se nos va a chiflar aquí.

Nos devolvimos a mi apartamento, le agradecí a Harry sus esfuerzos con un desayuno poderoso, y después nos quedamos solos Orlando y yo. Le armé una cama con cojines en el piso junto a la mía, y traté de tranquilizarlo para que durmiera un rato, diciéndole que más entrada la mañana, cuando escampara un poco, llegaríamos a Galilea, le ayudaríamos a la gente y llevaríamos a Harry para que curara al ángel.

—No está enfermo, está poseído por Mermeoth —me aclaró.

Era tal el acelere de Orlando que a pesar de estar extenuado no se podía dormir. Daba vueltas como un condenado, se destapaba, desbarataba la cama de cojines, así que, mientras yo intentaba trabajarle a mis desgrabaciones, que tendría que entregar unas horas más tarde, encendí el televisor y lo puse a ver una película de TV Cable, que inmediatamente lo hipnotizó.

Mientras Orlando miraba a una señora que se quitaba los zapatos para huir de una jauría de perros doberman que se la querían comer, yo, desde mi cama, le acariciaba la cabeza y le preguntaba:

—Orlando, tú eres hijo de Ara, ¿verdad? —Sí.

—¿Y hermano del ángel?

—Sólo por parte de madre.

—Por qué no me lo habías dicho…

—Crucifija dijo que por estrategia. Desde que me volví guía de periodistas, acordamos con ella que no les diríamos. Así no pensaban que era publicidad, así creían que con lo del ángel yo era imparcial.

—Dime la verdad, Orlando. ¿Tú sí crees que tu hermano sea un ángel?

—Yo sé que es un ángel.

—Y cómo haces para estar seguro, o sea, es que ni siquiera tiene alas…

—No tiene alas porque aquí en la tierra lleva puesto su disfraz de hombre.

No le pregunté al niño quién era su padre. Ya me lo había revelado la pintada en la pared.