Sabía que iba a verlo, y me llenaba el pecho una ansiedad loca, nunca antes sentida y que tal vez igual no volvería a sentir. Qué más decir de esa mañana, la mejor de mi vida, sino que un sol recién nacido se colaba al patio, que chisporroteaba el agua del grifo y que había en el aire alegría de mujeres atareadas en lo suyo.

Yo dejaba que Ara y Marujita hicieran y deshicieran, me peinaran y me prepararan como les viniera en gana, y mientras tanto yo sólo pensaba en él. No supe a qué horas me cambiaron la ropa por una batola azul, de virgen o de loca, según se la mirara, y me encaramaron en unas andas, como estatua en procesión de Semana Santa. No supe a qué horas pasaron esas cosas y tampoco me importó, para todo contaron conmigo como cómplice entusiasta e incondicional. Cuando me di cuenta estábamos ya en la calle, iba llegando gente y se agolpaba a mi alrededor, porque, según parecía, el centro de interés era yo.

Mis ojos buscaron otras personas de túnica como la mía, pero no, todos estaban de civil, yo era la única disfrazada. Eso medio me desanimó, y quise encontrar a Orlando. ¿Dónde estaría Orlando, mi amigo, mi intérprete, mi guía? ¿Dónde se había metido que no venía a socorrerme, ahora que me había convertido en protagonista de esta batahola? Ara me dijo que estaba estudiando, que por las mañanas el niño iba a la escuela.

El hecho era que yo estaba montada en la cresta de los acontecimientos, sin posibilidades de echarme para atrás. Las integrantes de la junta me encasquetaron una corona de flores en la cabeza, me pusieron un ramo en las manos, me extendieron el pelo cual manto, y sobre los hombros, aparatosa y eléctrica, me chantaron la capa azul de Marujita de Peláez.

Sweet Baby Killer y tres hombres fuertes se echaron al hombro las andas conmigo encima, y yo, para no caerme, tuve que deshacerme del ramo y aferrarme a una barandita que el armatoste traía, y así, a lomo humano, empecé a desplazarme sobre las cabezas, como cualquier reina de belleza en desfile de carrozas.

Se arremolinaba a mi alrededor el enjambre humano, esta vez compuesto mayoritariamente de mujeres y niños de brazos. Sor Crucifija, que quería meter orden, bregaba a alinearlos y les repartía hojas mimeografiadas con las letras de los himnos que debían entonar.

Fuimos bajando por la pendiente de Barrio Bajo, y a nuestro paso más fieles salían de las casas y echaban a andar detrás. Detrás de mí, estatua viviente que encabezaba la comitiva. Mis cuatro portadores patinaban en el barro todavía fresco, las andas se inclinaban peligrosamente y yo iba como en montaña rusa, agarrándome a dos manos para no ir a parar al suelo. Los devotos me miraban con amor y admiración, y eso me pareció demasiado, empecé a salir del embrujo y a querer bajarme de esa locura, y me hubiera bajado si en ese momento no viene él.

También lo traían en andas, otro grupo y otra procesión, nosotros cuesta abajo y el ángel y su séquito por la calle hacia arriba, para encontrarnos en la mitad. Llevaba envuelto el cuerpo en una tela blanca, ancha, que ondeaba al viento como un palio triunfal, dejando entrever sus brazos poderosos y la piel oscura de su pecho y de su espalda.

Sonreía, glorioso como un resucitado, como un cruzado que arrasa tierra mora, y en medio del tropel de caballos que se me desbocó adentro, lo vi imponente e inmenso, invencible y celestial. Juro que ese día el ángel era ingrávido. Juro que pasó a mi lado derrochando fuerza y derramando gracia. Juro que su pelo irradiaba resplandores, y que sus ojos ardían. Al verlo así, en despliegue de plena potencia, entendí el secreto de su porte: su aspecto en todo era humano, pero estaba hecho de luz, y no del polvo de la tierra.

Ante su presencia el caos cobró significado. La superstición se volvió rito, y lo grotesco se hizo sagrado. Como siguiendo órdenes, como una partícula de metal en pos del imán, me dejé llevar tras él, anónima, entregada, una más entre la masa de mortales, sin preguntarme nada ni oponer resistencia.

Presidido por niños que zarandeaban tarritos con incienso, el río de gente arrancó a subir por la montaña, abandonando el barrio y metiéndose en la espesura, llevándonos en hombros sobre las dos angarillas, a él, espléndido, adelante, y a mí detrás, arrobada.

También al ángel lo coronaron de flores y él se dejó hacer, magnánimo y confiado. La procesión trepaba, los arbustos de carbonero y guapanto se enmarañaban, los helechos se volvían gigantes, se arrebataban las zarzamoras, el cielo se venía encima y la ciudad, muy abajo, se hacía irreal.

¿Adonde nos llevaban, tan lejos, tan alto? Mientras fuera con él, no me importaba.

Dudo si contar lo que pasó después, porque no sé si podré hacerlo comprensible. Por lo menos va a sonar loco, insensato, y no fue para nada así. Al contrario. Hoy, tanto tiempo después, tengo la certeza de que fue el acto más cuerdo, el más claro de mi vida.

Después de subir hasta una cruz clavada en lo alto del cerro, donde se hicieron ofrendas, volvimos a bajar hasta la misma cueva de la tarde anterior, la que llamaban Grutas de Bethel, donde lo había visto por primera vez. Frente a la entrada, sor María Crucifija hizo detener la manifestación, y trepada en una peña se echó un sermón que hablaba del fin del mundo, de la necesidad del apareamiento, de las horas, que estaban contadas, de la gran misión de las gentes de Galilea, sobre cuyos hombros el cielo había querido poner la responsabilidad de la gestación del nuevo ángel, el que habría de bajar a la tierra a reemplazar a su antecesor, para no interrumpir la cadena que venía desde Jesús.

Hasta ahí la ceremonia ya venía muy rara, pero enseguida vino lo peor. Sor Crucifija agarró un tiple desafinado que le alcanzaron, y con una voz de monja que metía miedo empezó a cantar, ni más ni menos que la famosa ranchera nupcial, «Blanca y radiante va la novia / La sigue atrás su novio amante…», martilleando mucho las sílabas graves e introduciéndole algunas modificaciones a la letra, para hacerla de inspiración menos pagana. La acompañaba la gente con batido de palmas y panderetas, y hasta con un par de maracas acopladas a otro ritmo. Disonante concierto, cada quien interpretando por su lado, y la cosa medio sonando a himno satánico.

Algunos se abrazaban conmovidos; a Marujita y Sweet Baby las vi llorar de emoción. ¿Y yo? ¿Que si yo entendí lo que aquello quería decir, y cuál era el papel que me tenían asignado? ¿Que si yo sabía para dónde iba todo? Era bastante obvio. Bastaban dos dedos de frente para descifrar por qué desde el día anterior sor Crucifija indagaba sobre las fechas de mi menstruación, por qué el cariño de doña Ara hacia mí, por qué mi túnica azul, mi puesto de honor y mi pelo limpio.

Desde que me vieron llegar al barrio, las de la junta me habían elegido. Encontraron que yo era la propia, la muy esperada novia blanca y radiante; la que por alta, o por rubia, o tal vez por venir de afuera, presentaba características ideales para sacarle cría al ángel. Nada había quedado librado al azar, y los embates del padre Benito sólo habían precipitado el momento.

Y a todas éstas, ¿qué pasaba conmigo? Yo sólo lo veía a él y su presencia me aturdía, y me dejaba como muerta. Yo sólo lo veneraba. Y lo deseaba.

«Haz en mí según tu voluntad», le hubiera dicho, si no hubiera sido herejía y si me hubiera preguntado qué hacer.

Los romeros no cantaron más y volvieron al barrio, dejándonos solos, a los dos, en el viento fresco de la mañana. Yo ardía en escalofríos, yo no estaba en mí. Yo lo miraba y un sólo pensamiento me latía en las sienes, «lo que ha de ser, que sea».

Y fue. Dentro de la gruta, el ángel me hizo el amor con instinto de animal, con pasión de hombre y con furor de dios.

Me tomó como soy, una mujer entera. Hizo de mí, toda, un santuario, sin dejar por fuera mi corazón ni mi sexo, mis neuronas ni mis hormonas, los afanes de mi alma ni los agites de mi piel. Devoró mi amor sagrado y bebió mi amor profano, y no me forzó a limitarlos, ni tuvo miedo del torrente de mi entrega, que fluyó a borbotones, rebasando la estrechez de las orillas y del cauce.

Nuestra unión fue sacramento.

Santa mi alma y santo mi cuerpo, bienamados y gozosamente aceptados los dos. Santa la maternidad y también santa la sexualidad, santo pene y santa vagina, santo placer, bendito orgasmo, porque ellos son limpios, y puros, y santos, y de ellos serán el cielo y la tierra, porque han sufrido persecución y calumnia. Que ellos sean alabados, porque fueron declarados innombrables. Bendito sea por siempre el pecado de la carne, si se comete con tantas ganas y con tanto amor.

Después de ese día nada volvió a ser igual. Una herida viva en el pecho: eso y no menos fue a partir de entonces la historia de mi amor por el Ángel de Galilea. Me había enloquecido su excesiva dulzura, su misterio y su silencio me sacaron de mi eje. Se detuvo mi tiempo y empecé a vivir el suyo, que no era el de los relojes. Mi pecho se abrió al soplo de vientos intensos, venidos de lejos. Esa mañana en la gruta supe que había empezado a sangrar por dentro, tac, tac, tac, manaron de mi corazón las gotas rojas, y brotaron al tiempo la fuente de mi dicha y la de mi calamidad. Me da vergüenza decirlo, esas cosas ya no se usan, pero desde ya confieso que lo mío por él fue totalmente así: agonía de corazón ardido que se desangra de amor.