¿Escuchas el rumor, sientes el roce?

Shhhh… No te asustes. Soy yo quien se acerca, yo, Gabriel, Arcángel de Anunciaciones. He bajado a susurrarte mi buena nueva. ¿No me conoces? No hay cómo confundirme, mírame bien. Ningún otro tiene el cuerpo cubierto de vello color azafrán, ni las alas de topacio verde, ni el sol brillando en medio de los ojos. Soy yo, Gabriel, el del millón de lenguas… Óyelas murmurar mi mensaje en tu oído.

«¡Chite!», gritas espantándome como si fuera un gato, y yo me escondo tras el armario, y ahí permanezco durante horas, agazapado en la penumbra, esperando que te aquietes, o te duermas.

«¡Chite!», vuelves a gritar, apenas trato de acercarme. Calla, mujer, no seas brusca. No delates mi presencia. ¡No sabes lo que me espera por haber venido hasta ti! Me estremezco ante la advertencia divina, que aún retumba por los aires. Fue proferida desde el día de la creación, y de todas las cosas prohibidas, ésta es la que Dios castiga con mayor rigor. No hay ángel ni arcángel, trono ni dominación, virtud ni potencia que no conozca las consecuencias de su grandísima ira.

Así lo dijo Yahvé, con voz de expulsar Satanes: «¡El ángel que ose bajar a la tierra a unirse con mujer, perderá la vida eterna!».

Los ángeles lo escuchamos, sentimos temor e impulso de obediencia, y por siglos permanecimos castos. Pero llegó el día en que a algunos les fue dado ver de cerca a las hijas de los hombres, y constatar su belleza, y la dulzura de su trato, y, no resistiendo la tentación, descendieron a la tierra, buscaron a las mujeres, y las hicieron suyas.

El Señor que todo lo sabe también esto lo vino a saber. Entonces los cielos se incendiaron con su furia, y por los siete universos tronó la terrible imprecación: «Vosotros ángeles, santos y espirituales, viviendo una vida eterna, vosotros os habéis ensuciado con la sangre de las mujeres, y habéis engendrado con la sangre de la carne; según la sangre de los hombres habéis deseado, y habéis hecho carne y sangre como hacen aquellos que mueren y perecen».

Entre los caídos estaban Harut y Marut, bellos y vigorosos, favoritos del Señor, que cambiaron la eternidad por un momento de amor de mujer, así como también lo hizo Luzbel, muy a sabiendas de lo que perdía, y también de lo que ganaba.

El castigo para ellos, y para los doscientos que estuvieron con mujer, fue el encierro perenne en cavernas profundas, por ser su pecado contra natura, es decir, contra la naturaleza angélica, que es pura e incontaminada, y no necesita de la unión carnal para su perpetuación.

Pero más espantoso aún fue el castigo que recibieron las mujeres que los enamoraron, porque el Señor mucho se irritó contra ellas, y les achacó la culpa de la seducción, y las condenó a ser aborrecidas como rameras, desnudadas, abandonadas, y encadenadas hasta el tiempo de la consumación de su pecado, en el año del misterio.

Desde entonces es bien conocida la desconfianza que el Señor manifiesta hacia la mujer, pese a haberla creado, por considerarla fuente de suciedad y de pecado, y es voluntad del Señor que tanto sus ángeles en el cielo como sus santos varones en la tierra se mantengan alejados de ella como principal requisito para conservar su virtud. Porque primero entrará un camello por el ojo de una aguja que una mujer en el reino de los cielos, a menos de que ella sea madre o virgen, y la más grande de todas, la que ocupe el trono al lado del Hijo, será milagrosamente madre y virgen, las dos cosas a la vez. La que sea mujer a secas no sabrá de perdones, porque ella es tenida por inmunda, y su sangre contagiosa, y todo su cuerpo oscuro. Bien lo dijo el profeta cuando dijo: «Tendrías que ser mujer para saber lo que significa vivir con el desprecio de Dios».

¡Ay de mí, Gabriel, el mensajero! ¡El Arcángel rojo como las ascuas, peludo como un borrego! Hasta ayer tocaba la cítara, inocente y enceguecido por el resplandor de Dios. Hoy te he visto, y te he encontrado bella, y te he encontrado buena, y sana, y luminosa. El deseo me abraza con más brazos que la culpa, y es mi última voluntad hacerte mi mujer.

Sé bien que no hay lágrimas para pagar tal pecado. Que en castigo perderé mi nombre, para recibir el de Elohim, que quiere decir Caído Porque Pecó Con Mujer Arrastrando a La Humanidad a La Corrupción y al Mundo Entero al Diluvio. Y sin embargo aquí estoy, y no desfallezco. Me acerco a ti, paso a paso, y sigo siendo Gabriel, aunque hoy me llame Elohim. Oye, mujer, mi mensaje, que son palabras de amor.

La decisión está tomada. Yo, Gabriel Elohim, hijo de los cielos, me fundiré contigo, hija de los hombres, como un vino con otro vino al ser vertidos dentro del mismo odre.

No escapes, mujer, y no te asustes. Ven conmigo a la caverna en cuya entraña fluyen manantiales de agua clara, donde se esparce el olor del nardo, del fruto del aloe, de la pimienta y la canela. Allí nos resguardaremos del ojo inclemente de Dios. Allí te haré mía, a ti, la bienamada, la bendita, la única, y en ti depositaré semilla.

Uno dentro del otro tendremos la dicha de vivir y también la dicha para mí desconocida de morir; atravesaremos juntos epifanías y oscuridades, ascenderemos a la cima, bajaremos al abismo, y seré feliz porque por fin podré comprender que todo lo verdadero tiene un comienzo, y que termina y se extingue cuando ya no tiene razón de ser.

A la orilla del mundo me sentaré a mirarte, mujer, y sentiré pudor, y me cubriré los ojos con las alas ante la maravilla de tu rostro. Te miraré y estaré lleno de ti, porque quien mira es un ser colmado de aquello que mira.

De tu mano iré por los meandros del mundo sensible, que Dios ha prohibido a los ángeles conocer. A través tuyo serán míos los goces de la vista, del oído, del olfato, del tacto, del amor carnal, que son prerrogativa humana. Míos serán por un instante el placer y el dolor, el mármol, el cinamomo y los perfumes, mío será el olvido y el recuerdo, míos el pan, el vino, el aceite, la enfermedad y la salud. Por ti sabré las claves de las ciencias y las artes, conoceré la agricultura, la metalurgia, la poesía, el alfabeto, los números, la tintura de telas, el arte de pintarse los ojos con antimonio. Gozar de todo ello es privilegio que se paga con la muerte, y estoy dispuesto a pagar.

A cambio, abriré las puertas de tu templo interior y dejaré que tus ojos vean el misterio. El misterio inefable, que Dios ha querido hacer accesible sólo a sacerdotes y hierofantes. Yo lo pondré en tus manos, mujer. Ha llegado la era en que también tú conozcas los arcanos. Volarás sobre mi lomo y te será dado ver los cimientos del universo, la piedra angular de la tierra, las cuatro columnas del cielo, los secretos del tiempo que se vuelve espacio y puede recorrerse hacia adelante y hacia atrás. Los escondites del viento, las llanuras donde pastan las nubes, los depósitos de granizo, las inmensas albercas donde espera la lluvia…

Después de la unión vendrá el tiempo de la reproducción.

¿Sabes tú, mujer, cómo se reproducen los ángeles? Los santos doctores no se ponen de acuerdo. Algunos opinan que es como el mercurio, al desintegrarse. O como un espejo, que al quebrarse forma fragmentos que se reflejan unos en otros. Santo Tomás, doctor angélico, dice que nos reproducimos como las moscas. Nada de ello tiene importancia, porque a la hora de la hora todo será como debe ser.

Cuando llegue el día veremos dibujados en el cielo los signos, interpretaremos las señales, que serán claras, y sabremos que por obra nuestra se está cumpliendo la profecía, porque está escrito que cuando descienden los ángeles del cielo se hace una su raza con las hijas de los hombres.

Pero antes de que ello se consuma, vendrá para nosotros el tiempo del adiós. La ejecución de las antiguas advertencias. Oirás estas palabras: «Ave Mujer, llenos estamos de gracia, he estado contigo y haz estado en mí». Reconocerás en ellas mi voz, y en mi voz la despedida, y llorarás, porque seré ido.

Y ahora, ¿escuchas el rumor? ¿Sientes el roce? Shhh… Quédate quieta, mujer, guarda silencio, no des voces que alerten a la gente de tu casa. No temas, no quiero causarte espanto ni estupor, soy sólo un ángel caído. Déjame abierta la puerta, que soy yo, Elohim, y ardo en amores.