No fue más lo que ocurrió esa noche en el patio. Tal vez alguien crea que fue poca cosa: esa persona no sabe lo que dice, porque no ha tenido un ángel que le cante en arameo mientras le acaricia el pelo.

Al entrar a la casa ya no encontré a doña Ara; se habría ido a la cama en vista de que era inútil esperarme.

Me recosté vestida, estremecida, exhausta, pensando en descansar sólo un momento, pero me quedé dormida hasta bien entrada la mañana.

Al despertar traté de incorporarme pero el recuerdo del ángel me tiró hacia atrás, como una gran ola que te tumba contra la playa. Me tomó por sorpresa verme así, aplastada por esa inusitada pasión por el muchacho anónimo del patio de atrás.

Los colegas siempre me han achacado falta de profesionalismo por mi incapacidad de mantener la objetividad y la distancia frente a mis temas. Una vez fui por ocho días, como reportera, a cubrir el conflicto entre los sandinistas y los contras, y terminé quedándome en Nicaragua y metiéndome de cabeza en su guerra, del lado de los sandinistas. A la tragedia del volcán de Armero fui con un noticiero de televisión, y cuando me vine a dar cuenta había adoptado a uno de los damnificados, una anciana que lo había perdido todo, incluyendo la memoria, y que desde entonces vive en mi casa, convencida de que es mi tía. Ahora quedaba nuevamente comprobado que los colegas tenían razón, y esta vez de manera patética: me habían mandado a buscar un ángel, yo había cumplido con encontrarlo, y además me había enamorado de él.

Salí del cuarto y no tuve que ver el patio vacío para saber que él ya no estaba allí; había un sinsabor en el aire que delataba su ausencia. Pensaba despedirme de Ara y bajar a la ciudad para llevar a Somos las fotos del día anterior —en especial esa única que había logrado tomarle a él— y redactar un primer artículo en una de las anticuadas computadoras de la sala de redacción. Volvería a Galilea hacia el mediodía para seguir investigando. Ahora que el ángel era mío, yo tenía que saber, de una vez por todas, quién era y de dónde venía y, ante todo, para dónde iba.

No pude salir tan rápido como quería, porque encontré la casa conmocionada por una situación de conflicto interno, una abierta hostilidad entre doña Ara y sor María Crucifija que se evidenciaba en el silencio cerrado de la primera y en la ruidosa manera como la segunda aporreaba los trastos y todo objeto que pasara por sus manos.

«La culpa es mía», pensé. «Ya se corrió la voz de mi noche con el ángel y están molestas». Típico pensamiento mío: siempre que me enamoro me agarran la culpabilidad y la manía de pedir perdones. Sin embargo, cuando doña Ara se me acercó para servirme el desayuno le pregunté con los ojos de qué se trataba, y ella me acarició la cabeza, como diciéndome que no me preocupara, que el problema no era conmigo.

Por ciertas frases punzantes que de tanto en tanto Crucifija disparaba, pude entender el verdadero motivo de la discordia. Parecía ser que la noche anterior, mientras esperaban afuera los peregrinos del Paraíso, Crucifija había hecho algo imperdonable: cansada de llamar al ángel por las buenas, había utilizado una soga para tratar de amarrarlo y hacerlo salir. Ahora, mientras yo me comía unos huevos pericos con cebolla y tomate, sor Crucifija se sacudía la responsabilidad de encima y se la achacaba a Ara.

—Usted en todo le da gusto —gritaba la sor— y lo único que saca es que ese muchacho se haga el bobo. Que no quiera entender que él también tiene responsabilidades…

—No me maltrate al niño —repetía Ara, con la voz timbrada por el rencor.

Por un momento se ausentó Crucifija y doña Ara aprovechó para decirme, con los ojos encharcados en lágrimas:

—Ay, Mona, anoche oí cómo usted lo hizo reír. Gracias, Mónita. ¡Usted despertó a mi hijo, y lo puso contento!

—No cantemos victoria todavía, Ara —le advertí.

El conflicto interno se redujo a mero malentendido pasajero ante el alcance de las malas noticias que trajo del exterior Marujita de Peláez, quien llegó alterada a informar que la guerra a muerte había estallado desde el púlpito, esa madrugada a las seis, casada por el padre Benito contra sor María Crucifija. Públicamente la había puesto entre la espada y la pared, exigiéndole que si no era monja, dejara de actuar como si lo fuera, y, que si lo era, abandonara el barrio y se encerrara en un claustro. Los asistentes a la misa salieron enardecidos, gritando «¡La monja al convento!», y decididos a llevársela así fuera de las mechas.

Sucedía que el padre Benito, alarmado con el tamaño de la procesión disidente del día anterior, había decidido cambiar de estrategia ofensiva. Hasta ahora venía adelantando una campaña irregular, a ratos contra el ángel, alegando su impostada identidad, y a ratos contra Ara, por ser su progenitora. Pero Ara era demasiado solitaria y sufrida para cohesionar en contra suya una oposición beligerante, y en cuanto al ángel, el padre Benito tenía sus reservas. No se tragaba el cuento de que el muchacho fuera un ángel, pero en cambio estaba convencido de que era un demonio, y le tenía tal pánico que, aunque lo macartizara con parrafadas virulentas, no se atrevía a írsele encima con acciones concretas.

Sor Crucifija, en cambio, era un contendor más vulnerable, por un lado, y por el otro, más urgente de detener, porque se había convertido en la papisa negra que ponía en jaque la autoridad espiritual del padre Benito, convocando huestes de creyentes que abiertamente desconocían la proscripción del ángel por parte de la Iglesia oficial. Era la herejía que se expandía y ganaba adeptos, para colmo de escándalos encabezada por una mujer.

Crucifija, Marujita, Sweet Baby y las demás de la junta se declararon en estado de emergencia y se encerraron a deliberar, así que pude conversar tranquilamente con Ara.

Yo estaba ansiosa de hablarle de su hijo, pero en ese terreno avanzamos poco. Cuando le preguntaba si de niño no se habría dado un golpe en la cabeza, o le insinuaba problemas mentales, ella, sorda ante hipótesis dolorosas, se cerraba a la banda con el argumento escueto de que él era un ángel.

—Seguramente es un ángel —aceptaba yo—. Pero usted misma reconoce que sería bueno «despertarlo». Que es un muchacho raro. Mejor dicho que no es normal…

—¿Quién dijo que los ángeles eran normales? —remataba ella, y hasta ahí nos llegaba la dialéctica.

En cambio, de sor María Crucifija chismoseamos a gusto.

La historia de su liderazgo no había empezado ayer; se remontaba más atrás de la aparición del ángel, cuyo culto ahora administraba.

Históricamente, el carisma de la Crucifija le venía del hecho de ser salvada de las llamas. Su poder sobrenatural quedó patente el día del incendio de 1965, cuando aún Galilea no era la barriada popular que es hoy, sino un despeñadero sin gente cuyo único ocupante era un convento fantasmagórico que sepultaba en vida treinta y cuatro monjas de clausura.

Sus muros eran tan altos y sus puertas tan herméticas que el mundo de afuera sospechaba que ya no lo habitaban mujeres vivas, sino espíritus. Esta creencia era corroborada todos los días, al alba y al ángelus, por unos cantos ultraterrenos y sutiles como silbidos de sirenas que se escapaban de adentro por entre las rendijas y echaban a volar al viento, causando sobrecogimiento entre los ralos pobladores de las inmediaciones. Pero la teoría de la inmaterialidad de las treinta y cuatro monjas era a la vez desmentida por las aguas negras que chorreaban cerro abajo desde las cañerías del convento, cargadas de excrementos muy materiales y humanos.

Durante el famoso incendio, que nadie sabe cómo empezó y que no paró hasta devorar las mismas piedras, perecieron calcinadas treinta y tres de las hermanas, y también todos los animales de los establos y los corrales, los geranios de las materas, las verduras de la huerta y hasta las palomas, tan bien alimentadas que por gordas no pudieron volar.

El único ser que escapó con vida de ese infierno en la tierra fue la más joven de las novicias, una huérfana malgeniada y rebelde que aún no había hecho los votos pero a quien ya habían dado el nombre iniciático de María Crucifija.

Ella misma jamás se refería a esos hechos, pero según la leyenda que rodaba, los curiosos que presenciaron el desastre la habían visto salir milagrosamente de las llamas, ilesa salvo por el detalle de las cejas y las pestañas, que ya desde entonces no las tuvo y cuya ausencia le imprimía a su cara ese aire tan impersonal y pavoroso de marciano, o de gusanito de guayaba.

De sor María Crucifija nadie sabía a ciencia cierta quién era, pero todos sabían bien quién no era.

Para empezar, no podía decirse con convicción que fuera mujer. Pertenecía más bien a un tercer sexo, el de aquéllos que han renunciado al sexo.

No era monja, sino asceta por voluntad propia. Había hecho los votos de castidad, y además los de pobreza, que no contaban, si se tiene en cuenta que también los demás habitantes de Galilea eran pobres como ratas, y sin necesidad de votos.

Sor María Crucifija era intacta, no sólo en el sentido simbólico de que conservara su virginidad, sino en el estrictamente literal de que jamás hombre alguno le había puesto un dedo encima. Era tal su aversión a la carne, que había logrado eliminarla hasta de su propio cuerpo: su flacura anoréxica la convertía en un ser descarnado, en un mero atadijo espiritual de huesos recubiertos de pellejo.

No se permitía ni un viso de color en el vestido, pero su luto no se debía a la muerte de un familiar o ser querido, que jamás se le conoció ninguno; era más bien un acto de contrición por ser las mujeres la causa del pecado original.

Esta vida de renuncias le reportaba pros y contras. La ventaja: le confería, a pesar de no ser hombre, considerables dosis de poder en el barrio. La desventaja: la convertía en un desafío al orden natural de las cosas, y por tanto en blanco de ataques. Así por ejemplo, en el sermón de esa mañana el padre Benito la había culpado —a ella y a su engendro, el ángel— del desquicio de las lluvias que amenazaban con arrastrar a Galilea; de siete casos de hepatitis registrados en el último mes, y hasta de un pollo nacido con dos cabezas, fenómeno que tenía conmocionado al vecindario.

Ara suspendió sus relatos para preparar un portacomidas, y me dijo que me dejaba, porque tenía que ir a alimentar al ángel.

—¿Qué come? —le pregunté.

—Pan. El pan de los ángeles.

Casi le digo que la acompañaba, con tal de verlo y darle migajas de mi mano, pero me llamó más fuerte el sentido del deber. Así que nos despedimos, y yo me disponía a bajar a la ciudad, cuando las deliberantes salieron de su encierro y me trancaron el paso. Que yo no iba a ninguna parte, me comunicó Crucifija, porque tenía otros planes para mí.

—Es necesario que usted se deje lavar el cabello —dijo con toda solemnidad—. Mejor con agua de manzanilla, que se lo aclara. ¡Se vino el fin del mundo, y hay que moverse!

—¿Para qué lavarse el pelo, si se acaba el mundo? Además —me defendí— lo tengo limpio.

Me agarró un mechón para examinarlo.

—Tiene horquilla —diagnosticó, y sin más trámites se puso a trasegar con ollas de agua caliente destinadas a mí. Yo, que no tenía interés en que me mejoraran la horquilla, dejé sobre la mesa dinero para cubrir los gastos de la comida y unos pesos de más, y aproveché para volarme por la puerta.

Calle abajo corrió sor María Crucifija hasta que me atajó.

—¿A dónde cree que va? —me gritó—. ¡Usted no puede irse!

—¿Por qué no?

—Porque dependemos de usted.

—No se afane, yo vuelvo después.

—Cuando vuelva va a ser demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para quién?

—Para el ángel. Para todos. Para el género humano, hasta para usted…

—Lo siento, tengo que entregar un artículo.

—Mire, si quiere no se lava el cabello, todo lo que tiene que hacer es llevarle un mensaje al ángel, él a usted la escucha…

Eran las palabras mágicas. Ella que las dice, y yo que me declaro derrotada: con tal de ver al ángel, me quedaría. Y hasta me lavaría el pelo, ya que a él tanto le gustaba. Así que accedí a las peticiones de Crucifija, siempre y cuando me dejara una hora libre para escribir mi reportaje, y me facilitara un mensajero con quién enviarlo.

De esa manera sucedieron las cosas para desembocar en que ese día, mi segundo en Galilea, doña Ara y Marujita de Peláez, armadas de agua tibia, extracto de manzanilla, un secador de esos antiguos tipo casco de astronauta y un par de cepillos Fuller, me instalaran en el patio, se apoderaran de mi melena y le trabajaran hasta ponerla a refulgir.

Paso a paso, de nimiedad en nimiedad, se llega a lo definitivo. Nadie le da importancia a una lavada de pelo, por supuesto. A menos de que haga parte de los actos preparatorios de un ritual.