Los del Paraíso regresaron a sus lares, y Orlando, que se caía de sueño, se fue a dormir a su casa. Yo ya no podría volver esa noche a la mía, primero porque era muy tarde y no había transporte, segundo porque al otro día debía presentarme a la redacción de Somos con un artículo y unas fotos que aún no tenía, tercero porque necesitaba leer los cuadernos de Ara. Y sobre todo, porque quería buscar la manera de ver de nuevo al ángel. Así que me dispuse a pasar la noche en su casa.

¿Dónde dormiría él? Doña Ara, que tanto lo quería, no iba a dejarlo aguantar frío por fuera. Si dormía en la cueva yo estaba perdida, porque no era capaz de irme sola hasta allá, y menos de entrar a buscarlo en la oscuridad. Eso si no me despescuezaba antes Sweet Baby Killer, que seguramente custodiaba la entrada para defenderlo de visitas inoportunas, como la mía.

Ara me esperaba despierta, mientras veía la última telenovela de la noche en un viejo aparato en blanco y negro.

—Los peregrinos se devolvieron tristes porque no pudieron verlo —le dije—. Habían traído a sus niños, y a sus enfermos. ¿Por qué no salió él, doña Ara?

—Así es mi hijo. A veces quiere mostrarse, y a veces no.

Con ademanes pálidos y maternales echó carbones al fuego y lo atizó, sacó de la naftalina un chal de lana y me lo puso sobre los hombros, me acercó una silla a la estufa y me trajo un plato de comida, que no fui capaz de rechazar aunque no tenía hambre.

—Lea hasta cuando la venza el sueño, señorita Mona, y después, si quiere, se acuesta en mi cama. Yo puedo dormir en el catre de Crucifija, ella es tan magra que casi no ocupa lugar.

No me sorprendió su hospitalidad, a pesar de ser tanta. La acepté como algo natural, como si se tratara más bien de una complicidad nacida del alivio de compartir con alguien una carga de amor tan pesada. Ahora creo que ya desde entonces doña Ara adivinaba lo que estaba por venir… Yo todavía no, pero ella sí.

—Dígame, doña Ara, ¿dónde pasa la noche su hijo?

—Nunca he logrado que duerma en una cama. No le gustan. Se tiende en un jergón, ahí en el suelo, junto a la estufa, y no cierra los ojos. Mi hijo es extraño, señorita Mona. Cuando está despierto parece dormido, cuando está dormido parece despierto.

—Vive en duermevela… ¿Serán así todos los ángeles?

—Así deben ser, con un ojo puesto en este mundo y el otro puesto en el misterio.

—¿Por qué no está aquí ahora?

—Por un problema con Crucifija. Ella no siempre sabe lidiarlo. Él quedó inquieto y lo dejé a dormir en el patio, al otro lado de esa puerta.

El corazón me latió fuerte cuando supe que no había sino una tabla de por medio entre esa criatura celestial y yo. Me atreví a preguntarle a la madre:

—¿Puedo abrir?

—Esperemos a que Crucifija se duerma del todo —me dijo bajando la voz.

—Bueno, esperemos.

Desde el otro cuarto llegaban, en murmullo de sílabas arrastradas, las oraciones de Crucifija.

—Siéntese y lea. Torne —doña Ara me entregó la llave del baúl—. Yo termino de ver mi novela.

—Doña Ara, una cosita antes… Dígame cómo se llama su hijo.

—Todavía no se llama. Cuando me lo quitaron no me dieron tiempo de ponerle un nombre. Mientras estuvo lejos lo invoqué hora tras hora, pero sólo diciéndole así, niño, niñito. El padre mío nunca lo llamó de ninguna manera, y mi madre tampoco, tal vez creyendo que si no lo mentaban yo lo iba a olvidar, y a perdonarlos a ellos. Cuando el niño regresó adulto se lo pregunté a él mismo muchas veces. No quería imponerle un nombre, sino respetar el que le hubiera deparado la vida. Pero aún no me lo ha dicho.

Yo pensaba en mi artículo. Si el ángel no tenía nombre no había más remedio que llamarlo «el Ángel de Galilea» a secas. No le iba a gustar a mi jefe, que hubiera preferido algo más brillante, como Luzbel, o Fulgor. O en el peor de los casos Orifiel.

—¿No se llamará Orifiel, doña Ara?

—Orifiel es sólo una de sus máscaras. Su verdadero nombre no lo revela. Desconfíe siempre de los ángeles que dicen su nombre.

—La última pregunta: ¿Es cierto que usted soñó con un ternero?

—Sí, es cierto, pero no quise ofender a nadie, y menos que nadie al padre Benito.

Ella se sentó en un butaco frente al televisor, tan circunspecta y derecha que parecía en visita de pésame, y se puso a mirar las figuras grises que gesticulaban, mudas.

—Póngale volumen, doña Ara, que a mí no me molesta.

—¿Para qué? Ya se sabe lo que van a decir. Lea, no más, tranquila.

Metí la llave en el candado del baúl con la emoción de quien destapa el séptimo sello, y empecé a leer las Revelaciones de los Cincuenta y Tres Cuadernos, acariciando las hojas apergaminadas y descoloridas de tanto dedo untado en saliva que las había pasado y repasado.

Me solté la trenza para que el pelo, todavía húmedo, se acabara de secar al calor del fuego. No era tanto que leyera sino que trataba de leer, aturdida por el tum tum de tambores que me retumbaba adentro.

¿Qué tenía ese muchacho que me alteraba de tal modo? Era fieramente bello, enigmático y lejano: más de lo que una mujer puede asimilar con calma.

Miraba el reloj, esperaba una eternidad, lo volvía a mirar y no había pasado un cuarto de hora. La telenovela terminó con los amantes separados.

—Malo, este capítulo —sentenció doña Ara, apagando el aparato—. Las estrellas de televisión no hacen sino sufrir.

En ese momento dieron las doce de la medianoche. «Mi ángel se va a convertir en calabaza», pensé. Ya se habían aquietado los rezos ratoniles de Crucifija, y Ara la espió por la rendija de la puerta entreabierta.

—Está más muerta que dormida —dijo—. Ahora sí, Mona, ya puede entrar al patio.

Yo mientras tanto había recuperado mi cámara fotográfica. Hubiera querido preguntarle a doña Ara si me permitía usarla, pero no lo hice, por temor a que me dijera que no. Así que la metí de contrabando entre el talego, junto con los pantalones y las naranjas que había comprado en La Estrella.

—¿Va a entrar conmigo, doña Ara?

—Es mejor que no. Me quedo esperándola aquí. Si la asusta, usted me llama.

—¿Acaso asusta?

—A veces, cuando está asustado.

La puerta no tenía cerradura, bastaba con empujarla para que cediera, y sin embargo mi mano no se animaba, desobediente a las órdenes que enviaba mi cerebro. «Tengo que entrar. No es sino un muchacho lo que hay ahí», pensaba mi mente, pero mi corazón decía otra cosa, y mis pies permanecían clavados al piso. Al fin el impulso fue más fuerte hacia adelante que hacia atrás, y pude franquear la puerta.

Era un patio descubierto, de no más de tres metros por tres. Sentado sobre el lavadero, bañado por un fantástico chorro de luna, estaba él.

Tenía la cabeza inclinada hacia atrás y la mirada perdida en la noche iluminada, y se mecía suavemente, sumido en una ensoñación ultramundana, mientras su boca balbuceaba palabras ininteligibles.

Estaba allí y a la vez no estaba, y durante largo rato fui testigo de su trance autista. Sabiendo que no me registraba pude observarlo a mis anchas, cerciorándome de que fuera cierta su belleza inverosímil. El ala de cuervo de su pelo recio; los ojos soñadores del color y la viscosidad del petróleo; el aleteo melancólico de las pestañas negras; la nariz recta, los labios llenos y femeninos de los que manaban, como si fueran humo, las sílabas extrañas de su mantra hipnótico; su cuerpo sobredimensionado de David de Miguel Ángel, esculpido en mármol oscuro y plácidamente abandonado a la potente columna de luz, que lo conectaba al espacio sideral.

—¿Puedes verme? ¿Puedes oírme? —le pregunté alzando la voz, pero no logré romper su aislamiento.

Me senté cerca de él y permaneció impertérrito, del otro lado del cristal, divino e inaccesible como un santo en su nicho, como un actor de cine en la pantalla. Lo contemplaba, arrobada, en su perfección radiante, cuando de repente me pareció detectar un destello cruel en sus pupilas ausentes. Fue la sombra de un egoísmo absoluto la que cruzó por su cara y alcanzó a estremecerme, antes de despejarse dejando en sus facciones otra vez la pura luz, la pura paz.

Quise tocarlo. Estiré la mano lentamente, sin movimientos abruptos, como quien busca atrapar a un animal arisco, o acariciar a un perro receloso sin que muerda. Mis dedos lo rozaron y se quemaron. «Arde en fiebre», pensé.

Una a una fui descubriendo sus cicatrices. En el muslo, un surco largo y oscuro como una cordillera; una línea quebrada que dividía en dos la ceja derecha; otra transversal en el abdomen a la altura del apéndice; un pequeño mapa en relieve sobre el pecho; una estrella irregular en la mandíbula; en el antebrazo, la roseta inconfundible de una vacuna de viruela; en el tobillo un rasguño reciente, que aún no perdía la costra. Eran señales que delataban el paso del ángel por el dolor de esta tierra. ¿Quién le habría causado las heridas, quién desinfectado, quién cosido?

—¿A ti quién te ha odiado, ángel? ¿Quién te ha amado? —pregunté, pero su boca permaneció cerrada, como las cicatrices de su cuerpo.

No sé cómo hice para acordarme de Somos, del artículo, de las fotos. Tomé la cámara, enfoqué y disparé. Ante el fogonazo del flash el ángel se retorció en un gesto de sorpresa, como si lo hubiera lastimado. Lo vi cubrirse la cara con el brazo y lo sentí caer bruscamente a la realidad, como un pájaro herido en pleno vuelo, como un astronauta que amariza en las aguas heladas del océano. Después me miró sin entender, se paró y empezó a retroceder, torvo, cauteloso, como la fiera que escapa a la celada del cazador.

¿Qué hacer? Él era enorme, mucho más alto que yo, y llenaba angustiosamente el patio, como un águila atrapada en una jaula de canarios. Tuve miedo de su reacción, me sentí acorralada e indefensa, quise huir. Después entendí que tenía más miedo él de mí que yo de él, y recuperé el control.

Tenía que tranquilizarme, tranquilizarlo, comunicarme con él, ahora, cuando por fin había despertado y me veía.

A un animal espantado se lo acerca con un trozo de pan, y eso fue, en la torpeza de mi afán, lo único que se me ocurrió intentar. Agarré una de las naranjas que traía, y se la arrojé a las manos.

Funcionó. Despertaron sus reflejos y atrapó la fruta. Por un instante se olvidó de mí y se ocupó de ese objeto redondo y brillante que le había caído. Lo examinó con cuidado y, ante mi incredulidad, sonrió. Fue una sonrisa cálida que derritió en un segundo años luz de distancia, un puente inesperado y mágico que permitió que se hiciera el contacto.

El muchacho repitió mi gesto: me devolvió por el aire la naranja, yo la agarré y me reí, y él también se reía, con una risa adolescente y cascabelera como la que sólo se les conoce a los ángeles alegres. Durante uno o dos siglos estuvimos entregados a ese peculiar deporte bajo la luz intemporal de la luna, hasta que escondí la naranja detrás de la espalda logrando que él se acercara, intrigado, a buscarla. Yo le fui quitando la cáscara y cuando estuvo pelada le dije «come», y quise entregársela, pero no hizo ademán de recibirla. Separé un gajo y me lo metí a la boca: él me miraba hacer. Separé otro y lo acerqué a su boca.

Esa noche comió de mi mano una fruta tras otra, gajo por gajo. Las yemas de mis dedos conocieron la temperatura de su lengua, y aún conservan viva la memoria de su saliva.

La ropa que le llevé, aunque extra large, le quedó absurda de corta y de estrecha. Cuando se cansó de naranjas volvió a canturrear sus sones extraños y se entretuvo jugando con mi pelo, mi aparatosa mata de pelo, dorado como moneda falsa y largo como manto de virgen, que lo fascinó y lo atrajo como a todos los pobres, que al fin y al cabo mi ángel, despojado y desnudo, también era uno de ellos.

La mañana amenazó con clarear en el hueco abierto al cielo, y yo de repente me acordé de Ara, que me esperaba despierta. ¡Por Dios! ¿Cómo era posible? Me había olvidado de ella, de mí misma, de todo lo demás. Durante horas no había tenido corazón ni cabeza sino para él, mi criatura mitológica, mi bello animal de galaxia. Mi arcángel de Galilea.

Como raptada, me había perdido con él en la irrealidad de su sueño, habíamos volado juntos lejos de ese patio, hacia el universo sin confines de su desconexión. Contra toda mi voluntad, ahora debía regresar.

Apenas abrí la puerta sentí el desgarrón. Con ese sólo gesto me había apartado brutalmente de él, rompiendo un hilo finísimo que tal vez ya no podría tejer. Quise arrepentirme y volver, pero era tarde.

De un golpe, el ángel se había enclaustrado de nuevo en su hermetismo de estatua, y otra vez sus ojos, que me miraban, no me veían.