Doña Ara, joven madona de los dolores, se había ido después de prometerme que esa noche me abriría el baúl. Yo quedé conmovida con su historia, y dudando cuál era más fascinante como personaje, si el ángel o su madre.

Ojeé por encima el cuaderno que me dejó, y le tomé varias fotos. Sólo alcancé a leer completas las páginas de ese día, dictadas unas horas antes por un ser celestial que decía llamarse Orifiel, y que se catalogaba a sí mismo como trono, o rueda.

La lectura me desconcertó por completo. ¿De dónde saldrían, en realidad de verdad, estos cuadernos increíbles, demasiado simples para ser dictados por un ángel, pero absolutamente improbables para ser escritos por gente pobre de barrio analfabeta? Repasé una y otra vez cada renglón del texto, perpleja, hipnotizada por esa criatura alada que a través de un Norma cuadriculado de cincuenta páginas confesaba cargar ni más ni menos que a Dios sobre su lomo.

¿Quién habría escrito de verdad aquello? Si la autora era Ara, había que admitir una de tres posibilidades, o recibía la inspiración de otro ser u otro lado, o poseía una personalidad más compleja de la que cabía suponer, o simplemente copiaba la cosa de alguna parte. Aunque, por supuesto, la hipótesis más seductora era la planteada por ella misma, según la cual se trataría de la voz secreta de su hijo, el ángel, que ella captaba mediante alguna suerte de telepatía, y transcribía. Era la hipótesis más seductora, pero la menos convincente, si se tiene en cuenta lo delirante que resulta que un muchacho que no habla el español dicte fragmentos que no sería capaz de producir yo, que soy periodista y vivo del oficio. Fueran lo que fueran, de procedencia humana o divina, originales o apócrifos, estos cuadernos significaban una revelación y un auténtico misterio.

Orlando atisbaba las páginas por encima de mi hombro.

—Mira que sí sabe su nombre —le dije, señalándole un renglón del último texto—. Aquí dice que está hablando el ángel Orifiel…

—Eso dice hoy, pero mañana dice otra cosa.

Hubiera dado un dedo de la mano a cambio de seguir leyendo, me apasionaba sobremanera aquello, y además me encontraba a gusto al calor bienhechor de la estufa. Alguien, en un gesto de acogida, había puesto mis bluyines y mis tenis a secar al fuego. Pero tenía que interrumpir la lectura y salir otra vez al frío, porque se acercaban las cinco de la tarde y debía estar presente en la misa del padre Benito.

Afuera seguía lloviendo y el lodazal espesaba. Aunque Orlando y yo rodamos, más que bajamos, hasta la iglesia, llegamos tarde y aterrizamos sobre el final del sermón. Adentro la multitud de ruana se apiñaba despidiendo olor a animal mojado. Al fondo, clavado en su cruz, padecía un Cristo enorme, espantosamente aporreado y sangrante.

Al padre Benito yo no alcanzaba a verlo, pero escuchaba demasiado fuerte su ira santa que retumbaba, distorsionada, a través de los parlantes:

—… Esa mujer, que se atreve a decirnos que tuvo un sueño cuando estaba embarazada. Esa mujer soñó, según dice, que paría un ternero, y así supo que su hijo sería bendito. ¡Blasfemia! ¡Esto huele a blasfemia! Yo les pregunto: ¿No es demasiado parecido el ternero al cordero? ¿Y quién es el cordero? ¡Pues ni más ni menos que Jesús! ¡Digo que aquí, en esta parroquia, hay quien intenta suplantar a Jesús!

Después del argumento del ternero, que me imagine iría contra doña Ara, citó fragmentos de uno de los dictados del ángel, uno auténtico, doy fe, porque era justamente el que yo acababa de leer en casa de ella. La labor de inteligencia del cura sobre sus enemigos, los seguidores del ángel, era sin duda rápida y eficaz. Más que nada, al padre Benito lo había impactado la mención a las nalgas de Dios:

—¡Boca inmunda de demonio, ésa que profana la dignidad divina! —vibraban los parlantes viejos, añadiéndole a las palabras dramáticos efectos electrónicos—. ¡Sólo la bestia libidinosa se atreve a mencionar las inmaculadas intimidades del Castísimo!

Resolví sacarle fotos al padre Benito, quien a todas luces se perfilaba como el malo de mi reportaje. (Imaginé el pie de foto que pondría mi jefe: «¡Inquisición desde el púlpito!»). Me adelanté hasta el altar y empecé a trabajar, buscando captar las muecas más elocuentes de mi sujeto, que las hacía muchas, y resaltadas por el hecho de que espetaba su sermón echando humo, con el pucho de Lucky Strike colgándole del labio inferior.

Creo que el error estuvo en apartarme de la concurrencia y pisar las gradas del altar, o en acercarme demasiado a éste, o en no arrodillarme cuando había que hacerlo, en cualquier caso en actuar de manera que debió parecer irrespetuosa con el culto.

Lo que sucedió fue que de ahí en adelante el sacerdote dejó caer sobre mí su catarata de imprecaciones, sin mencionarme, pero mirándome fieramente como si yo tuviera la culpa de algo, y señalándome con el dedo, sobre todo cuando decía: el mundo moderno, las perversiones del mundo moderno. Una vez dijo: el demonio, el mundo y la carne, y me apuntó con el índice tres veces, una por cada palabra.

Me fijé en un señor que no me quitaba los ojos de encima. Era desconocido para mí, y sin embargo había auténtica furia en su cara: sentí nítido su odio contra mí, contra el ángel que consideraba impostor, contra los forasteros, contra las mujeres provocadoras, contra los que se burlaban de su Dios. Hasta ese momento mi aventura en el barrio Galilea había sido sorprendente, y básicamente divertida. Pero la expresión de ese hombre me hizo comprender que nadaba en mar de fondo. Este asunto del ángel tocaba fibras muy sensibles. Observé la multitud a mi alrededor y la vi sombría, tensa de fanatismo religioso.

Como me sentía incómoda, y a la vez avergonzada de haber molestado, me refundí en la penumbra de una nave lateral y me escabullí antes de que terminara la misa. Al salir de la iglesia oí por los parlantes el último bramido del cura:

—¡Que revele el falso ángel su verdadero nombre, para que sepamos a qué atenernos!

Invité a Orlando a comer a La Estrella, que era territorio aliado. Casi no reconozco la tienda en su aspecto nocturno, con luces rojas y aire rancio, hombres taciturnos tomando cerveza, botellas amontonadas sobre las mesas y un trío de tiple, guitarra y maracas que entonaba un pasillo espantosamente triste. Orlando y yo devorábamos unas empanadas de papa rociadas con ají, cuando alguien anunció:

—¡Están llegando los del Paraíso!

—Son los peregrinos del barrio El Paraíso, que vienen a visitar al ángel —me explicó Orlando, mientras se metía al bolsillo lo que le quedaba de empanada, se bajaba de un sorbo la gaseosa y salía corriendo.

—¿Vende pantalones de hombre? —le pregunté al pomposo dueño de la tienda, quien, haciendo más venias que un japonés, y consultando cada paso con la señora, me mostró unos de dril, de varias tallas. Escogí la que me pareció apropiada, y también una camisa, una linterna con pilas y unas naranjas dulces. Pagué todo, y cuando salí a la calle, Orlando se había refundido entre el gentío.

Los del Paraíso eran cientos, hombres, mujeres y niños bajo la lluvia que ya amainaba. Venían a pie, en jeeps repletos y en burros, y hasta una parihuela con paralítico traían, y camillas con enfermos. Una auténtica corte de los milagros, arropada con la pobreza deforme y sin atenuantes de la tierra fría. No era fácil sumarse a ella, y al mismo tiempo me gustaba estar allí: siempre he sentido que la vida vibra más donde es más dura.

Los recién llegados se fueron congregando en la calle, enfrente a la iglesia, y a su vez los que salían de la misa se agolpaban en el atrio, y ahí iban quedando, frente a frente, las dos huestes enemigas, la del párroco acá y la del ángel allá, en guerra fría de miradas agrias y en contradicción de himnos. Los de la iglesia entonaban uno muy emotivo que yo me sabía del colegio, «cuando triste / llorando te llame / tu mano derrame / feliz bendición», mientras los de la plaza recibían la llovizna encima y machacaban la cantilena seráfica, «santo, santo, santo, santo es el Señor». Subí las escalinatas del atrio para ubicar a Orlando desde lo alto, y sin saber a qué horas me fui sumando al mejor canto, el de «tu mano derrame», que me llevó arrullada hasta la luz violeta que se filtraba por los vitrales de la capilla de mi escuela primaria. Estaba rememorando con envidia a Ana Carlina Gamo, preferida de las monjas por ser la única niña del coro capaz de hacer el solo en el Ave María de Schubert, cuando sentí un tirón en la gabardina.

—¡Vamos, Mónita!

Era Orlando, que me apartaba del bando enemigo y me llevaba donde los nuestros, quienes se habían dado a encender antorchas aprovechando que ya casi no llovía. Y en el momento en que moría la tarde arrancó a subir loma la procesión, conmigo y Orlando entre la vanguardia. Los del párroco se quedaron abajo, y se fueron dispersando. Pobres como eran, despreciaban a los de Barrio Bajo y demás fanáticos del ángel, por considerarlos aún más pobres.

Fuimos entre los primeros en llegar frente a la casa de doña Ara. Se había diluido el olor acre de la lluvia, e impregnaba el aire el vaho aromático de los eucaliptos recién lavados. Volteé a mirar hacia atrás y contemplé el prodigio: una noche intensa había despejado el cielo con su negrura afilada, abriendo a mis pies el panorama sobrecogedor de los cuatro horizontes.

Supe que contemplaba el mundo desde su cumbre más alta. Al fondo, muy abajo, se extendía, en un océano inmenso de puntos titilantes, el plano completo de las luces de la ciudad, de todas sus ventanas iluminadas, de cada uno de sus faroles, de las linternas de sus automóviles, de los fogones prendidos, los ojos verdes y rojos de sus semáforos, el neón de sus anuncios repetido en los charcos de la calle, las ascuas de todos los cigarrillos. Hacia nosotros zigzagueaba el río de antorchas de los peregrinos del Paraíso, que subía como culebra luminosa, y en la bóveda de arriba, al alcance de la mano, respiraba mansamente la Vía Láctea. El universo se mostraba cargado de signos, y yo sentí que podía descifrarlos.

La romería estaba ya congregada en el lugar santo, y esperaba la aparición del ángel. Le habían traído sus enfermos para que los curara y sus recién nacidos para que los bautizara. Sus ancianos venían por consuelo, sus niños por noveleros, sus tristes por esperanza, sus sin techo por amparo, sus mujeres por amor, sus desventurados venían por la bendición.

Para mí no era fácil entender cómo la aparición de un ángel —un invento traído de los cabellos, genuina cosa de locos— se convertía en algo decisivo para una comunidad. Pero era evidente que para esa gente, un ángel era un poder más concreto, accesible y confiable que un juez, un policía o un senador, ni qué hablar de un presidente de la república.

El ventisquero de Barrio Bajo se detenía y se volvía aire tibio con tanta gente, tanto aliento y anhelo y tanto fuego de antorcha. La masa de romeros rezaba y lloraba, con las patas hundidas en el barro y el corazón abierto a lo sublime. Era tal su fervor y tan contagiosa su fe, que por un instante yo, que no creo, a través de ellos creí.

El ángel nada que salía, y la expectativa iba creciendo. Aunque mis motivos fueran terrenales, también yo lo esperaba con ansiedad: la verdad es que me moría por verlo. ¿Sería, de verdad, tan espléndido como me pareció en la oscuridad de la cueva? Quería cerciorarme. Además, para mi artículo era indispensable que su protagonista, el Ángel de Galilea, hiciera algo, un milagro chiquito siquiera, cualquier cosa digna de ser contada.

Se abrió la puerta de la casa y la gente se agolpó en estampida para poder estar cerca. Quedé atrapada en medio de tal apretuje humano que apenas podía respirar, y peor Orlando, que era bajito, yo al menos sacaba la nariz por encima. La montonera nos empujaba y nos estrujaba, y pensé que cuando él saliera nos iban a pisotear con tal de tocarlo.

Pero no fue él quien salió. Sólo sor María Crucifija y las mujeres de la junta, para esparcir con totuma agua bendita sobre las cabezas, rezar letanías e implorar paciencia. Juraron que al ángel lo veríamos, pero más tarde.

Las necesidades de los del Paraíso se empezaban a sentir, y se iban abriendo las puertas de Barrio Bajo para atenderlas. Aquí calentaban un tetero, allí prestaban el baño, los de allá sacaban a la calle sillas para las señoras, los de enfrente traían amoniaco para espabilar a un desmayado.

Con la ayuda de Orlando, yo tomaba fotos y hacía entrevistas, maravillada ante la naturalidad pasmosa con que los pobres se enfrentan al misterio.

Le pregunté a una señora que venía en camilla, con las piernas envueltas en vendajes:

—¿Por qué vino, señora?

—Vine a que el ángel me cure estas llagas, mire, no me dejan caminar.

—¿No cree que un médico la cura mejor?

—¿Un médico? La última vez que vi un médico fue en 1973. Había venido a estos barrios a ayudar por una epidemia de cólera, pero la peste no hizo excepción con él y lo sacamos de aquí desaguándose en vómito y diarrea. Después de él, no recuerdo que haya subido otro.

—¿Sí cree que el ángel la cure?

—Pues como no sea él, no veo quién…

A un señor de corbatica oscura y peinado a la antigua:

—Perdone, señor, ¿usted sí cree que sea un ángel?

—Está comprobado.

—¿Cómo?

—Por mi casa se aparece. No como aquí, en carne y hueso, sino en su apariencia espiritual. La primera que lo vio fue mi mamá, que en paz descanse, mientras planchaba camisas en la cocina. Esa tarde mi esposa la notó conversando sola, muy suavecito, y le preguntó si necesitaba algo. Ella le dijo, estoy atendiendo a este ángel del Señor, que vino a anunciarme que mi hora es llegada. Como mi mamá señalaba hacia el rincón del tanque de gas, mi esposa miró hacia allá y también lo vio. Era un esplendor muy hermoso, y emanaba calor. La brillantez permaneció largo rato, y ellas lo acompañaron hasta el final, para no hacerle el desaire. A los tres días mi madre murió. Desde entonces el ángel nos visita con frecuencia. Siempre le gusta llegar al mismo rincón, y ahí refulge, y nos acompaña hasta que se va.

A un muchacho de chaqueta negra de cuero:

—¿Tú si crees en todo esto?

—Es mejor creer que no creer.

Me confesó una señora de cartera habana y zapatos altos del mismo color:

—Yo sí vengo es a pedirle casa propia.

—¿Y cree que se la dé?

—Se la concedió a mi vecina, ¿por qué no a mí?

A una mujer con niño en brazos:

—¿Está segura de que el Ángel de Galilea es un ángel, y no un ser humano?

—¡Cómo cree que va a ser humano alguien que domina tantísimos idiomas!

Una quinceañera:

—Vengo a pedirle novio. Bueno, yo la verdad novio ya tengo, pero a escondidas de mi casa.

—¿Entonces qué viniste a pedirle?

—Vine a pedirle que mi padrastro me dé permiso de tener novio.

Un anciano de ojos descoloridos:

—Vengo a pedirle justicia y venganza contra los asesinos de mi hijo, que andan sueltos por ahí.

—¿Y qué puede hacer el ángel?

—¡Atravesarlos con su espada de fuego!

Dijo un hombre de unos treinta años:

—Yo creo que son patrañas.

—¿Entonces a qué vino?

—Por curiosidad.

Un señor de ruana, cachucha y bufanda:

—No será san Miguel Arcángel, pero es nuestro ángel.

A una joven arrodillada en el fango, tan devota que parecía a punto de levitar:

—¿Cómo se llama el ángel?

—El día que se sepa su nombre, ese día será el fin del mundo.

Yo andaba detrás de Orlando, borracha de incienso y de aleteo de serafines, feliz de refundirme entre esta multitud desahuciada que venía a buscar redención en la última casa del último barrio. ¿Pero dónde estaba mi ángel? ¿Qué hacía, que no venía a recibir tanto amor, a atender tanta súplica, a salvarnos para siempre o a matarnos de una buena vez con su recóndita presencia y sus dulcísimos ojos de mirar obnubilado?

Sor María Crucifija apareció otro par de veces, acompañada por Marujita de Peláez —siempre de capa azul— y por Sweet Baby Killer, parada detrás de las otras dos con aire de orangután bueno, como fiel guardaespaldas. Armada de megáfono, Crucifija desalentó a grandes voces a la gente y ordenó que cada cual para su casa, porque —anunció— no habría ángel por hoy.

Sin rencores, con sus antorchas ya apagadas, sus enfermos agotados y cargando en brazos sus niños dormidos, los del Paraíso emprendieron el regreso, resignados a la negativa del cielo, que no había querido enviarles a su mensajero. Ora bueno y ora malo, hoy dadivoso y mañana mezquino, el destino era así, caprichoso, y ellos no eran quién para venir a exigirle. Poco esperaban de esta vida, y tenían paciencia con la del más allá.

—¿Decepcionado? —le pregunté al de chompa de cuero.

No problem —me dijo—. Si hoy no fue, mañana será.