Ayer todavía no era y mañana ya no seré, sólo durante este instante infinito soy el ángel Orifiel, Trono de Dios, asiento móvil del Padre, y es mi dicha perenne sostener el peso de sus potentes y extensísimas nalgas. Me llaman Trono porque en mí la majestad de Dios se sienta con suma tranquilidad y con extrema paz. Me llaman Rueda y me llaman Carro, porque en mí se transporta Yahvé.
Ni admito materia ni tolero forma, soy impacto puro, explosión de energía, arrebato cegador de luz. No tengo cuerpo pero tengo cientos de pies: veloces cascos de becerro, brillantes como bronce bruñido, centelleantes como el hierro al ser golpeado contra el yunque. Soy fuego y mi llama está viva, soy carro y devoro el espacio, soy rayo y retumbo en las crestas del tiempo. Empujo estrellas de abismo en abismo y cargo en vilo al divino jinete en sus desplazamientos por las esferas celestes. Es Dios en persona quien sobre mi lomo galopa, hunde sus espuelas en mis ijares mansos, deja a su paso chorros incandescentes de mi sangre ambarina, mi sangre obediente a sus santos caprichos.
Mi cabeza es una sola y tiene cuatro rostros, uno mira al norte, otro al sur, el tercero a oriente, el cuarto a poniente, y cada uno de ellos camina hacia adelante. Cuatro pares de ojos y sólo veo a Dios, cuatro narices para oler su esencia, ocho oídos para escuchar sus ecos, cuatro bocas que sólo alaban su nombre sin reposo ni desmayo, de noche y de día hasta la fatiga eterna: ¡Santo, santo, santo!
Santo es el Señor. Tan contundente es su presencia, tan absorbente el océano de su amor, que aturde, devora, destroza, aniquila con su excesivo despliegue de luz. ¡Demasiada luz! Empalidece y desaparece todo lo demás. Ante mis ojos encandilados por Él, el mundo de los hombres apenas espejea detrás de cortinas de vidrio líquido.
La palabra Dios me queda grande. ¿Quién soy yo, Orifiel, para pronunciarla? Soy nada disuelta en la nada, perro devoto, sirviente atónito que se postra en tierra sobre sus cuatro rostros.
A todas sus glorias y paraísos, a todas sus gracias y refulgencias me ha dado acceso el Creador, salvo una, fundamental: mi ciencia no alcanza para descifrarlo a Él. Tan lejos está su arcano de mi comprensión, que las pretensiones de captarlo me hundirían sin remedio en el pecado de la vanidad. Me basta y sobra con ver sus reflejos, con soportar sobre mí su peso monumental, con oír de su boca las órdenes que cumplo solícito antes de que Él alcance a contar hasta dos: ¡Coge con tu mano brasas de fuego, Orifiel, y arrójalas sobre aquella ciudad!, o bien, ¡Te llamarás Merkabah, Orifiel, y yo montaré en tu carro! O si no: ¡Tráeme un trozo de pan, Orifiel, que me dio la gana tener hambre! (Según sople su veleidad de gran creador de mundos e inventor de nombres, hoy me llama Orifiel, mañana Merkabah, ayer Metatrón, o cualquier otro de mis setenta y seis apodos).
Unidad no poseo, ni tampoco identidad: no soy uno, soy legión, soy y somos más de mil, una rueda dentro de la otra, y dentro de ésa, otra, y ésa dentro de otra, hasta contar las diez huestes que conforman el ejército concéntrico de las Ruedas y los Tronos. Que no traten de atajarnos, porque somos inasibles. Ardemos de fiebre en la espiral vertiginosa de la multiplicidad, y de nuestras manos salen columnas de humo.
Tan inmensos somos que abarcamos galaxias, y a la vez tan ínfimos que cabemos en la cabeza de un solo alfiler. ¡Qué sobrecogedora, qué atroz, es la cantidad inimaginable de ángeles que cabemos en la cabeza de un alfiler!
Nos llamamos Orifiel, Trono de Dios, reposo de sus intensas fatigas. Nos llamamos Orifiel, Rueda de Dios, vehículo de sus interminables viajes. Nos llamamos Orifiel y somos benditos entre todos los ángeles, porque sólo a nosotros es dado asfixiarnos de dicha bajo las nalgas rosadas de Dios.