A la salida de la gruta me esperaba Orlando con la noticia de que doña Ara, la mamá del ángel, quería mostrarme sus cuadernos.

—¿Cuáles cuadernos?

—Ya los va a ver.

Empecé a bajar con Orlando hacia la casa rosada, aunque hubiera preferido estar sola un momento, y aclarar en mi cabeza las cosas. El Ángel de Galilea me había perturbado.

Era la criatura más inquietante que había visto jamás. Todo era inexplicable en ese muchacho, el misterio que lo rodeaba, su serenidad sobrecogedora, su presencia luminosa. Y su belleza… su belleza de verdad irresistible. Digámoslo de una vez: su belleza sobrenatural.

Por otro lado todo era atroz en su historia. ¿Qué hacía semejante ser encerrado a oscuras entre una cueva, desnudo en ese frío penetrante, por disposición de una loca como Crucifija? Mi primer impulso fue buscar un teléfono y llamar a pedir ayuda, no sé a quién, a un médico, a alguien de los derechos humanos, a la policía… No, ante todo a la policía no, seguro montaba un operativo de rescate que acababa en la muerte del ángel.

¿O sería que el propio muchacho también era cómplice del montaje? ¿Que se sometía voluntariamente al espectáculo? Pero no se veía a cambio de qué. De dinero no parecía ser, al menos hasta el momento yo no había visto que cobraran plata, salvo las ofrendas voluntarias, pero nadie se iba a prestar a semejante circo a cambio de una gallina vieja y una bolsa de higos. Tal vez el muchacho estaba honestamente convencido de que era un ángel.

O tal vez era un ángel… ¿Por qué no? Después de verlo, uno se sentía inclinado a admitir la posibilidad.

Oía los cuchicheos de mis compañeros de visita, que venían decepcionados, y me sorprendió enterarme de las razones por las cuales no compartían mi excitación.

—Me parece que usted no salió de la gruta muy convencido —le dije al señor que me había prestado el sombrero.

—Esta vez nos falló el ángel —me dijo con resignación.

—¿Por qué, si se apareció, y estaba esplendoroso?

—Sí, pero no hizo nada.

Creí comprender su comentario. Para que un hombre se entusiasme es necesario que pasen cosas, mientras que a una mujer le basta con que las cosas sean.

Orlando me arrastraba de la mano, y yo me dejaba llevar. Al llegar a la casa rosada me metió a un cuarto pequeño donde una mujer echaba carbones a la estufa, dejando que la lumbre iluminara su cara hermosa. Noté que apenas tendría mi edad, y adiviné en ella las mismas facciones del ángel. Era su madre, de eso no cabía duda: no conozco dos seres más parecidos.

Sobre una mesa había un cuaderno Norma cuadriculado, abierto, garrapateado renglón por renglón en una letra compacta, cada palabra rematada caprichosamente hacia arriba con colita de ratón.

—Anoto lo que él me dicta —me dijo Ara, pasando con suavidad las páginas del cuaderno—. Éste es el libro número 53. Ahí guardo los otros cincuenta y dos —me señaló un baúl de lata cerrado con candado.

—Vea, Mónita, son cincuenta y dos cuadernos, cincuenta y tres con éste —aportó Orlando, pero doña Ara siguió hablando sin oírlo.

—Llevo nueve años anotando. Mi hijo empezó a dictarme desde antes de volver.

Sin que yo se lo pidiera, ella me explicó. Había perdido a su hijo recién nacido y lo había recuperado sólo dos años atrás, diecisiete años después. Yo no le preguntaba nada, ella sola iba contando, con una urgencia dolorosa de repasar la historia por milésima vez, como un perro que se lame la herida que nunca sana.

«El padre de mi hijo fue sólo una sombra», me dijo. «Salió una noche de la oscuridad, sin cara ni nombre, me tumbó al suelo y después se volvió humo. Alcancé a saber que tenía una sortija en la mano derecha y que la ropa le olía a alcanfor.

»No me tuvo mucho tiempo, sólo el necesario para hacerme un hijo. Yo acababa de cumplir trece, y el padre mío me tenía arreglado matrimonio con un hombre rico, ya mayor, que era dueño de un camión. Por eso al padre mío la noticia no le gustó nada.

»Primero quiso que no tuviera el niño, y me llevó donde una mujer que me dio de beber aguas amargas y me chuzó por dentro con agujas de tejer. Vomité y después solté sangre de las entrañas pero mi niño no quiso salir, y siguió creciendo sin hacerle caso a la ira tremenda y a las malas amenazas que profería el padre mío.

»El niño que crecía y empezaba a notarse y el padre mío que cabalgaba en cólera, convertido en tigre. Hasta que un día sin decir palabra me llevó al campo, y allá me dejó escondida para que no me viera el prometido. A él quién sabe qué le dijo, que yo estaba enferma, tal vez, o que sólo el día del matrimonio me llevaría con él.

»Cuando mi niño nació casi no pude verlo, tampoco. Así como no vi al padre, muy poco también vi al hijo. Enseguida me lo quitaron pero me alcancé a percatar de su demasiada hermosura, del lustre luminoso de su piel. También vi que miraba profundo, hasta el fondo del alma podía ver, porque los ojos los tuvo bien abiertos desde el principio.

»Quise saber si olía a alcanfor porque me parecía que habría quedado impregnado, como su progenitor. Pero sólo me olió a mí misma, a mi propia sangre y a mi mismo olor.

»Me lo quitaron enseguida, pero antes alcancé a ponerle al cuello una medallita de oro de la Virgen del Viento, la que toda la vida había llevado yo. Después del parto yo a mi niño no lo volví a ver, todos los días y a todas horas preguntando por él, hasta que fue mi madre, compadecida, la que me hizo la confesión.

»Dijo que el padre mío se lo había vendido a unos gitanos que pasaron con el circo, y que así empezaron los días de su vida, sin regazo materno, corriendo el mundo y conociendo sus durezas. Como yo lloraba tanto, mi madre me consolaba y me decía “para ya de lamentarte, que si no, no te puedes casar”.

»Entonces yo más lloraba porque a mí no me gustaba el prometido, yo sólo quería a mi niño y soñaba con una gitana buena que le diera de chupar su dedo untado en azúcar y no dejara que lo asustaran las fieras del circo.

»Me secaron la leche del pecho y ya se llegó la hora de entregarme a ese señor. Pero el daño estaba hecho y él, aunque viejo, se iba a dar cuenta, porque yo ya había perdido la virginidad. Que se quería casar con una virgen que no conociera pecado, ésa había sido su condición. Así que el padre mío me volvió a llevar donde la misma mujer, y ella en media hora me obró el milagro de dejarme virgen aunque madre.

»El remiendo me lo hizo con telaraña y clara de huevo, y de su casa salí otra vez sin estrenar. Me vistieron con tul blanco y subí al altar con el emplasto entre las piernas. Pero el viejo no era bobo, apenas me llevó a la cama descubrió la patraña y esa misma noche me devolvió.

»“Que se quede a vestir santos”, dijo el padre mío, resignado a medias a ya no ser suegro de un hombre rico. Mi madre le echó las cosas en cara, se atrevió a decirle “por lo menos nos hubiéramos quedado con la criatura, tú la vendiste cegado por los destellos de un camión”. Descreídos de mi futuro, mis padres me llevaron donde el señor cura de entonces, me entregaron a él para que le hiciera los oficios de la casa y de la iglesia. Ese señor cura era muy anciano y de él no tengo queja, se portó bien conmigo hasta el día en que murió, me enseñó a leer las escrituras y a cantar los salmos y me dejaba salir más temprano aunque sabía que el capricho mío era alejarme del barrio para irme a rodar por la ciudad, buscando al hijo.

»Frente a todo niño mendigo me paré, traté de reconocerlo sin dejarme engañar por las veleidades de mis ojos, porque podía haber cambiado de aspecto, sino guiándome por la certeza de la nariz. Los olfateaba como sabueso, segura de que al mío lo reconocería por el olor. Busqué en los orfelinatos, en las carpas, en los mercados, cada día me alejé un poco más, hasta llegar a los bordes donde la ciudad se deshace en miseria. Cada noche vagué hasta más tarde, reconocí a los niños que venden su cuerpo y a los que amanecen en la acera, tapados con periódicos. Vi niños deformes, niños quemados, otros con cara de adultos. Vi trabajar a los niños payasos, a los lustrabotas, los gamines. Vi niños que tiran carritos, que venden ringletes, que vocean diarios, que cantan rancheras a la salida del cine. A todos los olí, y en ninguno reconocí mi olor.

»Quién iba a creer los designios del destino, cuando por fin lo encontré, diecisiete años después de su nacimiento, estaba yo parada en la puerta de mi propia casa. Ni un solo día había dejado de buscarlo, salvo ése, que me agarró cansada y abatida, y me recosté a tomar aliento contra el quicio de la puerta. Ahí estaba yo cuando llegó hasta mí, caminando despacio, ya muchacho, con sombra de barba sobre su cara de niño, los mismos ojos miradores de almas que abrió el primer día. La hermosura la traía intacta, más aún, acrecentada, hasta el punto de que era imposible verlo sin desfallecer.

»Llevaba puesta una dulzura inundadora y mansa, como lago muy extenso y de aguas quietas. Pero era silencioso. No habló en ese momento y no habló nunca después. Salían palabras de su boca pero no conformaban lenguaje, eran no más un arrullo, un murmurar de letanías, aprendidas tal vez en otras tierras. Por eso no pudo contarme dónde había estado ni qué cosas había visto, cómo sobrevivió ni cómo me encontró.

»Pero era él, lo supe por el olor, y él también supo sin lugar a dudas que yo era yo, que ya estaba a mi lado y que por fin había llegado donde tenía que llegar.

»No lamenté que no hablara, su silencio era tan hondo y su presencia tan clara, que entendí que las palabras sobran y que las penas de ausencia tan larga era mejor no contarlas. Así fueron las cosas y así tenían que ser. Y él compensó mi paciencia y con el tiempo me dejó saber.

»Había querido suceder que durante los siete años anteriores a su aparición, todas las noches, sin faltar una, yo entrara en trance, o también a veces por la mañana, o aun en la tarde, porque el rayo me fulminaba la cabeza sin respetar la hora ni el oficio, el sueño ni el descanso, y yo tenía que agarrar el cuaderno y empezar a escribir.

»Las palabras que me salían de la mano eran voces de ángel, así lo reconoció sor María Crucifija desde la primera vez que las leyó. No un ángel sino muchos: a cada rapto uno de distinta identidad. Y así fui acumulando cuadernos, siempre sin saber en realidad quién me los dictaba.

»Al regreso de mi hijo el ajetreo de los dictados no se interrumpió, antes por el contrario, prosiguió con tantos bríos que empecé a perder peso y a agotarme en tan frenético escribir.

»Lo demás fue un simple atar de cabos, sumar dos más dos y comprender que sencillamente daban cuatro. Esta revelación me la hizo sor María Crucifija, porque fue ella quien primero lo entendió: las palabras que mi hijo no decía por su propia boca, las revelaba a través de mi mano. El ángel de mis escritos era él».