Adentro la casa estaba oscura y pesada de humaredas y sahumerios. Seis o siete mujeres que rezaban de rodillas me clavaron los ojos, como alfileres de vudú en una muñeca de trapo. Después parecieron desentenderse, ocupadas en sus oraciones, pero de tanto en tanto volvía a sentir el chuzón de su mirada averiguadora.
Orlando, el único de los niños que entró conmigo, me tiró del pantalón para que me arrodillara, y eso hice. Entonces me señaló a la mujer que llevaba la voz cantante, armada de una camándula. Esa señora, que era flaca hasta la angustia, iba vestida de negro y tenía una cara escalofriante en la que algo faltaba. De soslayo me la fui detallando: los ojos estaban en su lugar, y también la nariz, la boca, el mentón… En realidad lo único que le faltaba era expresión, pero eso era suficiente para hacerla inhumana, como quien dice ver a Nicki Lauda, el corredor de carros que se iba quemando vivo en un accidente.
—Es sor María Crucifija, la presidenta de la junta —me dijo pasito Orlando.
—¿De qué junta?
—De la junta que administra al ángel.
—¿Y la mamá del ángel?
—No está aquí.
—Y la de la capa azul —le pregunté por una señora chiquita envuelta en una capa inverosímil de terciopelo azul rey—, ¿también es de la junta?
—Sí, también. Se llama Marujita de Peláez.
—La capa que lleva, ¿es para ceremonias?
—No, es para cuando llueve.
—La giganta esa —le señalé con disimulo a una mujer corpulenta que rezaba con una entrega y una mansedumbre incompatibles con su tamaño—. ¿Quién es ésa?
—Esa es Sweet Baby Killer, ex campeona de lucha libre, muy famosa aquí en Galilea. Suplente de la junta. Antes era atravesada, muy verrionda, sobre todo cuando le gritábamos Hombra, que es el apodo de ella. Pero desde que anda con lo del ángel se pacificó. Hasta se le puede decir Hombra y no revira. Y es que, ¿entiende? No todos pueden pronunciar Sweet Baby Killer.
Evidentemente Orlando sí podía. Es más, tenía un acento chicludo como el de Tom Hanks en Forrest Gump.
—Entiendo. ¿Hay hombres en la junta?
—Ni uno, sólo mujeres.
—¿Entonces la que manda es la monja?
—Cuál monja…
—Pues sor María Crucifija, ¿no?
—No es monja, es civil. Ella le va a decir a usted cuándo puede subir a verlo.
—¿Al ángel? ¿Dónde está?
—Se mantiene perdido por lo que llaman las Grutas de Bethel, en la montaña.
Gente nueva fue llegando, media docena de hombres y mujeres que se acomodaron dócilmente por los rincones sin estorbar, sin hacer bulto. Eran peregrinos, según me aclaró Orlando, y algunos traían ofrendas en la mano. Noté que la casa por dentro no se parecía al característico rancho de pobre, que en cinco metros cuadrados organiza armónicamente ocho niños, tres camas, dos mecedoras, un comedor con escaparate y seis sillas, nevera, mesitas, perros y pollos, taburetes, almanaques, ollas y porcelanas. Esta casa era distinta, más espaciosa, más vacía, y los objetos y las personas parecían flotar sueltos en su interior.
Corría el tiempo y yo esperaba que algo pasara, pero nada, sólo un Ave María tras otro. Sor María Crucifija los recitaba con trinos altos, los demás le hacíamos la segunda, y así iba el canturreo, que pintaba para eterno. Mis rodillas ya no aguantaban más penitencia.
—Orlando —pregunté—, ¿no podré hablar un minuto con la señora Crucifija?
—Está prohibido interrumpir.
—No quiero rezar más.
—De todas maneras hay que esperar a que pare de llover.
Pasaron otros cuatro misterios de rosario hasta que por fin escampó, y en la casa hubo ciertos movimientos indicativos de que había llegado el momento. Sor María Crucifija desapareció, luego volvió a aparecer y empezó a dar órdenes:
—¡Las mujeres con mantilla, los hombres descubiertos!
Con su carita de santa incinerada se nos iba acercando a cada uno, nos agarraba del brazo y nos colocaba en fila india cerca a la puerta. A veces no quedaba satisfecha con la posición de alguno y lo pasaba más adelante, o más atrás —sabe Dios con qué criterio, porque no era por orden de estatura— y así formados, como los enanos de Blanca Nieves, nos sacó a la calle. Yo miré descorazonada hacia la montaña, como si allá me esperara un encuentro indeseable.
—¿Usted también viene a conocer al ángel? —le pregunté al señor de sombrero que tenía detrás.
—Ya lo conozco, vengo a dejarle esta ofrenda por gratitud, porque salvó a mi nieta de la muerte segura —me dijo, y me mostró una gallina amarrada por las patas que me pareció más despistada que yo.
Quise asegurarme la reconfortante compañía de Orlando, pero sor María Crucifija anunció que el niño no podía subir, porque no se admitían menores los lunes ni los jueves. Pregunté por qué, pero la señora estaba ahí para dar órdenes y no explicaciones.
Se presentaron luego otros inconvenientes logísticos que fue necesario superar, como que yo no tenía mantilla. Habían dicho que los hombres descubiertos, y mi vecino llevaba sombrero, así que se lo pedí prestado y me lo puse. Pero aún no estaba lista.
—Usted no puede entrar de pantalones —me dijo la Crucifija. Mi gabardina era una trinchera larga, de botones hasta abajo y cinturón, así que la cerré bien, y ahí mismo me quité los bluyines.
—Ahora estoy de faldas —dije.
—Pero la cámara no la puede llevar.
—Necesito tomar aunque sea una foto…
—No es posible. Él se asusta con el flash.
Expliqué, supliqué, pero no sirvió de nada: tuve que entregarle la cámara a Marujita de Peláez, la señora de la capa azul. Eso era una calamidad para mí. Se estaba haciendo tarde y aún no tenía historia, no había visto nada concreto que fuera de interés para Somos, y ahora ni siquiera habría fotos. El artículo podía decir hasta misa cantada, que si no tenía fotos mi jefe lo rechazaría.
Arrancamos por fin, pero no avanzamos ni veinte pasos porque surgió otro obstáculo, el más insólito de todos.
Frenando la fila, sor Crucifija me aplicó otra vez la garra al brazo, me llevó aparte y me soltó la siguiente pregunta:
—¿Me puede decir si está con la visita?
—¿Con la visita? ¿Con qué visita?
—Quiero decir si está con la menstruación…
Imaginé que se trataría de alguna creencia atávica, como que en presencia de la sangre menstrual se pone amargo el vino y se corroe el hierro, y quién sabe qué le sucede a los ángeles, así que temí que me fuera a impedir la entrada a la gruta.
—No, señora, estoy limpia —le contesté la verdad, en un lenguaje que me pareció a tono con su pregunta.
—¿Me puede decir exactamente hace cuánto le vino la última menstruación?
Era el colmo. La tal Crucifija ya no sólo hablaba como misógino bíblico sino además como ginecólogo en chequeo semestral, y estuve a punto de mandarla al infierno, a ella, al ángel y de paso a Somos. Pero me contuve. ¿Qué perdía con contestar? De ninguna manera recordaba bien la fecha —nunca le he llevado la contabilidad a mis menstruaciones— así que le dije cualquier cosa:
—Hace quince días exactos.
Supongo que acerté con la respuesta, porque me dejó volver a la fila con los demás, y empezamos a meternos en la montaña por una trocha amarilla abierta entre el retamo mojado y las acacias mimosas.
—Estas pepitas son muy venenosas, no se las vaya a comer —me aconsejó mi vecino, señalándome unas verdes que abundaban por ahí.
Yo en ningún momento había pensado comérmelas, pero en todo caso agradecí la advertencia.
No caminamos mucho, apenas diez minutos, y llegamos a un hueco en la roca tapado a medias por una piedra grande. Estábamos en la boca de las grutas.
Se me había ido el entusiasmo de un par de horas antes y ahora sentía hastío, resistencia a entrar, como si el ángel me hubiera decepcionado de antemano, tan segura estaba de que se trataba de una patraña montada por algún vivo, o peor aún, una patraña montada por gente honesta. Mientras esperábamos me crecía adentro el rechazo. ¿A quién tendrían encerrado allí? ¿A un hermafrodita? ¿A un leproso? ¿Al hombre-elefante o a Kasper Hauser? ¿A qué pobre víctima de la superstición y la ignorancia?
Sor María Crucifija volvió a hacer advertencias, esta vez para todo el grupo:
—Ahora van a entrar en las Grutas de Bethel, la morada del ángel. Los zapatos se los tienen que quitar, y dejarlos a la entrada, porque van a pisar Tierra Santa. Cuando estén adentro deben cantar el trisagio, o himno seráfico, que es el único lenguaje que entiende un ángel. No digan nada distinto, porque los demás sonidos humanos le fastidian. Por si no lo saben, el trisagio dice así: Santo, santo, santo. Santo es el Señor.
—Santo, santo, santo. Santo es el Señor…
—Los que traen animales deben dejarlos aquí. Lo mismo cualquier ofrenda o regalo. Al ángel no deben darle comida, ni asustarlo con gritos, ni tratar de tocarlo. Que nadie se quede atrás, porque se pierde, y todos deben salir de las grutas al tiempo con el resto del grupo.
Crucifija decía de memoria su retahila de indicaciones, como una azafata que empezando el vuelo enumera las medidas de seguridad. Yo cerré los ojos para no ver cómo mi vecino le torcía el pescuezo a su gallina antes de dejarla, pero no lo hizo, sino que la puso viva donde le dijeron, al lado de una bolsa plástica con unos higos.
Con un envión de su hombro poderoso, Sweet Baby Killer corrió la piedra que bloqueaba el acceso. Cuando me llegó el turno en la fila me agaché para entrar por el hueco, y me golpeó la nariz un olor desapacible a humedad. A centro de la tierra, pensé, y también, quizá por sugestión: olor a eternidad. ¿O a tumba? Sí, tal vez olía más bien a tumba.
El espacio adentro se iba haciendo más oscuro y menos estrecho, a cada paso enderezábamos un poco la espalda. Ibamos siguiendo a sor Crucifija, quien llevaba en la mano una linterna de pilas debilitadas. Santo, santo, santo, penetramos en las tinieblas, sosteniéndonos los unos de los otros porque no veíamos casi nada, santo es el Señor, y las plantas de los pies resentían la greda del piso, resbaladiza y helada.
Caminábamos midiendo cada paso, como si delante se abriera un precipicio. El techo de la caverna se hizo alto, hasta que no pudimos tocarlo con la mano. Sentí viento en la cara y tuve la sensación de haber llegado a un espacio grande y vacío. Todo era terriblemente absurdo, santo, santo, santo, yo parada en las entrañas del planeta, de gabardina y descalza, con el sombrero de un extraño en la cabeza, repitiendo la palabra santo y temblando, no sé si de frío, de emoción o de miedo.
—Hay que aguardar aquí —ordenó Crucifija, mientras el foco anémico de su linterna bailaba errático y nos mostraba retazos de la concavidad de piedra.
No es agradable esperar en la oscuridad a que aparezca un desconocido, y menos si se supone que tiene alas y puede llegar revoloteando. Nuestro grupo, nervioso, se hizo más compacto y cantó más alto el trisagio, única vía de enlace con lo sobrenatural. Empecé a dudar si el soplo que sentía era en realidad viento, o más bien murciélagos que volaban rozando. ¿Correrían ratas por el suelo? Imposible calcular el paso del tiempo, todo estaba detenido, el mundo real había quedado al otro lado, la claustrofobia —¿o era ansiedad?— me apretaba la garganta.
De cuando en cuando alguno tosía, y le contestaba el eco, santo, santo, santo. Santo es el Señor…
Escuchaba sonidos: un como crepitar de fuego, o correr de aguas subterráneas. O tal vez era sólo el rumor de la oscuridad retinta. De pronto mi vecino me susurró al oído:
—Lo siento cerca…
—¿Al ángel? —mi voz también era un suspiro.
—Sí.
—¿Cómo sabe?
—¿No se da cuenta? ¿No siente que el aire se llenó de su presencia?
Yo sólo sentía mayor opresión en la garganta, y veía a Crucifija haciendo una maniobra rara, que consistía en reflejar el foco de su linterna en el espejito de una polvera para lanzar algo así como rápidas señales intermitentes de luz. De todas maneras contesté que sí, que sí me daba cuenta, y tal vez no estaba mintiendo. Entonces lo vi.
Sin producir ruido que lo anunciara, había salido de no sé dónde y se acercaba a nosotros un muchacho. Muy alto. Estaba casi desnudo, y era moreno. Y aterradoramente hermoso. Eso era todo. Y era demasiado. El corazón me pegó un golpe en el pecho y después se paralizó, sobrecogido ante la visión. No era sino un muchacho, y sin embargo tuve la certeza de que era además otra cosa, una criatura de otra esfera de la realidad.
Se movía con la ondulación lenta y sosegada de los seres acuáticos, o de los mimos, y su actitud era a la vez humilde y majestuosa, como la de un ciervo. Permaneció delante nuestro sólo unos segundos, sin pronunciar sonido, sin hacer contacto y sin huir, como si no se percatara de que estábamos allí. No podíamos desprender de él nuestros ojos, y él en cambio nos miró a través, nos observó sin vernos, y yo comprendí la razón: en medio de la gruta oscura nosotros nos borrábamos, invisibles, manchas negras contra fondo negro, mientras él ardía a fuego lento, resplandeciendo en una luz incandescente que parecía brotarle de la piel.