Caminé hasta una tienda que se llamaba La Estrella y entré. Pedí un café con leche, una mogolla y un bocadillo de guayaba.

La Estrella apretaba en treinta metros cuadrados todos los objetos indispensables para la supervivencia del barrio. Había bombillos, cortes de tela, manteca y juguetes de plástico, arroz, salchichón y esmalte de uñas, navajas, aspirinas, chancletas y porcelanas, todo prodigiosamente organizado y dispuesto en estanterías de madera que llegaban hasta el techo. Había además algunas mesas con bancos, y se servían cervezas y almuerzos, según aclaraba un letrero escrito a lápiz.

—¿Ustedes saben del ángel que se apareció por aquí?

Les pregunté al viejo y a la vieja que atendían detrás del mostrador. Ellos se miraron. Debían ser casados, pero eran tan iguales que parecían hermanos. O tal vez eran hermanos. Espantaban las moscas con gestos fastuosos de la mano, como obispos repartiendo bendiciones.

—Perdone la impertinencia —dijo el viejo, e inclinó mucho la cabeza, como si honestamente estuviera pidiendo perdón—. ¿Usted acaba de preguntarle eso mismo al padre Benito?

Me fijé que desde La Estrella podía verse la puerta de la casa cural. Me habían estado espiando, desde luego, pero era comprensible, no debían subir muchos extraños a Galilea.

—¿El párroco se llama Benito? —quise saber.

—El párroco se llama padre Benito —me corrigieron con amabilidad.

—Pues sí, señor, sí se lo pregunté.

—¿Y el padre Benito qué le dijo, si se puede saber? —el viejo tenía un acento muy cachaco.

—Que no había ninguno.

Volvieron a intercambiar entre ellos miradas entendidas, y dijo la vieja:

—No le haga caso, es un cura de derechas.

Yo pensé, esta anciana con jerga de maoísta debe saber mucha cosa, y la iba a interrogar, pero ella se me adelantó:

—¿Usted es periodista, señorita?

—Sí señora.

—Se le nota por la máquina de tomar fotografías. ¿Se puede saber de qué medio de comunicación?

—De la revista Somos. ¿Me da un poco de azúcar?

—La felicito —me dijo el viejo mientras me pasaba la azucarera—. Es una revista muy famosa. ¿Supongo que la señorita tiene su carné?

—¿El de periodista? —me sorprendió la pregunta—. Sí, sí lo tengo.

—¿Me lo prestaría un momento, si no le molesta?

Era inverosímil. En este país militarizado, los cabos, los tenientes, las patrullas exigen documentos a cada minuto, pero hasta ahora nunca me había tenido que identificar ante un vendedor de miscelánea. Sin embargo, calculé que nada malo podía venir de alguien que inclinara la cabeza con tanta educación, así que saqué mi carné profesional de la billetera y se lo entregué. Era, por supuesto, un acto irracional: el primero de una larga serie.

Los dos viejos inquisidores desaparecieron detrás del mostrador y oí que cuchicheaban. Después se asomó el señor a la puerta de la calle y llamó a gritos y chiflidos a Orlando, que llegó al rato a La Estrella y resultó ser un niño de diez años, tal vez mayor a juzgar por su mirada de profesional en la vida, tal vez menor a juzgar por lo flaquito y chirringo. Este tal Orlando tenía ojos de ternero, sólo iris negro y pestañas chuzudas, y le faltaba un diente, que quién sabe si todavía no había salido o si ya se había caído.

El viejo le entregó mi carné, la vieja le dio un pedazo de cartón para que se protegiera de la lluvia, y Orlando salió otra vez. Yo miré cómo se alejaba con mi única identificación, cómo se escurría por las esquinas con mi carné entre el bolsillo y con ese caminadito apretado y de paso menudo que adoptan los bogotanos cuando llueve y que nadie es capaz de igualar. El viejo debió verme la cara de desconcierto, porque me sirvió otro café y me dijo:

—No se preocupe, que es un muchacho muy responsable.

Yo no entendía nada de nada, pero era tranquilizador saber que Orlando era responsable. Mientras esperaba a que volviera, entró a la tienda una señora de botas de caucho y pidió dos aspirinas, cuatro clavos de acero y una docena de fósforos. Los viejos abrieron los respectivos frascos, contaron las unidades, las empacaron en tres paqueticos separados de papel marrón, y devolvieron los frascos a su lugar en las repisas. La señora pagó con unas monedas y se fue.

Orlando hizo honor a su reputación de niño responsable y al cuarto de hora volvió con mi carné, me lo entregó, y desde el centro de La Estrella anunció con voz heráldica:

—¡Dice la señora Crucifija que todo en orden, que bien pueda subir la Mónita!

La Mónita: ésa era yo. No falla, los pobres siempre me han llamado así. Es más, nunca me han preguntado mi nombre, no les interesa, y mi apellido menos. Para ellos siempre he sido, de entrada, la Mónita, y ya. Es por mi pelo, esta maraña de pelo amarillo que desde niña uso largo, y que entre los ricos no se nota tanto, pero entre los pobres causa sensación. Exótico para estas tierras, mi pelo es —junto con veinte centímetros por encima de la estatura promedio— la herencia que recibí de mi abuelo el belga. Y eso que para trabajar me lo aprieto en una trenza, menos incómoda y aparatosa que la melena suelta. Así lo tenía ese día que subí por primera vez a Galilea. Pero no importó, nunca importa: el niño me llamó la Mónita, y así me quedé hasta el final.

Orlando traía consigo una parranda de muchachitos de distintos tamaños, todos muy mojados.

—Bien pueda, ellos la llevan —me indicó el viejo, señalándolos—. ¿Cierto, mija?

—Así es —asintió la vieja—. Pierda cuidado, que ellos la llevan.

—Ah, bueno —dije, pero no pregunté a dónde, porque ya había entendido que la cosa tenía su burocracia y su misterio. Al ver que también los niños traían puestas botas Croydon de caucho, comprendí que era la moda que se imponía en los barrizales de Galilea, y le pregunté a los viejos si no me podían vender un par.

—¿Qué número usa la señorita?

—Cuarenta —contesté, sabiendo de antemano que no habría de ese tamaño. En efecto, el par más grande era un treinta y ocho, así que me resigné a los tenis que traía. Me puse la gabardina, le agradecí a la vieja el pedazo de cartón protector que me ofreció, y salí detrás de mis baquianos.

El aguacero había arreciado notablemente, el viento soplaba histérico y el suelo era puro barro. Pensé que si seguía lloviendo de esa manera toda Galilea iba a rodar hasta la Plaza de Bolívar, y antes de decidirme a hundir los zapatos entre el diluvio, hice una invocación nostálgica: ¡Quién pudiera estar en este momento bajo techo y preguntándote, oh miss Cauca, si la mascarilla de pepino es ideal para tu cutis!

Ya iba al trote bajo el aguacero con mi procesión de niños ensopados, cuando quise averiguarle a Orlando a dónde me llevaban. Él me contestó alzándose de cejas y hombros, como si fuera muy obvio:

—Pues a ver el ángel, ¿no?

—¿Se aparece a estas horas?

—Siempre está ahí.

—¡Ah! ¿Debe ser entonces una estatua, o una pintura?

Me miró con sus ojos redondos que no podían creer tanta estupidez.

—No es ninguna pintura, es un a-n-g-e-l —dijo pronunciando letra por letra, como si yo tuviera dificultades con el español—. Un ángel de carne y hueso.

No me lo esperaba. Imaginaba que si corría con suerte podría entrevistar a un testigo de sus milagros, o a algún fanático de su culto, o en el mejor de los casos hasta a un enfermo curado por él, y que podría fotografiar la piedra donde se paró, el nicho donde le prenden velas, el monte donde lo vieron por primera vez, y toda esa basura de rutina que satisfacía las exigencias del jefe de redacción porque permitía montar, en un par de horas, una historia traída de los pelos pero que justificara un titular de este estilo en la carátula: «¡En Colombia también hay ángeles!», y el subtítulo: «Casos verídicos de apariciones».

Pero no. Lo que Orlando me prometía era la visión del ángel, de cuerpo presente.

—¿Y dónde vive el ángel? —quise precisar.

—En la casa de su mamá.

—¿Tiene mamá?

—Como todo el mundo.

—Ah, pues sí. ¿Y la mamá es esa señora Crucifija que me autorizó a subir?

—No. La mamá se llama señora Ara.

Supuse que la siguiente pregunta también exasperaría a mi guía, pero la hice de todos modos:

—¿Me puedes contar de qué ángel se trata?

—Ése es el problema, que todavía no sabemos.

—¿Cómo?

—No sabemos. Él no ha querido revelar su nombre —dijo Orlando, y otro niño confirmó:

—Es cierto, no ha querido.

Llegamos hasta el pie de la última calle. Subía larga y vertical, apretada entre dos hileras de casas chatas que se sostenían las unas en las otras, como si fueran de naipes. No se veía gente, sólo el agua que bajaba brincando. En eso era una calle igual a las demás. Pero más vistosa, porque el monte verdísimo se le comía los tejados con sus ramas y sus musgos, y porque estaba adornada por un zigzag colorinche de festones de plástico, rezago no biodegradable de las fiestas de algún santo patrón.

Orlando señaló hacia arriba:

—Ése es Barrio Bajo. El ángel vive allá, en la casa rosada…

—¿Cuál es Barrio Bajo?

—Esta calle.

—¿Y por qué la llaman así, si está más alta que las demás?

—Porque ahí viven los más pobres.

—Bueno, subamos.

Me agaché para arremangarme los bluyines, resignada a hundirme hasta las pantorrillas en esa agua color chocolate que arrastraba basuras a su paso.

—No, espere debajo de este alero —me dijo una nena de saco rojo que venía en la comitiva, y como por arte de magia desapareció en un instante junto con los demás niños, incluyendo a Orlando. Me paré donde me ordenaron, pegando la espalda a la pared para esquivar los chorros que escurrían del tejado. Empezó a pasar el tiempo.

—¡Orlando! ¡Orlaaandoo! —mis gritos sin esperanza se apagaban recién nacidos, como velitas al viento.

Por el callejón sólo pasaban los minutos, y yo seguía esperando, parqueada en mi rincón, con el temor creciente de que los niños estuvieran escampando en sus casas, tomando tazas de leche caliente y por completo olvidados de mí. Ya me amilanaba esta situación sin futuro, cuando los vi regresar de a dos, de a tres, trayendo tablas en las manos.

Empezaron a revolar, y siguiendo indicaciones de Orlando, que dirigía la maniobra, fueron colocando las tablas transversalmente por el callejón hacia arriba, apoyando los extremos sobre piedras, y organizando una suerte de escalera de cinco o seis peldaños, por debajo de los cuales rodaba el agua. La niña del saco rojo me tomó de la mano y me hizo subir, de escalón en escalón. Los demás permanecían a la espera, y cada vez que yo apartaba el pie de una tabla, dejándola atrás, la quitaban inmediatamente para instalarla de nuevo más arriba, de primera, de tal manera que a medida que yo subía, el tramo de escalera se iba prolongando delante de mí.

Me sentí bendita como Jacob ascendiendo al cielo por la escala de ángeles. Esas criaturas sonrientes que se afanaban bajo el aguacero para que yo pasara con comodidad despertaron en mí un pálpito que habría de sobrevenirme, muy nítido a veces, durante los días que permanecí en Galilea: la intuición de que había entrado a un reino que no era de este mundo.

—Usted no es la primera periodista que viene —me aclaró Orlando.

—¿Han pasado muchos por aquí?

—Bastantes. Uno trajo cámaras de televisión. También gentes de otros barrios. De Loma Linda, de La Esmeralda… Desde Fontibón han viajado para ver…

—Será muy importante el ángel que tienen aquí.

—Así es. Es un ángel magnífico.

Me hizo gracia ese adjetivo, «magnífico», en boca del niño, y le pregunté si él también lo había visto.

—Lógico, todos lo hemos visto, porque él se deja ver.

—¿Y has hablado con él?

—No, eso no. No habla con nadie.

—¿Por qué no habla?

—Hablar sí habla, pero más que todo solo. Lo que pasa es que no le entendemos lo que dice.

—¿Por qué no?

—Porque no conocemos sus lenguas.

—¿Cuantas habla, acaso?

—Yo diría que veinte, o veinticinco. No sé.

—Me parece que el señor cura no cree en el ángel…

—Sí cree, pero dice que no. Lo que pasa es que le tiene celos.

—¿Celos del ángel? ¿Y por qué?

—Porque se ha vuelto un ángel muy popular. Y además le tiene miedo, sobre todo debe ser eso, que le tiene miedo.

—¿Miedo? ¿Cómo, miedo?

—Es que a veces es un ángel terrible.

La última frase me golpeó. Pero no pude preguntar nada más, habíamos llegado a la casa rosada y los niños se arremolinaban en algarabía. Era un rancho de pobres, de ésos que se quedan para siempre en obra negra y que sus habitantes terminan improvisadamente con maderas y cartones, tarros con flores, alambrado pirata para la luz eléctrica, radio a todo volumen y poderosa antena de televisión.

Orlando golpeó a la puerta, y a mí me invadió un desasosiego raro. ¿Qué clase de criatura me irían a mostrar? Cualquier engendro era posible. Respiré hondo, y traté de prepararme para lo que pudiera venir.