No hubo presagios que anunciaran los hechos. O tal vez los hubo, pero no supe interpretarlos. Reconstruyendo la secuencia recuerdo ahora que días antes de que todo empezara, tres hombres violaron a una loca en la zona verde enfrente a mi edificio. También fue por ese tiempo que el perro de mi vecina se lanzó por una ventana del tercer piso, cayó a la calle y salió ileso, y que la lotera leprosa de la esquina de la 92 con 15 parió un hijo sano y bonito. Seguramente ésas fueron señales, ésas y tantas otras, pero sucede que esta ciudad desquiciada manda tantos preavisos de fin del mundo que uno ya no les presta atención. Y eso que aquí, donde vivo, viene siendo barrio clase media: nadie se imagina la de presagios que se dejan ver a diario por los tugurios.

La verdad escueta es que esta historia de ecos sobrenaturales, que de tan curiosa manera habría de trastornar mi vida, empezó a desenvolverse a las ocho de la mañana de un lunes muy terrenal y corriente, cuando entré de pésimo humor a la sala de redacción de la revista Somos, donde trabajaba como reportera. Tenía la certeza de que mi jefe me daría una orden que no quería oír, contra la cual me había indispuesto durante todo el fin de semana. Sabía que me mandarían a cubrir el reinado nacional de belleza, que estaba por empezar en la ciudad de Cartagena. Yo era más joven que ahora, me sobraban bríos y me empeñaba en escribir cosas que valieran la pena, pero el destino, que me daba por la cabeza, me obligaba a ganarme la vida en uno de tantos semanarios de frivolidades.

De todas mis obligaciones en Somos, el reinado era por mucho la peor. Era una tarea desapacible entrevistar treinta muchachas con talles de avispa y cerebros del mismo animal. Reconozco que también me lastimaban el orgullo su mucha juventud y sus pocos kilos, pero lo más doloroso era tener que concederle importancia a la sonrisa Pepsodent de miss Boyacá, a la soltería cuestionada de miss Tolima, a la preocupación por los niños pobres de miss Arauca. Para colmo las reinas se esforzaban por fomentar una imagen simpática y descomplicada, a todo el mundo trataban de tú, repartían besos, derrochaban contoneos y jovialidad. Se familiarizaban con los reporteros y a los que veníamos de Somos nos decían «Somitos»: Somitos, mientras me entrevistas sostenme el espejo y yo me voy maquillando; escribe, Somitos, que mi personaje predilecto es la madre Teresa de Calcuta; y yo ahí parada, ante sus uno con ochenta de espléndida figura, anotando en una libreta la ristra de boberas.

No. Este año no iría al reinado así tuviera que dejar mi puesto. Prefería comerme un tarro de lombrices a soportar que me llamaran «Somitos», o a hacerle el favor a miss Cundinamarca de recogerle los aretes que dejó olvidados en el comedor. Entré, pues, a la redacción murmurando maldiciones, porque sabía demasiado bien que sería imposible conseguir otro trabajo estable, así que de ninguna manera podría renunciar.

Al fondo, de espaldas, vi un muy conocido saco de pana color verde botella, y pensé, ahora este saco se voltea, y adentro aparece el jefe con su pescuezo de pavo y sin saludarme me cacarea que empaque para Cartagena, y aquí va otra vez Somitos, a comerse sus lombrices con sal y pimienta. El saco se volteó, el pavo me miró, pero contra mis pronósticos se dignó darme los buenos días y no mencionó nada de Cartagena. Me ordenó en cambio otra cosa, que tampoco me gustó:

—Salga para el barrio Galilea, que allá se apareció un ángel.

—¿Qué ángel?

—El que sea. Necesito un artículo sobre ángeles.

Colombia es el país del mundo donde más milagros se dan por metro cuadrado. Bajan del cielo todas las vírgenes, derraman lágrimas los Cristos, hay médicos invisibles que operan de apendicitis a sus devotos y videntes que predicen los números ganadores de la lotería. Es lo común: mantenemos una línea directa con el más allá, y la nacionalidad no sobrevive sin altas dosis diarias de superstición. Gozamos desde siempre del monopolio internacional del suceso irracional y paranormal, y sin embargo, si era justamente ahora —y no un mes antes ni un mes después— que el jefe de redacción quería un artículo sobre aparición de ángel, era sólo porque el tema acababa de pasar de moda en Estados Unidos.

Unos meses atrás, el fin de milenio y los vientos New Age habían desatado entre los norteamericanos un verdadero frenesí angelical. Cientos de personas atestiguaron haber tenido contacto en algún momento con algún ángel. Hubo incluso científicos de prestigio que dieron fe de su presencia, y hasta la first lady, arrastrada por el entusiasmo general, llevó en las solapas un broche en forma de alas de querubín. Como siempre, los gringos se azotaron con el tema hasta quedar saturados. La first lady se deshizo de las alas y volvió a joyas más clásicas, los científicos aterrizaron, las camisetas estampadas con ángeles regordetes de Rafael se remataron a mitad de precio. Quería decir que nos había llegado el momento a nosotros, los colombianos. Algo nos pasa, que no recibimos sino lo que nos llega retardado vía Miami. Es sorprendente: los periodistas nos la pasamos recalentando temas ya quemados allá.

A pesar de todo no protesté.

—¿Por qué al barrio Galilea? —quise saber.

—Una tía de mi señora tiene una mujer de allá que va por días a lavarle la ropa. Esa mujer le contó del ángel. Así que salga ya y consiga la historia como sea, aunque se la tenga que inventar. Y saque fotos, muchas fotos. La semana entrante mandamos el tema en carátula nosotros también.

—¿Me puede dar algún nombre, o dirección? ¿Alguna referencia menos vaga?

—Ninguna. Arrégleselas, yo que sé; cuando vea uno con alas, ése es el ángel.

Galilea. Debía ser una de las incontables barriadas del sur de la ciudad, atestada de vecinos, miserable, devastada por las bandas juveniles. Pero se llamaba Galilea, y desde chiquita a mí los nombres bíblicos me conmocionaban. Todas las noches al acostarme, hasta que tuve doce o trece años, mi abuelo me leyó algún trozo del Antiguo Testamento o de los Evangelios. Yo lo oía hipnotizada, sin entender mayor cosa, más bien dejándome llevar por el runrún de sus erres de belga viejo que nunca pudo con el español.

El abuelo se quedaba dormido en medio de la lectura y entonces yo, sonámbula, repetía en voz baja retazos de su trabalenguas todopoderoso. Samaría, Galilea, Jacob, Raquel, Bodas de Caná, lago Tiberíades, María de Magdala, Esaú, Getsemaní, retahila de nombres sonoros que rodaban bienhechores por mi alcoba a oscuras, cargados de siglos y de misterios. Los había también pavorosos, como las palabras «mane teselfares», que aún no sé qué significan pero que presagian la destrucción, o como éstas otras, «noli me tangere», durísimas, dichas por Jesús resucitado a Magdalena.

Aún hoy, los nombres bíblicos siguen siendo talismanes para mí. Aunque aclaro que a pesar de las lecturas del abuelo, y de que recibí el bautismo y la formación cristiana, en realidad nunca fui practicante, y tal vez ni siquiera creyente. Y sigo sin serlo: lo recalco desde ya para que nadie se prevenga —o se entusiasme— pensando que ésta es la historia de una conversión.

Confieso que cuando mi jefe dijo «Galilea», en ese primer momento la palabra no me transmitió nada. Hubiera debido obrar en mí como una premonición, como una señal de alarma. Pero no fue así, tal vez porque la voz fastidiosa que la pronunció le había apagado la fuerza. Simplemente se daba el hecho peculiar de que a los barrios más pobres les endilgaban nombres bíblicos —Belencito, Siloé, Nazaret— y yo no le di al asunto más vueltas que ésa.

Veinte minutos más tarde tomaba un taxi y le pedía que me llevara hasta allá. El taxista ni siquiera había oído hablar del sitio y tuvo que averiguar por el radioteléfono.

De los ángeles yo no sabía más que una oración que rezaba de niña, «Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día», y mi único contacto con ellos se había dado durante una procesión de 13 de mayo, día de la Virgen, en la escuela primaria, y no en buenos términos. Sucedió que mi íntima amiga, Mari Cris Cortés, por buena estudiante había sido escogida para formar parte de la Legión Celestial y por tanto iba disfrazada de ángel, con unas alas muy realistas que su mamá le había fabricado con plumas. Cuando la vi me dio risa, y le dije que no parecía ángel sino gallina, lo cual era cierto. Según la tradición, ese día cada niña debía escribir, en un papelito secreto, el deseo más profundo que le quisiera pedir a la Inmaculada, y esos papelitos, que uno no podía dejar que nadie leyera porque perdían su efecto, se quemaban después en unas canecas para que el humo llegara hasta el cielo. Esa vez sucedió que Mari Cris Cortés, ofendida por lo de la gallina, me rapó mi papel secreto y lo leyó en voz alta, y así todo el colegio supo que mi petición era que, por favor, algún día pudiera ver la cabeza tusa de la madre superiora. Por algún motivo eso produjo en la aludida una indignación sublime, que no guardaba, a mi juicio, proporción con la ofensa, y como castigo me llevó a su recinto privado, que ya de por sí tenía fucú, y cuando estábamos las dos solas se quitó el manto, me mostró la cabeza, que no era rapada sino de pelo cano muy corto, me obligó a tocársela y me hizo pedirle perdón. Todavía recuerdo la escena con auténtico terror, tal vez inclusive como la más terrorífica de toda mi vida, aunque viéndolo bien, la cosa no era para tanto. Más bien al contrario, durante algún tiempo me dio prestigio porque me convirtió en la única niña del colegio que había no sólo visto, sino además tocado, la cabeza tusa de una monja, y no de cualquier monja, sino de la superiora. Que en realidad no era tusa, como ya dije, pero yo mentí. Para no destruir el mito juré que era pelada como una bola de billar, y la verdad me la guardé para mí hasta este momento, en el cual la revelo.

Volviendo a Somos y al artículo: los motivos para escoger el tema de los ángeles me parecían deplorables. Pero a pesar de todo se me había compuesto el humor. Al fin de cuentas, cualquier cosa era mejor que preguntarle a miss Antioquia qué opinaba de las relaciones extramatrimoniales.

Nos metimos al mar intoxicado y lento de buses, carros y mendigos y nos tomó hora y media recorrer, de norte a sur, las calles irregulares de esta ciudad desbaratada. Después subimos por entre los barrios populares de la montaña hasta que se borraron las calles. Había empezado a llover, y el taxista me dijo:

—Hasta aquí la puedo traer, tiene que seguir a pie.

—Está bien.

—¿Seguro quiere que la deje? Se va a mojar.

—¿Hacia dónde camino?

Me respondió con un gesto vago de la mano, como señalando la punta invisible de la montaña:

—Hacia arriba.

Con razón hay ángeles allá, pensé. Eso queda llegando al cielo.

Un buen rato trepé cerro bajo la lluvia. Llegué cuando ya no quería dar un paso más, untada de barro y con las piernas temblando de frío bajo los bluyines mojados que el viento me pegaba a la piel. La tal Galilea era una barriada de vértigo. Hacia arriba el barranco se elevaba como un muro, hacia los lados se encrespaba la maraña de matas de monte, y hacia abajo llenaba el abismo un aire esponjoso y sin transparencia que impedía ver el fondo.

Las casas de Galilea se encaramaban con promiscuidad unas sobre otras, agarrándose con las uñas de la falda erosionada y jabonosa. Por los callejones empinados se dejaba venir el agualluvia formando arroyitos. El corazón del barrio era un baldío empantanado con dos arcos a los costados que indicaban que, cuando no llovía, ahí se jugaba fútbol. Pensé que cada vez que se escapara la pelota debía rodar y rodar hasta la Plaza de Bolívar.

Por la calle no había ni ladrones. No se oía una voz detrás de las puertas cerradas. La sola y grande presencia era la lluvia, una infame lluvia helada que me caía encima con ronroneo indiferente y parejo de motor. ¿Qué se había hecho, pues, la gente? Se habría largado para partes menos peores. ¿Y el ángel? Ni hablar. Si bajó a la tierra y cayó en este sitio debió devolverse enseguida.

Sentí unas ganas horribles de ir al baño, de llegar a mi casa, pegarme un duchazo con agua caliente, tomarme una taza de té, llamar a la revista y renunciar. Mejor dicho, me había entrado la desazón.

Pero cómo devolverme, en qué taxi o bus inimaginables, si había traspasado las fronteras del mundo y me encontraba encaramada en un peladero del más allá…

Caminé hasta la iglesia, meticulosa y recientemente pintada de color amarillo banano, con filos, puertas y detalles resaltados en marrón brillante, sobredimensionada y cachuda con su par de torres en aguja, como panqué gótico recién horneado. También estaba cerrada, así que timbré al lado, en la casa cural. Nada. Timbré de nuevo, más largo, golpeé con el puño, y esperé hasta que una voz de viejo me gritó desde el otro lado de la puerta:

—¡No hay! ¡No hay!

Me habían confundido con un mendigo. Volví a golpear, con más empeño, y otra vez sonó el de adentro:

—¡Váyase que no hay!

—¡Sólo quiero información!

—Información tampoco hay.

—¡Cómo así, pero por favor! —yo estaba indignada y hubiera pateado la puerta, pero ésta se abrió, y la voz tomó cuerpo en un sacerdote de gafas, viejo pero no tanto, con dentadura nicotínica, barba de tres o cuatro días y un plato de sopa en la mano. Su cabeza no era redonda sino cortada en rectas, como un polígono, y yo pensé que de ella debían salir ideas obtusas.

El interior de la casa despedía un olor a guarida de fumador empedernido.

—Padre, vengo porque me hablaron de un ángel… —dije tratando de escampar bajo el alero.

Masculló con fastidio que no sabía de ningún ángel. En su sopa flotaban pedazos de zanahoria y, a través de los lentes, sus ojos impacientes me hicieron saber que se le enfriaba el almuerzo. Pero yo insistí:

—Es que me contaron que un ángel…

—¡Que no! ¡Que no! ¡Qué ángel ni qué ángel! ¡Le digo que no hay ángel! —el viejo me metió un regaño y terminó diciendo que si de verdad quería alabar al Señor y escuchar su verdadera palabra, volviera para la misa de cinco.

Pensé, este avechucho está demente, pero como ya no aguantaba más me tocó pedirle:

—Perdone, padre. ¿No me permite usar su baño?

Se demoró pensando, tal vez en busca de un pretexto para negarse, pero después, haciéndose a un lado, me dejó pasar.

—Por el corredor del patio, al fondo —rezongó.

Entré. La vivienda consistía en una habitación despojada, con una puerta a la calle y otra al patio. No había nadie más allí. O mejor dicho: parecía que durante años no hubiera habido nadie más allí. Sólo unas flores plásticas entre un frasco, casi tapadas de polvo, podrían indicar la huella ya lejana de una mano femenina.

—Está empapada, niña, quítese el abrigo.

—No se preocupe, padre, así está bien.

—No, no está bien. Me está mojando el piso.

Pedí perdón, traté de secar el charco con un kleenex que encontré en el bolsillo, me quité la gabardina, la colgué de un clavo que me indicó en la pared.

Atravesé un patio interior de chiflones encontrados y mientras recorría un corredor con materas que no contenían matas, sino tierra reseca y colillas, pensé que las barbas hirsutas de ese cura debían rasguñar como papel de lija. Por un instante traté de imaginar cómo me defendería si intentaba tocarme.

Nunca un desconocido me había hecho daño físico, y sin embargo en mi cabeza rondaba a veces, paranoica, la prevención. Me dio rabia la irracionalidad de la cosa: que se me ocurriera semejante disparate, cuando era obvio que el pobre sólo tenía interés en que lo dejara tomar su sopa en paz.

Salvo un montoncito de calcetines a medio lavar en la tina, el baño estaba bastante limpio. Pero no me senté en la taza, según la costumbre que me inculcaron desde niña, porque a las mujeres nos entrenan en la maroma de hacer pipí de pie si estamos en casa ajena, sin rozar el excusado ni mojarnos los calzones. La puerta no tenía cerrojo así que la tranqué con el brazo extendido, por si alguien (¿pero quién, por Dios?) trataba de abrirla. Por eso digo que la psicología femenina es a ratos retorcida: nos han creado la convicción de que todas las cosas malas del mundo se mantienen al acecho, bregando a colársenos por entre las piernas.

En el baño no había espejo: lo eché de menos, porque me reconforta inspeccionar mi propia imagen en los espejos y encontrar todo en orden. Había una repisa con un único objeto, un cepillo de dientes con las cerdas amarillas y floreadas por el uso, que me conectó sin quererlo a la intimidad desolada de ese hombre arisco que vivía allí.

Cuando regresé a la habitación, lo encontré sentado en el catre y entregado con devoción a su sopa, con la cara tan pegada al plato que el vapor le empañaba los lentes.

—Entonces no hay ángel —le hice el último intento al tema.

—El ángel, el ángel, déle con el ángel, y acaso no se les ocurre pensar que sea un enviado de abajo, ¿ah? ¿Y si es aquél que prefiero no nombrar el que está utilizando su argucia para arrastrar a la multitud ignorante a su perdición? ¿No se le ocurrió pensar?

—¿Usted cree que ese ángel es más bien un demonio?

—Ya se lo dije, ¡venga a la misa de cinco! Hoy es el día. Voy a desenmascarar públicamente a los herejes de este barrio, que son de la misma calaña de los de antes, de Dionisio el seudo Aeropagita, de Adalberto el Ermitaño —la vehemencia hacía temblar al sacerdote—, más pecadores aún, éstos de Galilea, que Simón Mago, quien afirmó falsamente que el mundo está hecho de la misma sustancia de los ángeles. ¡Que se estremezcan ante el anatema estos apóstatas de hoy! Que no jueguen con candela, ¿eh? ¡Porque se van a quemar! Pero no me haga hablar más. ¡No, no más, que no quiero anticiparme a los hechos! —aquí hizo una pausa para recuperar el aliento y limpiarse la boca con un pañuelo—. Venga a la misa de las cinco si quiere entender.

—Bueno, padre, allá estaré. Adiós y gracias por el baño.

—¡Ah, no! Ya que entró, no puede salir sin tomar un poco de sopa. Porque está visto que el que come solo muere solo, y yo no quiero morir solo. Ya tengo suficiente con haber vivido sin compañía.

—No padre, no se moleste —traté de disuadirlo, sintiéndome fatal por quitarle parte de su único deleite, y también por tener que probar ese naufragio de zanahorias en caldo gris. Pero no hubo caso: se acercó a la olla y me sirvió un plato hasta los bordes, después sacó un paquete aplastado de Lucky Strikes del bolsillo de su sotana y encendió uno en la llama del fogón.

—¿Por qué vive tan solo, padre? ¿No lo acompañan sus feligreses?

—No me quieren. Será porque llegué a estas lomas ya viejo y amargo, y no tuve arrestos para hacerme querer. Pero no me haga hablar después de almuerzo, es nocivo para la digestión y no ayuda a que los pensamientos salgan en orden.

En silencio, pues, yo comí y él fumó, si es que se puede llamar silencio a la colección de ruidajos y chasquidos que el viejo producía al saborear el humo de su chicote. Mi sopa sabía menos mal de lo que pintaba, mi estómago le dio la bienvenida al líquido caliente y yo agradecí la tosca generosidad de mi anfitrión. Este se había quedado dormido, sentado en el catre, con el pucho encendido entre los dedos amarillos y el polígono de la cabeza descolgado en un ángulo imposible.

Le quité el Lucky, lo apagué en una de las materas, lavé su plato y el mío en el aguamanil del baño, dejé una nota que decía, «Dios se lo pague, a las cinco voy a su misa», y salí otra vez a la lluvia y al vendaval. Pero ya no me importaron, ahora estaba segura de que tenía historia para contar.

Aún no sabía cuál, pero me habían picado las ganas de averiguar qué clase de criatura era el ángel de Galilea. Además, en la misa de cinco podía haber excomuniones, y hasta amenazas de muerte en la hoguera. No me la iba a perder por nada del mundo.