LAWRENCE DE ARABIA[14]

No conocí a Lawrence hasta después de terminar la Guerra. Fue en la primavera de 1919, cuando los padres de la Paz, o por lo menos los padres del Tratado, se hallaban reunidos en París, y toda Inglaterra experimentaba la fermentación del rebrotar. Tan ingente había sido la presión de la Guerra, tan enorme su escala, tan absorbentes las grandes batallas en Francia, que sólo tenía una vaga idea del papel desempeñado en la campaña de Allenby por los árabes rebeldes del desierto. Pero entonces alguien me dijo: «Debe usted conocer a ese admirable joven. Sus hazañas son épicas». Y así, un día, Lawrence vino a almorzar con nosotros. Solía en aquel tiempo usar en Londres y en París su vestimenta árabe para identificarse con los intereses del emir Feisal y con las reclamaciones árabes que estaban a la sazón en áspero debate. En aquella ocasión, sin embargo, vestía corrientemente y parecía a primera vista uno de los muchos elegantes oficiales jóvenes que habían ganado en el conflicto alta jerarquía y distinción. La comida era de hombres solos, y la conversación, general, pero de pronto alguien, más bien malévolamente, contó la historia de su conducta en una investidura que se había celebrado pocas semanas antes.

La impresión que recibí fue la de que se había negado a aceptar las condecoraciones que el rey iba a conferirle en una ceremonia oficial. Yo era secretario de Estado para Guerra, y por tanto me apresuré a decir que esta conducta era detestable, impropia para con el rey como caballero e irrespetuosísima para su calidad de soberano. Todo el mundo podía rehusar un título o una condecoración, todo el mundo, al rehusarlos, podía manifestar las razones o los principios en que fundaba su negativa, pero escoger la ocasión en que Su Majestad, en cumplimiento de sus deberes constitucionales, se hallaba a punto de realizar el acto de gracia de investirlo personalmente, para hacer una manifestación política, era monstruoso. Como era mi invitado no pude decir más, pero en mi posición oficial no podía decir menos.

No fue sino hasta hace poco cuando me enteré exactamente de los hechos. La negativa se realizó, en efecto; pero no en la ceremonia pública. El rey recibió a Lawrence el 30 de octubre con objeto de celebrar una conversación con él. Al mismo tiempo, Su Majestad juzgó conveniente concederle la Comendaduría de la Orden del Baño y la Orden del Servicio Distinguido, para la cual ya había sido propuesto. Cuando el rey iba a entregarle las insignias, Lawrence rogó que le fuera permitido no aceptarlas. El rey y Lawrence estaban solos entonces.

Si Lawrence se percató o no de que yo estaba mal informado del incidente, lo cierto es que no hizo el menor esfuerzo para aminorar su importancia o disculparse. Aceptó la reprimenda con buen humor. Dijo que era el único medio que tenía a su alcance para llamar la atención de las más altas autoridades del Estado sobre el hecho de que el honor de la Gran Bretaña estaba en juego al dar un trato leal a los árabes, y de que apoyar las demandas francesas sobre Siria sería un borrón en nuestra Historia. Era preciso que el mismo rey tuviese conocimiento de lo que se estaba haciendo en su nombre y él no tenía otro medio de lograrlo. Yo contesté que ello no constituía la menor excusa del método empleado, y después hice cambiar la conversación hacia otros y más agradables temas.

Pero debo admitir que este episodio excitó mi interés por conocer más detalles acerca de lo que pasaba en el desierto, y me abrió los ojos sobre las pasiones que entonces hervían en los pechos árabes. Pedí referencias y reflexioné sobre ellas. Hablé con el primer ministro. Me dijo que los franceses querían quedarse con Siria y gobernarla desde Damasco, y añadió que nada podría disuadirlos; que el acuerdo Sykes-Picot, concertado durante la guerra, había hecho confusa en grado sumo la solución en principio, y que solamente la Conferencia de la Paz podría decidir las reclamaciones y compromisos en discordia. Esto era incontestable.

No volví a ver a Lawrence durante varias semanas. Estaba, si mi memoria me es fiel, en París. Usaba su traje árabe y con él se revelaba por completo la magnificencia de su continente. La gravedad de su porte, la precisión de sus opiniones, la categoría y calidad de su conversación: todo parecía realzado por el espléndido turbante y el total atavío árabe. Entre aquellas flotantes vestiduras sus nobles facciones, sus bien cincelados labios, sus relampagueantes ojos llenos de fuego e inteligencia, brillaban más. Parecía lo que era: uno de los más grandes príncipes de la Naturaleza. Nuestro encuentro fue más agradable esta vez, y yo empecé a formar aquella impresión de su calidad y de su fuerza que desde entonces perdura en mí. Desde entonces, llevase los prosaicos vestidos de la vida diaria inglesa o el uniforme de mecánico de la Real Fuerza Aérea, ya le vi siempre como aparece en el brillante boceto debido al lápiz de Augustus John.

Empecé a enterarme de muchas más cosas suyas por amigos que habían combatido a sus órdenes y por las charlas sin fin que acerca de él se oían en toda clase de círculos: militares, diplomáticos y académicos. Resultaba ser a un mismo tiempo sabio y soldado, arqueólogo y hombre de acción, brillante hombre de letras y partidario árabe.

Pronto llegó a hacerse evidente que su causa no marchaba bien en París. Acompañaba por todas partes a Feisal, como amigo e intérprete. Y bien lo interpretaba. Despreció sus vínculos ingleses y todas las cuestiones de su carrera ante lo que consideraba como su deber para con los árabes. Chocó con los franceses. Se enfrentó con Clemenceau en largas y repetidas controversias. Encontró un adversario digno de su temple; el viejo Tigre tenía un rostro tan fiero como el de Lawrence, una mirada tan inabatible, una fuerza de voluntad pareja. Clemenceau sentía profundamente el Oriente, amaba al paladín, admiraba las hazañas de Lawrence y reconocía su genio. Pero las aspiraciones francesas sobre Siria eran viejas, de cien años. La idea de que Francia, sangrada a fondo en las trincheras de Flandes, saliese de la Gran Guerra sin su parte de territorios conquistados, era insoportable para él y jamás habría sido tolerada por sus compatriotas.

Todos saben lo que siguió; después de largas y agrias controversias en París y en Oriente, la Conferencia de la Paz otorgó a Francia el mandato sobre Siria. Cuando los árabes se opusieron por la fuerza, las tropas francesas arrojaron al emir Feisal de Damasco tras una lucha en la cual los más bravos jefes árabes resultaron muertos; dispusieron la ocupación de esta espléndida provincia, reprimieron las subsiguientes revueltas con la mayor severidad y la gobernaron hasta hoy con ayuda de su poderoso Ejército[15].

Mientras esto acontecía no volvía a ver a Lawrence, y precisamente cuando tantas cosas fallaban en el mundo de la posguerra, el trato que se daba a los árabes no parecía excepcional. Pero al pensar en Lawrence me daba cuenta de lo intensas que tendrían que ser sus emociones. Sencillamente, no sabía qué hacer: iba de un sitio a otro, desesperado y como si aborreciese la vida. En algunos de sus escritos publicados nos manifiesta que toda ambición personal había muerto en él antes de su triunfal entrada en Damasco durante la fase final de la Guerra. Pero estoy seguro de que su suplicio al observar el desamparo de sus amigos árabes, a los cuales había empeñado su palabra, y al ver mancillada esta palabra que era, según él lo entendía, la palabra de Inglaterra, fue la causa principal de su renuncia definitiva a toda intervención en los grandes asuntos. Su trabajada naturaleza había sido expuesta durante la Guerra a las más extraordinarias tensiones, pero entonces su espíritu le sostenía. Ahora era el espíritu el que estaba herido.

En la primavera de 1921 fui designado para el Departamento de Colonias a fin de activar los asuntos del Oriente Medio y poner las cosas en cierto orden. Por entonces acabábamos de sofocar una peligrosa y muy sangrienta rebelión en el Irak, y más de 40 000 hombres, con un gasto de 30 000 000 de libras al año, se requerían para conservar el orden. Esto no podía seguir. En Palestina, el conflicto entre árabes y judíos amenazaba a cada momento con adquirir caracteres de violencia. Los cabecillas árabes arrojados de Siria con muchos de sus secuaces —todos ellos aliados anteriores nuestros— acechaban furiosos en el desierto, más allá del Jordán. Egipto estaba en fermentación. De esta manera, el Oriente Medio ofrecía en su totalidad un lastimoso y alarmante cuadro. Yo establecí una nueva dependencia del Departamento de Colonias para descargarlo de estas nuevas responsabilidades. Media docena de hombres muy capacitados, procedentes unos de la Oficina de la India y reclutados otros entre los que habían servido durante la Guerra en el Irak y en Palestina, formaban el núcleo. Resolví agregar a Lawrence a ese número, si era posible persuadirlo. Todos lo conocían bien, y varios habían servido con él, o a sus órdenes, en la campaña, cuando les revelé mi propósito se quedaron francamente atónitos: «¡Pero qué! ¿Queréis ponerle riendas al asno salvaje del desierto?». Tal fue la actitud dictada en no pequeña parte por la envidia o por subestimar las cualidades de Lawrence, pero también por la sincera convicción de que, dada su manera de ser y su temperamento, jamás podría acomodarse al trabajo rutinario de una oficina pública.

Sin embargo, yo persistí. Ofrecí a Lawrence un puesto importante, y con gran sorpresa de casi todos, aunque no con la mía, aceptó inmediatamente. No es éste el sitio oportuno para entrar en detalles acerca de los embrollados y espinosos problemas que teníamos que resolver. Un escueto perfil bastará. Era necesario palpar la cuestión en su mismo centro. Por lo tanto, convoqué una Conferencia en El Cairo, a la cual, prácticamente fueron citados todos los expertos y todas las autoridades en los asuntos del Oriente Medio. Acompañado por Lawrence, Hubert Young y Trenchard, éste del Ministerio del Aire, partí para El Cairo. Aquí y en Palestina, permanecimos cerca de un mes. Sometimos al Gabinete las siguientes proposiciones principales: Primeramente, repararíamos el agravio inferido a los árabes y a la Casa de los Jerifes de la Meca colocando en el trono del Irak, como rey, el emir Feisal y confiando al emir Abdulla el gobierno de Transjordania. En segundo lugar, retiraríamos prácticamente todas nuestras tropas del Irak y encargaríamos su defensa a la Real Fuerza Aérea. Por último, sugeríamos un arreglo de las dificultades surgidas entre los judíos y los árabes de Palestina, que podría servir de base para lo futuro.

Tremenda oposición se alzó contra las dos primeras propuestas. El Gobierno francés, se resintió profundamente del favor mostrado hacia el emir Feisal, a quien consideraba como un rebelde derrotado. El ministro de la Guerra inglés se extrañaba de lo referente a la retirada de tropas y auguraba matanzas y ruina. Yo ya había advertido, sin embargo, que cuando Trenchard se proponía hacer algo extraordinario, solía llevarlo a cabo. Nuestras proposiciones fueron aceptadas, pero necesitamos un mes de las más difíciles y activas gestiones para llevar a la práctica lo que habíamos tan rápidamente decidido.

La actuación de Lawrence como funcionario civil fue una fase única en su vida. Todo el mundo estaba asombrado de su calma y de su tacto. Su paciencia y disposición para trabajar con otros sorprendía aún a aquellos que lo conocían mejor. Tremendas confabulaciones debieron de haberse concertado entre estos expertos, y hubo veces en que la tensión debió de haber sido extrema. Pero en lo que a mí se refiere, recibí siempre el consejo unánime de dos o tres de los hombres con que he tenido la fortuna de trabajar en mi vida. No sería justo atribuir sólo a Lawrence todo el crédito por el gran éxito que la nueva política aseguró. Lo más admirable era que resultaba capaz de inhibir su propia personalidad, de cohibir su imperiosa voluntad y de anegar sus propios conocimientos en el fondo común. Eso es una de las pruebas de la excelencia de su carácter y de la variedad de su genio. Tenía la esperanza de cumplir en una amplia medida las promesas que había hecho a los jefes árabes y de instaurar una relativa paz en aquellas extensas regiones.

En aquella causa fue capaz de llegar a ser —me atrevo con la palabra— un tozudo funcionario. El esfuerzo no fue en vano. Sus propósitos prevalecieron.

Al terminar el año, las cosas empezaron a mejorar. Todas nuestras medidas se aplicaron una tras otra. El Ejército abandonó el Irak, las Fuerzas Aéreas se instalaron en un recodo del Éufrates, Bagdad aclamó a Feisal como rey. Abdulla se estableció tranquila y cómodamente en Transjordania. Un día le dije a Lawrence: «¿Qué querría usted hacer cuando todo esto quede arreglado? Los mejores destinos están a su disposición si le interesa continuar su nueva carrera en el servicio colonial». Sonrió con su blanda, radiante, enigmática sonrisa y dijo: «Dentro de muy pocos meses mi tarea aquí habrá terminado. El trabajo está hecho y perdurará». «Bueno, pero ¿y usted?». «Todo lo que usted verá de mí es una pequeña nube de polvo en el horizonte».

Cumplió su palabra. En aquel tiempo se encontraba, creo yo, carente de recursos. Su sueldo no excedía de 1200 libras anuales, y gobiernos y altos mandos estaban entonces a mi disposición. De nada sirvió. Como último resorte le envié a Transjordania, donde algunas dificultades habían surgido de improviso. Se le otorgaron plenos poderes. Usó de ellos con su antiguo vigor; destituyó funcionarios, empleó la fuerza, restauró completamente la tranquilidad. Todos estábamos encantados con el éxito de su misión, pero nada pudo persuadirle a que la continuara. No sin tristeza vi «la pequeña nube de polvo» desvanecerse en el horizonte. Y ello fue varios años antes de que nos volviésemos a encontrar. Insisto sobre esta parte de sus actividades porque en una carta suya, recientemente publicada, les asigna una importancia mayor que a sus acciones guerreras. Pero ese juicio no es exacto.

El siguiente episodio fue la redacción, impresión, encuadernación y publicación de su libro Los siete pilares. Éste es quizás el momento de tratar de este tesoro de la literatura inglesa. Como narración de guerra y aventuras, como descripción de todo lo que los árabes significan para el mundo, no tiene rival. Se sitúa al lado de los mejores libros escritos en lengua inglesa. Aunque Lawrence no hubiese nunca hecho otra cosa que escribir este libro como mera obra de la imaginación, su fama duraría —para citar la repetida frase de Macaulay—: «tanto como la lengua inglesa en cualquier lugar del Globo». La ruta de los peregrinos. Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, son libros amados en los hogares ingleses. El de Lawrence, es originariamente, un cuento igual a aquéllos en interés y encanto. Pero en realidad, no ficción. El autor fue al mismo tiempo el caudillo. Los Comentarios de César hacen entrar en juego ejércitos más numerosos, pero en la historia de Lawrence no falta nada de lo que siempre ha sucedido en la esfera de la guerra y de la dominación. Cuando casi toda la vasta literatura de la Guerra se haya condensado en epítomes y sea reemplazada por los comentarios e historias de las generaciones futuras, cuando las complicadas e infinitamente costosas operaciones de sus pesados ejércitos sean sólo de interés para los militares estudiosos, cuando nuestras contiendas sean contempladas en más lejanas perspectivas y más verdaderas proporciones, la historia de la rebelión en el desierto escrita por Lawrence brillará con fulgor inmortal.

Oí decir que estaba dedicado a esta obra, y que cierto número de personas a quienes él consideraba dignas de este honor eran invitadas a suscribir 30 libras por cada ejemplar. Lo hice muy gustoso. En el ejemplar que casualmente llegó a mis manos, escribió Lawrence, con un intervalo de 12 años, dos inscripciones para mí muy preciadas, aunque mucho ha cambiado desde entonces y ya estaban muy lejos de la verdad de su tiempo. No me permitió que pagase el libro: dijo que yo lo merecía.

En principio, la estructura del libro es sencilla. Los ejércitos turcos que operaban contra Egipto dependían del ferrocarril del desierto. La estrecha vía férrea corría a través de centenares de millas de abrasadora arena. Si se les cortaba definitivamente, los ejércitos turcos debían fatalmente sucumbir, arrastrando con ello la ruina de Turquía y subsiguientemente el derrumbamiento del enorme poder teutónico que escupía su odio por la boca de diez mil cañones en las llanuras de Flandes. Aquél era el tendón de Aquiles y sobre él dirigía sus audaces, desesperados, románticos ataques aquel joven de veintidós años. Hay en el libro descripciones de esos asaltos en serie numerosa. Monótonas marchas en camello sobre tierras calcinadas y ardientes, donde la desolación de la naturaleza aterra al viajero. Con un automóvil o un aeroplano podemos inspeccionar ahora esas inhóspitas soledades, sus arenas sin fin, las abruptas, caldeadas rocas azotadas por el vendaval, los desfiladeros montañosos que parecen los de la luna calentada al rojo. Pero entonces, unos hombres montados sobre camellos, con infinitas privaciones y abrumador afán, atravesaban estas tierras transportando dinamita para destruir puentes de ferrocarril, ganar la guerra y, como en aquella época esperábamos, libertar al mundo.

Aquí vemos al Lawrence soldado. No solamente soldado, sino estadista: levantando los feroces pueblos del desierto, penetrando en los misterios de sus pensamientos, conduciéndolos a los puntos escogidos para la acción y, de vez en cuando, poniendo él mismo fuego a la mina. Detallados relatos se nos ofrecen de feroces batallas, con miles de hombres y poco cuartel, libradas sobre esos infernales paisajes de lava. No hay efectos de masas. Todo es intenso, individual, íntimo y, sin embargo, fundido en circunstancias exteriores que parecían prohibitivas de la humana existencia. Siéndolo todo, una mente, un alma, una voluntad. Una epopeya, un prodigio, un cuento de terror, y, en el corazón de todo ello, un Hombre.

La impresión de la personalidad de Lawrence perdura vigorosa y viva en el espíritu de sus amigos, y el sentimiento de su pérdida no se ha desvanecido en manera alguna entre sus compatriotas. Todos se sienten más infortunados desde que se ha ido de entre nosotros. En estos días en que peligros y dificultades se ciernen sobre Inglaterra y su Imperio, nos damos cuenta de la carencia de figuras eminentes capaces de vencerlos. Aquél era un hombre en el cual existía no solamente una gran capacidad de servicio, sino ese toque del genio que todo el mundo reconoce y nadie puede definir. Lo mismo en su gran período de mando y aventura que en los últimos años de autosupresión y voluntario eclipse, siempre prevaleció sobre aquéllos con quienes estuvo en contacto. Sentíanse en presencia de un ser extraordinario. Se percataban de que sus latentes reservas de fuerza y voluntad excedían de toda medida. Si se lanzaba a la acción, ¿quién podía decir qué crisis sería capaz de vencer o reprimir? Y si las cosas iban muy mal, ¡cuánto se alegraría uno de verle aparecer a la vuelta de la esquina! Parte del secreto de este poderoso ascendiente radica en su desdén por la mayor parte de los premios, placeres y halagos de la vida. Es natural que todo el mundo mire con cierto respeto a un hombre que se presenta totalmente ajeno e indiferente al hogar, al dinero, a las comodidades, a la posición social y hasta al poder y a la fama. El mundo siente, no sin cierto recelo, que ante él aparece alguien que está fuera de su jurisdicción; alguien para quien son vanas sus seducciones; alguien extrañamente manumitido, indomado, desligado por convicción, moviéndose independientemente de las corrientes ordinarias de las acciones humanas; un ser realmente capaz de rebelión violenta o de supremo sacrificio; un hombre solitario, austero, para quien la existencia no es más que un deber, pero un deber para ser fielmente cumplido.

Era en realidad un morador de las cumbres de montaña donde el aire es frío, enrarecido y estimulante, y donde la vista, en días claros, domina todos los reinos del mundo y sus glorias.

Lawrence fue uno de esos seres cuyo paso por la vida fue más rápido y más intenso que de ordinario. De igual modo que un aeroplano sólo vuela por su velocidad y su presión contra el aire, así él volaba mejor y más fácilmente en el huracán. No estaba en completa armonía con lo normal. La furia de la Gran Guerra elevó el ápice de la vida al nivel de Lawrence. Las multitudes fueron empujadas hacia delante hasta acomodar su paso al ritmo del suyo. En este período heroico se encontró en perfecto acorde con los hombres y los acontecimientos.

Algunas veces me he preguntado qué sería de Lawrence si la Gran Guerra hubiese durado unos años más. Su fama se extendía rápidamente y con el ímpetu de lo fabuloso a través de Asia. La tierra temblaba en el crisol de las naciones en guerra. Fundíanse todos los metales. Todo estaba en conmoción. Nadie podía decir lo que era imposible. Lawrence pudo haber realizado el sueño juvenil de Bonaparte de conquistar el Oriente; pudo haber llegado a Constantinopla en 1919 ó 1920, llevando en pos de sí muchas de las tribus y razas de Asia Menor y Arabia.

Pero el viento tempestuoso cesó tan súbitamente como había empezado. Despejóse el cielo. Tocaron las campanas del Armisticio. El género humano retornó con alivio indescriptivo a su vida ordinaria, tan largo tiempo interrumpida, tan profundamente amada, y Lawrence se quedó solo, moviéndose en diferente plano y a distinta velocidad.

Cuando su obra maestra literaria fue escrita, perdida y vuelta a escribir; cuando cada ilustración había sido detenidamente ponderada y todo incidente ortográfico y tipográfico resuelto con meticuloso cuidado; cuando Lawrence en su bicicleta había llevado su precioso volumen a los pocos, a los poquísimos, a quienes se dignó leerlo, encontró a mano otra tarea que alegró y confortó su alma.

Vio tan claramente como cualquiera el poder de la navegación aérea y todo cuanto podría significar para el tráfico o la guerra. Encontró en la vida de aviador aquel bálsamo de paz y equilibrio que ninguna gran posición, ningún mando podrían haberle otorgado. Sintió que viviendo la vida de un soldado raso de Aviación dignificaría esa honorable vocación y ayudaría a traer, a la esfera que más urgentemente lo necesitara, la más despierta juventud masculina. Por este servicio y ejemplo al que consagró los doce últimos años de su vida, tenemos contraída con él una deuda aparte. Constituyó por sí misma un presente principesco.

Lawrence poseyó en gran medida la versatilidad del genio. Tenía en su mano una de esas llaves maestras que abren las puertas de muchas clases de tesoros. Fue sabio y soldado; arqueólogo lo mismo que hombre de acción; perfecto literato igual que partidario árabe; mecánico al mismo tiempo que filósofo. Su fondo de sombría experiencia y reflexión, parecía acusar con más brillantez el gozo y el encanto de su camaradería y la generosa majestad de su naturaleza. Los que lo conocieron mejor lo echan más de menos; pero la patria es quien más siente su ausencia, y en estos graves momentos sobre todo.

Porque éste es un tiempo en que los grandes problemas sobre los que tan dilatadamente concentró Lawrence su trabajo y su pensamiento; problemas de defensa aérea, problemas de nuestras relaciones con los pueblos árabes, ocupan en nuestros asuntos un espacio cada día mayor. Viendo sus reiteradas renunciaciones, pensé siempre que era un hombre que se mantenía dispuesto a una nueva vocación a una nueva llamada. Mientras Lawrence vivió, creyóse siempre —y yo profundamente— que alguna exigencia imperiosa lograría arrancarlo del modesto sendero que decidió pisar y situarlo de nuevo en plena acción y en el centro de memorables acontecimientos.

No pudo ser así: la intimación que a él llegó, y para atender la cual estaba igualmente preparado, fue de otro orden. Vino como él hubiera querido, rápida y súbita, en alas de la Velocidad.

Había dado el último y veloz paso en su valiente carrera a través de la vida.

All is over! Fleet career,

Dash of greyhound slipping thongs,

Flight of falcon, bount of deer,

Mad hoof-thunder in our rear,

Cold air rushing up our lungs,

Din of many tongues[16].

El rey Jorge V escribió al hermano de Lawrence: «Su nombre vivirá en la Historia». Es verdad. Vivirá en las letras inglesas; vivirá en las tradiciones de la Real Fuerza Aérea; vivirá en los anales de guerra y en las leyendas de Arabia.