HERBERT HENRY ASQUITH

Asquith fue un hombre que conoció siempre y con desusada claridad el terreno que pisaba en toda cuestión de la vida o de los negocios. Letras, Política, Filosofía, Derecho, Religión eran esferas en las cuales —en el tiempo en que le conocí mejor— parecía haber alcanzado opiniones definitivas. Sobre todo ello, cuando la necesidad lo requería, su mente se abría y se cerraba exacta y fácilmente como el cierre de un fusil. Siempre me dio la impresión —quizá natural en un hombre más joven y que ocupa una posición subordinada— de que medía todas las mudables, desconcertantes situaciones de la vida pública y parlamentaria con arreglo a preestablecidos patrones y a convicciones seguras. Y daba también la sensación de un menosprecio, ligera y no siempre completamente velado, hacia los argumentos, las personalidades y hasta los sucesos que no se conformaban con el tipo que había decididamente adoptado después de profundo estudio y reflexión madura.

En algunos aspectos esto era, sin duda, una limitación. El mundo, la naturaleza, los seres humanos no se mueven como máquinas. Las orillas no aparecen cortadas a bisel sino con asperezas y salientes. La naturaleza jamás traza una línea sin difuminarla. Las circunstancias son tan variables, los episodios tan inesperados, las experiencia tan contradictoras, que la flexibilidad del juicio y la propensión a adoptar una actitud más bien humilde ante los fenómenos exteriores pueden desempeñar un buen papel en el equipo de un primer ministro moderno. Pero las opiniones de Asquith al principio de su vida estaban vaciadas de bronce. Vastos conocimientos, asidua laboriosidad, pensamiento profundo formaban parte de su naturaleza; y si, como es inevitable en los vaivenes y asperezas de la vida, se veía forzado a inclinarse y someterse a las opiniones ajenas, a las exigencias de los acontecimientos, a las pasiones de la hora, hacíalo casi siempre con apenas oculta repugnancia y desdén. Si uno tuviese que escoger su característica más saliente, esta última es la predominante, para bien o para mal, entre todas las otras.

Tuvo el poder de transmitir una notable porción de los tesoros de su inteligencia y del valor de su linaje a los hijos de sus dos matrimonios. El segundo de sus hijos vivos se elevó en la Gran Guerra desde alférez hasta general de brigada, ganando tras repetidas heridas causadas en los más duros combates, la Orden del Servicio Distinguido con dos pasadores y la Cruz militar. A Raymond, su hijo mayor, pasó la herencia con extraordinaria perfección. Repitió sin esfuerzo aparente todos los triunfos paternos de Oxford. El hijo, lo mismo que su padre, fue siempre, sin disputa, el mejor estudiante de su año y el más perfecto orador en los debates universitarios. Verso o prosa; griego, latín o inglés; Derecho, Historia o Filosofía, todo le resultaba tan fácil a Raymond como treinta años antes le había resultado a Henry Asquith. El brillante epigrama, la sátira punzante, la aguda y no siempre inofensiva réplica, cierta cortesanía más bien aparente de maneras distinguían en la mocedad al hijo como habían distinguido antes al padre. Arte y encanto en la conversación, buen gusto en las palabras, ágil pluma y más ágil lengua, inconfundible aspecto de probidad e independencia y la sensación de espontánea superioridad que brota de todo ello, pertenecieron a entrambos como derecho innato. Y ahora hemos visto en la tercera generación al hijo de Raymond, actual conde de Oxford y Asquith, continuar en la Universidad la misma triunfante carrera académica.

La pareció cosa completamente fácil a Raymond Asquith, cuando llegó la hora, el arrostrar la muerte y morir. Cuando le vi en el frente en noviembre y diciembre de 1915 me dio la impresión de que se movía entre el frío, la inmundicia y el peligro de las trincheras como si fuera superior e inmune a los comunes males de la carne, como un ser revestido de bruñida armadura, impasible, acaso invulnerable. La guerra, que descubrió la medida de tantos, jamás llegó al fondo de la suya, y cuando los granaderos se debatían entre el fracaso y el fragor del Somme, él fue cara a su destino frío, equilibrado, resuelto, como a una cosa corriente, sin perder su buen humor. Y bien sabemos nosotros que su padre, entonces soportando la suprema carga del Estado, habría ido, orgullosamente, con él.

Las actividades políticas de la hija de Henry Asquith, Lady Violet Bonham-Carter, son seguramente bien conocidas. Su padre —viejo, suplantado en el poder, con su partido deshecho, con su autoridad escarnecida, incluso ajenado de su antiguo y fiel distrito— encontró en su hija un campeón temible aún para los oradores de primera fila del partido. Las masas liberales, en la debilidad y el desorden del período de la Coalición, vieron con entusiasmo una radiante figura, capaz de afrontar las más graves cuestiones, y las revoluciones más importantes con pasión, elocuencia y mordaz ingenio. En los dos o tres años que la necesidad de su padre lo requirió, ella desplegó un talento y una fuerza que no fueron igualados por ninguna mujer en la política inglesa. Una cáustica frase de un discurso de 1922 será suficiente: El Gobierno de Lloyd George, acusado de tendencias perturbadoras y belicistas, había caído, siendo sustituido por Bonar Law, que venía llamado a cumplir un mandato de tranquilidad. «Tenemos que escoger —dijo la joven dama a un inmenso auditorio— entre un hombre que sufre del mal de San Vito y otro que padece la enfermedad del sueño». Debió de haber sido el más grande de los humanos goces de Henry Asquith en su ocaso el encontrar a su lado este admirable ser que había traído al mundo, armado, vigilante y activo. Sus hijos son su mejor recuerdo, y sus vidas reproducen y reviven sus cualidades.

En la época en que lo conocí mejor, estaba en lo más alto de su poder. Grandes mayorías le apoyaron en el Parlamento y en el país. Contra él estaban concitadas todas las fuerzas conservadoras estólidas de Inglaterra. El conflicto incesante crecía año tras año y llegaba a adquirir peligrosa intensidad en el interior mientras fuera se congregaban sombría y tercamente las fuerzas de la tempestad que iba a hacer zozobrar nuestra generación. Nuestros días se gastaban en luchas de partido en torno a la Autonomía de Irlanda y el veto de la Cámara de los Lores, mientras sobre el horizonte fatales y constantes sombras se espesaban o palidecían, y hasta en los momentos en que el sol brillaba parecía notarse un susurro en el aire.

Siempre fue Asquith muy cariñoso conmigo y formó buen concepto de mis facultades intelectuales; fue evidentemente llevado a ello por razón de los múltiples documentos oficiales que yo redactaba entonces. Un tema cuidadosamente desarrollado, primorosamente impreso, leído por él a gusto, generalmente merecía su aprobación. Y en lo sucesivo podía otorgar su decisivo apoyo. Su ordenado y disciplinado espíritu se deleitaba con el razonamiento y su adecuada expresión. Bien valía siempre la pena de gastar muchas horas en exponer un asunto en la forma más eficaz y concisa para su examen por el primer ministro. En realidad, yo creo que debí los repetidos ascensos a los altos puestos que él me otorgó más bien a mis informes reservados sobre asuntos de gobierno que a ninguna impresión producida por conversaciones o discursos en la tribuna popular o en el Parlamento. Uno se daba cuenta de que el caso iba a ser sometido a un alto tribunal y de que la repetición, el verbalismo, la retórica, los argumentos falsos iban a ser impasible, pero inexorablemente dados de lado.

En Consejo era marcadamente silencioso. Es seguro que jamás pronunció una palabra en el Gabinete como viese el medio de pasar sin decirla. Se sentaba, como el gran Juez que era, para oír con disciplinada paciencia el caso expuesto por cada parte, intercalando de vez en cuando una pregunta o un comentario breve, instigador o fecundo, que daba ocasión para hacer un giro hacia la meta que quería alcanzar; y cuando al fin, entre todas las perplejidades y contrarias corrientes de la opinión hábil y con vehemencia expuesta, él decidía, era muy raro que el silencio que había guardado hasta entonces no volviese a caer sobre todo.

Le disgustaba hablar de negocios fuera de las horas de despacho y jamás iniciaba triviales conversaciones sobre temas políticos ni tomaba parte en ellas. La mayor parte de los grandes parlamentarios que he conocido hallábanse siempre dispuestos a hablar de política y a dar su nota personal en la movida y cambiante escena; Balfour, Chamberlain, Morley, Lloyd George, se lanzaban con gusto a la discusión de los sucesos de actualidad. En cuanto a Asquith, o el Tribunal estaba abierto o cerrado; si estaba abierto, toda su atención se concentraba en el pleito; si estaba cerrado era inútil llamar a la puerta. También esto puede ser una limitación en ciertos aspectos. Los hombres que pasan su vida dedicados a un solo trabajo aprenden por medio de él muchas otras cosas; y aunque es una gran condición tener a la vez absorbente interés por un asunto y poder prescindir de él en horas más frívolas, en el caso de Asquith había ocasiones en que parecía que se desinteresaba demasiado fácilmente, demasiado completamente. Trazaba una línea tan estricta entre Trabajo y Recreo, que uno casi llegaba a pensar que el trabajo había cesado de atraerle. Persistía el hábito adquirido en una vida de abogado de gran ejercicio; el caso, una vez resuelto, era abandonado; formado el juicio, entregado el dictamen, no había que volver a él. El pleito siguiente entraría en turno a su hora. Desde luego que comunicaría profundamente consigo mismo, pero yo creo que menos que la mayoría de los hombres que están en la cima de los negocios de una nación. Su mente era tan ágil, tan lúcida, tan bien provista, tan perfectamente disciplinada que una vez que había oído y desmenuzado todo el asunto, la solución surgía de golpe; y la solución, en cuanto de él dependía, era definitiva.

En los negocios tenía ese lado insensible sin el cual no pueden manejarse los grandes asuntos. Cuando en 1908 me ofreció un puesto en su Gobierno, me repitió la frase de Gladstone: «Lo más esencial para un primer ministro es ser un buen carnicero», y añadió: «Hay varios que deben ser decapitados ahora». Y lo fueron. Leal como siempre fue con sus colegas, nunca vaciló, si el tiempo y la necesidad lo requerían, en prescindir de ellos, de una vez y para siempre. La amistad personal podía sobrevivir, más el consorcio político había terminado. Pero ¿de qué otro modo puede gobernarse un Estado?

Sus cartas a sus colegas eran lo mismo que su dirección de los negocios públicos. Eran el contrapunto de sus discursos. Íntimamente conservador y a la vieja usanza, aborrecía y despreciaba teléfonos y máquinas de escribir. Quien hablaba tan fluidamente en público no había aprendido nunca a dictar. Todo tenía que ser redactado por él. Una escritura a la vez bella y útil, rápida, correcta y clara, con la menor cantidad posible de palabras y la imposibilidad de equivocaciones; y si la réplica, o el epigrama o el humor encontraban allí su sitio, era porque se habían escurrido de la pluma antes de que pudiese refrenarlos. Escribió otras cartas en las que no se utilizaban tales reservas. Fueron dirigidas a ojos más brillantes que los que miran a través de los anteojos de los políticos.

Una vez terminado el trabajo, se divertía. Gozó de la vida ardientemente; se deleitaba con la sociedad femenina; siempre estaba interesado por encontrar una nueva y encantadora personalidad. Mujeres de todas las edades desvivíanse en ser invitadas a comer con él. Les fascinaba su alegría y su ingenio y el evidente interés que ponía en sus asuntos. Solía jugar al bridge todas las noches durante varias horas sin preocuparle que la tormenta iluminase la casa con sus relámpagos ni que a la mañana siguiente se viese sometido a rudas y apremiantes pruebas.

Tuve ocasión de tratarlo con la mayor intimidad en las más favorables circunstancias. Él, su mujer y su hija mayor fueron nuestros invitados por espacio de un mes en el yate del Almirantazgo los tres veranos anteriores a la Guerra. Azules cielos y radiantes mares: el Mediterráneo, el Adriático, el Egeo; Venecia, Siracusa, Malta, Atenas y la costa dálmata; grandes Flotas y enormes muelles; los soberbios apostaderos de la Marina británica; seria labor y un deleitoso crucero ocuparon las horas de estos felices espacios de respiro. En un mes completo que estuve con él, y a pesar de compartir comunes responsabilidades y ser creciente la inquietud de nuestro país y las aprensiones en el extranjero, mantuvo conmigo impenetrable reserva en todos los asuntos graves. Sólo de vez en cuando invitaba a discusión. Cambios importantes en el Gobierno estuvieron pendientes; me preguntó mi opinión sobre hombres y puestos y expresó su conformidad o discrepancia de la manera más confidencial. Pesaba en una balanza de precisión los méritos de las personas de quienes se trataba, después cerraba el asunto bajo llave, metía la invisible llave en el bolsillo y continuaba el estudio de un tratado sobre los monumentos e inscripciones de Spalato, ante cuya localidad acababa el yate de soltar anclas. Pero unas semanas más tarde se habían hecho los nombramientos en el sentido estricto de la discusión.

Fuera de eso no habríais podido suponer que tenía un cuidado en el mundo. Dominaba el «Baedeker», interrogaba a las damas acerca de él, explicaba y aclaraba muchas cosas y gozaba evidentemente de cada hora. Frecuentemente proponía a la reunión entretenimientos tales como los de competir acerca de quién escribiría en cinco minutos el mayor número de generales cuyos nombres empezasen por la letra L, o de poetas comenzando por la T, o de historiadores con cualquier otra inicial. Poseía innumerables variedades de estos juegos y siempre sobresalía en ellos. Charlaba ampliamente con el capitán y los tripulantes acerca del barco y del curso del tiempo. Una réplica suya en el Parlamento estaba entonces en boga: «Su Señoría debe ver y esperar». Se pintó una caricatura en el Punch en la cual se le preguntaba al joven oficial en el puente: «¿Por qué cabecea tanto el barco esta mañana?». A lo que se atribuía como respuesta: «Pues mire, señor, es una cuestión de peso y de mar[11]». Aunque el juego de palabras es apócrifo, merece sobrevivir.

Por lo demás se calentaba al sol y leía griego. Hacía versos impecables de profundos pensamientos en complicados metros y refundía en su más irreprochable forma clásica inscripciones que no le agradaban. Yo no le podía ayudar mucho en esto; pero seguía con atención los telegramas cifrados que recibíamos todos los días, y, desde luego, estábamos siempre en relación con la reciente telegrafía sin hilos de la Flota. Dábamos una tarde un paseo por una hermosa carretera cerca de Cattaro: un puerto que en aquellos días ofrecía singular interés, y no simplemente por su panorama. De pronto, nos cruzamos con interminables reatas de mulas y caballos de labor. Preguntamos adónde iban y para qué. «Retornan a sus puntos de procedencia. Han terminado las maniobras». ¡La crisis balcánica y europea de 1913 había pasado!

No puedo considerar la agradable y competente biografía[12] de Mr. Spender como el recuerdo definitivo de una de las más sólidas, importantes y acusadas figuras de nuestros tiempos. La conformación forense del entendimiento del autor y su blanda moderación (aparte de sus opiniones preconcebidas) son bien notorias. La figura que ha pintado en su amplio lienzo está tan rebajada de tono y desvaída de color, que no reproduce la imagen de un hombre severo, ambicioso, intelectualmente orgulloso, fraguándose su camino con toda la dureza necesaria a través de uno de los más ásperos y terribles años por que nuestra Historia ha pasado. Día vendrá en que se ofrecerá a sus compatriotas una más vigorosa y vital representación de este gran estadista, jurisconsulto y tribuno. La vida de Asquith no fue de manera alguna tan suave y apacible, tan llana y fácil como las páginas de Mr. Spender indican. Debería haber pintado el retrato de Asquith y el fondo de su época con pinceladas más fuertes, más encendida luz y más oscuras sombras. Se habría acordado más con la realidad y su héroe saldría ganando en el empeño. Los dos principales episodios de la carrera política de Asquith: la lucha con la Cámara de los Lores acerca de la Autonomía de Irlanda y la declaración y sostenimiento de la guerra contra Alemania, comprenden muchos importantes pros y contras que han sido omitidos en la narración o por lo menos se hallan tan difuminados que casi no se advierten.

En todas las grandes controversias mucho depende de cómo la cuestión se plantea. Mr. Asquith y el Partido Liberal eran sinceramente fieles a la causa de la Autonomía irlandesa; pero no se debe olvidar que sus puestos en el Gobierno dependían de los ochenta votos irlandeses, acicate único que violentaba la acción, y que en 1906, cuando se esperaba una mayoría liberal independiente, la Autonomía de Irlanda fue excluida del programa y de la propaganda electorales. Fue esa influencia siniestra de ochenta votos irlandeses —ahora felizmente desaparecidos para siempre de la Cámara de los Comunes— haciendo y deshaciendo Gobiernos, sojuzgando el destino de los dos grandes partidos políticos ingleses, la que envenenó durante casi cuarenta años nuestra vida pública. La resistencia anticonstitucional del Ulster será juzgada por la Historia en relación con el hecho de que los protestantes ulsterianos creían que los proyectos de Ley sobre la Autonomía irlandesa se llevaban adelante no como resultado de convicciones británicas, sino por la presión política de los ochenta votos de Irlanda. Que las manifestaciones ilegales del Ulster fueron el origen de muy graves males, es innegable; pero si el Ulster se hubiese limitado a una agitación puramente constitucional, es en extremo improbable que se hubiese eximido de una forzada inclusión en un Parlamento de Dublín.

Difícil fue esta actuación. Mr. Asquith luchó por la causa irlandesa y por el Poder Liberal, en los años anteriores a la Guerra, con dignidad y resolución; pero no podía ignorar que luchaba por ellos sobre bases en cierto modo viciadas: en primer lugar, por su dependencia del voto irlandés, y, en segundo término, por la negativa de sus correligionarios a extender al Ulster la misma medida de libertad que había aplicado a la Irlanda del Sur. Cuando se recuerda esto, se advierte que su carrera como jefe de partido en esta amarga campaña no fue el prolongado ejemplo de inocencia perseguida que se desprende de las páginas de Mr. Spender. La resignación y los agravios fueron mutuos. El conflicto con la Cámara de los Lores que terminó por la aprobación del proyecto en ambas Cámaras con la subsiguiente conversión en ley, no puede juzgarse independientemente de la cuestión irlandesa con la cual estaba entrelazado.

No cesaré nunca de condenar el intolerable sectarismo por el cual la Cámara de los Lores destruyó el crédito de la gran mayoría liberal que triunfó de nuevo en 1906. Pero no hubieran llegado las cosas al extremo que llegaron, ni nunca la hermandad entre los ingleses hubiera estado a punto —en apariencia, al menos— de romperse en una guerra civil, si no fuera por la extraña, funesta influencia de la enemistad irlandesa. Fue en esta ruda batalla, con toda la fiereza y la injusticia combativa de ambas partes, donde Asquith mantuvo por la fuerza y la destreza el papel preeminente.

Un vigor como el de su conducta al tiempo de estallar la Gran Guerra no se encuentra con frecuencia. Que Asquith quiso llevar íntegro al Imperio británico a la guerra contra Alemania no sólo por la agresión de ésta a Bélgica, sino también a Francia, ya no ofrece duda. Ni por un momento vaciló en su apoyo a Sir Edward Grey, y nadie sostuvo más tenazmente en los ocho anteriores años que la supremacía naval garantizaba a la vez nuestra seguridad y nuestro poder de intervención. Como director de guerra mostró en varias ocasiones notables su capacidad, lo mismo para la acción meditada que fulminante. Sólo a él confié la intención de desplazar la Flota a su base de guerra el 30 de julio. Fijó en mí una mirada hosca y lanzó una especie de gruñido. No necesité más. Desvaneció casi con un gesto los recelos de Lord Fisher sobre los Dardanelos. Estuvo cerca de un mes sin convocar el pleno del Gabinete antes del intento de forzar los Estrechos el 18 de marzo de 1915. Y ello no era ciertamente por olvido. Es que quería someter la cuestión a prueba. Después de la primera repulsa estaba dispuesto a insistir. Desgraciadamente para él mismo y para todos los otros, no agotó el alcance de sus convicciones. Cuando Lord Fisher dimitió en mayo y las oposiciones amenazaban con una interpelación, Asquith no vaciló en dispersar su Gabinete: pidió la dimisión de todos los ministros, acabó con la vida política de la mitad de sus colegas, arrojó Haldane a los lobos, echó sobre mí la carga de los Dardanelos y él se dio a la vela, victorioso, al frente de un Gobierno de coalición. ¡No «lo hacía todo por bondad»! ¡No todo era agua de rosas! Eran los esfuerzos convulsivos de un hombre de acción y de ambición que lucha a muerte entre las garras de los acontecimientos.

Según la descripción que hace Mr. Spender de la ruptura de la coalición en 1916, se imaginaría uno a Mr. Asquith como una especie de san Sebastián resistiendo impávido, con beatífica sonrisa, la lluvia de flechas con que lo acribillan sus perseguidores. Pero lo cierto es que defendió su autoridad con todos los recursos de su poderoso arsenal. La posición eminente de primer ministro, su autoridad y la independencia que de ella emana, le permitieron utilizar el potente instrumento del Tiempo para resolver con frecuente ventaja la caída de su Gobierno o la dimisión de ministros importantes, negándose a permitir que se tomase una decisión. «Lo que hemos oído hoy da mucho que pensar; reflexionemos antes de reunimos de nuevo de qué modo podremos todos ponernos de acuerdo». En tiempos de paz, tratándose de frívolas superficiales querellas de partido o de personas, esto daba generalmente buen resultado. Pero la Guerra indomable, implacable, pronto inutilizaba esta tecla. La frase de «ver y esperar», que había usado en la paz, no precisamente en sentido dilatorio, sino amenazador, se reflejaba con injusticia, pero con bastante verdad para ser peligrosa, sobre su nombre y su política. Aunque tomaba sin vacilar todas las decisiones críticas en el momento en que las juzgaba oportunas, la angustiada nación no estaba contenta. Pedía una energía frenética en la cumbre; un esfuerzo para impulsar los acontecimientos mejor que dejarse llevar prudentemente y deliberadamente por ellos.

«Los generales y almirantes, han emitido su autorizado informe y en vista del mismo pueden establecerse las siguientes conclusiones…». No es que fueran precisamente éstas las palabras de Asquith, pero era su modo, su estilo, y ello resultaba inadecuado ante la suprema convulsión.

Se pedía más. Se pedía lo imposible. Se pedía una rápida victoria y el estadista era juzgado por la prueba implacable del resultado obtenido. El vehemente y expeditivo Lloyd George, estadista de grandes recursos y de actividad de ardilla, parecía ofrecer más brillantes esperanzas o por lo menos un más salvaje esfuerzo.

El relato más autorizado y completo de la caída del Gobierno de Asquith se encuentra en las reveladoras páginas de Lord Beaverbrook[13]. Trátase de uno de los más preciados documentos históricos de nuestros días y en lo principal sus asertos no han sido rebatidos. Aquí vemos a Mr. Lloyd George avanzando hacia su meta tan pronto con suave y diestro artificio, tan pronto con temeraria carga. Y vemos a Mr. Asquith en el mayor apuro. Su conducta en esta coyuntura se nos ofrece iluminada con nueva luz. No era ciertamente la desamparada víctima que sus enemigos habían creído y su biógrafo ha descrito. Interpretando mal la referencia que Mr. Bonard Law le había dado sobre la actitud de los ministros Conservadores, cometió un error fatal e hizo un virtual arreglo con Mr. Lloyd George. Asegurado a la mañana siguiente de que tenía abrumador apoyo liberal y conservador en el Gabinete, dio de lado el concertar el acuerdo con aquél en términos de buena fe. Cuando se encontraba débil, contemporizaba y retrocedía; cuando se sentía fuerte, golpeaba con todas sus fuerzas; y al cabo, cuando resolvió poner a su rival a prueba colocándolo en la alternativa de Gobierno o desacreditarse por completo, se mostró al mismo tiempo impasible y jovial. Jugó la terrible partida con impenetrabilidad de hierro. Soportó la derrota con fortaleza y patriotismo.

Nunca cesaré de preguntarme por qué Mr. Asquith, con una gran mayoría liberal a su espalda, no apeló en la crisis de 1916 al recurso de una sesión secreta y no buscó el auxilio de la Cámara de los Comunes. Ésa es la última ciudadela de un primer ministro en apuro. Nadie puede negarle su derecho, lo mismo en la paz que en la guerra, a recurrir ante la gran Asamblea contra las intrigas del Gabinete, conciliábulos, clubs y periódicos, y entregar su dimisión solamente en sus manos. Sin embargo, el Gabinete Liberal que cayó en 1915, la Coalición de Asquith que cayó en 1916, la Coalición de Lloyd George que cayó en 1922; todos fueron derribados por secretos, oscuros, internos procedimientos de los cuales aún ahora el público sólo conoce lo más grueso de su historia. Soy de opinión de que en todos aquellos casos el confiado recurso al Parlamento habría comportado el triunfo de los respectivos primeros ministros.

Pero no fue así. El Parlamento escuchaba confuso los sofocados rumores del conflicto que se desarrollaba detrás de las cerradas puertas y sumisamente aclamaba al que las trasponía vencedor. Así ganó Lloyd George el bastón de mando del Estado. Alto Condestable del Imperio británico, lo hizo marchar al ritmo de su paso.

Mr. Asquith fue probablemente uno de los más grandes primeros ministros de tiempo de paz que ha habido. Su inteligencia, su sagacidad, su amplia visión y su valor cívico lo mantuvieron a la máxima altura de la vida pública. Pero en la guerra carecía de los recursos y de la energía, de la previsión y de la dirección asidua que deben presidir en el poder ejecutivo. Mr. Lloyd George tenía todas las cualidades que a aquél le faltaban. La nación, por algún instintivo, casi oculto proceso, lo había descubierto. Mr. Bonar Law fue el instrumento que separó a Mr. Asquith y puso a otro en su sitio. Asquith cayó cuando la enorme tarea estaba aún a medio hacer. Cayó con dignidad. Soportó la adversidad con compostura. En el Poder o fuera de él la inflexible integridad y el desinteresado patriotismo fueron sus únicos guías. No se olvide nunca que estuvo siempre al lado de su país en todos los peligros y que jamás vaciló en sacrificar sus intereses personales o políticos a la causa nacional. En la Guerra de los Boers, en la Gran Guerra, bien como primer ministro o como jefe de la Oposición, en el ultraje constitucional de la Huelga General: en todas estas grandes crisis se mantuvo firme e inquebrantable al lado del rey y de la Patria. Los fulgurantes honores, su Condado y su Jarretera, que le confió el soberano al fin de su existencia, no eran sino la justa recompensa de su vida de trabajo; y el lustre y el respeto con que la nación iluminó la ruta de su ocaso fueron la medida de los servicios que había prestado y aún más del carácter que había sostenido.