¡Hindenburg! Ya el mismo nombre es macizo. Armoniza con aquel alto, corpulento personaje de espesas cejas y gruesas facciones y colgantes mejillas que, a fuer de conocido, es familiar para el mundo moderno. Es un rostro que podría agrandarse diez veces, cien veces, mil veces, y ganaría en dignidad y aún mejor en majestad; un rostro tanto más solemne cuanto más gigantesco. En 1916 los alemanes hicieron su estatua en madera, colosal, erguida sobre el género humano; y los fieles admiradores, por veintenas de miles, entregaban sus monedas al Préstamo de Guerra, por el privilegio de clavar un clavo en el gigante que sostenía a Alemania contra el mundo. En la agonía de la derrota, la estatua fue derribada para leña. Pero quedaba en efecto: un gigante; tardo de pensamiento, tardo de movimiento, pero seguro, firme, fiel, guerrero y, sin embargo, benigno, más grande que el nivel ordinario de los hombres.
Su vida fue la de un soldado y su juventud una preparación para las armas. Luchó como subalterno en todas las batallas que sirvieron a Bismarck para establecer por fin el poderío indestructible del pueblo alemán después de centurias de pequeños feudos formidablemente unidos. Luchó contra Austria en Königgrätz en 1866. Luchó contra Francia en 1870. Sobre las ensangrentadas laderas de Saint Privat, tumba de la Guardia Prusiana, Hindenburg marchaba con intrépido paso. La mitad del regimiento de la Guardia a que pertenecía sucumbió. Luchó en Sedán. Advirtiendo el inmenso círculo de baterías prusianas que abrasaban sin remisión a los franceses, observó con gusto: «El mismo Napoleón se está cociendo en esa caldera».
Amaba el viejo mundo prusiano. Vivió en la tradición famosa de Federico el Grande. Toujours en vedette, según el dicho militar alemán: «Siempre de centinela». Encarnaba el «viejo y buen espíritu prusiano de Potsdam»; el elemento oficial pobre, sobrio, pero conservando el honor con fidelidad feudal y consagrando toda su existencia al rey y a la patria: la clase más respetuosa con la aristocracia y las autoridades legalmente constituidas; una clase, en fin, enemiga del cambio. Hindenburg no tenía nada que aprender de la ciencia y de la civilización modernas, como no fuesen sus armas; ninguna norma de vida, sino la del deber; no otra ambición que la grandeza de la Madre Patria.
Corrieron los años. El subalterno ascendió de la jerarquía militar. Tuvo una serie de mandos de importancia. Fue uno de los generales de más relieve en el Ejército alemán. Ansió siempre el día en que tuviese que conducir al combate no una simple Compañía, sino un Cuerpo de Ejército completo, contra los malditos franceses. Siguieron transcurriendo los años. Una generación más joven venía llamando a la puerta. Las naciones se dejaban mecer en el seno de una profunda paz. A la cabeza de su escalafón, el tiempo no condujo a Hindenburg a otra cosa que al fondeadero de la reserva. Los grandes días, pues, ya no serían para él, sino para otros. Se retiró a su hogar para hacer una vida modesta. Desde 1911 vivía como Cincinato en su agro. Si él no olvidó el mundo, el mundo parecía olvidarlo. Entonces vino el estallido. Desde todas las fronteras del incontenible poderío alemán se lanzaba sobre el enemigo. La admirable máquina militar en cuyo perfeccionamiento Hindenburg había participado, era lanzada simultáneamente sobre Francia y Rusia. Pero él estaba al margen. Continuaba sentado a la lumbre de su hogar. Las más grandes batallas del mundo se reñían sin él. Los ejércitos rusos se precipitaban en el este de Prusia, su tierra tan amada, cada una de cuyas pulgadas conocía. ¿No le llamaría nadie? ¿No habría sitio para él? ¿El «Viejo Hindenburg» estaba para siempre relegado al pasado?
La llamada llegó. Las masas rusas irrumpían victoriosas por el Oriente. El avance en el Oeste alcanzaba su ápice. De pronto, he aquí un telegrama; está fechado a las tres de la tarde del 22 de agosto de 1914, y procede del Cuartel General: «¿Está usted preparado para ser destinado inmediatamente?». Contestación: «Estoy pronto». Al cabo de pocas horas fue pasaportado hacia el Este para mandar los Ejércitos alemanes contra Rusia, que combatían en proporción de tres o cuatro contra uno. En el tren se encontró a su jefe de Estado Mayor que ya estaba disponiéndolo todo y dando toda clase de órdenes con la subrepticia y despótica autoridad del Estado Mayor General alemán. Nada más ajustado que las relaciones que Hindenburg mantuvo con Ludendorff. Formaban realmente una pareja maravillosa. Su lugarteniente era un prodigio de energía mental, fundido en un molde militar. Hindenburg no era celoso, no era quisquilloso, no era cominero. Pechaba con la responsabilidad de las decisiones que su brillante y mucho más joven subordinado concebía y realizaba. Había momentos en que la fibra de Ludendorff flaqueaba y entonces era sostenido por la sencilla y sólida fuerza de Hindenburg. La espantosa batalla de Tannenberg destruyó los ejércitos rusos en el Norte; los invasores fueron barridos del suelo alemán por un ejército que contaba poco más que un tercio del ruso. Las pérdidas de éstos excedieron del doble del efectivo total de sus vencedores.
Las asombrosas victorias en el Este acaecieron en el momento preciso en que el pueblo alemán se percataba de que sus tropas habían sido rechazadas de París y de que la poderosa embestida que iba a terminar la guerra en las primeras seis semanas había fracasado. Se consolaron y animaron al recibir las buenas noticias de que Hindenburg había aplastado a los rusos. Desde aquel momento, Hindenburg, con su asombroso jefe de Estado Mayor, Ludendorff, se convirtió en el pilar más fuerte de la esperanza alemana. Los historiadores militares ingleses han usado el signo cabalístico I-L para representar esta famosa combinación que, durante la guerra, y para el mundo exterior al menos, se presentó como una réplica de la camaradería de Lee y Jackson, y aún más remotamente de la fraternidad de Marlborough y Eugene. I-L llegó a ser muy pronto rival del Gran Cuartel General. Moltke había desaparecido con la quiebra del Marne, y un nuevo jefe, quizás el más capaz de los caudillos alemanes, Falkenhayn, dirigía los Ejércitos tudescos. Seguía mirando al Oeste como el escenario en el cual habría de obtenerse la decisión. Aquí estaban las mayores fuerzas; aquí, los odiados franceses; aquí, sobre todo, y según sus propias palabras, «nuestro más peligroso enemigo… Inglaterra, con el cual la conspiración contra Alemania se sostiene y se cae».
Pero la guerra en el Este domina, aunque de diferente modo. Creían que con seis u ocho Cuerpos de ejército adicionales podrían destruir inmediatamente el poder militar de Rusia. Si hubiesen dispuesto de esta fuerza o aún de menos, si la hubieran utilizado en un gran movimiento envolvente haciendo girar hacia el Norte su ala izquierda, habrían copado más de un millón de tropas rusas en el saliente de Varsovia y provocado la retirada fulminante de los ejércitos moscovitas del Sur que estaban empeñados con los austríacos. Una vez conseguido esto podrían todos volverse hacia el Oeste y acabar con los franceses. Tal era la diferencia en la concepción estratégica. Había también en litigio una discrepancia de intereses, así como ciertas rivalidades honorables en la causa común.
Estas divergencias, aunque veladas bajo las formas estrictas de la disciplina militar, se hicieron pronto agudas. Falkenhayn disponía en el Oeste de siete veces las fuerzas de Hindenburg. Aquél era el generalísimo alemán; el emperador le prestaba oídos; predominaba sobre el Estado Mayor General. I-L vivían de lo que querían darles; eran los compañeros novatos. Pero así como los jefes rusos en lucha contra los alemanes no tenían más que horrorosos desastres que contar, así los alemanes en el frente occidental se encontraron en frente de ejércitos de civilizaciones por lo menos iguales que la suya. Descargó Falkenhayn su tremendo golpe contra los puertos del Canal. Contra las jadeantes líneas inglesas extendidas desde Armentières hasta el mar, lanzó los Cuerpos de ejército que habrían decidido la cuestión en el Este. Entre ellos se hallaban los cuatro nuevamente formados, improvisados, según se ha dicho, con la valiente juventud voluntaria alemana, y que perecieron ante las delgadas pero impenetrables líneas de las Divisiones profesionales inglesas y sus refuerzos franceses. Mientras tanto, en el Este, Hindenburg y Ludendorff, con fuerzas casi iguales a aquéllas, estuvieron dos veces a punto de lograr su audaz empeño, contra enorme superioridad numérica, de capturar Varsovia. El año 1914 se cerró entre frías, adustas, mutuas recriminaciones; todas confinadas dentro de los competentísimos círculos del Estado Mayor General.
Pero todo a lo largo de 1915, Falkenhayn retuvo el dominio. No sólo discrepó de I-L en la apreciación de la importancia del Este y del Oeste, sino que tuvo sus propios puntos de vista sobre la estrategia del frente oriental. No estuvo de acuerdo con Hindenburg respecto al movimiento septentrional envolvente. Al contrario, Austria debía ser socorrida y mantenida en el campo de batalla. Si algún esfuerzo adicional convenía hacer en el Este, su dirección debía ser la meridional, haciendo avanzar al ejército austríaco a merced de un puñetazo alemán dado a los rusos con la mano derecha. Y en esta sazón la empresa británica contra los Dardanelos fortalecía el punto de vista de Falkenhayn. Apoderarse de Bulgaria, derrotar a Servia y lograr comunicación con Turquía a través de los Balcanes, parecían objetivos que reclamaban incuestionable prioridad. Grandes y victoriosas operaciones se ejecutaron en tal sentido por orden de Falkenhayn. Durante el verano, el golpe oriental alemán fue aplicado sobre el frente austríaco con Gorlice-Tarnow, bajo el mando de Mackensen. Hubo grandes éxitos. Bajo su presión, Rusia retrocedió con horribles pérdidas y, por otras razones, el ataque inglés contra Turquía terminó en colapso. Mientras tanto, I-L, aunque cooperando activamente y conduciendo la guerra en inmensa escala, fueron sin embargo, abandonados en el Norte. El 1915 fue el año de Falkenhayn. Recogió también en el Este la cosecha de las más fáciles victorias que se ofrecieron a la hoz de Alemania.
Las diferencias de opinión estratégica, agravadas por más simples motivos de fricción, tendían a separar a I-L del Gran Cuartel General. Hindenburg y su ambicioso lugarteniente seguían proponiendo grandes movimientos en el Norte; pero siempre quedaban relegados a un papel de menor importancia. Falkenhayn, en plena corriente de éxito, hizo su plan para 1916 y cometió entonces su principal error. Decidió lanzar en el Oeste el grueso de su ofensiva. Escogió Verdún como el punto clave. Desde entonces, sobre este gran bastión del frente francés, casi su posición más fuerte, punto vital por el que los franceses debían vencer o morir, habría de gastar todas las reservas de la máquina militar alemana y la capacidad de su terrible artillería.
Debería haber sido obvio entonces que aquella empresa no era muy prometedora, pues los ejércitos de Francia e Inglaterra en el Oeste eran capaces de defenderse, sino en una posición en otra, contra cualquier margen de superioridad de que pudiera disponer Alemania. Pero Falkenhayn tenía su camino y siguió su azar. Durante toda la primavera de 1916 su cañón abrasó a Verdún, y toda el alma de Francia se concentró allí. Al final, hallábase el alemán tan quebrantado como los franceses, y en el mes de junio la gran ofensiva de Verdún presentaba ya el aspecto de una partida en tablas. Pronto iba a manifestarse ante el mundo en la guisa de una ostensible derrota.
Y entonces, en julio, comenzó la gran contraofensiva aliada en el Somme. Los nuevos ejércitos británicos fueron lanzados al combate en conjunción con el ala izquierda francesa. Sufrieron terribles pérdidas, pero fue tal el peso del choque y tan incesantes fueron sus asaltos semana tras semana y mes tras mes, que Falkenhayn tuvo que cejar en sus batallas de Verdún, y si él mismo pudo sostenerse en el Somme fue a costa de ir cediendo terreno constantemente y de sacrificar la flor de las tropas germanas. En el momento crítico, los rusos, en el Sur, no obstante creerse que todos estaban derrotados o muertos, avanzaron contra los austríacos, y bajo el mando de Brusilov aniquilaron grandes porciones del frente y Austria. Entonces Rumania, que había estado mucho tiempo vacilando, se declaró a favor de los Aliados. Ésta fue la suprema segunda crisis de guerra para Alemania.
Han sido relatados estos acontecimientos porque sin conocerlos es imposible entender el encumbramiento de Hindenburg y Ludendorff. Habían tenido que esperar mucho tiempo. Representaban una inelegante minoría en el Estado Mayor General alemán. Pero sus críticas se señalaban por terribles lecciones en el Oeste. Ahora parecían hallarse plenamente justificadas. Todas las ganancias de 1915 se habían perdido. Francia e Inglaterra se presentaban como inexpugnables y Rusia aún estaba viva. Una nueva potencia durante mucho tiempo adicta a Alemania se había unido a las filas siempre crecientes de sus enemigos.
Hindenburg se encontraba en Brest-Litovsk en la mañana del 28 de agosto, cuando recibió órdenes de dirigirse inmediatamente al Cuartel General del emperador. La única razón que el jefe del Cuartel Militar me dio fue ésta: «La situación es grave». Colgué el auricular y pensé en Verdún, en Italia, en Brusilov y en el frente austríaco del Este; luego en la noticia de que «Rumania nos había declarado la guerra». ¡Fuertes nervios se precisaban!
El relato que hace Hindenburg de lo que pasó a continuación es característico:
«Frente el castillo de Pless encontré a mi Supremo Señor de la Guerra esperando la llegada de Su Majestad la emperatriz… El emperador me saludó inmediatamente como jefe del Estado Mayor General del ejército de operaciones, y al general Ludendorff como a primer lugarteniente general. También se presentó el canciller Imperial que acababa de llegar de Berlín y parecía estar tan sorprendido como yo del cambio de jefe de Estado Mayor General, cambio que Su Majestad le anunció en mi presencia».
En lo sucesivo, la dirección íntegra de la máquina bélica alemana caía en manos de la temible pareja. Y no solamente esto, sino que por añadidura asumían la principal autoridad política de Alemania. Estabilizaron el frente austríaco contra Rusia. Destruyeron a Rumania. Mantuvieron sin romperse sus líneas contra los ingleses en espera de que llegasen los ansiados días de invierno. Con el nuevo año hicieron una prudente retirada en el Oeste que desconcertó por completo los planes de los Aliados. De pronto, rápida y silenciosamente, los alemanes se retiraron a las recientes e inmensas fortificaciones de la «Línea Hindenburg», y ganaron un respiro de cuatro meses. De pronto, abriéronse de nuevo las compuertas por ambas partes y la furia de la Guerra se intensificó. Rusia se desintegró en revolución y en ruina. La paz de Brest-Litovsk fue firmada. I-L pudo entonces columbrar una vasta y suprema oportunidad en 1918. Sus planes no se interrumpieron por la carnicería de las luchas con los ingleses en Passchendaele. Se sabían en situación de poder traer un millón de hombres y cinco mil cañones de refuerzo desde el frente ruso y de tener en 1918, por primera vez desde el principio mismo de la guerra, una grande y definitiva superioridad en el frente del Oeste.
Pero estas grandes medidas de táctica iban acompañadas de un fatal error. El par I-L llegó a creer que una campaña submarina en gran escala hambrearía a Inglaterra y obligaría al Imperio británico a pedir la paz. Contra el deseo del Kaiser, contra las indicaciones del canciller alemán y el Ministerio del Exterior, insistieron en una guerra submarina ilimitada, y el 6 de abril de 1917 los Estados Unidos declararon la guerra a Alemania. En todo esto Hindenburg actuaba fuera de la esfera militar en la que él y su colega eran expertos. Confiaban con exceso en un dispositivo estrictamente mecánico. Apenas se fijaron en las tremendas reacciones que la aparición de un nuevo y poderoso antagonista entre las fuerzas contra Alemania iban forzosamente a provocar en los Aliados, en el mundo entero, y, sobre todo, en su propio pueblo. Se equivocaron completamente al calcular el poderío de los Estados Unidos. Fue también errónea su apreciación del aspecto mecánico. La Marina inglesa no era inferior en el suyo al extraordinario esfuerzo que representaba el ataque submarino alemán. Con no gran margen de diferencia, pero con el suficiente para ser decisivo, los buques británicos perseguían bajo la superficie del mar a los submarinos alemanes, los buscaban a tientas, los encontraban y los asfixiaban por fin. En el verano de 1917 se daba como seguro que los mares permanecerían abiertos, que Inglaterra sería abastecida y que los soldados norteamericanos, a millones, arribarían a Francia.
La única cuestión que quedaba era la de saber si los ejércitos alemanes con los refuerzos de Rusia podrían derrotar a los franco-ingleses como habían derrotado a los italianos, antes de que abrumadoras fuerzas hostiles se concentrasen gradualmente en el Oeste. Por su solución se luchó en 1918, y no es necesario recordar las prodigiosas batallas que desde el 21 de marzo hasta el principio de julio rompieron el frente anglo-francés. Pero el esfuerzo había rebasado la capacidad alemana; las dos grandes naciones entre cuyas garras se debatían con desesperación, poseían mayores reservas de energía vital de las que Alemania podía atesorar. La presión americana crecía incesantemente. Al fin, bajo el peso de la superioridad numérica de hombres y cañones, los ejércitos del Kaiser cedieron y se inclinaron, y tras ellos la población civil, desde hacía tiempo agobiada por el bloqueo inglés, derrumbóse en convulsión turbulenta. Era que el mundo entero se lanzaba contra ellos en corriente irresistible. Millones de hombres, veintenas de millares de cañones, miles de tanques, la heroica constancia de Francia y la inagotable fuerza de voluntad, por ellos siempre reconocida, de Inglaterra. Y detrás las inconmensurables energías de los Estados Unidos. ¡Era demasiado!
Rompióse el frente alemán, y la tierra natal detrás del frente resquebrajóse bajo el esfuerzo. Los orgullosos ejércitos retrocedieron, Ludendorff fue relevado. Hindenburg tuvo al fin que despedirse de su soberano. Debemos suponer que aprobó, quizás instigó, la partida del Kaiser a Holanda. En cuanto a él, se fue a casa con las tropas. ¿Qué era la Revolución comparada con la derrota?
«Estuve al lado de mi Supremo Señor de la Guerra durante estas fatales horas. Me confió la misión de reintegrar el Ejército al país. Cuando dejé al emperador en la tarde del 9 de noviembre, no debía volverlo a ver más. Se fue para ahorrar a su patria nuevos sacrificios y para facilitar la obtención de más favorables condiciones de paz».
Una pausa de años, y después, Hindenburg, alejado de la confusión y miserias de la vencida Alemania, fue pronto elevado a la cima del poder. El pueblo alemán, en su desesperación, vio en él una roca a la que podía trepar. ¡Presidente de la República Alemana! ¿Aceptaría el puesto? Primeramente el Kaiser tendría que relevarlo de su juramento de fidelidad. El Kaiser consintió en ello. Casi una década ha pasado desde entonces[9]. El ochenta y cuatro cumpleaños de Hindenburg fue celebrado por una nación que sentía su fuerza recobrada e iba rescatando su posición en el mundo. Estaría bien que pudiésemos terminar la narración en este punto. No podemos explicar aquí la parte que desempeñó en las penosas y terribles convulsiones que agitaron a Alemania desde entonces, pero sin duda debió de haber sido a intervalos decisiva. Ello no añade nada a su fama.
Debe mencionarse, sin embargo, un incidente. El mayor borrón de la carrera de Hindenburg en su comportamiento con su canciller Brüning, y no sólo con Brüning, sino con los millones de alemanes —una gran mayoría de la nación— que a la llamada de Brüning depositaron su fe en Hindenburg para salvarse de Hitler y de todo lo que Hitler significaba. Tan pronto la elección presidencial fue conclusa, tan pronto Hindenburg derrotó a Hitler merced a la ayuda de Brüning, el Field-Mariscal se volvió contra su colega y camarada y repudió la confianza de los que le apoyaban. Destituyó a Brüning con muy pocas palabras dichas del otro lado de la mesa. Algunas gesticulaciones oficiales, una inclinación de cabeza, un saludo torpe, y el canciller, que estaba rápidamente llevando otra vez a Alemania a una eminente y honrosa posición de Europa, fue barrido del poder. El flaco y oscuro Von Papen, funcionario oficial de estirado cuello y constante monóculo, hasta entonces sólo conocido en el mundo por su desacertada gestión de los negocios de Alemania en los Estados Unidos, fue con universal sorpresa colocado en la cumbre del poder. Se dijo, pero es innecesario esclarecer el punto, que minúsculas cuestiones de compensación de pagos referentes a posesiones de los Junkers en la Prusia Oriental, en las que estaba personalmente interesado el hijo del presidente Hindenburg, no dejaron de ejercer su influjo sobre esta chocante decisión.
Los acontecimientos se sucedieron entonces con ímpetu creciente. La transición de Papen a Schleicher (ahora asesinado) y de Schleicher a Hitler no fue más que cuestión de meses. En la última fase vemos al anciano presidente, después de haber traicionado a todos los alemanes que le habían reelegido, cambiar un apretón de manos forzado, y desde luego desdeñoso, con el caudillo nazi. Hay una defensa para todo esto, y debe ser hecha en favor de Hindenburg. Había llegado a la senilidad. No entendía lo que estaba haciendo. No podría hacérsele física, mental o moralmente responsable de haber abierto las esclusas del mal sobre Alemania y acaso sobre la civilización europea. Podemos estar seguros de que el famoso veterano no tuvo otro móvil que el amor de su patria y que se esforzó, con fuerza mental decadente, en arrostrar problemas que nunca hasta entonces se le habían presentado a ningún gobernante.
La penumbra se convierte en tiniebla. Es hora de dormir. Pesadilla, alternativas horribles, enigmas indescifrables, tiros de revólver perturban el sopor de un anciano. ¿Dónde está el camino? Siempre cuesta arriba. ¿Falta lo peor? Vorwärts[10], siempre vorwärts, después, silencio.