John Morley fue un Victoriano. Creció y floreció en la dilatada era de paz, prosperidad y progreso que llenó el famoso reinado de la reina Victoria. Fue esa época la Edad Antonina de Inglaterra. Los que fueron hijos suyos no pudieron entender por qué no había empezado antes o por qué habría de tener que acabar. La Revolución francesa terminó sumiéndose en la tranquilidad; las guerras napoleónicas acabaron en Waterloo; la Marina británica se calentó al duradero sol de Trafalgar, y todos los navíos del mundo juntos no podrían competir con su serena fuerza. La ciudad de Londres y su Patrón Oro dominaban las finanzas del mundo. El vapor multiplicó la energía humana: Algodonópolis se estableció en Lancashire; ferrocarriles, inventos, provisiones inigualadas de carbón superior abundaban en la isla; la población crecía; aumentaba la riqueza; disminuía el coste de la vida; las condiciones de las clases trabajadoras mejoraban al ritmo de su creciente número.
Los ingleses se sentían seguros de haber alcanzado soluciones satisfactorias para la resolución de los problemas materiales de la existencia. Sus principios políticos habían resistido a todas la pruebas. Todo lo que se requería era aplicarlos más completamente. Libertad personal y de Prensa, libertad de tráfico, extensión de la tolerancia, perfeccionamiento del Gobierno representativo y del sistema parlamentario, supresión de privilegios y abusos —todo ello pacífica y constitucionalmente realizado— eran las tareas que tenían ante ellos. Estadistas, escritores, filósofos, sabios, poetas, todos avanzaban esperanzados y optimistas, plenos de confianza en que muchas cosas iban bien y en que todo iría mejor.
La labor era atractiva, escaso el riesgo. En un país
«Donde la libertad se expande lentamente
de precedente en precedente»,
había lugar apropiado para un activo reformador radical.
No tenía que temer ni al burocrático poder represivo ni a la violencia del evento revolucionario. Parecía que el mundo se había redimido de la barbarie, de la superstición, de las tiranías aristocráticas y de las guerras dinásticas. Grande era el número de tópicos sobre los que se podía debatir, pero ninguno que tratase de la necesidad de conmover la vida del Estado o sus fundamentos. Una sociedad variada pero selecta, guardando exteriormente formas de estricta, convencional moralidad, ensanchaba su propia cultura y se afanaba por extender sus goces, aún más ampliamente, por toda la nación. Un sentimiento de seguridad, un orgullo por la rápida apertura de las vías del progreso, una confianza de que bendiciones sin cuento recompensarían la juiciosa política y la cívica virtud, eran las bases aceptadas sobre las cuales los eminentes Victorianos vivían y se movían. ¿Podemos admirarnos? Cada paso hacia delante era seguido de ventajas rápidamente logradas; cuanto mayor era la tolerancia, más sólido el Estado; cuanto menores los impuestos, más cuantiosa la renta; la mayor libertad de entrada de mercancías en la isla se correspondía con el aumento y la riqueza de los mercados que se iban ganando en el exterior. Vivir sobriamente, entonces, caminar cautelosamente a la luz solar de la fortuna, abstenerse de aventuras exteriores, rehuir embrollados compromisos, recomendar economía a los Gobiernos, estimular el genio innato del país, dejar fructificar la riqueza en los bolsillos de las gentes, abrir amplio y libre curso a los talentos de toda clase: tales eran los caminos, mullidos y de fácil acceso, cuyo recorrido era prudente y placentero realizar.
Morley era hijo intelectual de John Stuart Mill. Se sentó a sus pies y se nutrió de su sabiduría. «En ideas como las que yo profeso acerca de los principios políticos —dijo en su discurso sobre el presupuesto de la India de 1907—, el guía de mi Federación fue Stuart Mill. Era una lámpara grande y benigna, de humanidad y prudencia, y yo, con otros, encendimos nuestros modestos farolitos en aquella luz». Para mí, cuando lo vi por primera vez, el «farolito» de John Morley se había convertido en muy luminoso rayo. Lo admiraba sin tratar de pedirle prestada su llama. Me acerqué lo bastante para leer a su fulgor y para sentir su agradable, propicia, acogedora tibieza. A partir de 1896 empecé a frecuentar su trato y a deleitarme con su compañía. Rosebery, en su conversación, era generalmente más solemne; Arthur Balfour, siempre más fácil y optimista; Chamberlain, más imperioso y enérgico; pero había de la parte de Morley una cualidad tan rica y positiva, un chispear de frase, una emoción tal, que no podía colocársele detrás de ninguno de los cuatro hombres más brillantes y agradables que jamás he escuchado. Sus maneras y su aspecto eran cautivadoras. Su arte en privado consistía en oír la opinión contraria y tratarla con tanta benevolencia y simpatía, sin abandonar la suya propia, que los oyentes eran con frecuencia llevados a creer que estaban de acuerdo con él o al menos que las discrepancias eran pequeñas y no decisivas. Ello condujo, a veces, a algún disgusto, pues Morley, aunque en la conversación garbeaba y maniobraba ágil y elegantemente en torno a sus propias convicciones, ofreciendo a la otra parte los saludos y ceremoniosos cumplidos de la guerra de los viejos tiempos, siempre regresaba a dormir a su campo fortificado.
Como orador, lo mismo en la tribuna parlamentaria que en la pública, Morley figuró en la primera línea de su tiempo. Había una cualidad en su retórica que llamaba la atención: amaba la pompa tanto como la precisión de las palabras. Yo conservo en la memoria muchos pasajes de sus discursos. Como puede suponerse, lucía más en una ocasión preparada que entre el movimiento del debate. Defendía causas impopulares con tal valentía y sinceridad que imponía respeto a la Cámara. Sus dotes e inteligencia y carácter eran admirados en todas partes. A veces en mis tiempos, cuando ya envejecía, su vigor flaqueaba en el curso de un largo discurso y se exponía entonces al peligro de perder la atención de la Cámara. Pero recuerdo bien las enérgicas, vibrantes frases de su acusación contra la guerra de los Boers en 1901: «La sangre ha sido derramada. Millares de nuestras mujeres han quedado viudas; miles de hijos están huérfanos. Millones de riquezas acumuladas por el trabajo y la inteligencia de los hombres han sido hundidos en el abismo… El gasto de ciento cincuenta millones de libras han producido catástrofe material y ruina indecibles; inextinguida y por mucho tiempo inextinguible animosidad racial; una tarea de reconstrucción política de dificultad incomparable, y todas las demás consecuencias —sobre las que no necesito insistir— de esta guerra, que yo considero odiosa, de esta guerra infatuada e insensata, guerra de pesadumbre sin compensación y de irreparable injusticia».
Sin embargo, estábamos destinados a encontrarle mejor salida de la que él preveía, y a trabajar juntos por ella.
Cuando en diciembre de 1905 se formó el Gobierno de Sir Henry Campbell-Bannerman, Morley habría querido ser —me atrevo a decirlo— secretario del Exterior. Antes de las elecciones, que no se celebraron hasta el año nuevo, fui a verle en el pequeño pero superiormente decorado despacho de las Oficinas de la India. Lo hallé desanimado. «Aquí estoy —dijo— en una pagoda dorada». Era pesimista con respecto a las próximas elecciones. Tenía demasiada experiencia de la derrota para abrigar una confiada esperanza. Habló de la fuerza innata del ascendiente conservador sobre Inglaterra. Yo le hablé animándole. «Habrá una gran mayoría, una de las más grandes que se han conocido». Y, en efecto, la hubo.
En la Oficina de la India era un autócrata y casi un martinete[7]. Después de varios años, elaboró los primeros y modestos proyectos para el Gobierno representativo de la India, conocidos como «las reformas Morley-Minton». Él, ardiente apóstol del Gobierno autonómico irlandés, no advertía el sentido de contradicción que representaba su hostilidad en cuanto se pareciese a la «autonomía India». Se apartó de su camino para desafiar a la opinión radical sobre esa solución, y en sensacional discurso advirtió a sus propios partidarios de los peligros de aplicar al vasto escenario indio los principios que aplaudía en Irlanda y en África del Sur. «Sé que hay un sector de opinión que dice que nosotros, obrando cuerdamente, podríamos ir abandonando la India, y que los indios pueden manejar mejor sus asuntos que lo hacemos nosotros. Cualquiera que se dé cuenta de la anarquía, del caos sangriento que de ello se seguiría, bien podría estremecerse ante tan siniestra decisión». Y otra vez: «Cuando a través de tenebrosas lejanías oigáis el áspero fragor y los gritos de la matanza, vuestros corazones os reprocharán lo que habéis hecho». Esta perspectiva y estos juicios me causaron fuerte impresión. Pero los tiempos han cambiado y he vivido para ver a los jefes del Partido Conservador lanzarse hacia aquellas sendas que el radical Morley tenía miedo de pisar. Sólo el tiempo puede decir si sus temores eran infundados.
Su producción literaria fue muy vasta. Ganó su vida con la pluma. Su celebrado ensayo titulado Compromiso fue durante muchos años una guía de la juventud liberal, y su insistencia sobre el deber de mantener un juicio individual independiente en todas las esferas de la vida y con respeto a todos los credos e instituciones, es un formidable tónico en estos días de herejía totalitaria. Fue un formidable crítico y publicista. Editó la serie de Doce Estadistas ingleses, de la que formó parte el Pitt de Rosebery. Entre el coro general de alabanzas con que fue aclamado este libro, el comentario de Morley da la nota discordante: «Nada se puede leer con más agrado, ni estar más brillantemente escrito, a despecho de cierta pesadez debida, de una parte, a exceso de sustantivos, y, de otra, al excesivo deseo de realzar no sólo la opinión del autor, sino su significación». ¡Mordaz!
Otra serie mayor fue Literatos ingleses, a la cual contribuyó él mismo con Burke. Su amistad con mi padre, con cuya compañía se había deleitado, le indujo a echar una ojeada al borrador de mi Vida de Lord Randolph Churchill. Como Lord Rosebery, tomó gran interés por esta obra, y poseo un montón de largas e instructivas cartas de comentarios y sugerencias sobre ella, todas escritas con su magnífica caligrafía. Sus propios libros llenan un buen estante en cualquier selecta biblioteca moderna. Su Vida de W. E. Gladstone no sólo es una espléndida Biografía, sino también el más autorizado informe contemporáneo acerca de la lucha por la autonomía de Irlanda. Como tal ocupará lugar permanente en nuestros anales, lo mismo que en nuestra literatura. Sus Cromwell, Cobden y Walpole son contribuciones de la más alta calidad. Buceó profundamente en la Historia moderna de Francia, desde los días de los Enciclopedistas y de la Revolución, de la que fueron heraldos Diderot, Voltaire y Rousseau. «Son, y probablemente serán —dice el general Morgan en su grato homenaje[8]—, los más agudos, los más simpáticos y los mejor informados estudios en lengua inglesa». «Su estilo —dice el mismo autor— es austero. Tiene más gracia que encanto; difunde luz, pero nunca genera calor… Es el más impersonal de todos nuestros grandes prosistas». Es realmente cierto que el calor que prodiga en su oratoria lo regateaba en sus escritos.
Compartía con mi padre su sentimiento de confianza en el pueblo inglés. Cuando le recordé un día las palabras de Lord Randolph: «Nunca he temido a la democracia inglesa» y «Confiad en el pueblo» y le manifesté que yo había sido educado en ello, me dijo: «Está muy bien. El obrero inglés no es dialéctico como el “rojo” francés, al que también conozco. No piensa en nuevos sistemas, sino en conseguir mejoras dentro del que tiene». He comprobado que esto es cierto.
Desde 1908 en adelante mi asiento en el Gabinete estuvo al lado del suyo. ¡Seis años de constante, cordial y para mí estimulante proximidad! Semana tras semana, a menudo varias veces por semana, considerábamos, uno al lado del otro, los negocios e incidentes nacionales, de partido o personales, durante un período de dura lucha política. Los vecinos de Gabinete, si además son amigos, experimentan la natural tendencia a comunicarse sus confidencias, especialmente acerca de sus colegas y de su actuación. Comentarios en voz baja, o rápidamente escritos, pasan de uno a otro. Físicamente contemplan desde el mismo punto de vista el escenario del Consejo. Personalmente llegan a estar mucho más ligados entre sí. Y John Morley para mí fue siempre un compañero encantador, un hombre unido al pasado, el amigo y contemporáneo de mi padre, el representante de grandes doctrinas, un protagonista en históricas controversias, un maestro de la prosa inglesa, un erudito útil, un estadista-autor, un archivo de vastos conocimientos sobre la casi totalidad de las materias de práctico interés. Fue para mí un honor y un privilegio el poder consultar y tratar con él en pie de igualdad, a través del abismo de treinta y cinco años en que su edad excedía de la mía, en aquella época de rápida sucesión de formidables y confusos acontecimientos.
Semejantes hombres no se encuentran hoy. Desde luego, no existen en la política inglesa. Yo no veo ninguna figura que se parezca o recuerde a los estadistas liberales de la época victoriana. Para hacer frente al predominio aristocrático de aquellos tiempos, un muchacho de Lancashire, hijo de un médico de Blackburn, sin favor ni fortuna, tenía necesidad de toda clase de armas intelectuales, de las mayores aptitudes, de todo, en fin, lo que la ilustración y la cortesía, la dignidad y la constancia pueden otorgar. Hoy en día, cuando «todo hombre es tan bueno como otro… o mejor», como irónicamente observaba Morley en cierta ocasión, algo hará. El predominio de los privilegiados ha pasado; pero no ha sido sustituido por el de los eminentes. Los pedestales que durante varios años permanecieron vacantes han sido ahora demolidos. Pero de todos modos el mundo sigue su marcha, y la sigue tan de prisa que son pocos los que tienen tiempo para preguntar a dónde va. A esos pocos sólo una Babel responde.
Pero en la juventud de John Morley, la corriente era clara y consciente y su flujo no tan grande que pudiese exceder del humano dominio.
En 1910 mi amigo empezó a sentir el peso de los años. Tenía entonces más de setenta, y el Departamento de la India llegó a constituir para él tan pesada carga, que ya no podía soportarla fácilmente. Se lo confió a Mr. Asquith. Sin duda, éste sabía las divergencias sobre la política exterior existentes entre Morley y Grey. Lo cierto es que asintió. Cuando me enteré sentí gran pesadumbre. Bajo tal impresión escribí al primer ministro lo siguiente:
Departamento del Interior
Octubre, 22-1910
No sin cierto recelo le escribo sobre un asunto que puede usted considerar como ajeno a mi incumbencia. Ayer hablé con Morley me pareció descubrir claramente en su estado de espíritu algo así como el sentimiento íntimo de haberse dejado ir demasiado lejos. Le enojará mucho, sin duda alguna, el saber que yo he llegado a tal conclusión, y aún mucho más el saber que se la comunico a usted. Pero lo hago porque creo firmemente que la separación absoluta de Morley del Gobierno, en esta ocasión, podría resultarnos desventajosa, y, en segundo lugar, porque le profeso profundo personal afecto, y me siento orgulloso de sentarme a su lado en el Consejo.
Por lo que oí ayer, estoy convencido de que usted podría seguir utilizando sus servicios en algún centro importante exento de deberes administrativos. Tal Departamento hállase vacante en la actualidad, pues Grew no es solamente Secretario de Colonias, sino también Secretario del Sello Privado. Me aventuraría, por lo tanto, respetuosa y encarecidamente, a sugerirle a usted la idea de invitar a Morley a permanecer con nosotros en un puesto que le relevase de la carga administrativa que encuentra tan pesada y le asociase al mismo tiempo a su Gobierno de una manera afectiva y relevante. Al Gabinete se le ahorrará una gran pérdida de consejo y distinción si usted considera posible hacer este ofrecimiento.
Puedo añadir que el canciller de Tesorería, a quien vi esta mañana, me autorizó a decirle en su nombre «que veía gran perjuicio en que Morley se apartase de nosotros en este momento».
Le ruego no tome a mal el que me dirija a usted en tal asunto. No otra cosa me ha impulsado a ello que su importancia y mi deseo constante del éxito de su administración. En ningún caso debe saber Morley que yo he escrito.
Mucho me complació saber, pocas semanas más tarde, que el traslado se había conseguido, aunque por un procedimiento distinto, y que mi venerado compañero continuaba a mi lado en su acostumbrado asiento como Lord presidente del Consejo.
La guerra extinguió la vida política de Morley. El memorándum de dimisión, que sus albaceas literarios dieron al público cinco años después de su muerte, y quince a partir de la declaración de guerra, es un documento de siempre igual y absorbente interés histórico. Obsérvase en él muchas vaguedades en cuanto a fechas y correlaciones de acontecimientos. Trátase, desde luego, de una impresión personal y parcial. Y, sin embargo, es nada menos que el más verdadero y vigoroso presentimiento que se ha tenido y que quizá se tenga jamás sobre la crisis de la guerra en el Gobierno británico. Todo está allí, y esos fragmentos tan sagazmente escogidos, tan graciosamente ordenados, son una guía mejor para la verdad de los hechos que los meticulosamente exactos, voluminosos y complejos informes que han aparecido desde numerosos sectores. En un estilo que atrae la vista fatigada por el lugar común, Morley ha revelado, en parte consciente, pero en la mayor parte inconscientemente, a la vez el divorcio del pasado que significó Armageddon y su propia inhabilidad para comprender la nueva escala y violencia del mundo moderno.
Mi frecuente e íntima amistad con él me permitió comprobar el horrible impacto que la Gran Guerra causó sobre el estadista que mejor representaba entre todos los supervivientes la Edad victoriana y la tradición gladstoniana. Descubrí que mi vecino habitaba en un mundo muy alejado de la pavorosa realidad. En tal coyuntura, su sentido histórico no le servía de guía: era más bien un estorbo. Era vano ponerse a contemplar en la lejanía la guerra de Crimea o las de 1866 y 1870, y suponer que alguna de las reacciones políticas que habían acompañado su declaración o su curso se iban a repetir ahora. Nos encontrábamos en presencia de acontecimientos que carecían de precursor o de par en la total experiencia del género humano. Esta cosa horripilante, monstruosa, de la que tanto se había hablado en susurro, se hallaba ahora sobre nosotros. Todos los más grandes ejércitos se movilizaban. Doce o catorce millones de hombres se apercibían, blandían armas de muerte y se lanzaban por todas las carreteras y ferrocarriles hacia lejanos destinos.
Morley, resuelto partidario de la neutralidad, no desde luego a toda costa sino —como a mí me lo parecía— a fatal costa de días, hallábase absorbido por ideas de negociación, por preocupaciones sobre la suerte del liberalismo y la situación de los partidos. Había gastado su vida levantando barreras contra la guerra en el Parlamento, en los distritos electores, en el espíritu nacional. Confiaba en que todos esos bastidores de la opinión pública no se derrumbarían juntos. Él era viejo, débil; pero ¿no había, fuera del Salón del Consejo, fuerzas de democracia radical bastante fuertes para hacer frente a la locura que asolaba a Europa y hasta infectaba, ¡ay!, la administración liberal, primitivamente organizada por el mismo Sir Henry Campbell-Bannerman?
Mi responsabilidad, en cambio, consistía en lograr la seguridad de que, sucediera lo que sucediera, la Flota británica estaría preparada y dispuesta en lugar y tiempo oportunos. Ello implicaba la petición al Gabinete de ciertas medidas consecutivas, según las necesidades se iban presentando. En tales circunstancias ocupábamos nuestros asientos, uno al lado del otro, hora tras hora, a través de esta ardiente semana.
La mayoría del Gabinete se inclinaba a dejar que Francia y Alemania y las demás potencias grandes y pequeñas luchasen como les pluguiese. De este modo, Morley se encontró considerado como el jefe político de una fracción que se iba formando. Pero las soluciones eran nebulosas y enmarañadas. Tratábase de Bélgica y de la fe de los Tratados. Tratábase de las indefensas costas de Francia y de la posibilidad de que la escuadra alemana, «desde nuestros propios umbrales», cañonease Calais, mientras los barcos de guerra franceses, como resultado de un tácito convenio con nosotros, se hallaban estacionados en el Mediterráneo. Morley no era doctrinario ni fanático. El argumento de «nuestros umbrales» pesaba sobre él. Ello persuadió al Gabinete. Sólo con la excepción de John Burns, que se opuso y dimitió, los demás convinieron unánimes en que debía decirse a los alemanes que no podíamos permitir su presencia en el Canal. Fue ésta una decisión de largo alcance. Desde aquel momento, también Morley estuvo en la pendiente resbaladiza. Transcurrió la semana. La Flota, silenciosamente, zarpó hacia su base septentrional. Las medidas del «Período precautorio» fueron autorizadas por el Gabinete.
«Uno de estos días —escribe Morley— golpeé el hombro de Winston mientras tomaba asiento a mi lado. “Winston —le dije—, después de todo, le hemos derrotado”. Él sonrió alegremente. Bien podía O pectora caeca!».
Pero no era a mi a quien tenía que derrotar. Era al alud, al torbellino, al temblor de tierra retumbante fuera en triple alianza. Y así, cuando más tarde me dijo que debía dimitir, le contesté que si quería esperar dos o tres días más, todo estaría claro y nosotros de completo acuerdo. Los alemanes se encargarían de llevar la tranquilidad a su conciencia. Aceptarían todas las responsabilidades y desvanecerían todas las dudas. Ya sus vanguardias, invadiendo Luxemburgo, se acercaban a la frontera belga. Nada podría disuadirlos ni desviarlos. Estaban lanzados; y la catástrofe, ahora inminente, convencería y uniría al Imperio británico como jamás había estado convencido y unido. «Ahora ya no se puede parar. Si tratasen de hacerlo se precipitarían en una completa confusión. Tienen que seguir a despecho de fronteras, tratados, advertencias, amenazas; a través de crueldades y horrores; tienen que seguir a trompicones hasta que encuentren al grueso de los ejércitos franceses y se libren las más grandes batallas de la Historia. Advierta que todos los demás están marchando también».
Ofrecí ilustrar la posición sobre el mapa, pero él tocó otro registro. «Acaso tenga usted razón, pero yo sería inútil en un Gabinete de Guerra. Si tenemos que luchar, debemos luchar con ingenua convicción. No hay puesto para mí en tales asuntos». No pude encontrar respuesta a eso, como no fuese el repetir que todo se allanaría rápidamente y que lo que iba a ocurrir en un plazo de cuarenta y ocho horas en Bélgica, y quizás en el mar del Norte, le haría apreciar las cosas de muy distinta manera. Gentilmente, casi alegremente, se retiró de entre nosotros para no estorbar con palabras ni señas a viejos amigos, ni aumentar la carga que soportaba la nación.
Sólo me es dable suponer cuál sería su actuación en el caso de que hubiese seguido mi consejo. ¿Qué efecto habrían hecho sobre aquel fuerte, animoso y autoritario espíritu la invasión de Bélgica, la resistencia de su rey y de su pueblo, la lucha de Lieja, los horrores de Lovaina? Personalmente creo que, si hubiese esperado cuarenta y ocho horas, se habría puesto con el alma y el corazón a la cabeza de sus conciudadanos. Pero al volver la vista atrás me alegro de no haber prevalecido sobre él. Fue mejor así —para su reputación y para el gran período de convicciones que encarnaba—, que fuese sólo testigo inoperante y levantase inútilmente sus manos en protesta y censura contra el diluvio inminente. El Viejo Mundo de cultura y calidad de jerarquía y tradición era digno de sus campeones. En el tormento en que perecía, no le falló su portaestandarte.
Al cabo dejaron a Morley irse solo. La presión de los acontecimientos, que yo había tratado de advertirle, pronto proporcionó razones, oportunidades y excusas bastantes a los colegas que lo habían proclamado como su mentor. Permanecieron en sus puestos con varia suerte y diferentes explicaciones, y Lloyd George se adaptó tan afortunadamente a las nuevas circunstancias, que se convirtió en el principal e inflexible propugnador de la Guerra, apóstol del «golpe demoledor» y amo indiscutido del triunfo. Fue para estos colegas apóstatas para quienes reservó Morley en su Memorándum sus más acerbas censuras. «Winston, al cual siempre miré con paternal benignidad», no fue nunca objeto de su reproche. Mucho lo celebro. Mantener intenso antagonismo con un respetado amigo en el momento de una decisión suprema y no perder ni su amistad ni su comprensión, proporciona duraderos elementos de consuelo cuando uno vuelve la vista atrás a lo largo del prolongado, fatigoso sendero de la vida.
Morley alcanzó el prestigio y la ancianidad en un mundo brillante y lleno de esperanzas. Vivió para ver a aquel mundo hecho pedazos y sus esperanzas rotas y su riqueza disipada. Vivió para ver el temido Armageddon (la visión colérica de esta guerra horrible), «las naciones lanzadas una contra otra en la más grande, la más devastadora y acaso la más feroz de todas las humanas querellas».
Vivió para ver hecho pedazos todo aquello en que creyó, todo aquello por lo que se afanó. Sufrió el cataclismo del hierro y del fuego; pero también sobrevivió para ver la isla por él tan amada emerger de nuevo victoriosa de la prueba suprema. Vivió aún para darse cuenta de los inmensos, fascinadores, aunque misteriosos e incontables retoños que por doquiera brotan entre las ruinas de las organizaciones que él había conocido.