La vida de Lord Ypres, más conocido por Sir John French, fue consagrada a un solo propósito, que logró, superando sus más ambiciosos sueños. Pero, como casi siempre ocurre, la realización de sus ambiciones le produjo desilusión. Mandar un gran ejército inglés en una guerra europea fue la misión anhelada y perseguida a través de una larga, azarosa carrera. Jamás un ensueño pudo parecer más vacío de realidad. Pocas cosas parecían más improbables que la repetición de los días de Marlborough y de Wellington y que las escasas fuerzas terrestres británicas del siglo XIX llegasen jamás a poner el pie en el continente cuyas huestes reclutadas en servicio obligatorio se contaban por muchos millones. Fue uno de esos acontecimientos que son increíbles hasta que suceden.
Desde un principio French fue destinado a la Armada; pero su incapacidad física para soportar el vértigo, era fatal para la carrera de un guardiamarina en una época en que los barcos de vela eran todavía corrientes. Fue pronto trasladado a un regimiento de húsares, y en el curso de los años, en vísperas de la guerra sudafricana, French era considerado como el mejor caudillo de Caballería del Ejército. El envío de una fuerza expedicionaria al Cabo lo vio a la cabeza de aquella Arma al comienzo de una guerra en que casi todo dependía de los jinetes.
Fue en este período cuando por primera vez me puse en contacto con él. Acaso la expresión de «ponerse en contacto» resulte exagerada, pues aún tardamos diez años en tratarnos personalmente. Como muchos otros generales de aquel tiempo, French me aborrecía. Yo encarnaba aquella híbrida combinación de oficial subalterno y corresponsal de guerra muy leído que no tenía nada de particular que fuera odiosa a la mentalidad militar. Un joven teniente corriendo de una campaña a otra, discutiendo los grandes asuntos de política y de guerra con completa seguridad y considerable aceptación, distribuyendo alabanzas y censuras entre los veteranos, aparentemente inmune a los reglamentos y prácticas, acumulando experiencia bélica y medallas en todo el tiempo…, no era un tipo para ser estimulado o multiplicado.
Pero a estos generales prejuicios se asociaba una antipatía personal. Mi antiguo coronel, el general Brabazon, se consideró en un tiempo como el rival de French en el mundo de la Caballería. Aunque ya en la reserva algunos años antes de que la guerra sudafricana empezase, había recibido el mando de una brigada y servido a las órdenes de French en las difíciles operaciones en torno a Colesberg en el invierno de 1899. French era severo y exigente. Brabazon, de mucha más edad que él, más antiguo en el Ejército, era persona de gran terquedad e indiscretamente habladora. Empezaron los rozamientos, las querellas; algunas de las expresiones mordaces de Brabazon terminaron por ser llevadas maliciosamente a oídos de French. Brabazon fue privado de su brigada y enviado a languidecer en el mando de las milicias provinciales. Se supo que yo simpatizaba con mi antiguo jefe y que era su amigo íntimo. Quedé, pues, inscrito en la zona de estas considerables hostilidades.
Aunque estuve agregado a la columna de French en muchas marchas y escaramuzas, y tenía intimidad con varios oficiales de su Estado Mayor, French ignoraba completamente mi existencia y no me mostraba la menor señal de cortesía o benevolencia. Lo sentía, pues mi admiración era grande por todo lo que había oído decir de su hábil defensa del frente de Colesberg y de su fogosa carga sobre las líneas boers para auxiliar a Kimberley, y me sentía atraído por esta gallarda y marcial figura sobre la cual caían entonces los resplandores de una creciente fama. Sin embargo, yo tuve mi propia tarea que realizar.
El entumecimiento resultante de este hielo sudafricano no desapareció hasta el otoño de 1908. Asistí entonces a unas importantes maniobras de Caballería dirigidas por French en Wiltshire. Era entonces reconocido como nuestro caudillo en caso de una guerra. Yo era ministro en un Gobierno de copiosa mayoría y asegurada duración. Envió un oficial para proponer una entrevista. Llegamos ambos casi al mismo tiempo. Empezó entonces, casi desde nuestra primera conversación, una amistad que continuó segura y viva a través de los violentos vaivenes que los últimos diez años iban a provocar.
La tensión creciente de la situación europea se ocultaba a la vista pública con suaves celajes de paz y vulgaridad. Pero el firme crecimiento de la Marina alemana empezó a producir profunda inquietud en zonas cada vez más extensas del Imperio británico.
Desde la Conferencia de Algeciras en 1905, siempre habían existido entre los Estados Mayores Generales franceses y británicos relaciones técnicas, declaradas ajenas a la política. Lo mismo Sir John French que yo estábamos perfectamente enterados de estos asuntos secretos. Por tanto, y en términos de exclusiva confidencia, discutimos en libertad sobre el futuro y su potente amenaza. Después de la crisis de Agadir de 1911 fui designado para el Almirantazgo con el expreso propósito de elevar al máximo grado de prontitud nuestras precauciones navales y —aunque en menor importancia— para establecer una cooperación eficaz entre el Almirantazgo y el Ministerio de la Guerra que permitiese el transporte a Francia, en determinadas contingencias, de todo el Ejército inglés. Cuando, cerca de un año más tarde, French llegó a ser jefe del Estado Mayor General del Imperio, nuestra colaboración en graves materias se convirtió en el núcleo de una cordial y activa amistad personal. Cambiábamos mutuamente todas las informaciones que nuestros respectivos departamentos nos proporcionaban. French fue repetidamente mi invitado a bordo del yate del Almirantazgo Enchantress en las maniobras, ejercicios e importantes prácticas de artillería de la Flota. Discutíamos todos los aspectos que era posible concebir entonces en una posible guerra entre Francia y Alemania, así como la intervención inglesa por mar o por tierra.
Recuerdo la anécdota que refería acerca del trato por él recibido en las maniobras de Caballería alemana en 1913. Una vez terminado el marcial despliegue de veintenas de escuadrones galopando y girando en torbellino, el Kaiser lo invitó a almorzar. Y entonces, aprovechándose de su posición de soberano, mariscal y anfitrión, Guillermo II creyó oportuno decirle: «¡Habéis visto cuán larga es mi espada; podéis encontrar que es lo mismo de cortante!». French, servidor de un gobierno parlamentario, no pudo hacer otra cosa que recibir este exabrupto en silencio. Era un hombre colérico y le costó gran trabajo dominarse.
La cuestión irlandesa hacía entonces mella en la escena política. El Gobierno liberal proseguía, entre violentas luchas de partido, su política de autonomía irlandesa. Y el Ulster protestante se preparaba a oponerse por la fuerza armada a su exclusión del Reino Unido. En cierto momento llegó a creerse que varios puestos y polvorines militares estaba en peligro de caer en manos de los insurgentes. Se propuso reforzar la guarnición del Ulster con importantes fuerzas imperiales llevadas del Sur de Irlanda. De ello resultó lo que ha sido llamado el «motín de Curragh». Los oficiales, creyendo erróneamente que se les ordenaba dirigir sus tropas contra los ulsterianos, con quienes estaban todas sus simpatías personales y políticas, solicitaron en gran número su separación del servicio. Los soldados, desde luego, se pusieron al lado de sus oficiales. Una violenta brecha se abrió entre el Gobierno y el Ejército. French, dominado por sus preocupaciones europeas, se había mantenido inquebrantablemente al lado del Gobierno y de su secretario de Estado, el coronel Seely. Remitió la crisis tan pronto como ambas partes se dieron cuenta de su horrible carácter. Pero el secretario de Estado, envuelto en las mallas de la disputa, dimitió, y el jefe del Estado Mayor Imperial, gravemente afectado en opinión de sus colegas militares, se sintió obligado a seguirle. Esto sucedía a fines de mayo de 1914.
El porvenir se presentaba ahora para French completamente cerrado. No es frecuente que un soldado recobre su más alta posición en tiempo de paz. La vacante es ocupada; los menores boquetes se tapan rápidamente; un nuevo hombre gobierna; nuevas lealtades se crean. Y existía, además, una enconada corriente de prejuicio militar entre los oficiales superiores contra un general que se había identificado tan completamente con la administración liberal. Hallábase extendida en todos los círculos influyentes la creencia de que no deseaba ulteriores mandos; que estaba cansado y que no estaba en armonía con los sentimientos del Ejército. Tenía entonces cerca de sesenta años. Aquello fue su nadir.
Por este tiempo y entre estas erupciones políticas, preparaba yo el ensayo de movilización de la Flota, que había sido fijado para mediados de julio de 1914. Jamás hasta entonces había sido totalmente movilizada la Escuadra, y yo convencí a mis asesores del Almirantazgo de que una revista práctica de maquinaria y procedimiento sería de más valor para la Armada que las ordinarias y extensas maniobras en el mar. Había estado inspeccionando las grandes obras de los astilleros del Tyne, y le rogué a French que me acompañase. Al principio de julio cruzábamos la costa oriental, visitando varios establecimientos navales en nuestro camino a Portsmouth, donde los ocho escuadrones de la Flota de Batalla, sesenta y cuatro buques de guerra con sus cruceros y flotillas, se estaban ya concentrando. Durante una semana estuvimos solos, fuera de algunos pocos oficiales jóvenes. El general estaba desolado. Mostrábase seguro de que su carrera militar tocaba a su fin. Lleno de fuego y vigor, veíase constreñido a contemplar ante sí largos, vacíos años de ociosidad y retiro. ¡Si al fin llegara la guerra, lo encontraría encallado en los bajíos! Pero todo ello lo sobrellevaba con gran dignidad, y su excelente carácter y su gran sencillez se destacaban serenamente. Recuerdo que saltamos a tierra, de una canoa, una mañana antes de romper el día para observar los primeros ensayos de un aeroplano circular en cuya construcción un joven amigo mío, Sir Archibald Sinclair, había gastado mucho dinero. Recuerdo también los largos paseos con el general arriba y abajo por la explanada de Deal. Mi impresión de French, a pesar de toda su compostura, era la de que se trataba de un hombre abrumado.
¡Observad ahora cuán rápidamente puede la Fortuna cambiar la escena y dar luz a la batería! Quince días después de este melancólico viaje, Sir John French realizaba su sueño favorito. Era generalísimo el mejor y más grande Ejército que jamás había enviado Gran Bretaña al extranjero, y ello al empezar la mayor guerra que jamás habían reñido los hombres. Cuando le volví a ver fue en el crítico y trascendental Consejo del 15 de agosto de 1914, en el que, habiendo sido declarada la guerra de Alemania, se decidió enviar a Francia las fuerzas expedicionarias, íntegras, bajo su mando. Y diez días más tarde, una vez realizada segura y puntualmente por el Almirantazgo esta gran operación, vino solemne, radiante y con brillantes ojos a despedirse de mí antes de embarcar en el rápido buque que lo esperaba en Dover. ¡Pero el fin de la guerra es triste!
French era soldado por naturaleza. Aunque careciese de la capacidad natural de Haig y hasta quizá de su inagotable resistencia, tenía una visión militar más profunda. No era igual a Haig en precisión o en detalle; pero tenía más imaginación, y jamás habría expuesto al Ejército inglés a una tan larga y continuada serie de matanzas.
El primer choque de la guerra fue dramático hasta el más alto grado de intensidad. Sir John French riñó muy pronto con el general Lanrezac, que mandaba el Quinto Ejército francés, el más avanzado hacia la izquierda. Lanrezac era un oficial de mérito, un maestro de la ciencia militar en la más alta escala. Durante años había sido profesor en la Escuela de Estado Mayor de Francia. Era uno de esos franceses que sienten una aversión casi física, nacida de siglos de tradición, por los ingleses. Experimentaba desdén por el Cuartel General británico y consideraba como un favor que se permitiese a su débil Ejército venir a ayudar a Francia. Sus maneras, no sólo para con sus aliados, sino para con su propio Estado Mayor, eran odiosas y lo condujeron rápidamente a la ruina. Sin embargo, Lanrezac, desde el principio mismo, se percató de la locura del «Plan XVII» de Joffre. Vio el enorme movimiento hacia la derecha que realizaban los alemanes a través de Bélgica y lo juzgó avasallador. Sus mapas reservados acusaban día tras día el desarrollo de esta prodigiosa operación envolvente. Clamó a voces e incesantemente ante el Gran Cuartel General desde la primera semana de agosto que su Ejército debería moverse hacia el Sambre y el Mosa y ser reforzado hasta el extremo posible. Al fin se le permitió dirigirse hacia el Norte y emprendió la marcha con sus tropas durante una semana. Llegó a las proximidades de Charleroi. Aquí puso su ala izquierda en contacto con los ingleses y se mantuvo con ellos en el camino de la invasión de Bélgica contra una superioridad numérica de dos a uno.
Sir John French, que también alcanzaba aquella zona a marchas forzadas, no tenía otro pensamiento que cooperar con él. El general Spears, entonces teniente, nos ha ilustrado sobre este escenario en su brillante obra Liaision 1914. El generalísimo inglés fue a ofrecer sus respetos al Alto Mando del Quinto Ejército. El francés que hablaba French representaba el límite del esfuerzo británico en esa lengua. En armonía con la moda inglesa del siglo XVIII, pronunciaba las palabras francesas del más brutal modo inglés. Solía llamar «Compiayny» a la confluencia del «Yny» y del «Weeze». En este momento era punto de importancia estratégica el paso del Mosa en Huy. Sir John inició la conversación de cumplido preguntando si Lanrezac creía que los alemanes tratarían de forzar el Mosa en Huy. Huy era uno de los peores nombres que pudo haber intentado pronunciar. ¡Indica Spears que «Huy» puede lograrse imitando simplemente un silbido! Sir John lanzó un «Hoy». Lanrezac, agobiado por su profundo conocimiento de la situación general, no pudo evitar su desprecio ante tan grosera ignorancia. Cuando la pregunta de Sir John le fue al cabo traducida en términos inteligibles, replicó de manera insultante: «Oh, no; los alemanes vienen al Mosa sólo a coger peces». Sir John, que tenía muchos años de servicio activo y mandaba cinco Divisiones de Infantería y una de Caballería, todas ellas de soldados profesionales, comprendió en seguida que estaba siendo tratado con rudeza. En estas condiciones, y uno al lado de otro, fueron reñidas por los dos generales las extensas e importantes batallas de Charleroi.
El peso de las masas alemanas en una región tan quebrada y fragosa, donde la artillería francesa sólo podía desempeñar un pequeño papel, hundió el frente del Quinto Ejército. Lanrezac, con clarividente comprensión, ordenó una inmediata y continua retirada. Que salvó la situación por esta retirada, es incuestionable; pero también lo es que el Ejército expedicionario británico pudo muy bien haber sido copado o destruido. Los ingleses, que se habían mantenido con tesón en la batalla de Mons, se encontraron en peligro de ser desbordados por ambos flancos. Sir John French nos ha dicho ingenuamente en sus Memorias que sintió por un momento la tentación de lanzarse contra Maubeuge con la esperanza de poder restaurar el frente. A lo lejos se erguía la fortaleza con sus circulares aproches de alambradas y trincheras. Sir John nos refiere que le disuadió de su propósito el recuerdo de una frase de Hamlet: «El jefe de un ejército en retirada que se encierra en una fortaleza, procede como aquel que cuando el navío zozobra se agarra al ancla». En realidad, nunca consideró en serio el dar tan absurdo paso. Al contrario, tan pronto le fue posible se dirigió hacia París. Las órdenes que tenía de su país lo hacían independiente y le animaban, en caso de duda, a buscar la costa. Se daba cuenta de que mandaba el único cuerpo de tropas entrenadas que poseía el Imperio, y de que si se perdían, desaparecería el núcleo para la formación de nuevos ejércitos. Sin embargo, se adaptó lo mejor que pudo a la retirada francesa y avanzó entre la confusión de las tropas en un movimiento de giro a la derecha para librar la batalla que salvase a París. Quería conservar el Ejército inglés en disposición de realizar este último esfuerzo.
Llegado a las cercanías de París, impresionado por la suerte inminente de la capital, instó a Joffre a la resistencia y a la lucha y prometió hacer lo mismo. Ésta era también la intención de Joffre, pero el día y el sitio no estaban aún decididos. Sir John recibió una negativa rotunda, y varias lejanas localidades al Sur del Sena se le señalaron por el C. G. F. como sitios a los cuales debía retirarse el Ejército británico. Ni siquiera se le dijo: «Estamos buscando la ocasión». Luego, cuando llegó el momento escogido por Joffre o impuesto a éste por Gallieni, gobernador de París, el Ejército inglés fue súbitamente instado a regresar. Sir John French no desechó inmediatamente la convicción de que los Ejércitos franceses se estaban retirando detrás de París habiendo decidido no mantener su defensa. Todo lo que podemos decir, es «¡No importa!». Por este tiempo, Lanrezac, que había reñido una dura batalla en Guisa y conducido su propia retirada con celeridad y acierto, fue removido del mando con general consenso, podría decirse. Se fue a casa con su alta concepción estratégica, sus malas maneras y sus agravios.
Entonces vino algo desordenado, pero no menos magnífico: el segundo gran esfuerzo de Francia. Ésta fue la decisiva batalla del Marne, así llamada aunque se extendía desde París a Verdún y llevaba al recodo de Nancy, en un frente de más de 250 millas. Una vez convencido de la resolución de Joffre, Sir John, que había recibido refuerzos de Inglaterra, se lanzó hacia delante en rápido giro. Así sucedió que el Ejército inglés pudo precipitarse en el boquete que se había abierto entre los dos Ejércitos de la enorme ala derecha alemana. El avance del Ejército inglés a través del Marne y dentro de esta brecha, decidió la inmensa batalla que salvó a París. Con una lucha relativamente pequeña, el ala derecha alemana fue penetrada y toda la línea de ejércitos invasores retrocedió treinta millas hacia posiciones defensivas. Fue éste uno de los principales acontecimientos de toda la Historia, y Sir John tiene títulos para participar de su gloria.
Siguió después la «carrera al mar». Habíamos conseguido del Gobierno francés el traslado de nuestro Ejército, que, continuamente incrementado, contaba ahora siete u ocho Divisiones y numerosa Caballería, al flanco del mar. Hemos oído decir a algunos de los mejores generales franceses (especialmente al general Buat, después jefe del Estado Mayor general francés) que con un poco más de audacia para lanzar hacia delante el ala izquierda francesa, se habría arrojado a los alemanes de gran parte de sus conquistas. En este sentido resultaba de gran importancia la retención de Amberes; pues, entonces, la línea podría asentarse sobre los puntos Amberes-Gante-Lila. Sir John French tuvo empeño en que así se hiciese y se esforzó en conseguirlo. Partiendo de las cercanías de Saint-Omer avanzó hacia Armentières e Ypres. Pero los alemanes tenían preparado su contragolpe. Cuatro Cuerpos de Ejército de reserva, compuestos de jóvenes, pero no inexpertos voluntarios, fuertemente encuadrados, fueron arrojados frente al avance inglés. Sir John, dentro de la más exacta concepción de la guerra, corría ahora tremendo riesgo. Distendió su frente hasta un desesperado límite. Con su ala derecha luchaba en Armentières, con la izquierda trataba de abrirse paso hacia Menin. Una serie de tremendos, penosos combates, fueron su consecuencia. Hubo momentos en que nos vimos reducidos tan sólo a una línea de bocas de fusil mantenida por hombres aguerridos y de baterías exhaustas de municiones. Pero la línea demostró ser impenetrable y los cuatro bisoños Cuerpos de Ejércitos alemanes mordieron el polvo. Esta horrible lucha debe figurar en los anales del Ejército inglés. Y nadie, si los generales pueden poner algo en las batallas modernas, puso más que el generalísimo británico.
Un invierno benigno descendió sobre el torturado frente y el agotamiento paralizó a ambos ejércitos en sus bélicas trincheras. El supremo episodio de la vida de French había concluido. El resto de su mando fue consumido en vanos intentos para romper la acerada barrera de alambre, ametralladoras y artillería, sin el número ni los aparatos necesarios para una ofensiva. En marzo (1915), Foch perdió cien mil franceses en el Artois. Sir John, en abril y mayo, perdió veinte mil ingleses en Neuve-Chapelle y Festubert. Pero su desastre fulminante fue la batalla de Loos. A ella fue Sir John French forzado por Joffre. Iba a hacer pareja en el Norte con el ataque de cincuenta Divisiones francesas en Champaña.
Yo había intimado con French en el curso del año y siempre trabajé para que las cosas fueran lo mejor posible entre él y Kitchener. Le rogué que no accediese a la ofensiva de otoño de 1915. Su opinión seguía siendo la misma. Me opuse a la batalla en el seno del Gabinete, hasta que fui excluido de él. No había medio de romper el frente fortificado alemán hasta que tuviésemos abrumadora cantidad de cañones pesados, masas de obuses, una gran superioridad de infantería y, desde luego, la máquina imprescindible para aquel empeño: el tanque. Pero nada prevaleció contra la tenacidad de Joffre y la apreciación del Estado Mayor francés. Pérdidas brutales, que se elevaron quizás a un cuarto de millón de bajas, fueron sufridas en la última quincena de setiembre por los franceses, y en su proporción correspondiente, por los ingleses. Dentro de mis escasos medios, traté de evitarlo. Le advertí a Sir John French que la nueva batalla podía serle fatal. Era imposible que tuviese éxito y él resultaría la cabeza de turco de las insanas esperanzas frustradas. Y así sucedió.
Después de estos desastres de 1915, estábamos metidos de lleno en la guerra. El Gobierno británico tomó la decisión de abandonar los Dardanelos. Yo había dimitido mi puesto en el Consejo de Guerra y partí a reunirme en Francia con mi regimiento de Caballería de la milicia voluntaria. Los ministros que resignan su cargo son siempre censurados; los que no pueden explicar las razones que les asisten para ello son invariablemente condenados. Para mí era realmente imposible intentar una explicación en aquella coyuntura. Crucé el Canal en el barco de los militares con permiso, estudiando la abigarrada muchedumbre compuesta de hombres de todos los regimientos del Ejército de regreso a las trincheras. Hacía tiempo que no sabía de French. Yo había sido, como lo tengo dicho, un severo crítico de la batalla de Loos. Sabía que se hallaba dolido por mi resuelta desaprobación en Consejo de este plan al cual había sido instigado por el Alto Mando francés. No lo lamentaba. Cuando habéis alcanzado el límite de la suerte, no es un sentimiento desagradable veros llegar al fondo. Sin embargo, cuando el barco atracó al muelle de Boulogne, y franqueada la pasarela pusimos pie en el atormentado suelo de Francia, el oficial al servicio del desembarco me dijo: «Tenemos órdenes para que usted vaya a ver al generalísimo, y aquí hay un auto del Gran Cuartel General».
Pocas horas más tarde comía con Sir John French en el castillo de Blondecq, donde, a la sazón, residía. Todos los que no hayan servido en la Gran Guerra, o por lo menos en el Ejército, comprenderán apenas los enormes abismos que escalonadamente y de arriba abajo se abren entre un oficial de complemento y el general en jefe de muchos Cuerpos de Ejército. French los hizo desaparecer todos. Me trató como si yo continuara siendo primer Lord del Almirantazgo y hubiese venido de nuevo a conferencias con él acerca del porvenir de la guerra.
Después de esto, me habló de su propia situación. «Estoy fondeado con un ancla sola», me dijo. Me describió las varias presiones que se estaban ejerciendo sobre él para que resignase el mando sin la menor protesta. (En Inglaterra se hacen usualmente considerables esfuerzos para conseguir que aparezcan como espontáneas cosas entre las cuales ya se ha decidido). Mientras permanecí en el Gabinete no llegué a conocer que el proceso estuviera tan avanzado; pero al oír al general me di cuenta exacta de la situación.
Cierro este capítulo con la descripción de su último día de generalísimo. Me trajo del frente y juntos fuimos en automóvil durante las horas del día de ejército a ejército, de Cuerpo a Cuerpo. Entró en todos los cuarteles y se despidió de todos los generales. Yo le esperaba en el coche, como personaje desprovisto de toda representación oficial. Almorzamos en una choza arruinada las vituallas que, excelentemente combinadas, una cestilla contenía. Era agudo su pesar, por tener que ceder su alto mando. Hubiera preferido entregar antes su vida. Tenía, no obstante, una creencia firme en la inmortalidad del alma: si estuvieseis mirando sobre el parapeto, pensaba, y una bala os atravesase el cráneo, todo lo más que podría sucederos es que ya no pudieseis comunicar con vuestros semejantes y camaradas, pero estaríais allí; sabiendo (o quizá sólo viendo) todo lo que pasaba; formando vuestras ideas y vuestros deseos, aunque totalmente incapaces de comunicarlos. Lo lamentaríais en tanto estuvieseis interesados en los asuntos terrenales. Después de cierto tiempo vuestro centro de interés cambiaría.
Estaba seguro de que habían de lucir para todos nuevas auroras; mejores, más brillantes, más lejanas.
Sin embargo, si al mirar sobre el parapeto lo hacíais de propósito muy mal, os habríais de ver en el nuevo mundo.
Llovió incesantemente todo el día, y esta conversación quedó impresa en mi memoria.