JOSEPH CHAMBERLAIN

Es una nota característica de los grandes hombres la de causar duradera impresión en las personas a quienes han tratado. Otra es que las cuestiones en que intervinieron durante su vida conservan a través del curso de los acontecimientos posteriores el sello de su personalidad. Treinta años han pasado desde que Chamberlain era aún capaz de expresarse en público, casi veinticinco han transcurrido desde que reposa en su sepulcro, y, sin embargo, ha resistido victoriosamente ambas difíciles pruebas. Quienes le han conocido en sus días de juventud y madurez tienen viva su penetrante impresión, y todos nuestros asuntos británicos están en la actualidad enlazados con sus actuaciones, transidos por ellas o en ellas inspirados. Encendió faros que alumbran todavía; hizo sonar dianas cuyos ecos aún llaman obstinadamente soldados a la palestra. Las controversias de carácter fundamental sostenidas por Chamberlain repercuten todavía vivaces no sólo en Inglaterra, sino en todo el mundo político de nuestros días. El ímpetu que dio al sentido de Imperio en nuestro país, y aún más por el reflejo, a través del mundo entero, marca profunda huella en las páginas de su Historia.

Su biógrafo, Mr. Garvin, ha dedicado a esta tarea el fruto de sus pensamientos durante diez años. Se dio clara cuenta de la responsabilidad que le incumbía como historiador personal de un hombre notable cuyos anales se iban a confiar a sus manos. Aunque admirador ardiente de «Joe[5]» Chamberlain y un batallador en pro de su causa, Mr. Garvin supo elevarse por encima de las querellas de partido y de los rencores de las pasiones, y ha hecho surgir ante nosotros con la mayor buena fe y el mejor buen deseo un relato monumental de la vida y época del héroe. Es evidente que ha producido una obra ejemplar que todo estudioso del último período Victoriano debe tratar no sólo de leer, sino de conservar en los estantes de su biblioteca[6].

Se formó Chamberlain en Birmingham en una época en que el mundo político era un dominio bien defendido de las aristocracias Whig y Tory en Inglaterra y de sus similares en otras naciones. Revelóse como el primer introductor de la nueva democracia en aquellos selectos pero accesibles círculos. Todas las actividades de su juventud tuvieron como escenario su ciudad natal. Allí tuvo que aquistarse sus medios de vida, establecer sus negocios, abrirse paso. A los cuarenta años logró un puesto en la Cámara de los Comunes. Careció de los caminos fáciles que proporciona la influencia familiar o las preferencias de clase. Tuvo que conquistar por sí mismo y paso a paso las posiciones, ganándolas en lucha contra las innumerables envidias locales que surgen desde los primeros éxitos. Eligió el campo y las armas para el combate. El radicalismo fue su caballo de batalla; la política municipal, el acicate que le permitió sostenerse en su montura. Alcalde de Birmingham, árbitro de sus necesidades locales; un superalcalde, proveyendo a las exigencias de gas y de agua, de baños públicos y lavaderos, a todos los proyectos de mejoras urbanas; mucho más eficaz que sus colegas; vencedor de todos sus antagonistas; el pez más gordo, en fin y seguramente el más voraz de un estanque relativamente pequeño.

La carrera de este hombre eminente, propulsor enérgico de movimientos mundiales, puede dividirse en dos partes: el período durante el cual luchó por abrirse paso hasta alcanzar el escenario del mundo y aquél en que actuó desde él. En el primero fue un radical implacable y, a poco que lo excitaseis, un republicano; en el segundo fue un conservador patriótico constructor del Imperio. Todo ello natural y sinceramente derivado de los primeros impulsos y de los elementos circundantes que influyeron sobre un ser excepcional en las diferentes fases de su vida.

Y así tenemos al Chamberlain alcalde radical —mucho peor que cualquier perverso socialista de nuestros días— preguntando si le sería dable consentir en ocupar como alcalde el carruaje que recibió al príncipe de Gales (después Eduardo VII) en su visita a Birmingham; y el Chamberlain que popularizó o difundió la concepción de un vasto imperio cuyo centro principal había de radicar en el círculo de la Corona. Y así tenemos a Chamberlain defensor competentísimo, convencidísimo y penetrante del librecambio; y al Chamberlain que encendió la antorcha de la reforma arancelaria y del impuesto de consumos. Una fuerza inmensa actuando con toda sinceridad lo condujo a través de diferentes fases en opuestas direcciones. He aquí un espléndido cambio de color: primero negro, después blanco; o, en términos políticos, primero rojo subido, después pálido azul.

Es imposible medir el caudal de energía gastado por hombres y mujeres de superior calidad en su lucha por alcanzar un verdadero nivel que les pertenece, antes de que empiecen a desempeñar en el mundo el papel que les corresponde. Puede decirse que el sesenta o acaso el setenta por ciento de su total rendimiento tienen que gastarlo en una lucha sin más objeto que el de alcanzar el campo de batalla. Recuerdo haberle oído un día, con ocasión del conflicto arancelario de 1904, a Sir Michael Hicks Beach, caballero tory de la más alta intelectualidad, que consumió su vida en el servicio del Estado, siendo durante treinta años ministro de la Corona: «Ya era yo imperialista cuando la política de Mr. Chamberlain no iba más allá de Birmingham». Era verdad; en lo que concierne al principio de la contienda, era justo; pero Chamberlain no tenía la culpa de alcanzar los puntos de mira del mando en la madurez de su vida. Tuvo el propósito de llegar a ellos en todo tiempo, pero la ruta fue larga y cada paso estorbado por nuevos obstáculos.

La relación empieza con la historia de Joe el Radical. Vemos a este robusto, agresivo y viril campeón del cambio subversivo adelantándose a dar la batalla contra todas las venerables y aceptadas instituciones de la época victoriana. Le vemos combatir tan pronto esgrimiendo una tizona tan pronto un garrote, para lograr el establecimiento de nuevos niveles para la ascensión social y política de la masa popular. En su lucha no se arredra ante nada ni esquiva ningún antagonista. La monarquía, la Iglesia, la aristocracia, la Cámara de los Lores, el partido agrario, la sociedad de Londres, la franquicia limitada, los grandes intereses y las privilegiadas profesiones: a todo le llega la vez de servirle de blanco.

Pero no se trataba de una campaña de mera demagogia, de gritos y amenazas, de palabrería y empellones. Era el esfuerzo arduo, frío, profundamente consciente de un hombre que, aunque elevado sobre las masas por una educación superior y una renta adecuada, se da perfecta cuenta de la vida del pueblo, de las presiones que lo oprimen, de las injusticias y desigualdades que incuban el rencor en su pecho, de los apetitos y las aspiraciones a que suele responder; y que, con resolución cordial, se ofreció a las masas populares como su guía al que nada podía intimidar.

Consciente o inconscientemente se había preparado para esta aventura mediante dos distintas clases de ejercicios y experiencias, cada una de las cuales ha servido a menudo a otros hombres como una carrera completa por sí misma. Había logrado fundar, con la desenvuelta sagacidad que estima la competencia en los negocios, y en contra de todos sus rivales domésticos y extraños, una nueva y considerable industria capaz de proporcionarle medios de vida sin tener que recurrir al favor o a la protección. El éxito de su negocio fue tan firme, brillante y tenaz como los tornillos que fabricaba. Y después de treinta años de trabajo como fabricante de tornillos de Birmingham, le fue dable retirarse de la firma «Chamberlain y Nettlefold» con 120 000 libras de capital bien ganado. El dinero ya no le interesó más. Había logrado liberarse de su propio esfuerzo. En lo sucesivo hallábase revestido de una armadura completa de independencia y podía mirar cara a cara a los más poderosos de la Tierra. Nada es más característico en la vida de Chamberlain que la mesura de sus pasos de avance hacia más dilatados objetivos. Siempre volvía la mirada con orgullo hacia sus tiempos de fabricante de tornillos. Cuando fue a Oldham para hablar en mi apoyo en el período álgido de las elecciones «Kaki» de 1900, me dijo guiñando los ojos: «La primera vez que vine aquí fue para venderles tornillos».

Pero la segunda fase fue también preparatoria. Conocía Birmingham como ciudadano y fabricante. Llegó a ser jefe civil. Jamás la administración local inglesa se vio enaltecida por más excelso funcionario. «Con la ayuda de Dios —solía decir—, la ciudad llegará a no conocerse a sí misma». La urbanización de los suburbios, el regalo inapreciable del agua potable, el calor y la luz del gas produjeron en la población rápidos efectos. La mortalidad en muchas calles descendió en pocos años. En junio de 1876 podía escribir: «La ciudad será dotada de parques, pavimentación, mercados, tarifas, gas y agua, y progresará… : todo como resultado de tres años de trabajo activo».

Estas grandes proezas de fundar una eficaz industria británica y de regenerar a Birmingham estaban ya logradas al cumplir Chamberlain los cuarenta años. A pesar de la fricción inevitable que acarrea toda audaz empresa industrial y toda enérgica reforma, la solidez y perfección de su obra en esos dos diferentes campos causó impresión profunda en la ciudad por él tan querida. Birmingham le siguió a través de todos los escollos y todas las sirtes de la política. La ciudad se reía de todas las acusaciones de inconsecuencia y cambiaba su propia lealtad y sus objetivos a la voz de mando de su hijo predilecto.

Desde su entrada en la vida política municipal y nacional en 1870 hasta su muerte en la víspera de la Gran Guerra —un período de más de cuarenta años—, la fidelidad de Birmingham no se quebró jamás. Su palabra era ley. En él sus ciudadanos no veían más que a su jefe, lo mismo fuese radical extremista que jingo apasionado, librecambista que proteccionista; galvanizador del liberalismo o su destructor; colega de Gladstone o su más mortal adversario; lo mismo en días de paz que de guerra. Y al morir transmitió su poder como en sucesión hereditaria a algunos de sus hijos, que lo han ejercido hasta hoy en su nombre. Trátase de una marca sin precedente en la vida política de una de nuestras más grandes ciudades. Hizo posibles en las atestadas calles, ruidosas fábricas y suburbios de Birmingham aquellos casos de inquebrantable adhesión que hasta entonces sólo habían crecido en los valles de la Alta Tierra escocesa. El romance del feudalismo y el principio hereditario fueron reproducidos con nuevos atavíos en torno a la persona de un jefe político que había tratado de abolirlos.

A los cuarenta y nueve años, Chamberlain se asomó al umbral de un cambio completo. Su visión de nuestra vida nacional que, aunque siempre intensa, había sido hasta entonces estrecha y corta, se ensanchó y se alargó; y le hizo posible percibir que el desarrollo inexorable de los acontecimientos se había mostrado contrario a los anhelos expectantes de su juventud y de sus comienzos políticos. El resto de su vida hubo de ser gastado en la lucha contra las fuerzas que tan ampliamente había contribuido a poner en acción. En 1870 había combatido ardientemente el proyecto de ley de enseñanza de Forster. Rechazado por la Iglesia y por Gladstone al mismo tiempo, vivió lo bastante para defender —con repugnancia, sin duda— el acta de enseñanza de Balfour, en 1902, que estableció en definitiva la educación sectaria como un elemento vital de la vida inglesa. Creyó en su primera fase que la monarquía británica tenía sus días contados; vivió para verla convertida en el broche de la estructura total del Imperio a cuya edificación dedicó los últimos años de su existencia. Como presidente del «Board of Trade» formuló las más conspicuas condenaciones contra la Protección y el impuesto sobre artículos alimenticios que jamás se han oído; pero su memoria quedará unida a su adopción.

En más amplias esferas, su política condujo a resultados que no había previsto. Fue el promotor de los acontecimientos que provocaron la guerra sudafricana, y hay quien dice que esa guerra inauguró la era de armamentos y violencia que desembocó últimamente en la suprema catástrofe. Fue un precursor en la denegación de la autonomía irlandesa, con el resultado de que una generación después se llegó a un acuerdo en términos ante los cuales el mismo Gladstone retrocedería y tras episodios de los más odiosos en memoria viviente.

Le será difícil a la generación actual darse cuenta de la parte abrumadora que jugó el conflicto autonómico en la vida de sus padres y abuelos. La rebelde Irlanda, que ahora vemos simplemente como una reunión de condados de deficiente cultivo agrícola, ajena al desarrollo de los asuntos británicos, llegó en los años 1880 a 1890 a imponerse al Parlamento Imperial. Las pasiones irlandesas, los ideales irlandeses, los caudillos irlandeses, los crímenes irlandeses conmovían la estructura íntegra de la vida pública inglesa. El partido parlamentario irlandés, con su ingenio, su elocuencia y su malicia, destruyó el antiguo y característico procedimiento de la Cámara de los Comunes. Sus diputados atraían la atención del mundo, fijándola en sus actuaciones. Hacían y deshacían Gobiernos y estadistas. Como los pretorianos de la antigüedad, pusieron el Imperio, en subasta para entregarlo al mejor postor. Por eso el problema de Irlanda fue durante más de veinte años el supremo recurso. Fue el eje en torno al cual giraba toda la vida política de Inglaterra, y los hombres públicos alcanzaban el poder y la fama o los perdían según fuesen capaces de comprender cómo tal problema podía resolverse o yugularse.

En el conflicto, Mr. Gladstone barrió, simplemente, a Mr. Chamberlain de su puesto de jefe de la democracia liberal y radical. Fue uno de los más extraños y al mismo tiempo de los más significativos duelos que jamás se riñeron. La Historia se abre con el Chamberlain campeón de las masas radicales o, como ahora diríamos, socialistas. Nadie jamás, en nuestra moderna Historia concitó con más eficaz llamada a los millones de desamparados y descontentos. Su «programa anónimo» del otoño de 1885 fue desarrollado en una serie de discursos que por su trabazón, su dominio de tema, su equilibrio, su autoridad y su valentía supera a cuantas propagandas constitucionales de los políticos de nuestros días puedan ponerse en parangón. Mr. Lloyd George en Limehouse fue mucho más allá de un período en que los viajes eran mucho más difíciles, y gran número de personas recuerdan el asombro que les produjo. Pero Chamberlain tenía una tenacidad de argumentación, una perfección, una agudeza que sobrepujaba al último y supremo reformador de estos tiempos de tolerancia.

Mr. Gladstone reinaba majestuosamente sobre la Inglaterra liberal; único en su tradición y oratoria, a sus sesenta y siete años erguíase dominando el turbulento escenario. Era el gigante de una época pasada. Simpatizaba poco con las concretas demandas de mejoramiento formuladas por las clases trabajadoras. Todas esas cuestiones de reformas sociales, de trabajo, de vivienda, salubridad, luz, agua potable suscitaban en él solamente un frío, aunque benévolo, interés. Habitaba en un plano de trascendencia mundial y sabía que el corazón de la Gran Bretaña late impulsado por sentimientos más que por intereses egoístas, por razones mejor que por ganancias. El gran Partido Liberal, de cuya alma había sido intérprete durante tantos años, no podía desviarse de su fidelidad ante un advenedizo de Birmingham, por competente y popular que fuese y por grande que resultase su adaptación a la Nueva Edad. Así, mientras Chamberlain hacía para los demás trabajadores una política de abastos, el Gran Anciano ideaba generosas cruzadas libertadoras en el amplio mundo o a través del Canal de Irlanda, y desdeñaba el lado material de las cosas.

No era demasiado lo que Chamberlain pedía. Todas sus reformas, entonces tan alarmantes, han sido realizadas y dejadas muy atrás en nuestro presuroso caminar. Constituye ahora un axioma para el partido Tory, que el bienestar del pueblo, la felicidad de los hogares humildes es el primer deber de un gobernante una vez preservada la seguridad del Estado. Pero en 1886, Mr. Gladstone batió a «Joe» en su propio campo radical, y lo dejó maltrecho. Hasta el punto, que lo lanzó al desierto. Durante el resto de la carrera política del Gran Anciano, jamás volvió Chamberlain a desempeñar cargos públicos. La batalla fue dura, y aunque Mr. Gladstone venció en su partido, quedó herido mortalmente en la esfera imperial y también él tuvo que dejar el Poder. En menos de seis meses, Chamberlain logró que la empingorotada alianza de Gladstone y Parnell terminase en una derrota ante el Parlamento y en un desastre en los distritos electorales. El Gran Anciano expulsó a su antagonista del hogar liberal a costa nada menos que de inaugurar lo que se convirtió virtualmente en veinte años de dominio tory y unionista.

Chamberlain no comprendió nunca el movimiento nacionalista irlandés, y sus personalidades le fueron siempre antipáticas. Todos los políticos ambiciosos deseaban establecer contacto con Parnell. La casa del capitán O’Shea, oscuro diputado irlandés, presentaba el espectáculo conocido como el «eterno triángulo». Parnell era el amante de la mujer de O’Shea, y éste, alternativamente amenazador y complaciente, sacaba el partido posible de las forzadas sonrisas y del esquivo patronazgo político del jefe separatista irlandés.

Chamberlain estuvo durante mucho tiempo en contacto con Parnell a través del capitán. Cuando Gladstone quería estar bien informado, conseguía un medio seguro de comunicación valiéndose de la dama. De manera análoga, Chamberlain ofreció a Irlanda proyectos extraordinariamente bien concebidos acerca de un Gobierno autónomo sobre la base de un sistema federal. Al decidirse Gladstone por último, se pronunció a favor de un «parlamento irlandés». En ambos casos, Gladstone daba en el corazón del problema, pero no vio más que una parte del mismo. Estaba ciego ante las demandas y el pleito del Ulster protestante. Se negó a arrostrar el hecho de la resistencia ulsteriana. Se revistió de indiferencia ante los derechos de la población de Irlanda del Norte e inculcó esa indiferencia suya al Partido Liberal, predominando en su espíritu por toda una generación. Elevó ésta miopía al nivel de un principio doctrinal. A la postre, lo que todos alcanzamos fue una Irlanda quebrantada y un Reino Unido deshecho.

La lucha contra la «Home Rule» no fue de ningún modo lo mejor de la carrera de Chamberlain. Como en la vida acontece, ningún bando sostenía una clara posición. Chamberlain había puesto gran empeño en atraerse al nacionalismo irlandés, pero había sido rechazado. Gladstone se había enajenado Irlanda por su empleo de la violencia, pero volvió a ganarla por opuestos métodos que implicaban un completo desprecio de las consecuencias. La burla y el sarcasmo tenían ancho campo para combatir ambas tendencias. Sin embargo, a esa distancia de tiempo y ya despojada la Historia de primarias impurezas, podemos apreciar que los dos hombres eran naturales y sinceros. Sus puntos de vista nunca pudieron ser coincidentes. Según la expresiva frase de Hartington, «jamás se propusieron la misma cosa». Gladstone no comprendió nunca la fuerza de Chamberlain hasta que se enfrentó con él en esta lucha a muerte. «Nunca habló así cuando habló por nosotros», dijo quejándose, después de uno de los implacables ataques de Chamberlain contra el proyecto de autonomía irlandesa. Con frecuencia debió Gladstone de reprocharse a sí mismo el no haber puesto personalmente más empeño en atraerse a su rebelde lugarteniente. Pero nosotros podemos ver ahora que ello habría sido inútil. La raíz estaba cortada a cercén.

Entre los inviernos de 1885 y 1886 sufrió Chamberlain una serie de abrumadores golpes como pocas veces cayó en el lote de un hombre público de nuestro país. Toda la obra política de su vida fue deshecha. Todo su predominio sobre la democracia radical, perdido. Sus camaradas y amigos más íntimos se convirtieron en lo sucesivo y a través de toda su vida en sus adversarios. La ruptura política con John Morley, la tragedia de Charles Dilke rompieron el círculo no sólo de su vida pública, sino de su pensamiento y de su vida privada. Su amistad con Morley logró conservarse a través de la sima del antagonismo político. Su amistad con Dilke fue tenaz, pero vanamente prolongada sobre el abismo del personal desastre. Tuvo que hacerse amigos y trabajar durante largos y sombríos años en un reducido grupo con aquel mismo Hartington y aquellos mismos whigs que estuvo a punto de desterrar de la escena parlamentaria. Tuvo que aprender el lenguaje de aquellos mismos tories contra los que había tratado de lanzar el nuevo electorado.

Los irlandeses fueron sus más pertinaces enemigos. Éstos introdujeron en su política británica una corriente de odio que les era típica y cuya genealogía se remontaba a siglos, que Inglaterra ha dejado felizmente atrás. Sabían que Chamberlain, más que cualquier otro, había hundido a Mr. Gladstone y frustrado la «Home Rule». La perversidad de su resentimiento jamás fue rebasada por nada de cuanto he podido ver en este mundo de confusiones. Chamberlain les replicaba con sarcasmo y largo, lento y paciente antagonismo. Se convencía de que, en efecto, tenían razón en odiarle.

En estos debates, Chamberlain demostraba su grandeza. Su incomparable cordialidad, su constancia, su perfecto dominio de sí mismo, su «genio de la amistad», según calificación de Morley hecha años más tarde, todo lo iluminaba entre tantos afanes. Fue un amigo fiel. Nadie disintió de él más, o le resistió con mayor tenacidad que su camarada y colega John Morley. La autonomía de Irlanda, el librecambio, la guerra sudafricana, proporcionaron nuevos motivos de pública contienda entre ellos. No obstante, mantuvieron sus relaciones privadas. Jamás hubo año en que no pudiesen encontrar oportunidad para reunirse, y cuando estaban juntos charlaban con toda libertad y el tono de antiguos aliados. Morley le profesaba tan gran efecto, que las turbulencias políticas y los sinsabores, los golpes y las ofensas recibidas y devueltas en la arena eran incapaces de extinguirlo. Tales sentimientos no fueron subsistentes siempre entre Chamberlain y Gladstone. Todos los profundos instintos tories de Gladstone, toda su educación conservadora, chocaba con esta desafiadora figura procedente de las tierras medias y de la clase media. El Gran Anciano no quería que nadie le sobrepujase en su apelación a las masas trabajadoras. Lo admitió a regañadientes en su gabinete; le rehusó confianza y colaboraciones íntimas que brindaba a otros colegas de mucho menor empuje que aquél. Jamás comprendió la fuerza personal y el poder de «Joe» hasta que tuvo que contender con él en lucha irreconciliable. Acaso haya sido conveniente. Cuando tomé asiento por primera vez en la Cámara de los Comunes, solía ocupar un escaño próximo a Mr. «Jim» Lowther. Había sido ministro con Disraeli. Era un verdadero superviviente de los viejos tiempos, el prototipo de los tories «eternos», un cumplido caballero y un gran aficionado a los deportes por añadidura. «Tenemos que estarles muy agradecidos —observaba un día—; si los dos hubiesen permanecido juntos, hace tiempo que estaríamos sin camisa».

Cuando fracasó el proyecto de autonomía irlandesa, y el largo dominio tory empezó, Chamberlain no encontró más que un punto de contacto personal con la situación triunfante. Lord Randolph Churchill había capitaneado la democracia tory contra el copo de los siete puestos en las elecciones de Birmingham de 1885. Muchedumbres de trabajadores, manifestándose contra «Majuba» y el «asesinato de Gordon», henchidos de patriótico entusiasmo, se habían enfrentado con el trilladísimo radicalismo de la ciudad natal de Chamberlain y casi lo tenían dominado. Pero el 1886 esas fuerzas hostiles se convirtieron en su principal sostén. La autoridad de Lord Randolph Churchill sobre los tories de Birmingham llegó a ser absoluta en aquella crisis. El 19 de junio le escribía a Chamberlain: «Prestaremos todo nuestro apoyo a los liberales-unionistas, sin pedir por ello reciprocidad, sin hacer de ello motivo de jactancia ni de burla. Me comprometo a que todos sus candidatos unionistas tengan el pleno apoyo de nuestro partido». La disciplina fue irreprochable. Por medio de Birmingham, la democracia tory corrió en ayuda de todos los hombres que más aborrecía y sacó triunfantes por sólidas mayorías a aquéllos cuya destrucción había sido tan recientemente objeto de su existencia política.

Pero un largo y áspero intervalo siguió. Desde 1886 hasta 1892 Chamberlain se sentó primero con Hartington, después (una vez que éste llegó a ser duque de Devonshire) solo, al frente de los bancos de la oposición, entre los murmullos de reproche de los derrotados gladstonianos y el odio implacable del nacionalismo irlandés. Allí se sentaba mientras sostenía al Gobierno unionista en el Poder. Jamás fluctuó. La dimisión de Lord Randolph, ocurrida casi al principio, parecía privar a Chamberlain de su único eslabón con el gabinete. Fue un ejemplo de «espléndido aislamiento». La administración salisburiana, a través de muchos errores, proseguía afanosa y obstinada. Inmensa paciencia y dominio de sí mismo se precisaban. Chamberlain no carecía de ambas cosas. Hasta 1895 no alcanzó su última y ahora más famosa fase como secretario de Colonias y como gran imperialista.

Conservo muchos vividos recuerdos del famoso «Joe». Fue siempre muy bueno conmigo. Había sido amigo, enemigo y otra vez amigo de mi padre. Fue, a veces, su enemigo en los días de triunfo, y a veces su amigo en tiempos de adversidad; pero siempre había subsistido entre ellos una camaradería batalladora y una personal inclinación. En el tiempo en que terminaba mi servicio militar y me sentía atraído por la política, Mr. Chamberlain era sin comparación la figura más briosa, más brillante, más rebelde, más batalladora de la vida pública inglesa. Sobre él en la Cámara de los Lores reinaba augusto, venerable, Lord Salisbury, presidente del Consejo desde Dios sabía cuándo. A su lado, en el banco del Gobierno, Arthur Balfour, prudente, cauto, pulido, comprensivo, intrépido, dirigía la Cámara de los Comunes. Pero «Joe» era la figura relevante. Era el hombre a quien las masas conocían. Era quien tenía soluciones para los problemas sociales; el que estaba dispuesto a avanzar, sable en mano si era preciso, contra los enemigos de la Gran Bretaña; aquel cuyos acentos resonaban en los oídos de todas las juventudes del Imperio y en multitud de jóvenes de Inglaterra.

Seguramente he sostenido con Chamberlain muchas más conversaciones de verdadera importancia que con mi propio padre, muerto tan joven. Aunque fue siempre de lo más perspicaz, ello no le impedía ser extraordinariamente ingenuo y franco. Mi primer recuerdo data del verano anterior a la guerra sudafricana. Ambos éramos invitados de Lady Saint Helier, que tenía una agradable casa a orillas del Támesis; pasamos la tarde navegando por el río en una lancha. Estuvo sumamente amistoso conmigo, hablándome de igual a igual y después —como su hijo Austen solía referir— me hizo toda clase de recomendaciones. Las negociaciones con el presidente Kruger hallábanse entonces en un momento delicado. Yo comprendía indudablemente que debía conquistarse una posición más firme, y recuerdo sus palabras. «Es inútil sonar el clarín para dar la carga si al volver la vista en torno vemos que nadie nos sigue». Pasamos después ante un anciano sentado muy tieso en una silla, en su prado a la orilla del río. Lady Saint Helier dijo: «Miren ustedes, allí está Labouchere». «Un montón de trapos viejos», fue el comentario de Chamberlain mientras le volvía la espalda a su virulento adversario político. Me sorprendió la expresión de desdén y enojo que adquirió su rostro, breve pero intensamente. Me di cuenta, instantáneamente, de cuán mortales eran los odios que mi amable, cortés y animado compañero había contraído y excitado en sus querellas con el Partido Liberal y con Mr. Gladstone. Nada se les había quedado por decir a sus antiguos secuaces y correligionarios. «Judas, traidor, ingrato, tránsfuga», ésos eran los términos corrientes con que a cada momento era atacado por la difamación radical.

Seis años más tarde, después que hubo escindido al Partido Conservador y agitado convulsivamente el país al preconizar la solución proteccionista, sostuve con él mi última conversación importante. Yo estaba escribiendo entonces la Biografía de mi padre y me dirigí a Chamberlain para pedirle los originales o las copias de las cartas que tuviese en su poder. Nos encontrábamos a la sazón en plena batalla política, y aunque mi significación fuese pequeña, le había atacado con toda la fiereza de la juventud, cara a cara en el Parlamento y a través de todo el país. Yo era uno de aquellos conservadores más jóvenes y destacados en su oposición a la política en que él había puesto su corazón y los últimos arrestos de su vida.

Con gran sorpresa mía, me contestó invitándome a ir a pasar una noche con él en Highbury para ver los documentos. Y así lo hice, no sin cierta inquietud; cenamos solos. A los postres una botella de «Oporto» de 1834 fue descorchada. Sólo se hizo una brevísima alusión a las controversias en curso. «Creo que tiene usted razón —me dijo—, pensando como piensa, en unirse a los liberales. Debe esperar que le lancen los mismos ultrajes que yo he sufrido. Pero si un hombre está seguro de sí mismo, sólo sirven para estimularle y hacerlo más eficaz». Fuera de esto, nuestra conversación recayó en los debates y en las personalidades de veinte años antes.

Estuvimos charlando hasta las dos. «Joe» exhibió diarios, cartas y notas de los años 1880 a 1890, y como cada fragmento evocaba memorias de los pasados días, él hablaba con una animación, una simpatía y un encanto que me deleitaban. Me parece un cuadro interesante el de este viejo estadista en la cúspide de su carrera y en lo más duro de sus luchas tratando con tan generoso desprendimiento a un juvenil, activo, truculento y, como él sabía muy bien, irreconciliable adversario público. Dudo que la tradición inglesa de no llevar la política a la vida privada haya podido ir mucho más lejos.

Hemos alcanzado el período en que Joseph Chamberlain ve triunfante su principal esfuerzo. La Gran Bretaña se ha unido por fin al resto del mundo como un país proteccionista. Nadie puede suponer que a menos que se produzca un cambio mundial en la política fiscal, hayamos de abandonar tal sistema, y, sin embargo, si hubiese una gran modificación en todas las tarifas y barreras del tráfico, la idea preferida en el Imperio británico recobraría su plena fuerza. Fue realmente un suceso histórico y bien concertado el que llevó al cumplimiento de su tarea y misión a su propio hijo desde el Ministerio de Hacienda. Las medidas llevadas a cabo en materia de reforma social, pensiones y sistemas de seguros que esta centuria ha visto implantadas en nuestra isla, los elevados impuesto sobre su riqueza, reforzados en diversos grados en todo el mundo, pero en ninguna parte con la intensidad que en Inglaterra, todo ello es consecuencia del impulso inicial hacia el mejoramiento de las masas tan fuertemente dado por Joe el Radical.

Pero cuando la obra de toda la vida de Chamberlain alcanzó su más amplia y elevada esfera fue en el punto en que logró resucitar en el partido Tory la inspiración de Disraeli e hizo que todos los pueblos del Imperio británico esparcidos por el ancho mundo, se diesen cuenta de que constituían uno solo y de que su futuro dependía de obrar conforme a tal idea. La concepción no era suya, ni fue el primero en exponerla; pero nadie hizo más que él por convertirla en realidad. He aquí, pues, el pedestal sobre el que se asienta una fama que indudablemente habrá de ser duradera.