CHARLES STEWART PARNELL

Es difícil, si no imposible en algunos aspectos, que la presente generación se dé cabal cuenta del solemne y formidable papel que representó Mr. Parnell en las últimas décadas del reinado de la reina Victoria. La juventud actual ve la Irlanda autónoma como un sombrío grupo de empobrecidos condados agrícolas, llevando una vida independiente, desprendido del marco de la Gran Bretaña y del Imperio británico, incapaz de toda actuación separada, como no sea el discordante papel que juega en el escenario del mundo. Pero en los tiempos a que me refiero, Irlanda y la cuestión irlandesa dominaba el centro de los asuntos ingleses, mientras Britania misma era universalmente envidiada y aceptada como nación rectora de una avanzada y prometedora civilización. Dos generaciones después de que la Emancipación católica hubiese extendido su sedante influencia sobre la política del Reino Unido, el partido parlamentario irlandés permanecía tranquilo en el regazo de Westminster y apenas rara vez trataba de intervenir en los acontecimientos. Eran aquéllos los días en que Mr. Isaac Butt, con sus dulces sueños académicos de una autonomía constitucional rodeada de benevolencia, capitaneaba los diputados de Irlanda con un muy admirado, pero poco recompensado decoro. «Caballeros, primero; irlandeses, después», se dijo que era entonces el lema de los irlandeses representativos.

Allá por el setenta y tantos, empero, una nueva figura apareció en los escaños irlandeses, cuyo carácter, maneras y métodos parecían contradecir todos los rasgos ordinarios de los hijos de Irlanda. Era un hombre austero, grave, reservado, nada orador, nada ideológico, nada tejedor de frases y palabras; pero un ser que parecía ejercer inconscientemente una especie de poder en reposo, de mando que espera su hora. Cuando la Cámara de los Comunes se dio cuenta de la influencia creciente de Parnell sobre el problema irlandés, casi la totalidad de cuyos miembros eran católicos, se advirtió con sorpresa que el nuevo o futuro caudillo de Irlanda era un protestante y un delegado del Sínodo de la iglesia irlandesa. De él se dijo: «Es el irlandés más inglés que se ha visto jamás». Y, en efecto, desde 1870 a 1880 fueron principalmente asuntos de política inglesa los que Parnell trató en Westminster. Llegó a ser el aliado y, en cierta medida, la punta de la lanza que se afilaba, aguzaba y surgía prominente entonces, del radicalismo inglés. A Parnell quizá más que a nadie debe el Ejército inglés la abolición de la cruel y estúpida pena de azotes, considerada entonces inseparable de la verdadera disciplina militar.

En todos los movimientos de reformas progresivas, ahora ya realizadas y superadas, Parnell aportaba los votos del partido parlamentario irlandés en ayuda de las más avanzadas y amenazadoras fuerzas de la vida pública inglesa. Y, sin embargo, era un hombre de instintos conservadores, especialmente en cuanto a la propiedad concernía. Por eso eran tan sorprendentes las paradojas de su seria y sincera vida: un protestante acaudillando católicos; un terrateniente inspirando una campaña contraria a la renta, un hombre de ley y de orden excitando a la revuelta, un humanitarista y un antiterrorista encauzando y hasta despertando las esperanzas de los Invencibles y Terroristas.

En la Irlanda nacional, los caudillos se han presentado a menudo a sí mismos como hombres predestinados, como instrumentos del destino. El desdichado país ponía su alma entera, casi supersticiosamente, en la carrera de cualquier jefecillo mientras iba ascendiendo.

Hombres como O’Connell y Parnell se presentaban, no a la manera de los caudillos políticos ingleses, sino más bien como los profetas que guiaron al pueblo de Israel. Desde sus días de Cambridge, una atmósfera de misterio y leyenda rodeaba a Parnell. Era el reverso de un demagogo y de un agitador. Estudiaba matemáticas y metalurgia. Era heredero de una extensa hacienda. Era un sheriff y un diestro jugador de cricket.

Su ambición permanente consistía en descubrir los veneros auríferos de las montañas de Wicklow, y en medio de sus angustias y triunfos políticos, siempre le era dable ir a encontrar paz y distracción a su laboratorio, entre sus balanzas, retortas y tubos de ensayo. Su nacionalismo irlandés, que persistió y creció sobre este desusado fondo, había sido trazado por su madre y por la admiración que ésta sentía hacia los idealistas Fenianos[32]. Aborrecía el asesinato. Era demasiado práctico para albergar sueños fenianos de insurrección contra el poderío británico. Mientras su autoridad fue en aumento, los Fenianos y los Invencibles tuvieron quietas sus ensangrentadas manos ante el temor de que Parnell abandonase su puesto.

¡Cuán grande fue su autoridad! Jamás se ha visto nada semejante en Irlanda. Hace muchos años, cuando yo era muchacho y convalecía en Brighton de un grave accidente, vi allí a la viuda del famoso «Tay Pay», después padre de la Cámara de los Comunes. De ella escuché muchas historias y adquirí vividas semblanzas de Parnell con el relato de su ascensión y su caída. Los diputados irlandeses que le seguían incondicionalmente apenas se atrevían a dirigirse a él. Una fría inclinación de cabeza en los pasillos, y unas cuantas lacónicas instrucciones dadas a media voz de un escaño a otro —rígida, clara guía en los secretos cónclaves—, ésos eran los únicos contactos del jefe irlandés con su partido político. «¿No podría usted ir a verlo y enterarse de lo que piensa acerca de ello?», inquiría un político inglés del año 80 de un diputado por Irlanda. «¿Cómo voy a atreverme a importunar a Mr. Parnell?», fue la respuesta. Como se verá, ambas partes tenían razón para estas cautelas.

Cuando el Gobierno de Mr. Gladstone de 1880 sentó sus reales triunfalmente en el banco ministerial y miró en torno suyo, pudo ver en el horizonte de Occidente las oscuras y tormentosas nubes de la tempestad irlandesa: una campaña agraria respaldada por el ultraje; un movimiento nacionalista reforzado por la dinamita; un partido parlamentario irlandés empleando el arma de la obstrucción. Todos estos procedimientos desarrollándose simultáneamente; ¡y, a su cabeza, Parnell! En aquellos días la cuestión irlandesa, que ahora parece increíblemente pequeña, absorbió pronto las nueve décimas partes del campo político, y estuvo destinada a ser, por espacio de cuarenta años, el tema principal de la política británica e imperial. Dividió a Gran Bretaña, excitó a los Estados Unidos, las naciones de Europa siguieron la polémica con absorta atención. Política exterior, política social, política de defensa y procedimiento parlamentario, todo se veía continuamente embrollado; y era que, por encima de todo, estaba el máximo proceso merced al cual los partidos ganaban o perdían las mayorías indispensables a su poder.

Sin Parnell, Mr. Gladstone jamás hubiera acometido el problema de la autonomía irlandesa. La convicción surgió en el Gran Anciano porque se le metió en la cabeza que Parnell era el hombre que podía gobernar a Irlanda, y que nadie más que él podría hacerlo; que podría inaugurar el nuevo sistema de una manera que no le resultase al viejo insoportable. Parnell, con su tenacidad brutal y con su fascinación sobre sus partidarios, llegó a ser la clave del arco autonómico que Gladstone trató de construir, y, bajo cuyas ruinas, él y sus adeptos, cayeron. Parnell fue el último de los caudillos que pudieron tener en su mano a toda Irlanda. Como protestante, era probablemente el único que acaso podría haberse ganado el Ulster. Lord Cowper dijo una vez que Parnell no tenía ni los vicios ni las virtudes de un irlandés. Era un gran moderado que mantenía en su mano, como un arma arrojadiza, los poderes de la revolución. Si admitió la práctica del boicot fue por hallarse equidistante entre el incendiarismo y el constitucionalismo. Uno de sus secuaces, Frank O’Donnell, solía decir que Parnell hablaba de puñales pero que no los usaba. En la primera fase de 1881, Mr. Gladstone hizo detener a Parnell y lo encerró en la cárcel de Kilmainham. Pero las fuerzas que actuaban dentro del partido Liberal eran tales que obligaron al primer ministro de la Gran Bretaña a parlamentar con su prisionero político. Después de muchas dificultades se llegó a un arreglo. Parnell salió de la cárcel con redoblado prestigio.

Pero la actitud de la lucha aumentaba. Hizo naufragar las viejas libertades de la Cámara de los Comunes. La obstrucción se practicó como un arte parlamentario, y la antigua libertad de debate fue destruida por la posibilidad de terminarlos fulminantemente por la clausura de la Cámara —clôture, como la llamaba siempre Lord Randolph Churchill para hacer más patente su origen extranjero—, y por la rigidez cada vez mayor de los reglamentos. Parnell dijo que basaba su táctica en la del general Grant, es decir, eludiendo el servir de buen blanco a los tiros por lo subitáneo del ataque frontal. Hizo frente al odio inglés empleando medios de coacción y obstrucción parlamentarias de tal acrimonia que destruyeron las viejas amenidades de los debates de la Cámara. En Irlanda, ni la Iglesia ni los revolucionarios le querían, pero una y otros tuvieron que someterse a su política. Era un Garibaldi que compeliera al Papa y a los carbonari a coaligarse en la causa nacional. Cuando se le reprochaba el instigar la injuria y hasta al homicidio, entendía que le bastaba con replicar: «Yo tengo que responder ante la opinión irlandesa y nada más que ante la opinión irlandesa».

No es éste el lugar adecuado de repetir la historia de aquellos tiempos. El más escueto sumario será suficiente. El Gobierno Liberal incorporó todo lo que quedaba del en un tiempo gran partido Whig, ahora llevado a su extinción en el fuerte oleaje de la democracia. Los whigs hallábanse tan gravemente ofendidos por la guerra agraria y por la violación de las tradiciones parlamentarias como sus adversarios tories. Mr. Gladstone, el campeón de la libertad y de los movimientos nacionalistas en el extranjero, y amigo de Cavour y de Mazzini, el abogado de la independencia de Grecia y de Bulgaria, se encontraba entonces forzado por la necesidad a emplear contra Irlanda los mismos procedimientos de represión que había denunciado tan implacablemente (nosotros añadiremos tan ligeramente) en los casos del rey Bomba y del sultán de Turquía. Su propio jefe de la Secretaría de Irlanda fue asesinado en el «Parque Fénix». Las explosiones conmovieron la Cámara de los Comunes, el habeas corpus fue suspendido en gran parte de Irlanda. Resistencia a la práctica de embargos, tumultos y tiroteos circunstanciales ensombrecían las columnas de los periódicos liberales que hasta entonces habían estado tan propicios en censurar las tiranías extranjeras. Todo ello era horriblemente contrario a Mr. Gladstone y detestable para el nuevo cuerpo electoral al que acababa de dar vida. En el fondo de su espíritu alimentaba siempre la esperanza de alguna gran conciliación, de algún acto de perdón y de fe que situase las relaciones de las islas hermanas sobre cimientos fáciles, sólidos y felices. Cuando denunciaba a Mr. Parnell y a los nacionalistas irlandeses «por ir a la desintegración del Imperio por medio de la rapiña», en su corazón surgía el solemne pensamiento que más tarde, en 1886, incrustó en uno de sus más memorables discursos: «Irlanda está en la barra y espera. Pide un acto bendito de olvido, y en ese acto de olvido nuestro interés es aún más grande que el suyo».

Dentro de esta modalidad, el Gobierno Liberal se abrió paso hacia las elecciones de 1885, y hasta salió victorioso, si bien ahora bajo la dependencia de los votos irlandeses. Chamberlain, Morley, Dilke y otros radicales, hombres de los nuevos tiempos, propendían a buscar un arreglo. El Gran Anciano, aunque sorprendido por muchas de sus doctrinas, compartía en esto sus esperanzas e incluso les proporcionó la onda mucho más poderosa de su propia inspiración. Debe añadirse también que su fuerza para presidir un Gobierno después de las elecciones de 1885 dependía de un acuerdo con Parnell. Pero los tories, o algunos de entre ellos, eran también postores en el mercado. Lord Carnavon, virrey de Irlanda en el Gobierno de Salisbury, se reunió con Parnell en una solitaria casa de Londres. Lord Randolph Churchill, jefe de la democracia tory que había triunfado rotundamente en 1885 en las grandes ciudades y se enfrentaba con los whigs y los radicales, presentando ante ellos el entonces ni soñado espectáculo de enormes muchedumbres de obreros tories, también estaba en profunda y estrecha relación con los paladines de Irlanda. Joseph Chamberlain, agresivo exponente del nuevo radicalismo, estaba lleno de planes para un concierto con los irlandeses. Entre éstos, Parnell probablemente prefería a los pretendientes tories. Sus propios instintos conservadores, su sentido de la realidad, el rencor excitado contra las violencias liberales, le inclinaron por espacio de mucho tiempo hacia los tories. Después de todo, ellos eran los que podían entregar los bienes. Y quizás ellos solos pudieran hacerlo, pues la Cámara de los Lores era entonces una barrera que nadie, no siendo tory, podía franquear. Durante el breve Gobierno minoritario de Lord Salisbury, en 1885, cuando la generalidad del partido irlandés apoyó a los conservadores, Mr. Gladstone y Mr. Chamberlain dirigiéronse juntos a Mr. Parnell utilizando un conducto reservado.

El amor de Charles Stewart Parnell y Kitty[33] O’Shea mantiene su puesto entre las novelas de historia política. Desde 1880, Parnell amaba a Kitty, o, como él la llamaba, «Queenie[34]». Esta dama era una atractiva aventurera, enemistada con su marido —¡no es extraño!— y rabiando por beber un sorbo del secreto licor de la política. Hermana de un mariscal de campo inglés, no se sentía muy inclinada a la causa de Irlanda. Oyó hablar de Parnell, como de un portento naciente, cuando aún habitaba en solitarios alojamientos de Londres. Lo invitó a comer, por una apuesta. Le hizo pasar su tarjeta en la Cámara de los Comunes. Cuando Parnell apareció, ella dejó caer una rosa roja. Parnell la recogió; sus arrugados pétalos fueron enterrados con él dentro de su ataúd.

Si alguna vez hubo un monógamo, ése fue Parnell. En su mocedad fue engañado por una coqueta. La política la tomó siempre tan sólo como un calmante. Kitty llegó a ser para él imprescindible y absorbente. Fue a un mismo tiempo amante y enfermera, compañera y reina, y el hombre solitario que luchaba contra el poderío británico, afligido por su mala salud, enderezó su vida al conjuro de la sonrisa y la presencia de la amada. Por una rara telepatía se daba cuenta siempre del momento de su entrada en la tribuna de las señoras de la Cámara. En su extraño libro, ella describe su vida en común, primero en Eltham y después en Brighton. Fue una mezcla de secreto y despreocupación. Ya desde los primeros tiempos la complacencia del marido fue indispensable. La colisión con el capitán O’Shea se convirtió rápidamente en colusión. O’Shea aceptó la postura. Y hasta se aprovechó de ella, aunque no en la forma baja que se dijo a veces. También él sufrió el hechizo del grande hombre. Con el apoyo de Parnell, O’Shea fue elegido por Galway como diputado nacionalista irlandés, aunque los otros conspicuos del Home Rule lo diputaban menguado campeón de la causa de Irlanda. Cuando se esparcieron rumores en las elecciones ante el ascendiente de este tibio, incongruente candidato, Parnell los acalló con gesto imperioso: «Tengo —dijo— un Parlamento para Irlanda en mi mano. Prohíbo que se discuta mi voluntad».

Así vemos a Parnell y a Kitty viviendo año tras año como marido y mujer y con un amor no menos verdadero, aunque fuese ilícito, mientras el capitán, como secuaz del caudillo irlandés, gozaba la oportunidad de ser un correveidile entre Chamberlain, Dilke y otros hombres eminentes en el gran mundo londinense. Pero en su corazón acechaba incesante el espíritu de la venganza. Unas veces colérica y maldiciente, otras encalmado y sometido, resistió, en tanto el supremo interés político se mantuvo tenso.

Se conoce el incidente del hogar triangular de O’Shea, cuando Parnell encontró a éste en el dormitorio de su mujer, coyuntura prohibida por su ley común no escrita. En lugar de expulsar a puntapiés a O’Shea, Parnell se limitó a echarse a Kitty al hombro y llevársela a otra habitación. Se dijo de Parnell que era un volcán bajo una capa de hielo. No hay duda que vivió en el borde de un géiser que pudo en cualquier momento hacer entrar en erupción su agua abrasadora. El público no sabía nada en absoluto de este drama secreto, pero a raíz del tratado de Kilmainham llegó a conocimiento del Gabinete. Parnell corrió al encuentro de su amada desde la cárcel y recibió en sus brazos al hijo muerto. Sir William Harcourt, como secretario del Interior, informó al Gabinete que el tratado de Kilmainham había sido maquinado por el marido de la querida de Parnell. Kitty desempeñó un papel importante en la actuación de éste. Le disuadió de que abandonase la política después de los asesinatos del Parque Fénix. Ella sirvió siempre de intermediario entre su amante y Gladstone. Pocas personas habrán sido más duramente censuradas por sus contemporáneos que O’Shea en la Historia irlandesa. Le producía, sin duda, profunda emoción al ver a su mujer encargada de tramitar enormes decisiones de Estado entre Parnell y el primer ministro. Sus mismas relaciones con Chamberlain, del cual era contertulio asiduo, excitaban el sentimiento de su propia importancia y hasta de su orgullo. La Historia no ha sido nunca tan sencilla ni tan despreciable como se la ha escrito.

Fue tan rápida y honda la caída de Parnell en las redes de los O’Shea, que durante toda la década de 1880-90 no tuvo tiempo de desprenderse de sus mallas. Antes de que Gladstone lo encerrase en la prisión de Kilmainham ya estaba sumergido en sus embelesos y seducciones. La señora O’Shea pretende en su libro que continuaba engañando a su marido, pero no hay duda de que a partir de 1881 él estaba plenamente en el secreto. La apertura de cartas realizada por amigos íntimos del partido les dio a conocer la intriga y lo mismo Healy que Biggar advirtieron reiteradamente a Parnell de que los O’Shea serían su ruina. Dábasele de ello un ardite a Parnell. Era el suyo un amor más fuerte que la muerte, despreciador de toda conveniencia social, despectivamente superior no sólo a las ambiciones mundanas sino hasta a la Causa misma confiada a sus manos.

Mientras tanto, la Historia nacional seguía. Mr. Gladstone abrazaba el Home Rule y rompía con los whigs. Por lo que siempre consideró como un extraño, inexplicable torbellino, se encontró enfrentado con el Radical Joe. Lord Randolph Churchill llevaba los tories de Birmingham en apoyo de los candidatos a los que había combatido pocos meses antes. Lord Salisbury volvía al Poder. Chamberlain se convertía en un pilar de la Administración unionista. Gladstone reunía en torno de sí todas las fuerzas sentimentales que hicieron del liberalismo del siglo XIX un factor tan fuerte, pero tan transitorio, en la Historia de Europa. Por razones que no tienen cabida en este capítulo, Lord Randolph Churchill dimitió su puesto en el Gobierno de Lord Salisbury. La democracia Tory quedó muda y descorazonada. El Gobierno Unionista aplicóse oscura y tenazmente a su tarea con poco acierto, pero con firme propósito. Gradualmente, la fuerza de Mr. Gladstone revivió. El proceso fue estimulado por una ocurrencia sorprendente.

En 1887, el periódico The Times empezó a publicar una serie de artículos bajo el título de «Parnellismo y Crimea». Durante tal campaña, y para probar los cargos que se hacían por el corresponsal, se produjo, en lo que Morley llama «toda la fascinación del facsímil», una carta de puño y letra de Parnell que ponía en relación directa al caudillo irlandés con la campaña de asesinatos. La historia de esta carta carece de par en la Historia de la Prensa. En 1885 vivía en Dublín, en indecorosa pobreza, un periodista fracasado llamado Ricardo Pigott. Por espacio de varios años había vivido a costa de un público crédulo: abría suscripciones para la defensa de los fenianos acusados en juicio por delito político, y para el amparo de sus mujeres e hijos y malversaba los fondos que recibía. Una vez agotada esta fuente de ingresos, Pigott volvió a dedicarse a escribir cartas pidiendo dinero. Pero los pozos de la caridad cristiana eran escasos para su bomba. Según público rumor, por este tiempo, dedicábase a completar aquel pequeño ingreso con la venta de fotografías y libros pornográficos. Y ni siquiera eso le procuraba lo suficiente para sus modestas necesidades. En esta crisis de su suerte dirigióse a él un caballero convencido de que Parnell y sus colegas eran cómplices en los crímenes de los extremistas. Pero necesitaba pruebas y le ofreció a Pigott una guinea diaria, amén del pago de gastos de viaje y hotel, y aparte un precio determinado por los documentos, si podía proporcionarle las necesarias pruebas, y, naturalmente, Pigott fue capaz de proporcionárselas. Y de esta manera surgieron la famosa carta de Parnell y multitud de otros documentos comprometedores que, por último, fueron a parar a las oficinas de The Times.

El director de este periódico, desgraciadamente, no investigó el origen de esas cartas. Pagó en total, algo más de 2500 libras por ellas. Pero no hizo preguntas. Creyó que las cartas eran auténticas porque necesitaba que lo fuesen. Y el Gobierno adoptó la misma actitud precisamente por la misma razón. Consideraron que tenían en su mano un arma de la mayor importancia, no sólo contra Parnell, sino contra Gladstone. Contrariamente al prudente consejo de Lord Randolph Churchill, incluido en un Memorándum reservado, crearon una comisión especial de tres jueces para investigar la relación de Parnell y sus colegas, así como del movimiento que acaudillaban, con los asesinatos de carácter político cometidos por los agrarios.

Fue aquél un proceso y un juicio político de Estado, pero sin intervención de jurado. Durante más de un año los jueces trabajaron y se afanaron. Muchos secretos del terrorismo y del contraespionaje pusiéronse de manifiesto. Extrañas figuras, como la de Le Canon, ocultas en las profundidades de los servicios públicos del Gobierno británico, contaron sus historias de conspiración en Inglaterra, Irlanda y América. Todo el mundo político siguió el caso con febril interés. Nada semejante se había visto desde la acusación de Sacheverell.

El brillante abogado irlandés que fue más tarde Lord Russell de Killoven y Lord Jefe de Justicia de Inglaterra fue el defensor principal de sus compatriotas. Estaba auxiliado por un joven abogado radical, cuyo nombre era Herbert Henry Asquith. El momento álgido del proceso no llegó hasta febrero de 1889, cuando Pigott compareció ante los jueces y quedó abrumado por un interrogatorio minucioso y fatal. La descripción que Russell hizo de aquel hombre fue completa e implacable. Se le mandó que escribiese las palabras «likelihood» y «hesitancy» que aparecían mal escritas en la carta falsificada. Pigott incurrió en los mismos errores ortográficos. Escribió «hesitency» igual que aparecía en el documento acusador. Leyéronse algunas de las cartas que había escrito pidiendo dinero, y su lectura fue acogida con risas de chacota en todos los lados de la sala. Aún hubo otro día de exposición escandalosa de las maquinaciones del periodista. El hecho de su falsedad quedó probado. Después, al tercer día, cuando se llamó en estrados a Pigott, éste no contestó. Había huido de la justicia. Los policías siguieron sus huellas hasta un hotel de Madrid, donde se saltó la tapa de los sesos para escapar al castigo de su crimen.

El efecto de estos procesos en el electorado británico fue profundo. Una convocatoria a elecciones generales no podía ser demorada por mucho tiempo, y la perspectiva de una arrolladora victoria liberal parecía segura. Parnell fue considerado por toda Inglaterra como un hombre profundamente agraviado al que por fin se le hacía justicia. Se había patentizado su inocencia de una horrible imputación urdida contra él por la maldad política. Lo que ya no se veía tan claro era una victoria del Home Rule. Habida cuenta de las diferencias entre los dos países, la acusación de Parnell había sido investida de todo el significado que se atribuyó el Francia al caso Dreyfus. La pasión espoleaba con vehemente acicate a todas las fuerzas políticas. Después vino el contragolpe. Alguien hizo estallar a O’Shea. El marido, que durante diez años había estado inerte, exaltóse de súbito para asestar un golpe mortal. Incoó demanda de divorcio contra su mujer designando a Parnell como co-reo en el adulterio. Un examen histórico revelará algún día lo que hasta ahora es discutible, es decir, si Chamberlain incitó a O’Shea a ejercitar aquella acción. No debe olvidarse que muchas gentes creían con toda sinceridad que la vida del Imperio británico dependía de la derrota del Home Rule.

Lo mismo Parnell que la señora O’Shea se mantuvieron al principio tranquilos ante el procedimiento judicial. Parnell estaba seguro de poder seguir manteniendo su dominio en Irlanda y hasta en el conservadurismo irlandés. En cuanto a Kitty, el divorcio le prometía el fin de una situación odiosa y falsa y de prolongada inquietud, y veía además en él un medio seguro y rápido de llegar a ser Mrs. Parnell. Si Parnell se hubiese defendido en el pleito, sin duda lo hubiese ganado, según la opinión de su famoso abogado Sir George Lewis, probando el prolongado y tácito consentimiento del marido. Pero entonces Kitty y él no se podrían jamás unir en matrimonio ante el mundo; más el consejero de Mrs. O’Shea, Franck Lockwood, hombre de excepcional brillantez, le aconsejó dejar seguir el pleito sin oposición. Años después, dijo Lockwood: «Parnell fue cruelmente agraviado. Hoy hay una gran reacción a su favor. Yo mismo no dejo de sentir algún remordimiento».

El feroz mundo político de la última década del siglo pasado se enteró con deleite o consternación de que Parnell había sido condenado como adúltero. Los detalles del caso, publicados sin omitir palabra, por todos los periódicos, alimentaron la gazmoña curiosidad del público. Según una de las referencias, Parnell había sido encontrado en una ocasión descendiendo de la habitación de la señora O’Shea por la escalerilla de escape contra incendios; y este cuento excitaba impiadosa hilaridad. Pero la reacción que siguió fue diferente de la que Mr. Parnell había previsto. Mr. Gladstone no apareció al primer golpe tan escandalizado como podría suponerse de tan santa figura. Fue sólo al comprobar la violenta protesta de los no conformistas ingleses contra un «adúltero convicto» cuando vio cuán considerable era el estrago en sus intereses políticos y cuán inevitable había llegado a ser su separación de Parnell. Le repudió, pues, e Irlanda se vio obligada a escoger de entre los más eminentes parlamentarios ingleses al estadista que se hubiese sacrificado más por la causa irlandesa, aquel que fuese capaz de lograr la victoria sobre la mayor de las islas, el altivo cabecilla, en fin, bajo cuyo mando pudiese el pueblo de Irlanda marchar hacia una verdadera y libre asociación con el Imperio británico. La elección era difícil, pero el apremio, inexorable. El partido irlandés reunióse en virtud de una convocatoria firmada por treinta y uno de sus representantes. Parnell, reelegido jefe precisamente el día anterior, estaba en la presidencia mirando —dice uno de los que estuvieron presentes— «como si fuéramos nosotros los descarriados y él quien estuviese encargado de juzgarnos». Requiriósele para que se retirara temporalmente, dejando la dirección del partido en manos de una comisión por él nombrada; luego, una vez que la excitación hubiese pasado, podría volverse a ocupar la jefatura. Parnell no dijo nada. Pero requerimientos igualmente apremiantes le fueron hechos por otros miembros, instándole a que no se retirase. Al final, la decisión difirióse para ulteriores sesiones.

Parnell trataba ahora de ganar tiempo. Creía que Irlanda estaba con él, y que si podía simplemente demorar la solución, él debía ganar. Pero cuando el partido se reunió de nuevo, sus adversarios ocuparon una línea más fuerte. Mr. T. T. Healy capitaneaba los disidentes. «Yo le digo a Parnell que su poder ya no existe —declaró—. Ese poder se derivaba del pueblo y nosotros somos los representantes del pueblo». Punzado en lo vivo, Parnell replicó: «Mr. Healy ha sido adiestrado para tomar parte en esta guerra. ¿De quién recibió esa preparación? ¿Quién le facilitó la ocasión y le dio la primera oportunidad? Si no fuera por mí, Mr. Healy no estaría hoy aquí tratando de destruirme». El debate siguió día tras día, luchando Parnell cada vez más desesperadamente para evitar una votación decisiva, aferrándose aún a la creencia de que el pueblo de Irlanda le apoyaría contra los diputados irlandeses insurgentes. Pero Parnell sabía que la corriente iba cambiando en perjuicio suyo. Sus ojos febriles brillaban siempre más fieros en su pálido rostro; sólo por un intenso esfuerzo de voluntad podía mantenerse todavía en la brecha. En ambos bandos la tensión era tal que se acercaba el punto de ruptura. Al quinto día, Healy citó un párrafo de un discurso pronunciado por Parnell seis meses antes en el que se refería a una alianza con los liberales, «una alianza que me aventuro a creer que será duradera». «¿Quién la rompió?», preguntó Healy. «La carta de Gladstone», respondió Parnell. «No —replicó Healy—. Pereció en el hedor del Tribunal del divorcio».

El fin llegó el 6 de diciembre de 1890, sexto día de la asamblea. Hubo escenas tumultuosas. John Redmon, que solía, entre bromas y veras, zaherir a Parnell, empleó la frase de «el amo del partido». «¿Quién va a ser el ama[35] del partido?», exclamó la peor lengua de Irlanda. Parnell se irguió, con mirada terrible. Por un momento pareció que iba a golpear a Healy y hasta muchos de los asistentes esperaban que lo hiciese. Pero uno de ellos dijo: «Llamo la atención a mi amigo el presidente…». «Mejor sería llamársela a vuestros propios amigos —dijo Parnell—, mejor sería llamársela a aquel canalla cobarde que en una asamblea de irlandeses se atreve a insultar a una mujer». Hubo nuevas discusiones estériles; hubo nuevas recriminaciones. Por último, Justin M’Carthy se levantó. «No veo la utilidad —dijo— de prolongar una discusión que ya no puede dar de sí otra cosa que inútiles reproches, mal humor, agria polémica e indignidad. Por lo tanto, invito a todos los que opinan como yo en esta grave crisis a que me sigan, retirándose conmigo de la sala». Cuarenta y cinco diputados la abandonaron en silencio, veintisiete quedaron dentro. E Irlanda, como Parnell pudo convencerse pronto, estaba con la mayoría.

La Iglesia católica se puso resueltamente en contra suya. En vano trató él de reafirmar su desvanecida autoridad. En vano luchó con frenética energía en las salvajes elecciones de Irlanda. Otro año de horribles luchas contra una superioridad numérica que no dejaba lugar a la esperanza, minó su constitución siempre frágil. Entonces, según las emocionadas palabras de Morley, «la velada sombra hizo su tácita aparición sobre la escena», y Charles Stewart Parnell cruzó por última vez las bravas olas del Canal de Irlanda para morir en Brighton, el 6 de octubre de 1891, en los brazos de la mujer que amó tanto.

Han pasado cuarenta y cinco años desde la escena final. Pero a esa distancia y a través de las nieblas de la Historia no se columbra esa figura más empequeñecida que como la contemplaron sus contemporáneos. Éstos vieron al político, y lo vieron, necesariamente, a través de los lentes de la facción y de los prejuicios de partido. Nosotros vemos al hombre, una de las más extrañas, desconcertantes personalidades que hayan pisado jamás el escenario del mundo. No olvidó nada. No perdonó nunca. Jamás vaciló. Tuvo una meta única: la meta de Irlanda como nación, y la persiguió inflexiblemente hasta que una rosa arrojada a su paso le abrió un nuevo mundo, el mundo del amor. Y de la misma manera que antes lo había sacrificado todo por Irlanda, así, cuando llegó el momento, lo sacrificó todo, hasta Irlanda misma, por el amor. Un hombre de menos altura se habría prodigado menos, se habría reservado más. La mayor parte de los políticos irlandeses que desertaron de su lado lo hicieron de mala gana. De haber aceptado una retirada temporal, podría haber recobrado su poder, una vez que transcurriese un año poco más o menos. Era aún joven al morir, a los cuarenta y seis años, agotado por una lucha que pudo tan fácilmente evitar. Pero aunque capaz de ejercer el mando, no lo fue para la conciliación. Y así, en lugar de los aplausos que pudieron haberle correspondido como primer presidente de Irlanda, nos dejó la fama más pálida, pero quizá más extensa de la leyenda inmortal. En lugar del político triunfante, tenemos el hombre de fuego y hielo, de ardientes pasiones enfrenadas, pero estallando al fin con fuerza abrumadora para destruirlo e inmortalizarlo. «Será un escándalo de nueve días», dijo un colega al hablarle de su propósito de oponerse a la acción del divorcio. «De nueve siglos, señor», fue la respuesta.

Tal es la historia que comprendió todos los elementos de la tragedia griega. Sófocles o Eurípides podrían haber hallado en ella un tema adecuado a su gusto sombrío. La opinión moderna británica se rebela ante su desenlace. La opinión extranjera contemporánea no pudo francamente entender el aniquilamiento político de Parnell. Se le achacó a la hipocresía inglesa. Pero el resultado fue clara y fatalmente desastroso. Los amores de Parnell y Kitty O’Shea condenaron a Irlanda a un melancólico destino, y al Imperio británico a una dolorosa reducción de su armonía y de su fuerza.