LORD FISHER Y SU BIÓGRAFO

Diez años es mucho tiempo en estos días para esperar por la Biografía póstuma de un hombre eminente. La tarea de escribir la vida de Lord Fisher ha sido acometida por más de un consumado periodista. Los dos copiosos volúmenes que ven ahora la luz son obra de su viejo amigo y hombre de confianza, el almirante Bacon[29]. Serán leídos con el interés inseparable a la extraña y dinámica personalidad de Lord Fisher. Pero es una lástima que el almirante Bacon haya realizado su misión con espíritu y método que parecen calculados para revivir las animosidades y querellas que rodearon la gran figura del viejo marino. La mayor parte de sus contemporáneos estaban dispuestos a compensar lo dulce con lo amargo y dar lo pasado por pasado. Introducir una especie de odiosa y rencorosa controversia en la discusión de las memorables actuaciones que incumbieron a Lord Fisher, no fue prestar un verdadero servicio a su memoria. Sólo les cabe a sus amigos la esperanza de que esos algo atropellados y desperdigados recuerdos no sean la apreciación definitiva que su propio tiempo haga de «Jacky[30]» Fisher.

Ya que estoy con este asunto, diré primero unas cuantas palabras acerca del almirante Bacon. Bacon fue un jefe enérgico, ambicioso y competentísimo, estrechamente asociado con Lord Fisher en la gran empresa de hacer revivir la artillería naval británica, realizada a principios de siglo. Cuando Lord Fisher era Primer Lord del Mar en el Almirantazgo, el entonces capitán Bacon mandaba un buque de la Flota del Mediterráneo. Desde su apostadero escribió a su amigo protector el Primer Lord del Mar una serie de vigorosos y halagüeños informes acerca de la buena acogida que las nuevas reformas de Fisher encontraban en la Escuadra. Como su almirante, Lord Charles Beresford, era hostil a estos cambios, los relatos de Bacon, aunque acaso les sirviese de protección su carácter personal y privado, constituirían, en caso de hacerse públicos, una divergencia con su inmediato jefe y descubrirían una relación especial con el Primer Lord del Mar.

Complacieron tanto a Fisher esas cartas, y estimó que ilustraban tan poderosamente la política que con tanto acierto desarrollaba y estimulaba, que decidió imprimirlas utilizando los servicios tipográficos de la imprenta del Almirantazgo, y aunque no lo hizo con el propósito de darles publicidad, lo cierto es que al cabo de cierto tiempo circulaban libremente por los círculos profesionales y políticos. Un ejemplar llegó a manos del editor del Globo, periódico que ya no existe, e inmediatamente se encontró Bacon denunciado de deslealtad para con su superior y de conducta profesionalmente incorrecta. Los detalles de esta fenecida polémica no nos interesan ahora. Bacon fue exonerado por el Almirantazgo por el hecho de haber escrito algo improcedente. Ulteriormente se le ofreció un destino, pero en vista de la atmósfera creada decidió retirarse del servicio; y poco tiempo después el propio Lord Fisher dimitía su cargo de Primer Lord del Mar. Bacon estaba entonces en su juventud y poseía inmensos y preciosos conocimientos técnicos. La expansión de la Real Armada, que precedió a la Gran Guerra, requería una enorme y creciente amplitud de facilidades para la construcción de cañones pesados y torretas para acorazados. Bacon llegó a ser director de las Fundiciones de Coventry, que acaban de ser dedicadas a fines navales. Allí trabajó silenciosa y enérgicamente desde 1907 hasta el comienzo de la Gran Guerra.

Aparece ahora de sus escritos que se hallaba inspirado contra mí de un fuerte espíritu de personal agravio y antipatía. Pero ello es completamente inmerecido, y yo trataré de establecer brevemente cuál fue mi relación con él. Cuando estalló la guerra, tuve ocasión de verle con motivo de las torres y cañones que construía. Declaró entonces que todas las fortalezas existentes en Europa podían ser demolidas por obuses pesados capaces de ser transportados al campo de batalla. Esto fue antes de la caída de Lieja y Namur, y al ver que sus juicios y sus impresiones habían sido corroborados por los acontecimientos, me dirigí a él para encargarle doce obuses de 15 pulgadas que él se comprometió a terminar en seis meses. Tratábase sin duda de las mayores armas de su clase que hasta entonces habían sido proyectadas. Para estimular sus esfuerzos, le prometí que si el contrato se cumplía en el plazo estipulado, él mismo mandaría las baterías en el frente. Este camino, que terminaba en la línea de fuego, era sin disputa la más preciada recompensa que podía ofrecerse a un oficial que había dejado el servicio en medio de ciertas discusiones.

Lord Fisher, a instancias mías, fue reintegrado al Almirantazgo en el invierno de 1914 como Primer Lord del Mar. En marzo de 1915 el capitán Bacon había cumplido su promesa. Dos de sus enormes cañones estaban entonces disparando en Francia bajo su dirección personal. Acaeció que el mando de la patrulla de Dover, uno de los más importantes puestos-clave de nuestro frente naval de guerra, vino a estar vacante. Me enteré de que a Lord Fisher le gustaría ver reintegrado a la Armada a su viejo subordinado y testaferro. Supe también que le causaba cierto recelo el proponerlo por sí mismo, y yo pensé que Bacon, con su extraordinaria competencia mecánica y personal arrojo, sería el hombre preciso para el Cordón de Dover. Propuse, pues, su nombramiento a Lord Fisher. El anciano se deshizo en expresiones de gratitud y el capitán de navío Bacon llegó a ser el almirante encargado del estrecho de Dover.

En su Vida de Lord Fisher, Bacon se queja reiteradamente de que un hombre civil, un político, sea Primer Lord del Almirantazgo, teniendo facultad de quitar y poner oficiales de Marina en los más elevados mandos. Me reprocha principalmente la designación de Lord Beatty, hecha algunos años antes, para el mando de una escuadra de cruceros de batalla. ¡Qué cosa más chocante, pensar que esas cuestiones sagradas hayan de ser decididas por un personaje exclusivamente político! Pero debe modestamente observar que fue a esta misma influencia civil a quien él únicamente debió, primero, su reintegro en el servicio activo y, después, la más grande oportunidad de su vida. Ningún Consejo de Almirantes, juzgando con un espíritu de estricto profesionalismo, habría tomado en consideración en aquellos tiempos, ni por un momento siquiera, la apelación un tanto patética de un oficial retirado que se consumía en tierra, y cuyo recuerdo estaba deslucido a sus ojos por deslealtad a su almirante.

Durante dos años, el almirante Bacon realizó su labor, en cuanto yo puedo apreciarla, extraordinariamente bien; pero en 1917, cuando la fuerza íntegra de la renovada campaña submarina alemana cayó sobre nosotros, se hizo patente que un excesivo número de sumergibles enemigos atravesaban el estrecho de Dover y hacían presa en nuestros transportes y convoyes que cruzaban el Canal. Ante el mortal apremio de los acontecimientos, Bacon fue privado de su mando, y Sir Roger Keyes nombrado en su lugar. A las pocas semanas del cambio, el dominio británico sobre el estrecho de Dover fue restablecido, y, al cabo de pocos meses, no menos de nueve submarinos alemanes que intentaron atravesarlo fueron destruidos. En esta sazón hacía mucho tiempo que yo había cesado en mis deberes del Almirantazgo. Me encontraba, por tanto, en condiciones de conocer los hechos, y sabía que, por grande que pudiese haber sido la utilidad de Bacon en su primer año, a la sazón distaba mucho de serlo, pues, absorbido como se hallaba por sus investigaciones técnicas, había perdido contacto con el aspecto principal de sus deberes militares. Sin embargo, conociendo sus innegables méritos de investigador e inventor, me alegré de poder hallarle ulterior empleo dentro de la rama técnica de mi departamento. Aquí cumplió su deber a mi entera satisfacción hasta el mismo fin de la guerra. Por tres veces consecutivas le ofrecí una preciada oportunidad de servir a su país activamente en el momento en que más lo requería.

Ahora que he consignado todas estas cuestiones, advierto que pueden acarrearme algunas censuras acerca de mi propia manera de escoger los hombres. Pero no las creo justas, porque en cada uno de sus empleos el almirante Bacon prestó los más valiosos servicios. El hecho de ser un técnico más bien que un táctico hizo indudablemente necesaria su remoción del mando de Dover. Lo cual no le excluía de ser útil en otras esferas y funciones. Pero sean cualesquiera los juicios que puedan hacerse sobre la intervención civil en los nombramientos de la Marina, en paz o en guerra, el almirante Bacon es precisamente el menos llamado a ello.

Dejémosle así, feliz sin reconocerlo, consumido por un agravio que no puede interesar al público, y, con su sombrío modo, no encontrando otra mano que morder que la única que lo ha alimentado.

Esta digresión sobre el almirante Bacon es necesaria para hacer comprender al lector la clase de atmósfera en la que Lord Fisher se movía y el extraordinariamente capaz, pero algo discutible cortejo que le seguía. La faceta de Bacon refleja un haz luminoso que se proyecta desde el anciano mismo. En Fisher hubo siempre algo ajeno a la Marina. Nunca se le consideró como uno de los de aquel «conjunto fraterno» que la tradición de Nelson prescribía. Duro, vindicativo, caprichoso, roído por odios nacidos del despecho, trabajando secreta o violentamente, según la ocasión lo requería, con arreglo a métodos que lo mismo el típico gentleman inglés que los chicos de la escuela están enseñados a aborrecer y evitar, Fisher fue siempre considerado como el «ángel negro» de la Marina de guerra. El viejo marino no hubiera rechazado esta descripción ni se hubiera sentido ofendido por ella; al contrario, se gloriaba de ser así. «Implacable, inexorable, inflexible»: he ahí los epítetos que le agradaba ver asociados a su nombre. «Si algún subordinado se me opusiese —solía decir—, haría de su mujer una viuda, de sus hijos unos huérfanos y de su casa un muladar». Y obraba de acuerdo con esas feroces declaraciones. «El favoritismo —escribió descaradamente en el Diario de navegación del Vernon— es el secreto de la eficiencia». Ser un «Fisherita», o, como se decía en la Armada, «estar en la pecera[31]» fue, durante su primera etapa en el Poder, un requisito indispensable para el ascenso. En general, sus venganzas y maniobras estaban inspiradas por su celo en el servicio, y encaminadas, como yo sostuve, al beneficio público.

Pero detrás de él y de su profesional progenie, los sabuesos le seguían husmeando y merodeando, y, de cuando en cuando, dando un mordisco.

Mi decisión de volver a traer a Fisher al Almirantazgo en 1914 fue uno de los pasos más aventurados que hube de dar en mi vida oficial. Y en cuanto a lo que a mí personalmente concierne, fue, sin duda alguna, el más desastroso. Pero, volviendo la vista hacia aquellos trágicos años, no puedo asegurar que tomase una decisión distinta, si tuviese que repetirla con mis conocimientos de entonces. Fisher trajo al Almirantazgo una inmensa ola de entusiasmo por la construcción de buques de guerra. Su genio era principalmente constructor, organizador, animador. Le importaba poco el Ejército y la suerte que pudiese correr. Eso era incumbencia del Ministerio de la Guerra. Le entusiasmaba abalanzarse sobre la Tesorería cuando quiera que se tratase de gastar dinero. Construir barcos de toda clase, tantos y tan rápidamente como fuese posible, fue el mensaje —a mi juicio el único factible— que llevó al Almirantazgo entre las lobregueces de aquel horrible y crítico invierno de 1914. Estando yo consagrado a la guerra en general, y particularmente a la necesidad de hacer que la supremacía naval británica desempeñase ampliamente su papel en la lucha, me complacía en extremo encontrar en mi principal colaborador naval una fuerza impetuosa e intensa, aunque si bien confinada a la esfera material. Le otorgué, por tanto, la máxima libertad de iniciativa y le ayudé cuanto pude. Cuando en 1917, dos años después de haber abandonado él y yo el Almirantazgo, los alemanes reanudaron con más vigor su guerra submarina y los propios cimientos de nuestro poderío naval estuvieron en litigio, tuvimos poderosas razones para estar satisfechos de que todos aquellos barcos y aquellas masas de pequeñas embarcaciones surcasen en tropel las aguas. Ésa fue la hazaña y la contribución de Fisher. Fue tan grande y decisiva que, en cuanto a mí se me alcanza, lo compensa todo.

Esfuérzase su biógrafo en presentarlo como audaz estratega naval y conductor de guerra. Se nos recuerda que tuvo un admirable plan para forzar la entrada del Báltico con la Escuadra inglesa, a fin de asegurarnos el dominio de este mar, privar a Alemania de sus aprovisionamientos escandinavos y liberar los ejércitos rusos mediante un desembarco anfibio para caer sobre Berlín. Es exactísimo que Lord Fisher habló y escribió perfectamente acerca de tal proyecto, y que ambos autorizamos la construcción de un número de barcazas de fondo plano y protección de acero para desembarcar las tropas bajo el fuego; lo que no creo, sin embargo, es que él hubiese en ningún momento elaborado un plan coherente y definitivo de acción. Y aún creo menos que, una vez realizados los relativamente fáciles preparativos, poseyese la resolución inevitable requerida para llevarlos a la práctica. Era muy viejo. En cuantos asuntos se relacionan con el combate naval mostraba una cautela que excedía de lo usual. No podía hacerse a la idea de arriesgar barcos en la batalla. Estaba aferrado a una doctrina inculcada entre nuestros oficiales antiguos de Marina según la cual la misión de la Armada no es otra que mantener expeditas nuestras comunicaciones, bloquear las del enemigo y esperar que los ejércitos realicen su propio cometido. Una y otra vez oralmente y por escrito, le puse de manifiesto las dudas que me suscitaba su plan diciéndole: «Antes de que pueda usted entrar en el Báltico necesita bloquear el Elba. ¿Cómo va usted a hacerlo? ¿Está usted dispuesto a tomar las islas y arrostrar la acción naval que se requiere para bloquear el Elba? ¿Puede usted dirigir la Flota y entrar en el Báltico por una parte mientras los alemanes pueden salir libremente por un extremo u otro del canal de Kiel?». Jamás quiso afrontar esta obvia cuestión, aunque nuestra colaboración era profunda y a veces apremiantemente estrecha, aunque era audaz de pensamiento y brutalmente franco en la discusión. Debo recordar ahora mi convicción de que nunca intentó seriamente exponerse a los largos y terribles azares de la operación del Báltico, sino que se limitaba a hablar vaga y solemnemente de este proyecto, en todo caso remoto, con el designio de desviar las demandas que no ignoraba habría yo de hacerle (como todos los Gobiernos Aliados, y muy especialmente Wilson y los Estados Unidos hacían a sus Almirantazgos) sobre el empleo más directo de las fuerzas navales en el choque principal de la Guerra.

Tengo narrado por extenso en mis Memorias los hechos que llevaron al breve régimen de Fisher a su dimisión en mayo de 1915. Desde que escribí mi libro La crisis mundial varios e importantes hechos nuevos han sido expuestos. Yo no sabía, por ejemplo, que Lord Fisher, mientras trabajaba conmigo en términos de la más estrecha camaradería, estaba en secreto contacto con los jefes de la oposición parlamentaria. No había leído nunca, hasta que Mr. Asquith me lo envió, el asombroso ultimátum que presentó después de su éxodo desde el Almirantazgo hasta el Gobierno de Su Majestad. Siempre me había limitado a considerar su conducta en este período crítico como resultado general de un quebranto nervioso. Sigo creyendo que semejante colapso moral y mental es su más favorable excusa y la mejor explicación de su caso.

Pero el almirante Bacon nos fuerza a acordarnos de lo que entonces hizo. Colaboraba en términos de honrosa confianza y calurosa amistad con un jefe político a quien debía, según él mismo reiteradamente ha declarado, importantes favores personales. Convino con este jefe, con el pleno asentimiento del Consejo de Guerra, llevar adelante las operaciones contra los Dardanelos. Durante tres meses o más firmó y remitió todas las órdenes a la Flota que atacaba aquel estrecho. A esa Escuadra añadió importantes unidades de combate, por especial iniciativa suya. Cuando después de la caída de los fuertes exteriores el éxito parecía posible y hasta probable, se brindó a partir y mandar personalmente las operaciones decisivas para forzar el paso. Cuando las cosas empezaron a empeorar se dedicó a restringir la campaña y a poner obstáculos en el camino de la acción. Se opuso al envío de los más necesarios suministros y aparatos y refuerzos. Por este tiempo había desembarcado un ejército, del que veinte mil hombres resultaron muertos o heridos. Las tropas se aferraban a las posiciones, ganadas al precio de tantas vidas, con garras y dientes. Fisher había abogado por el envío de aquel ejército; pero se desentendió de cuantas responsabilidades podían alcanzarle de su suerte. Su jefe político se veía ahora expuesto a censuras cada día más crecientes, y la operación de los Dardanelos fue severamente condenada.

En este momento, sin cuidarse de las consecuencias que pudiesen derivarse para el Ejército y la Armada, esquivando su propia responsabilidad por el curso a que los acontecimientos habían sido lanzados, dimitió su puesto ejecutivo urgentemente y con un frívolo pretexto. Según nos asegura su biógrafo, ello fue debido a que se incluyó un par de submarinos más de los que él había estado regateando, en el refuerzo proyectado para la Flota de los Dardanelos. Dimito, y se negó a cumplir los más necesarios deberes, incluso aquellos que quedaban pendientes antes del nombramiento de su sucesor. Se retiró a su casa, corrió las persianas y permitió que se dijera que lo habían expulsado. Comunicóse secretamente con los jefes de la oposición. Habiéndole ordenado el primer ministro, en nombre del rey, que se reintegrase a su puesto, continuó obstinado. No expuso razones, declinó toda discusión. Mientras tanto, estábamos en guerra. Estábamos, de hecho, en uno de sus momentos críticos. En Francia, nuestros ejércitos eran rechazados. En los Dardanelos, hallábanse en peligro inminente. Los submarinos alemanes amenazaban la Escuadra del Mediterráneo; y el conjunto de la Flota alemana de alta mar zarpaba de sus puertos con dirección al mar del Norte. Todos los preparativos para una posiblemente suprema batalla naval fueron hechos por mí sin el concurso de ningún Primer Lord del Mar. Ambas Escuadras movíanse al encuentro una de otra; pero el jefe naval responsable negaba, tenaz, su ayuda. Y unos pocos días más tarde, cuando una gran crisis política se tramitaba, escribió un ultimátum al primer ministro prescribiendo, en insolente detalle, los términos en que debería ser hecho dictador naval, añadiendo que tales términos habrían de ser, por de contado, comunicados a la Flota.

Estos hechos son, por desgracia, incontestables. El almirante Bacon los ostenta, descaradamente, a la luz del día, y no trata en modo alguno de justificarlos, pues él mismo reconoce que no es posible, pero sí de excusarlos a expensas mías. Su simple relato hecho en sus páginas es ruinoso para el nombre y la fama de Fisher.

Por mi parte, como ya he dicho, siempre he adoptado la hipótesis de un trastorno nervioso. La tensión de la guerra en este momento era superior a lo que sus cansados nervios podían soportar. El histerismo, más bien que la conspiración, es la verdadera explicación de sus actos. Aunque hizo cuanto estaba en su mano para hacer fracasar una operación que hubiese muy bien podido reducir a la mitad la duración de la guerra, y aunque momentáneamente destruyó mi poder para intervenir decisivamente en su curso, siempre traté de adoptar un punto de vista caritativo y tratar el caso lo mejor posible. Conocí su debilidad tan bien como su fuerza. Me di cuenta de sus extravagancias tanto como admiré su genio. En puro intelecto sobresalía cabeza y hombros por encima de sus compañeros. Estoy seguro de que su figura no era tan sombría como su torpe biógrafo la pinta. En los negocios humanos, como ya se ha dicho acertadamente, hay siempre más error que intención. Me compadecí de él en los amargos años de exclusión que siguieron a la deserción de su puesto. Y hasta abogué por su readmisión al servicio. Siento que el almirante Bacon me haya obligado a anticipar, siquiera sea casualmente, la cruel indagatoria histórica.