Nadie debería juzgar la carrera del emperador Guillermo II sin hacerse antes esta pregunta: «¿Qué habría hecho yo en su caso?». Imaginaos que habíais sido educados desde la niñez en la creencia de que estabais señalados por el dedo de Dios para ser soberano de una nación poderosa y de que la virtud inherente a vuestra sangre os elevaba muy por encima del nivel ordinario de los mortales. Suponeos heredando en vuestros veinte años el acervo de presas —en provincias, en poder, en orgullo— atesoradas durante las tres sucesivas y victoriosas guerras de Bismarck. Imaginaos percibir a la magnífica raza alemana congregándose bajo vosotros en oleadas cada vez más numerosas y plenas, más ambiciosas, más ricas, más fuertes, y suponed elevándose por todas partes el clamoroso tributo de las muchedumbres fieles y la incesante y hábil lisonja de la cortesana adulación.
«Sois —oís que os dicen— la Soberana Alteza». «Sois el Supremo Señor de la Guerra, que, cuando el próximo conflicto estalle, conducirá al combate todas las tribus germánicas y a la cabeza del más espléndido y más fuerte de los ejércitos del mundo renovaréis aún en mayor escala los marciales triunfos de 1866, de 1870. A vos os incumbe elegir el canciller y los ministros del Estado; a vos compete la designación de los jefes del Ejército y la Armada. No hay cargo en el Imperio, por grande o pequeño que aquél sea, a cuyo ocupante no podáis destituir. Todas las palabras que pronunciéis serán recibidas por todos los presentes con entusiasmo, o por lo menos con respeto. Os basta formular un deseo para que sea concedido. Cada uno de vuestros pasos, irá acompañado de riqueza y esplendor ilimitados. Sesenta palacios y castillos esperan la llegada de su propietario; centenares de rutilantes uniformes llenan vuestro guardarropa. Si las formas bastan de adulación os fatigan, pronto serán sustituidas por otras mucho más delicadas. Estadistas, generales, almirantes, jueces, adivinos, filósofos, sabios y hacendistas, están ansiosos de comunicar su acumulada sabiduría y de recibir con profundo reconocimiento cualquier observación que en sus varias esferas se os ocurra y os dignéis hacerles. Tenéis a mano amigos íntimos que os referirán día por día la impresión hondísima que habéis causado en éste o en aquel especialista eminente ante vuestro maravilloso dominio de su especialidad. El Estado Mayor Central está respetuosamente pasmado por vuestra comprensión de la más alta estrategia. Los diplomáticos hállanse atónitos de admiración ante vuestra varonil franqueza o vuestra prudente reserva, según los casos. Congréganse los artistas henchidos de la debida admiración delante de la pintura alegórica que habéis pintado. Las naciones extranjeras rivalizan con vuestros propios súbditos en sus zalemas y por todas partes os saludan como “el más glorioso príncipe del mundo”». Y esto continuado día tras día, y año tras año durante seis lustros.
¿Estáis completamente seguro, «gentil lector» (para revivir una fórmula pasada de moda), de que habríais sido capaz de resistir el tratamiento? ¿Estáis completamente seguro de que habríais seguido siendo un hombre de mentalidad mediocre, sin una idea exagerada de vuestra propia importancia, sin una excesiva confianza y en vuestra propia opinión, practicando la virtud de la humildad y esforzándoos siempre por la paz?
Pero observad que si lo hubieseis hecho así, pronto se mezclaría una nota discordante a los cantos de alabanza. «Tenemos un pusilánime en el trono, Nuestro Señor de la Guerra es un pacifista». ¿Es que el último y recién venido Imperio Germánico, con todas sus tremendas y expansivas fuerzas, va a ser conducido por el presidente de una asociación de Jóvenes Cristianos? ¿Fue para esto para lo que el inmortal Federico y el Gran Bismarck planearon y conquistaron? ¿Fue para esto para lo que los gloriosos conductores de la Guerra de Liberación elevaron en torno a la ciudadela de Prusia la gigantesca fortaleza del poder teutónico?
Los Estados alemanes, divididos durante tanto tiempo, durante tanto tiempo convertidos, en terreno de jugadores de a campo traviesa, se han unido por fin, y su fuerza es abrumadora.
De un golpe hemos humillado a Austria, de otro hemos quebrantado a Francia. En todo el continente no tenemos igual. No existen dos países que, juntos, sean capaces de vencernos. ¿Nos vamos a limitar entonces a Europa? ¿El canoso lobo de mar inglés va a seguir gozando del dominio del mundo y de los océanos? ¿La decadente Francia, que tanto nos ha perseguido y ahora se acobarda ante nuestras fuerzas unidas, va a seguir disfrutando, reuniendo y aumentando un espléndido imperio colonial? ¿Vamos a continuar excluidos de América por una doctrina de Monroe, alejados del Norte de África por un tratado anglo-francés, rígidamente apartados de China y Oriente por un concierto internacional? ¿Va a seguir medrando Holanda con las riquezas de sus Indias Orientales? ¿La misma pequeña Bélgica, va a seguir regodeándose y extendiéndose descaradamente sobre el vasto Congo?
Concedemos el haber sido los últimos en llegar, concedemos que durante siglos hemos sido los ganapanes y mercenarios de Europa, pero ahora nos mantenemos erguidos en nuestra fuerza; pero, en duro trabajo, arduo pensamiento, organización, negocios, ciencia, filosofía, ¿dónde está nuestro igual? Y después de todo, si así lo deseáis, hay fuego y hierro y el paso marcial de huestes innúmeras que sólo esperan una señal de lo alto. ¿Nos va a ser negado nuestro «puesto al sol»? ¿Van a estar nuestras florecientes industrias eternamente privadas del petróleo y del estaño, del cobre, del caucho y de las otras materias que Alemania debe poseer como propias? ¿O es que siempre van a tener que sernos suministradas por los ingleses, los americanos, los franceses y los holandeses? ¿Es que no existe una región templada en que se puedan establecer las escuelas de una más ilustrada Stuttgart, la Banca de un más rico Berlín, el vasto y liso campo de parada de un nuevo Potsdam? Llegamos tarde, es cierto, pero vamos de todos modos a conseguir nuestra parte. ¡Haced un sitio en la mesa para el Imperio alemán —ahora elevado, al cabo, a su máximo esplendor gracias a nuestro fiel Dios germánico y a su fuerte Ejército—, hacednos sitio en la mesa, o si no os arrojaremos de los vuestros y nos serviremos nosotros mismos las tajadas! En este supremo período de nuestra Historia, en esta fúlgida aurora de nuestro creciente poder, ¿va a ser nuestro Señor de la Guerra un doctrino «de entrecortado aliento y encogida timidez»? No hay tal; ya tiene hijos. Y por ventura en uno de ellos Dios ha infundido el espíritu de un rey guerrero. ¡Todo esto dicho con ojos chispeantes y bocas repulgadas bajo un tumulto de reverencias, saludos y choques de talones con espuelas!
Si la primera lección inculcada en la misma figura del joven emperador fue la de su propia importancia, la segunda se refirió a su deber de sostener la importancia del Imperio alemán. Y a través de centenares de canales por donde las aguas fluían con presión constante, aunque bajo una hialina superficie de respeto, a Guillermo II se le enseñó que, si quería conservar el amor y la admiración de sus súbditos, debía ser su campeón.
Pero también había socialistas; mala gente, patanes desafectos a los que se les daba un bledo por la grandeza de Alemania, la permanencia de la Monarquía y hasta la continuidad de la dinastía. No aplaudían, ni siquiera saludaban excepto cuando se hallaban cumpliendo su servicio militar. Estaban en contra de la aristocracia y de la clase de terratenientes burgueses, verdadera espina dorsal de la nación. No sentían respeto por el admirable Ejército con cuya fuerza Alemania había alcanzado su libertad y mantenido su vida unificada. Votaban tenazmente año tras año en contra de todas las cosas que más interesaba al Kaiser y contra todas las clases e intereses que eran sus servidores fieles y al mismo tiempo sus conscientes amos. Además, ¡qué ordinarios eran! ¡Cómo se reían y mofaban de todo! ¡Cuántas mentiras decían y, lo que es aún peor, cuántas verdades escandalosas! ¿Cómo iba a ser él representante de sus sentimientos? ¿Iba a ponerse en pugna con todas las fuerzas poderosas que sostenían a su país y su trono para ser el portavoz de las opiniones de quienes se jactaban de no tener patria y de que su primer acto en el poder sería hacer tabla rasa de los tronos? ¿Cómo iba a estar conforme con los puntos de vista extranjeros —que eran los mismos de sus enemigos los socialistas— mientras desde todas partes del país las fuerzas marciales y viriles predominantes, le apremiaban a mostrarse tal cual era, y siglos de leyenda, tradición y ancestral encanto le instaban a perseverar en su bravío orgullo? ¿Estás, entonces, lector, completamente seguro en lo más íntimo de tu corazón de que si estuvieses sometido a esas presiones y alimentado con esas regias gelatinas habrías permanecido siendo un manso y amoroso estadista conservador o liberal? ¡Mucho lo dudo!
Cuando medimos las tentaciones y tenemos en cuenta las circunstancias, no podemos menos de afirmar que la norma de vida que siguió el emperador es altamente interesante. No debe ser condenado sumarísimamente. Durante treinta años reinó en paz. Durante treinta años, sus oficiales fueron enseñados a decir —a los extranjeros, naturalmente— que el evitar la guerra forma parte de su religión. Oportunidades se presentaron y se fueron. Rusia, el contrapuesto coloso, quedó maltrecho después de su guerra con el Japón. El peligro de una guerra librada en dos frentes se desvaneció por tres o cuatro años. La alianza franco-rusa no fue más que un papel mojado. Francia estaba a merced del emperador. Éste reinaba en paz. No faltaron provocaciones. Una derrota diplomática fue sufrida en Algeciras, y algo muy parecido a una humillación en Agadir. Guillermo II trató de allanar su camino con su Ejército y su Armada y valiéndose de frases y gestos. «El puño de hierro», «la resplandeciente armadura», «el Almirante del Atlántico», «Hoc volo sic jubeo, sit pro ratione voluntas», escribió en el Libro de Oro de Munich.
«¡Pero guerra, no!». No más astutos planes bismarkianos, no más telegramas de Ems. Todo lo más, pavonearse arrastrando con afectación y estrépito la envainada tizona. Lo que deseaba era sentirse Napoleón y ser como él, pero sin tener que reñir sus batallas. Y seguramente no quería pasar menos revistas que el gran corso. Si sois el cráter de un volcán, lo menos que podéis hacer es echar humo. Y así humeaba y lanzaba una columna de humo durante el día y un fulgor de fuego por la noche, visible a cuantos miraban desde lejos. Lenta y seguramente, estos observadores inquietos se unían y concertaban afanosos de mutua protección.
Tuve la fortuna de ser huésped del emperador durante las maniobras del Ejército alemán en los años 1906 y 1908. Hallábase entonces en el apogeo de su gloria. Montaba a caballo, rodeado de reyes y príncipes; mientras sus ejércitos desfilaban ante él en procesión inacabable, parecía la suprema representación de las cosas materiales de este mundo. La escena que más vívidamente recuerdo es la de su entrada en la ciudad de Breslau, al principio de las maniobras. Montaba magnífico caballo a la cabeza de un escuadrón de coraceros, vistiendo su blanco uniforme y tocándose con el casco que llevaba un águila por cimera. Las calles de la capital de Silesia hallábanse atestadas de súbditos entusiastas, y no cubrían la carrera soldados, sino veteranos de mucha edad ataviados con rancias levitas negras y sombreros de tubo, como si el gran pasado de Alemania saludase a su más espléndido futuro.
¡Y doce años después, qué contraste! Un hombre encorvado y quebrantadísimo permanece sentado durante horas y horas en un vagón de ferrocarril, detenido en una estación holandesa fronteriza, esperando el permiso para huir como un refugiado de la execración de un pueblo cuyos ejércitos condujera a través de inmensos sacrificios a una inmensa derrota, y cuyas conquistas y cuyos tesoros había malgastado.
¡Destino cruel! ¿Fue debido a culpa o incapacidad? Hay, de todos modos, un momento en que la ligereza y la culpa son tan flagrantes que equivalen al delito. Sin embargo, acaso la Historia se incline hacia el fallo más benévolo y absuelva a Guillermo II de haber planeado y urdido la Guerra Mundial. Pero la defensa que de él se haga no será halagüeña para su propia estimación. Será en definitiva, algo análogo en sus líneas generales a la defensa que el eminente abogado francés hizo del mariscal Bazaine cuando éste compareció en juicio acusado del delito de traición por haber vendido la plaza de Metz: «No es un traidor. Miradlo: es simplemente un obcecado».
Es ciertamente asombrosa la cantidad de torpezas que condujeron al Imperio germano, a través de toda una generación y tras constantes vaivenes, a la catástrofe. El joven soberano, que con tanta ligereza despidió a Bismarck, iba muy pronto a privar a su país de las garantías de seguridad que representaba la inteligencia con Rusia. Esta nación vióse obligada a inclinarse hacia el campo opuesto. La copiosa e íntima correspondencia entre «Willy» y «Nicky[2]», toda la inmensa ventaja del personal parentesco, no iban a servir más que para llegar a una alianza franco-rusa, y para que el zar de todas las Rusias encontrase natural dar la mano al presidente de una República cuyo himno nacional era la Marsellesa, antes que colaborar con el emperador-hermano, su igual, su primo, su íntimo allegado.
Vino en seguida, siguiendo un orden fatal, el apartamiento de Inglaterra. En este caso aún eran más fuertes los vínculos de sangre, de parentesco y de historia que tenían que ser disueltos. La obra era lenta y difícil, pero Guillermo II apresuróse a realizarla. Para ello le servía de estímulo tanto su admiración por la vida, el estilo y las costumbres de Inglaterra como su personal envidia del rey Eduardo VII. Hacia la reina Victoria, la augusta abuela, sintió siempre respeto; pero por Eduardo VII, lo mismo siendo príncipe de Gales que soberano, experimentó solamente una maligna mezcla de rivalidad y desdén. Llegó a escribirle presuntuosas homilías acerca de su vida privada. Sus despectivas flechas disparadas al azar, aun cuando no diesen en el blanco eran recogidas y llevadas a él. «¿Dónde está vuestro rey ahora?», preguntó un día a un visitante inglés. «En Windsor, Sir». «¡Ah, creí que estaría remando con su tendero de ultramarinos!»[3]. De este modo, las relaciones familiares que deberían haber servido para cimentar la amistad entre las dos naciones, llegaron progresivamente a ser una causa de discordia. La Gran Bretaña es una democracia constitucional, y los sentimientos personales del monarca no influyen sobre la política de los gobiernos responsables. Pero tampoco iban a faltar ofensas más graves. El impulsivo telegrama del Kaiser al presidente Kruger después de la incursión de Jameson, arrancó tal bramido al león inglés como jamás lo había oído Alemania. Posteriormente surgió la cuestión de la Armada. El señor del más grande de los ejércitos debía poseer también una Flota que infundiese respeto aún al más fuerte poderío naval del mundo.
Y así, Inglaterra, arrastrando consigo a todo el Imperio británico, se fue inclinando poco a poco hacia Francia, y tras los choques repetidos de Algeciras (1906), de la anexión de Bosnia y Herzegovina a Austria (1908) y de Agadir (1911), llegó a estar tácita, extraoficial, pero no por eso menos efectivamente, unida a Francia y Rusia. A Inglaterra le siguió Italia. Una cláusula secreta del primitivo tratado de la Triple Alianza permitía la abstención de Italia en cualquier guerra contra la Gran Bretaña. En 1902, el Kaiser ya había inferido al Japón mortales agravios.
Después de tantos años de pomposa y medieval prestancia, el amo de la política alemana había privado a su país de sus amigos. Quedábale sólo uno: el débil, manejable e internamente desgarrado Imperio de los Habsburgo. Los restos de la red protectora de Bismarck habían sido destruidos, y mientras tanto una enorme y potente coalición se formaba, en cuyo centro ardía, inextinguible, la llama de la «revancha» francesa: ¡Alsacia! Sólo le faltaba a Guillermo II ofrecer a Austria en la enrarecida atmósfera de julio de 1914, la mano libre para castigar a Servia por los asesinatos de Sarajevo. Después, zarpó en su yate para un crucero de tres semanas.
El despreocupado turista había tirado la punta de su cigarro a la puerta del polvorín en que se había convertido Europa. Ardió el cigarro lentamente, ocultando el fuego en la ceniza. Cuando el turista volvió, halló el edificio lleno de humo —humo negro, sofocante sulfuroso—, mientras las llamas lamían el depósito de pólvora.
Al principio creyó fácil extinguir el incipiente incendio. Al enterarse de la abyecta sumisión de Servia al ultimátum austríaco, exclamó: «¡Un brillante triunfo diplomático; ya no hay razón para la guerra; no es necesario movilizar!». Era evidente que en aquel momento su instinto le inclinaba a evitar la conflagración. ¡Era demasiado tarde! En presencia de la explosión inminente, el Ejército se ha apercibido. El aterrorizado populacho, los atolondrados curiosos, los servicios locales de bomberos, son empujados atropelladamente por los rígidos y fuertes cordones de hombres armados que están despejando las calles por doquier; y entre tal confusión, la dorada pompa de la autoridad personal, la obsequiosidad cortesana, las imperiales libreas, los fáciles triunfos de la paz, son barridos sin la menor consideración. La dirección y el poder han pasado a manos más adustas. Las pasiones indomables de los hombres se han soltado. La muerte ronda por la escena en su búsqueda de millones de vidas. Todos los cañones retumban.
La temida guerra «en dos frentes» es inevitable; la defección de Italia de la Triple Alianza, segura; la hostilidad del Japón, cierta; la violación de Bélgica, forzada; y los ejércitos de los Imperios Centrales son lanzados y desbordan las fronteras de las pequeñas naciones. Pero la guerra tiene ahora tres frentes. El ultimátum británico ha llegado. El Imperio del océano, durante tanto tiempo aliado de Alemania, sitúase en el círculo cada vez más estrecho de fuego y de acero como su más implacable enemigo.
Fue entonces cuando Guillermo II comprobó adonde había llevado a su país, y en un rapto de dolor y pesar escribió estas sorprendentes reveladoras palabras: «Y así fue cómo el cerco de Alemania llegó a convertirse al fin en un hecho… Una gran hazaña, que suscita la admiración aún de quien va a ser destruido como consecuencia de ella. Eduardo VII es más fuerte después de su muerte de lo que yo lo soy… a pesar de estar vivo».
Lo cierto es que jamás ningún ser humano se encontró colocado en tal situación. Una responsabilidad inmensa recae sobre Alemania por su servil sumisión a la bárbara idea de autocracia. Éste es el cargo principal que se formula contra ella ante la Historia; el de que, a despecho de toda su mentalidad y de todo su valor, rinde culto al Poder y se deja llevar de él por la nariz. Una monarquía hereditaria sin responsabilidad de gobierno viene siendo por espacio de muchos siglos la política más prudente. En el Imperio Británico este sistema ha alcanzado la perfección: aquí el rey hereditario retiene para sí la pompa y la gloria, mientras unos señores vestidos de negro, unos ministros fácilmente sustituibles, asumen el poder y pechan con sus responsabilidades. Pero la reunión del fausto y del poder del Estado en una sola función expone al mortal que la desempeña a una tensión irresistible para la naturaleza humana, y a un empeño que excede de las fuerzas aún del más grande de los hombres. Algo análogo puede decirse de las dictaduras en épocas tormentosas y en períodos de grandes cambios; pero en estos casos el dictador surge en relación íntima con el agitado conjunto del tropel de acontecimientos. Se yergue sobre el torbellino precisamente porque forma parte de él. Es el hijo monstruoso de las apremiantes circunstancias. Puede poseer acaso fuerza y cualidades para dominar millones de espíritus y cambiar el curso de la Historia. Pero hacer un sistema permanente de dictadura, hereditaria o no, es preparar un nuevo cataclismo.
Guillermo II no tuvo ninguna de las cualidades de los modernos dictadores, excepto el empaque. Era un pintoresco figurón en el centro del escenario mundial, llamado a desempeñar un papel que excedía con mucho de la capacidad de la mayoría de las gentes. Tenía poco de común con los grandes príncipes que, a intervalos y a través de las centurias, han aparecido por razón del nacimiento en la cúspide de los Estados y de los Imperios. Su inteligencia y versatilidad innegables, su gracia personal y su vivacidad sólo le sirvieron para agravar sus peligros, ya que ocultaron su insuficiencia. Sabía hacer los gestos, proferir las palabras, adoptar las actitudes al estilo imperial. Sabía dar un taconazo de impaciencia o un bufido de enojo, o saludar y sonreír con gran arte histriónico; pero por debajo de estos papeles teatrales y de sus falacias, existía un hombre vulgar, vanidoso, pero en general bien intencionado, esperando pasar a la posteridad como un segundo Federico el Grande. Faltábale grandeza de alma y de entendimiento. No podía ofrecer a sus súbditos ni amplia política de prudente estadista, ni profundo cálculo, ni certera visión.
Por último, en sus propias Memorias, escritas desde su penitente reclusión de Doorn, se nos ha revelado ingenuamente en su verdadera talla. No puede imaginarse nada más lleno de íntima trivialidad; nada más carente de entendimiento y del sentido de la proporción, nada más desprovisto de capacidad literaria. Asombra el pensar que de una simple palabra o de un movimiento de cabeza de un ser tan limitado estuvieran atentas y pendientes por espacio de treinta años fuerzas que, al lanzarlas en un momento dado, serían capaces de arrasar al mundo. Ello no fue su culpa, fue su sino.
Si Mr. Lloyd George, que también es actor al mismo tiempo que hombre de acción, hubiera estado en lugar del Kaiser, nos habría privado de semejantes declaraciones, que sólo sirven para halagar las pasiones de las multitudes victoriosas. Habría encubierto este melancólico destierro bajo veladuras más solemnes que los de una culpa mortal, más adecuadas a una responsabilidad humana, y se habría adelantado hacia un cadalso de expiación redentora. Sobre la frente despojada de la diadema imperial se habría puesto la corona del martirio; y la Muerte, con un gesto de supremo olvido, habría restaurado la dinastía de los Hohenzollern sobre la tumba de una víctima.
Pero tan lúgubre ceremonial no tuvo que ser aplicado. Los consejos prosaicos prevalecieron. El emperador caído vivió una vida segura, burguesa, confortable. El transcurso de los años prestó dignidad a su retiro. Sus virtudes privadas desempeñaron, por primera vez, su espontáneo papel. Vivió para ver cómo los odios feroces de los victoriosos se helaban en el desprecio y últimamente se desvanecían en la indiferencia. Vivió para ver cómo un gran pueblo, a quien él había conducido a un horrendo desastre, atravesaba las más adustas tribulaciones de la derrota. Vivió para recibir en sus manos millones de monedas que Alemania tuvo la fuerza moral de entregarle antes que sentirse culpable de rehusar el pago de débitos legales. Sobrevivió en excelente salud, ejemplar conducta y feliz domesticidad, mientras la Flota por él creada con tan imprudente empeño se precipitaba al fondo de un puerto escocés; mientras el orgulloso Ejército, terror del mundo, ante el cual tanto se había pavoneado en tiempo de paz, era dispersado y abolido; mientras sus fieles servidores, oficiales y soldados veteranos, languidecían en la penuria y el abandono. Ésta fue, acaso la más dura responsabilidad.
Pero aún vivió más; y el Tiempo le otorgó una sorprendente y paradójica venganza sobre sus vencedores. Alcanzó una fase durante la cual la mayor parte de Europa, y especialmente sus más poderosos enemigos Inglaterra y Francia, hubieron de considerar la restauración de los Hohenzollern, por aquellos países en otro tiempo aborrecidos más allá de todo encomio, como un evento relativamente propicio y como señal de que el peligro se había alejado. Si ello fuera acompañado de limitaciones constitucionales, todo el mundo lo habría acogido como una seguridad de paz exterior y de tolerancia interna. Esto no obedece a que su luz personal arda con más brillo o mayor fuerza: se debe a la creciente intensidad de las tinieblas que nos cercan. Las democracias victoriosas, al derrocar a sus soberanos hereditarios, creyeron que avanzaban por la senda del progreso; pero, en realidad, han ido más allá, y por una ruta peor. Una dinastía regia que a la vez contempla las tradiciones del pasado y columbra la continuidad del futuro, ofrece un elemento de seguridad para las libertades y de felicidad para las naciones que jamás puede proporcionar el dominio de los dictadores, por capaces que sean. Y así, mientras la rueda del timón da una vuelta, el destronado emperador, sentado en Doorn al amor de la lumbre, puede encontrar irónico consuelo.
Cuando sobrevino el colapso final en el frente del Oeste, voces tentadoras le apremiaban a preparar un ataque y caer al frente de los últimos oficiales que se le mantuvieron fieles. Él nos dio las razones que tuvo para rechazar ese pagano consejo. No quería sacrificar más vidas de hombres bravos simplemente para que le proporcionase el medio de realizar su propio tránsito. Nadie puede dudar ahora de que tenía razón. Después de todo, siempre hay algo que objetar sobre el seguir hasta el fin.