EL REY JORGE V

El reinado de Jorge V será considerado como uno de los más importantes y memorables de toda la Historia de Inglaterra y del Imperio británico. En ningún período similar han acaecido en el mundo cambios tan tremendos; en ninguno han sido más decisivamente alterados sus regímenes, sus modalidades y sus perspectivas; en ninguno han adquirido tan rápida y vasta extensión los conocimientos, la ciencia, la riqueza y la fuerza del género humano. Es evidente que la velocidad a que marcha la evolución social sobrepuja toda comparación. Estos grandes choques y perturbaciones han sido fatales a la mayor parte de los imperios, monarquías y organizaciones políticas de Europa y Asia. Una gran parte del Globo, que en los tiempos victorianos se calentaba apaciblemente al tibio sol de la tranquilidad y de la ley, se ve azotada hoy por la tempestad de la anarquía. Poderosas naciones que conquistaron su libertad en el siglo XIX y, llenas de esperanza, erigieron parlamentos para preservarla, han caído o se entregan al dominio de los dictadores. Sobre inmensas regiones habitadas por las mejor dotadas e instruidas razas, al igual que en los países bárbaros, todo goce de libertad individual, toda afirmación de los derechos del individuo frente al Estado han desaparecido. La democracia, neciamente, ha dado de lado los tesoros conquistados a través de centurias de lucha y sacrificio. Con un grito salvaje, no sólo el viejo feudalismo, sino todos los ideales liberales, han sido barridos.

Aún queda un gran régimen en el que la ley es respetada y la libertad reina, donde cualquier ciudadano puede defender sus derechos contra el Poder Ejecutivo y criticar como le plazca a sus agentes y sus políticos. En el corazón del Imperio británico hay una institución, entre las más antiguas y venerables, que muy lejos de caer en desuso o en desfallecimiento, ha puesto el pecho al torrente de los acontecimientos y hasta ha salido vigorizada del esfuerzo. Inconmovible a los temblores de tierra, incólume ante las corrientes demoledoras, mientras todo va a la deriva, la real e imperial monarquía británica permanece firme. Tal notable proeza, hecho tan prodigioso, tan contrario a la general tendencia de la época, no es posible separarlo de la personalidad de aquel bueno, sabio y verdaderamente noble rey, cuya obra ha terminado.

El difunto padre del monarca falleció en un momento de grave inquietud política y de crisis constitucional. El Gran Consejo que en el palacio de Saint James reconoció y proclamó rey a Jorge V, contempló ante sí a un hombre humilde en presencia de las responsabilidades que la sucesión legal hereditaria, continuada durante un milenio, arrojaba sobre él. Hubo pocos que no sintiesen compasión y simpatía por el no probado heredero de tanta gloria. Hubo algunos —muchos quizá— que sintieron recelo por el futuro. Y eso que en aquel momento nadie podía prever las terribles y devastadoras catástrofes hacia las que Europa y el mundo entero corrían. Los mismos destinos de nuestro país hallábanse ensombrecidos por dificultades y querellas. Los partidos políticos combatíanse con saña. Todo el mundo inglés hallábase profundamente inquieto ante el Veto de los Lores, la autonomía de Irlanda y la ascensión del socialismo. Apenas pudieron soñar que Armageddon gravitaba sobre ellos.

Pero descendamos a detalles. Los Lores habían rechazado el presupuesto que una gran mayoría liberal había aprobado en la Cámara de los Comunes. Se atrevieron a desafiar —así lo parecía al menos— la prescripción lentamente elaborada a través de generaciones sobre proyectos de ley referentes a numerario. Tras convocar a los votantes a unas elecciones generales, en busca de una solución directa, el propio Gobierno resultó vencido por una respetable mayoría. Se estimó necesaria la creación de cuatrocientos o quinientos pares para hacer efectiva la llamada voluntad popular, en el caso de que unas segundas elecciones trajesen otra vez las mismas fuerzas al Poder.

Tal fue el primer problema del nuevo reinado. Es fácil subestimar lo espinoso de su carácter, ahora, que estos asuntos se han arreglado por sí mismos y han pasado de la vida a la Historia. Un día, muchos años después, me aventuré a preguntar a Su Majestad cuál había sido la época peor para él, si esta crisis constitucional o la Gran Guerra. «Para mí —me dijo—, lo más difícil fue la crisis constitucional. En la guerra estábamos todos unidos, naufragábamos o nos salvábamos juntos. Pero entonces, durante mi primer año, la mitad de la nación iba por un lado, y el resto por otro». Es preciso imaginarse que los amigos personales dei rey, el elemento oficial y los círculos sociales en los que se había movido, se dolían amargamente de la monstruosa, aunque probablemente inevitable, creación de cientos de nuevos pares. Había un precedente en el reinado de Ana, pero sólo se refería a la designación de doce, y con el propósito de llevar a cabo determinada política. Ahora se trataba de una fabricación de nobleza hereditaria en una escala seguramente fatal para la misma institución de la pairía. Pero la constitución estaba hecha para cumplirse y actuar, y ante el caso de no encontrar una Cámara de los Comunes que quisiese seguir sometida al veto ilimitado de los Lores, este lamentable expediente debía ser arrostrado.

Hacia el fin de 1910, el primer ministro, Mr. Asquith, pidió al rey el decreto de disolución —la segunda dentro del año— y, además, una garantía para el caso de que la nueva Cámara de los Comunes —tercera de la serie— sostuviese la misma opinión que las anteriores con respecto a la limitación del veto; una garantía que le permitiese sofocar la actitud de la Alta Cámara y echar abajo su enorme mayoría conservadora mediante una hueste de nuevos pares.

No hay duda de que el rey experimentó un profundo disgusto. Y agravó su pesadumbre la circunstancia de que el primer ministro no acudió a la cámara regia, sino que llevó consigo al jefe ministerial de la Cámara de los Lores, Lord Crewe. Mr. Asquith lo hizo, sin duda, a causa de ser Lord Crewe amigo personal del rey y entender que su presencia podría facilitar la penosa discusión. El rey concedió la eventual garantía. Si no lo hubiera hecho así el ministro habría dimitido, y es casi seguro que en la votación siguiente vendría apoyado por la mayoría de los electores. El regio consentimiento permaneció secreto, como es natural, entre el rey y sus principales ministros.

Se celebraron las elecciones generales. La nueva Cámara de los Comunes aprobó el acto del Parlamento por una mayoría de 150 votos. La Cámara de los Lores, obstinadamente, se aprestó a oponerse, y el rey, en cierto momento, autorizó que se declarase en el debate que él consentiría la abrumadora creación de nuevos pares. Ante esta intimación los Lores cedieron y la ley obtuvo entonces la regia sanción. Fue y significó ser el preludio del estatuto autonómico de Irlanda.

Al volver la vista atrás, debemos concluir que esta actuación del rey, la más decisiva entre las suyas, sobre una materia considerada como el límite extremo de la Constitución, fue justa y prudente. El Acto del Parlamento[27] sigue siendo la ley del país. Sucesivas y copiosas mayorías conservadoras han rehusado hasta el presente tocar a la nueva relación establecida por él entre las dos Cámaras.

Irlanda, por senderos a veces más desastrosos que los que entonces parecían abiertos, conquistó la facultad de gobernar o desgobernar sus propios asuntos, y perdió la facultad de gobernar o desgobernar los del Imperio.

He insistido precisamente en esta transacción histórica porque debe ser considerada como una de las aplicaciones más importantes, si no la más, del poder discrecional del soberano para interpretar la Constitución; porque le fue impuesta al iniciarse su reinado; y porque demuestra la sagacidad y fidelidad con que observó el espíritu de la Constitución británica en una época en que su letra no proporcionaba una guía completa. Después de ello entramos en un período de violenta lucha política. El Ulster amenazaba con la resistencia armada a todo plan, bien se le salvaguardase del Parlamento de Dublín, bien se asociase a él.

Los ulsterianos firmaron el pacto, se procuraron armas en el extranjero y pusieron en pie de guerra sus organizaciones militares del Norte.

Preparativos contrarios se hicieron en la Irlanda nacionalista. Las facciones Naranja y Verde, exasperadas por las antipatías de católicos y protestantes, se enfrentaban en amenazadora actitud; y la simpatía del poderoso partido Conservador y la mayor parte de las gentes de gran posición social, riqueza y predominio en la nación inglesa, pusiéronse ardientemente al lado del Ulster. Y es más, llegaron hasta prometerle su ayuda. El error acerca de los desplazamientos de las reales fuerzas regulares llevó, como ha sido relatado, a la renuncia de sus carreras a los oficiales de los regimientos afectados. Aunque esto no fue un motín en ningún bajo sentido, sino más bien un acto de deliberada resistencia pasiva, el episodio ha llegado a nosotros con el nombre de «el motín de Curragh». Es fácil imaginarse la pesadumbre del rey, cabeza del Ejército.

Al lado de estos graves acontecimientos y de estas tendencias al desgarramiento de nuestra vida nacional, se producían otras manifestaciones de inquietud. El movimiento sufragista en favor del voto a la mujer adquirió caracteres de violencia. El combate fue su orden del día. Las calles y las reuniones públicas fueron escenario de frenéticas luchas, que las mujeres hacían más exasperadas. Las cárceles hubieron de recibirlas a centenares. Una infeliz criatura se arrojó a la muerte bajo los cascos de los caballos el día del Derby[28]. La agitación laborista proseguía sin cesar, anunciando y acompañando la aparición del partido Socialista, y las huelgas y perturbaciones industriales de toda índole eran comunes y corrientes en toda la nación. Y dominándolo todo, resonaban ya las pavorosas advertencias y el susurro terrible que anunciaba a la paz la aproximación del peligro extranjero y de una guerra mundial.

Fue en estos años cuando la institución monárquica y la reciente consideración a la persona del rey preservaron, mediante medidas de defensa y de política exterior, la unidad de un país en aquellos tiempos desgarrado por la lucha política más feroz y hasta a veces expuesto a verse lanzado al abismo de la guerra civil. En medio de estas turbulencias intestinas y del creciente peligro exterior, experimentó el rey sus aflicciones e inquietudes más profundas. Aún no tenía entonces aquella poderosa influencia de que logró rodear a la Corona y a sí mismo hacia el final de su largo reinado; pero se ciñó estrechamente a la Constitución. Luchó por mitigar el furor de los partidos y por conservar intacta la gran herencia común del pueblo británico. Lenta y pacientemente fue afirmando su fuerza y aumentando constantemente la estimación y confianza de sus súbditos. Con paso firme acrecentó el Poder y la eficiencia de esa espléndida Flota, entonces incuestionablemente la más fuerte del mundo, en la cual había pasado su juventud, cuyos barcos había mandado, cuyo aspecto duro y áspero le era familiar, y a cuyos oficiales y hombres conocía.

Y luego, súbitamente, en un cielo que para el común de las gentes parecía radiante, retumbaron los pavorosos truenos de la guerra mundial.

No es éste el momento de discutir si una declaración más precisa de Inglaterra hubiera aplazado el ataque alemán. Jorge V, por consejo de Sir Edward Grey, tuvo que haber firmado con profundo pesar su respuesta evasiva a la patética demanda del presidente Poincaré. Sin duda entendía tan bien como cualquiera de sus ministros la necesidad vital de que el Imperio británico interviniese, íntegro, en la lucha. También sin duda aquel amor a la paz —pero no de la paz a toda costa— de que todo su reinado dio prueba elocuente, le condujo a evitar el formidable peligro de anticiparse a la opinión pública en tan terrible cuestión. La reserva británica y hasta su vacilación aparente no fueron sino una parte del precio que teníamos que pagar por el hecho de ser una libre democracia constitucional. Pero lo rescatamos decuplicado merced al impetuoso movimiento miento nacional e imperial, que con resolución y determinación inflexibles, llevó a la nación, una vez convencida, a entrar en la contienda y le permitió abatir la obstinación de todos sus antagonistas al cabo de cincuenta y dos meses de inquebrantable esfuerzo.

Vimos al rey en la víspera de Armageddon empleando toda su influencia en conseguir el arreglo de la cuestión de Irlanda y en hacer una nación británica unida en aquella hora tan cargada de histórico destino. Su conferencia de Buckingham Palace tuvo que limitarse a ser el principio de las negociaciones entre los partidos, y del que pudo haber surgido el acuerdo que los estadistas de ambos bandos perseguían. Pero la guerra barrió todas estas cosas al limbo del tiempo.

El rey y su fiel reina consagráronse a toda clase de obras de guerra, dando ejemplo a los demás. Incansablemente, el rey inspeccionaba y revistaba los ejércitos siempre crecientes, pero ¡ay! durante muchos meses sin armas. Día tras día, acompañó y estimuló a sus ministros en sus varios cometidos. Tan pronto como su hijo mayor alcanzó el mínimum de edad militar, le prometió ir al frente, donde aquel príncipe —después el rey Eduardo VIII— estuvo reiteradamente en las trincheras bajo el fuego de cañones y fusiles, como oficial de Guardias. «Mi padre tiene cuatro hijos —decía—, ¿por qué, pues, he de estar condenado?». Pero su hijo segundo, ahora el rey Jorge VI, también estaba en peligro. Servía en la Marina y se halló presente en la batalla de Jutlandia, el mayor de todos los encuentros navales. El mismo rey Jorge visitó con frecuencia la zona de guerra, y las múltiples fotografías en que se le ve con el casco de acero atestiguan las numerosas ocasiones en que también estuvo bajo el fuego del enemigo. En una de estas visitas de inspección ocurrió un accidente desgraciado. Su caballo, asustado por las estrepitosas aclamaciones de las tropas, se alzó de manos y cayó hacia atrás, magullando y contusionando gravemente al rey. Cuando algunos meses más tarde me despedí de él con motivo de la dimisión de mi puesto en el Gabinete, me quedé sorprendido ante su quebrantado aspecto y evidente debilidad física, ocultados, como es natural, a todo el mundo.

La angustia de la guerra continuaba, y agotaba en su tensión ministros y gobiernos. El rey estaba siempre propicio a ayudar a la formación de nuevas combinaciones que encarnasen y expresasen más libremente la indomable resolución de guerra de su pueblo y de su Imperio. Todo permaneció incólume, ni un solo eslabón de la cadena se quebró; pero el suelo firme al que se aferraron las anclas del poderío británico fue la Monarquía hereditaria y la función del soberano que Jorge V comprendió tan cabalmente. La victoria llegó por fin. Victoria absoluta, definitiva, incuestionable; un triunfo militar rara vez superado en perfección y nunca en magnitud. Todos los reyes y emperadores contra los que el nuestro guerreó, huyeron afuera destronados. De nuevo el palacio de Buckingham se vio rodeado de una enorme muchedumbre. Ya no era el leal, ardiente, pero inexperto entusiasmo de agosto de 1914. Con júbilo feroz, con indescriptible alivio y profunda gratitud, el pueblo y el Imperio aclamaron a su soberano, cuyo trono, cimentado por la ley y la libertad, había resistido tan gloriosamente los más formidables asaltos y los más espantosos azares.

La sombra de la victoria es la desilusión. La reacción del extremo esfuerzo es postración. Las secuelas, aún de una guerra victoriosa, son amargas y dilatadas. Los años que siguieron a la Gran Guerra y a la paz que las enfurecidas democracias permitieron hacer a sus estadistas, fueron años de turbulencia y depresión. Voces estridentes, inaudibles entre el cañoneo y el tumulto del nacional esfuerzo, eran ahora las notas más altas. Procedimientos subversivos paralizados por el peligro, continuaron su curso. Pueblos débiles, amparados por el escudo de Britania de los peligros de conquista o invasión, usaban ahora sus ahorradas, incrementadas fuerzas contra sus protectores y sus guardianes. Pe o el rey mantenía intacto su sentido de la proporción. Cuando Mr. Lloyd George regresó de París con el Tratado de la Victoria, el monarca adoptó la determinación sin precedente de ir a esperar a su eminente súbdito a la Estación Victoria y lo condujo en su propio carruaje al palacio de Buckingham. La Historia no dejará de percibir la significación de este acto.

El rasgo principal de nuestra política interior a partir de la guerra fue la absorción del Partido Liberal por los socialistas y la presentación, como Gobierno de turno, de estas poderosas pero extrañamente consorciadas fuerzas, con sus teorías disolventes, con su sueño de una civilización fundamentalmente distinta de la única que hemos podido desarrollar por centurias de prueba y de error. Las relaciones de Jorge V con Mr. MacDonald y los socialistas constituyen un importante capítulo de su reinado. De nuevo la Constitución y las normas del Gobierno parlamentario le sirvieron a la vez de instrumento y de guía. Desde su ascensión al trono adoptó una absoluta imparcialidad, dentro de la Constitución, para con todos los partidos que pudiesen obtener mayoría en la Cámara de los Comunes, abstracción hecha de su credo o doctrina. Si el péndulo oscilaba a un lado y a otro, debía hacerlo hacia los recién venidos, a quienes la Corona tenía que otorgar su apoyo y su favor.

El rey, elevado sobre la lucha de clases y las facciones partidistas, tiene un punto de vista único en nuestra sociedad. Ser soberano de todo su pueblo debe constituir su única ambición. Debe patrocinar toda tendencia que favorezca la unidad nacional. Todos los súbditos que vivan bajo la ley deben tener la posibilidad, por procedimientos constitucionales, de cumplir los más altos deberes bajo la Corona. Todo jefe político que dirija la mayoría de la Cámara de los Comunes, o que pueda mantener una mayoría circunstancial en esa Asamblea, merced a la división de los otros partidos, tiene títulos suficientes para gozar, en la más plena y generosa medida, del apoyo y favor del rey. Bien pudo el rey hacerse eco del viejo dicho: «Confía en el pueblo». Jamás temió, jamás tuvo necesidad de temer a la democracia inglesa. Él reconcilió las nuevas fuerzas laboristas y socialistas con la Constitución y la Monarquía. Este enorme proceso de asimilación y adhesión de los portavoces de millones de desamparados, será estudiado con atención por los historiadores del porvenir. Ante el asombro de las naciones extranjeras y de nuestros parientes de América, se dio el espectáculo de un rey y emperador trabajando con el mayor desembarazo y la más natural cordialidad con políticos cuyas teorías parecían amenazar, por lo menos, todas las instituciones existentes, y con caudillos populares que acababan de organizar una huelga general.

El resultado fue edificar sobre fundamentos constitucionales una unidad nacional que es la admiración del mundo. Tal evolución, que pudo muy bien haber llenado una tumultuosa centuria, y acaso arruinar en su tramitación la continuidad y tradiciones de nuestra vida nacional, fue llevada a cabo por Jorge V en el transcurso de su reinado. Al hacerlo así vivificó la idea de la Monarquía Constitucional a través del mundo. Atrajo sobre sí mismo y sobre su país la admiración envidiosa de muchas naciones. Vigorizó el espíritu nacional, popularizó la sucesión hereditaria de la Corona, y se colocó él mismo en una eminencia desde la cual, como verdadero servidor del Estado, no sólo impuso la obediencia sino que consiguió el afecto de sus súbditos, cualesquiera que fuesen su clase y condición.

Irlanda fue otra esfera en que puede observarse la mano del rey sin perjuicio de la responsabilidad directa de sus ministros. Con grave riesgo personal verificó la apertura del primer Parlamento de Irlanda septentrional. En esta ocasión solemne preguntó a sus ministros qué palabras podrían ponerse en su boca que atrajesen a todos sus súbditos de Irlanda, no sólo los del Norte, sino los del Sur. El efecto de esas palabras fue eléctrico. Para bien o para mal —yo sigo creyendo que, en definitiva, para bien—, el arreglo de la cuestión irlandesa continuó irremisiblemente hacia su término. A la mañana siguiente a la firma del tratado, el rey citó a los ministros que habían tenido intervención en él, se retrató en medio de sus consejeros en el palacio de Buckingham y se asoció personalmente a su actuación de la manera más pública y marcada. Toda esta política sigue siendo muy discutida, y muy amargas han sido las contrariedades de cuantos firmaron el tratado.

La más controvertida intervención política del rey fue la llevada a cabo durante la crisis económica y financiera de 1931. No hay duda de que utilizó su personal influencia, que entonces había llegado a ser tan grande, para conseguir una Administración nacional, o que se llamó así, que salvase al país del innecesario colapso y de la injustificable bancarrota. Pero de ninguna manera traspasó su intervención los límites de la función real. La completa responsabilidad, moral y práctica, incumbió a Mr. Ramsay MacDonald, primer ministro, y a Mr. Baldwin. Esos ministros aconsejaron al rey y son, por tanto, responsables de su consejo. Que tal consejo estuviese de acuerdo con los propios sentimientos y deseos del monarca, no modifica de manera alguna la posición constitucional. La formación de un Gobierno nacional y el abrumador aval que recibió del electorado, que jamás votó en nuestro país en tan gran número, inauguró un período de restauración económica y de tranquilidad política que no tuvieron par en ningún otro Estado durante aquellos difíciles y azarosos años. Puede argüirse que aquellas ventajas han sido adquiridas a costa de la vitalidad y del vigor de nuestra vida política y hasta acaso de la eficiencia de nuestro Gobierno. Pero tan formidables beneficios fueron captados ávidamente por el pueblo, y cuatro años más tarde ratificó una vez más su decisiva aprobación a cuanto se había hecho. La última fase del reinado de Jorge V le permitió ver el fruto de lo que su corazón deseaba.

¡Qué contraste entre estos cuatro últimos años y aquellos cuatro primeros tormentosos de su reinado! Encontró a su país entre las convulsiones de la lucha de partidos, y lo dejó tranquilo y, en lo esencial, unido. Sobrepujó la más grande de las guerras conocidas. Presidió los destinos del Imperio británico en años de pavoroso, mortal peligro. Lo vio salir de él sin la merma de una sola pulgada de su vasto dominio. Contempló el poder de la Corona y el del soberano fortalecidos hasta su grado sumo, mientras al mismo tiempo la lealtad de todo el imperio y los derechos y la libertad de sus súbditos se establecían sobre bases cada vez más amplias. Vio a la Corona, que para mentes ignaras e inflexibles y hasta para muchos intelectuales del siglo anterior, no era más que un mero símbolo, convertida ahora en el indispensable y moderno eslabón que enlaza y mantiene unido el conjunto del Imperio británico o Comunidad de Naciones. En efecto, por un movimiento contrario a las tendencias de nuestro pasado y de la época, la Corona ha sido colocada en relación directa con todos los Dominios autónomos, y sus ministros tratan gustosos los altos asuntos constitucionales personalmente con el soberano, y sólo con el soberano.

Muchos fueron los cambios que pudo ver en nuestros hábitos, modos y costumbres. Las mujeres han adquirido plena independencia política y ejercen un poder político enorme. El automóvil ha remplazado al caballo, con todo lo que ello implica. La riqueza y el bienestar de todas las clases ha aumentado en gigantesca escala. El crimen, la violencia brutal, la embriaguez y el consumo de licores han disminuido. Somos un pueblo más decoroso y apacible. La próspera Prensa libre se ha convertido en un fiel guardián de la Real familia. La Radiodifusión ha permitido al soberano hablar a todos sus pueblos. En un mundo de ruina y de caos, el rey Jorge V logró un espléndido renacimiento del gran oficio que le cayó en suerte desempeñar.

Una perfección y una armonía singulares dignifican su reinado. Sus bodas de plata dieron ocasión a que se manifestase en todas las partes del mundo el acendrado y vehemente afecto de sus súbditos. La veneración por la Corona se fortaleció con el amor y reverencia por el monarca. Le vimos recibiendo los parabienes de su Parlamento en Westminster Hall, rodeado de sus cuatro hijos. Le oímos dirigiendo su sencillo y cordial mensaje de optimismo a todos los hombres y mujeres de cuantas tierras abarcaba su autoridad. Cuando el ápice de su reinado había sido alcanzado, cuando transcurrió el lapso de vida que le tocó en suerte, rápida y silenciosamente se fue de entre nosotros. En los umbrales de la eternidad, con mano vacilante, intentó firmar el nombramiento preciso para un Consejo de Regencia, y murió rodeado de sus seres queridos, entre el respeto de la Humanidad y el sentimiento de todos sus súbditos. En su puesto hasta el final, dejó en pos de sí una inspiración y un ejemplo para cuantos interviniesen en el gobierno de los hombres.

El deber, público y privado, cumplido lealmente, estrictamente, infatigablemente, sin ostentación y con fortuna; y una serena, altiva humildad en la cumbre de los augustos cometidos: tales fueron las características que para siempre iluminarán su fama.