Muchos vanos lamentos han corrido impresos acerca de las querellas entre Clemenceau y Foch. El mundo que lee fue invitado reiteradamente a deplorar mutuos reproches que se hicieron estos dos grandes y gemelos salvadores de Francia en momentos de máximo peligro. Entrambos disputantes eran ancianos gloriosos, próximos al sepulcro. Uno y otro pertenecen ya a la Historia, y una página inmortal de la Historia les pertenece. ¿Por qué habría de desgarrar esa página? Aun admitiendo que Clemenceau hubiese tratado a Foch ásperamente y lo hubiese barrido de la arena política tan pronto como se logró la victoria, o que Foch se hubiese apresurado a enviar a Clemenceau su busto en yeso para propiciarse su favor, nos es forzoso reconocer como preferible —conforme algunos desean— el haber guardado silencio sobre tales historias. Debiera cuidarse —se añade— de presentarlo todo decorosamente a las generaciones venideras, y no permitirse cubrir de escoria el monumento sobre el cual sólo deben esculpirse las buenas y grandes cosas que los hombres han hecho.
Pero yo no puedo estar conforme con eso. La Musa de la Historia no debe ser melindrosa. Debe verlo todo, palparlo todo y, si es posible, olfatearlo todo. No debe asustarse de que esos detalles íntimos le hurten el romance y le aminoren el culto al Héroe. Las fruslerías y las bagatelas pueden —y hasta deben— empequeñecer y anular a los pequeños, pero carecen de efecto permanente sobre quienes han sostenido con honor el puesto preeminente entre las mayores tempestades. Cuando pase una generación o dos —con toda seguridad cuando pase un siglo— las verdaderas proporciones de estos hombres aparecerán con todo vigor. El juicio de nuestros descendientes ya no estará enturbiado por sus querellas finales. Poco más ricos son nuestros conocimientos por saber que Foch lanza su jabalina a Clemenceau desde más allá de la tumba, y que éste, al descender a su vez al sepulcro, le devuelve el arma con su último estertor.
Pero lo que realmente nos ilustra más es la posesión del notable libro de Clemenceau, Grandeurs et Misères de la Victoire. Escritores a la violeta han propendido a tratar este libro como expresión de la triste incoherencia de una mente senil. Y se han apresurado a disculparlo. El buen sentido y la recta razón —se nos dice— nos vedan el atribuir importancia a la murmuración gruñona y exasperada de un octogenario moribundo. Pero yo, por el contrario, considero ese libro como una contribución magnífica a la Historia de la Época de la Crisis. Contiene en cada página frases y sentencias que iluminan y hacen perfectamente comprensibles a los tiempos futuros no sólo el carácter de Clemenceau sino la Historia de la Guerra y sus causas. El rango de Foch entre los grandes generales de la Historia podrá ser discutido; lo que ya no lo será es que Clemenceau fue uno de los más grandes hombres del mundo. Aquí tenemos su imagen, tallada a hachazos por él mismo…, una obra maestra inacabada y burda, forzada a veces, pero que será siempre una revelación.
Lo cierto es que Clemenceau encarnaba a Francia, era la expresión de su patria. Él era Francia en la medida máxima en que un simple y humano ser, milagrosamente magnificado, puede ser una nación. La fantasía ha hecho de ciertos animales símbolos de naciones… El León británico, el Águila norteamericana, el Águila bicéfala rusa, el Gallo francés. Pero el Viejo Tigre, con su peculiar estilizado gorro, sus blancos mostachos y ardientes pupilas, constituiría una mascota más verdaderamente francesa que ningún ave de corral. Era el fantasma de la Revolución francesa, en su momento sublime, antes de ser sorprendido por las inmundas matanzas de los terroristas. Representaba al pueblo francés erguido contra los tiranos —tiranos del entendimiento, del alma, del cuerpo; tiranos extranjeros, tiranos domésticos; estafadores, charlatanes, mixtificadores, traidores, invasores, derrotistas—; pues todos ellos caían bajo la jurisdicción del Tigre; y contra todos reñía el Tigre inexorable guerra. Anticlerical, antimonárquico, anticomunista, antialemán…, en todo esto representaba el espíritu dominante de Francia.
Había otro modo y otra Francia. Era la Francia de Foch: antigua, aristocrática; la Francia cuya gracia y cultura, cuya etiqueta, cuyo ceremonial habían derramado sus dones por todo el mundo. Era la Francia caballeresca, la Francia versallesca y, sobre todo, la Francia de Juana de Arco. Era esta secundaria y sumergida personalidad nacional la que Foch evocaba. En la combinación de estos dos hombres durante el último año de la guerra, el pueblo francés encontró reunidas y a su servicio todas las glorias, todas las esencias vitales de la Galia. Estos dos hombres encarnaban respectivamente su antigua y su moderna Historia. Entre los dos fluía el río sangriento de la Revolución. Entre uno y otro se alzaban las barreras que el Cristianismo elevaba contra el Agnosticismo. Pero cuando entrambos contemplaban la inscripción esculpida sobre la dorada estatua de Juana de Arco: «La pitié qu’elle avait pour le royaume de France», y veían erguida y brilladora la espada de la Doncella, sus dos corazones latían al unísono. Francia conservaba, en grado superior al poseído por ningún otro gran pueblo, una naturaleza dual. Duplicidad semejante no existe en Gran Bretaña, en los Estados Unidos, ni siquiera en Alemania. Hay una lucha infinita e incesante, no sólo en cuantos parlamentos se suceden, sino en cada calle, en cada aldea de Francia, y hasta en el pecho mismo de casi todo francés. Solamente cuando Francia se halla en mortal peligro, sobreviene una tregua en la contienda. La camaradería de Foch y Clemenceau ilustra, como en un camafeo, la Historia de Francia.
La Biografía de Clemenceau nos es familiar a casi todos nosotros. Una vida tempestuosa desde el principio al fin; lucha, lucha todo a lo largo del camino, sin pausa, sin tregua, sin descanso. La lámina de su espada se forjó y se templó en el fuego y el frío de media centuria. Fue alcalde de Montmartre entre los riesgos de la Commune. Su asalto al Imperio vacilante y su resistencia a los excesos de los revolucionarios, su inútil empeño por salvar las vidas —casi a costa de la suya propia— de los generales Clement Thomas y Lecomte, concentraron sobre él la inquina de los extremistas empecinados en sus atrocidades, y de los reaccionarios victoriosos afanados en el castigo de cuantos habían excitado al populacho y ya no podían dirigirlo. Luchó dura y largamente para ganarse el pan de cada día como médico, como profesor, como periodista. Y toda esa ardua tarea no era más que el comienzo de su dilatada, azarosa existencia. Cuando entró en el Parlamento comenzó otra serie de conflictos. El inflexible radical-socialista; el destructor de Ministerios y ministros, el Tigre parlamentario al que todos los políticos temían; el iconoclasta; el duelista, el implacable perseguidor de los hombres que estaban construyendo el nuevo Imperio Colonial francés, concitó en contra suya enemigos por doquiera. Siguió a Gambetta y lo repudió. Le decepcionó Boulanger y se convirtió en su mayor adversario. La existencia de la República pendió de un hilo durante varios años. Pero en Clemenceau, por lo menos, tuvo un celoso, un vigilante guardián.
Más, ¡qué vorágine de animosidades arrastraba en su estela! Todos habían sentido el azote de su lengua o de su pluma, y no pocos habían arrostrado su pistola o su espada. Fuerzas profundas, vastos intereses creados, sagradas tradiciones, habían sido provocados, ¡qué digo provocados!: heridos, perturbados, perjudicados. Una docena de estadistas de los más eminentes recordaban que Clemenceau había causado la ruina de sus ambiciones o de sus planes. A veces sus planes eran buenos. Jules Ferry, denunciado y derribado del Poder como «el Tonkinés», logró triplicar mediante su trabajo y sus sacrificios, la extensión de las posesiones coloniales francesas. Su caída se debió a Clemenceau más que a nadie. Abrióse otro horizonte, antiguo e histórico para Francia: los ingleses invitaban a una colaboración francesa para restaurar el orden y la solvencia en Egipto. El temor a Clemenceau fue un factor apreciable en la trascendental decisión que hizo zarpar a la Escuadra francesa abandonando la empresa en el momento crítico en que se preparaba el bombardeo de Alejandría. Clemenceau no había podido impedir que Francia adquiriese Túnez, Tonkín e Indochina, pero derribó al hombre que consiguió tal propósito y mantuvo a Francia alejada de Egipto. El nuevo imperio colonial francés contribuyó con su bayoneta a sostener las líneas de combate en la Guerra de 1914. Nadie se opuso más tenazmente que Clemenceau a la adquisición de aquel Imperio. Seguramente años más tarde esta reflexión debió de haberle causado muchos tormentos y producido múltiples e íntimos reproches.
Danse en la política francesa una intensidad, una complicación, una violencia que no tienen par en la política británica. Estas cualidades alcanzaron su máximum en los últimos veinte años del siglo pasado. Todos los actos de aquel drama político que helaba la sangre en las venas tenían su tronque en hechos correlativos y simultáneos en la vida francesa. La existencia parlamentaria, febril, frenética, virulenta, fluía a través de una sucesión de escándalos, estafas, denuncias, perjurios, falsedades, crímenes, complots e intrigas, ambiciones personales y venganzas, ardides y zancadillas, que sólo podrían encontrar su paralelo en los bajos fondos de Chicago. Pero allí, la representación verificábase sobre el más deslumbrante escenario de la más famosa de las naciones y ante el auditorio de todo el mundo. Los actores eran personas de la máxima capacidad, hombres de reputación y de poderío; hombres que proclamaban los más nobles sentimientos y vivían a la vista pública; hombres de saber y de elocuencia; hombres que mandaban ejércitos, dirigían la diplomacia y regían las finanzas. Era una sociedad terrible atrozmente limada, cargada de materias explosivas, envuelta en una red de alambres cargados de electricidad vital. En su centro, revolviéndose para hacer frente ahora aquí, ahora allá y machacando a sus adversarios con su maza, Clemenceau se movía implacable, agresivo, triunfador.
Séame permitido mencionar tan sólo los cuatro mayores escándalos que conmovieron a Francia en el último cuarto del siglo XIX. El asunto Grévy, en el cual el yerno del presidente quedó convicto del tráfico al por mayor de honores y condecoraciones, causando la pérdida del puesto y de la fama de que gozaba su suegro; la vana agitación de Boulanger, que vino con el propósito de destruir la República bajo el pretexto de rehabilitarla y depurarla. Éstos fueron los dos primeros. Más importantes y peores fueron los dos siguientes: las derivaciones financieras de la rotura del istmo de Panamá, las torturas de Dreyfus y su proceso. Recuerde el lector que cada uno de estos estupendos episodios de dramas ajustados a la vida de entonces, acaecían en un país ya internamente dividido por los recuerdos de revoluciones y de las guerras civiles, fraccionado en las implacables facciones de realistas, bonapartistas, republicanos y socialistas; en un Estado donde nada estaba seguro ni libre de amenazas; en un Estado que acababa de ser derrotado en el campo de batalla y sobre cuya existencia se proyectaba la sombra del poderío alemán. Tales hechos se producían en un pueblo cuya Historia de un siglo se resumía en guerras exteriores terminadas por desastres y luchas intestinas que culminaron en matanzas y proscripciones. Por tres veces consecutivas los ejércitos extranjeros habían entrado en París para imponer la paz. Cuatro o cinco coups d’État o revoluciones habían erigido o derribado soberanos, Constituciones, Gobiernos y Leyes. No más lejos que en 1871, la extirpación de la Commune había ido acompañada de miles de ejecuciones. De cada lado, en cada partido, sangre o huellas de sangre eran visibles, sin que lograsen ocultarlas las elegantes maneras, la cultura o la gloria intelectual. Nada análogo había sucedido en la moderna Europa antes de la guerra. Jamás había existido una sociedad tan civilizada y culta que encubriese tan horribles heridas.
Clemenceau no daba cuartel; de nadie podía esperarlo. Había derribado una serie de Gobiernos utilizando para ello toda clase de recursos, fuesen lícitos o no. Había sido implacable en el escándalo del caso Grévy. Colgó a su puerta los sangrientos despojos políticos de una docena de ministros, como un guerrero indio cazador de cabelleras. Hallóse dispuesto en todo tiempo para apelar a todas las medidas —incluso a la acción armada— para luchar contra el general Boulanger y las fuerzas patrióticas que ciegamente se congregaban en derredor de aquel hombre de paja. Hasta entonces, había sido el atacante despiadado. Pero en el asunto de Panamá cambiáronse las tornas. El hedor pestilencial de la sospecha lo mancillaba con su hálito infecto. Los dos grandes bribones de las estafas panameñas, los dos principales corruptores de hombres públicos, fueron Cornelio Herz y el barón Reinach. Clemenceau era íntimo de entrambos. El primero de ellos había prestado apoyo financiero a su periódico Justice, y el segundo había sido acompañado por Clemenceau con su intrepidez característica, a visitar al ministro del Interior en la noche misma de la mortal agonía de Reinach. La conducta de 140 diputados estaba en tela de juicio. Muchos eran conocidos como envueltos en las mallas de la corrupción. De un lado y otro, las reputaciones se perdían o se atacaban. Cada hombre que caía se esforzaba por arrastrar a otros con él. En el delirio de aquellos días bastaba el más ligero contacto con los culpables para comprometer a un hombre público. Los contactos de Clemenceau no habían sido ligeros, ni las explicaciones que se dignó dar fueron suficientemente exculpatorias. ¿Escaparía entonces aquel que siempre había sido despiadado con los demás? ¿No era éste el momento oportuno para que sus enemigos se uniesen y lo aplastasen de una vez para siempre?
En plena Cámara, el apasionado Déroulède declaró que la exaltación de Herz a la influencia y los honores de Francia solamente podía deberse al apoyo de algún hombre de excepcional poder e influencia. «Este servicial adicto e infatigable intermediario —tan activo, tan peligroso— es conocido de todos vosotros. Su nombre está en todos vuestros labios, pero ninguno se atreverá a proferirlo; porque posee tres cosas que os asustan: su espada, su pistola y su lengua. Yo desafío a las tres y le nombro. ¡Es M. Clemenceau!».
E insistiendo. «Cornelio Herz es un agente enemigo. Es justo que sus cómplices sufran. Por lo tanto, señalemos a la vindicta pública el más formidable, el más culpable de cuantos estuvieron a su servicio[26]».
Ningún país está libre de tales episodios. Se malversan los ahorros confiados por las modestas economías y se despilfarran o se aplican indebidamente los caudales públicos. Miembros de los Parlamentos y hasta ministros han recibido beneficios ilícitos o incurrieron en especulaciones fraudulentas, y puede presumirse o alegarse que sus votos o sus discursos estaban afectados de corrupción. Mézclanse siempre con los culpables algunas personas que, no siendo estrictamente delincuentes, se hallan comprometidos por su conducta imprudente o por concomitancias o asociaciones sospechosas. Unidas a su vez a éstas, hay otras personas cuyas transacciones o cuya amistad con los inculpados son completamente inocentes, pero que las relaciones expresadas parecen matizar de cierta culpabilidad. Una vez que el clamor se ha elevado, una vez que los móviles se impugnan, una vez que listas de nombres son lanzadas por el rumor a la publicidad y la sospecha cunde por todas partes, toda acción o conexión por legítima que sea, puede perjudicar enormemente a un hombre público. Pero siempre hay una defensa segura para la verdadera integridad: un género de vida austero y modesto, un presupuesto doméstico que puede ser comprobado por todo el mundo, una orgullosa premura en la exhibición de toda fuente de ingresos. Tal fue la defensa que le fue dable hacer a Clemenceau. «Mi vida es un libro abierto —dijo a sus electores—, y yo desafío a quien quiera a que encuentre otro lujo en mi vida que el sostenimiento de un caballo de silla que me cuesta cinco francos diarios y la participación en una sala de tiro que asciende a quinientos francos».
Pero quedaban otras acusaciones de repuesto. Rechazados en el caso de Panamá, los numerosos enemigos de Clemenceau volvieron al ataque esgrimiendo nuevas armas. Documentos que se decía procedentes del Ministerio inglés de Negocios Extranjeros fueron presentados, con el asentimiento del Ministerio francés, para demostrar que Clemenceau había estado a sueldo de Inglaterra. Tales documentos eran indudablemente una superchería y el ataque directo se difundió por todas partes. «Ahora ya sabemos —se dijo— por qué logró apartarnos de Egipto y estuvo a punto de conseguirlo en el caso de Túnez». Gritos hostiles de «A-oh yes» y «Spik ingleesh» le saludaban a cada mitin. Fue derrotado en su distrito electoral de Var y tuvo que abandonarlo entre las burlas e insultos del populacho. Pocas veces un hombre público en tiempos de paz fue más cruelmente perseguido y acosado. ¡Negros días en efecto, en que se contemplan triunfantes los enemigos derrotados de ayer!
El desolador está desolado,
El triunfador quedó sin victoria,
El árbitro de la ajena suerte
Es un suplicante de la propia.
No, suplicante no, jamás. Desafiador, invencible, él miraba solo y cara a cara al enfurecido mundo francés. Excluido de la Cámara parecía que su voz ya no podría oírse. ¡De ninguna manera! Tenía otra arma. Tenía una pluma. Dice su biógrafo que la producción periodística de Clemenceau no podría contenerse en un centenar de gruesos volúmenes. Escribió por el pan y la vida: ¡por la vida y el honor! Y cuanto produjo su pluma fue leído en todas partes. Por eso sobrevivió. Sobrevivió no sólo para rehabilitarse, sino para asaltar, para vencer. El peor de todos lo escándalos no había surgido aún. Clemenceau se convirtió en el paladín de Dreyfus. Tuvo que combatir entonces contra la cosa para él más sagrada en Francia: el Ejército francés. Iglesia, Sociedad, alta Banca, Prensa, estaban, como antes, concitados contra él. Pero ahora, además, se le unía esta espléndida organización de cuyas bayonetas iban a depender, dentro de poco tiempo, las libertades de Europa. «¡Destruid la confianza en los jefes del Ejército y habréis comprometido la seguridad del país!», gritaban en coro los generales. «¿Es al matadero adónde queréis llevar a vuestros hijos?», exclamaba el general de Pellieu en una de las sesiones del proceso de Dreyfus. Pero, después de todo, lo que en realidad se debatía era si Dreyfus era traidor o no. Y era inocente. La nación entera tomó su partido en favor o en contra. Rompíanse las amistades y dividíanse las familias. Pero el genio de Francia no se eclipsó. La Verdad y la Justicia avanzaron; y a lo largo del camino que para ellas libró de obstáculos, Clemenceau pudo recobrar su propia senda. Y hasta llegó a ser por algún tiempo presidente del Consejo de ministros.
Tal era el hombre que, armado de experiencia y cargado con los odios de media centuria, fue llamado al puesto de timonel de Francia en el peor período de la guerra. Muchos de los generales franceses estaban desacreditados y todos sus planes resultaron fallidos. Extensos movimientos sediciosos habían sido difícilmente reducidos en el frente. París era presa de profundas y tortuosas intrigas. Gran Bretaña había sufrido en Passchendaele una sangría a fondo. Rusia caía en colapso, Italia se hallaba en trance agónico…, y los norteamericanos estaban muy lejos. El gigantesco enemigo erguíase broncíneo y, en cuanto nos era dable advertir, invulnerable. Fue en este momento cuando después de ensayadas todas las combinaciones concebibles, fue el feroz anciano llamado a ejercer lo que de hecho era la Dictadura de Francia. Volvió al poder como Mario había vuelto a Roma: con la desconfianza de muchos, con el temor de todos, pero fatal, inevitablemente.
Fue entonces cuando empecé a conocerlo. Lo había encontrado antes varias veces, pero siempre de manera casual. Mi cometido de ministro de Municiones me hacía ir con frecuencia a París y relacionarme constantemente con los ministros franceses. Mi estrecha colaboración con Mr. Lloyd George me procuró adicionales, íntimos contactos. Pasé media hora con Clemenceau la mañana misma en que formaba su Ministerio. Escuché su discurso de presentación ante la Cámara. Mi amigo, colega y correlativo en orden ministerial, Albert Thomas, duró solamente un par de días en el Gabinete antes de perder su cargo en el cataclismo que sobrevino. Habíamos estado tan estrechamente unidos en los detalles de nuestros respectivos asuntos, que me atreví a solicitar del Tigre una tregua en la crisis de mi colega a fin de no perturbar un transporte que cautelosamente atravesaba el Canal de la Mancha. Creí que mi intervención había hecho efecto; pero mientras tanto Thomas, apoyado por los socialistas, declaraba públicamente que Clemenceau, como primer ministro, «era un peligro para la defensa de la Nación». Esto, como es de suponer, fue para mi compañero, mortal de necesidad.
Oí también la réplica de Clemenceau en la Cámara. Resulta muy difícil para un extranjero que no tiene más que un conocimiento superficial de la lengua y una percepción indirecta del ambiente, el juzgar con acierto esta clase de manifestaciones oratorias. Y eso que Clemenceau reproducía, sin duda con más semejanza que ningún otro de cuantos parlamentarios franceses he oído, los métodos que sigue en sus debates la Cámara de los Comunes. La esencia y los cimientos de esta Cámara son simplemente los de una conversación ceremoniosa. La oración preparada, la arenga electoral, el discurso dirigido a públicos numerosos, jamás han tenido gran éxito en nuestra pequeña y sabiamente construida Cámara. Para lograr algo eficaz necesitáis luchar a brazo partido con el tema y poneros a tono cordial con el auditorio. Y Clemenceau daba verdaderamente esta impresión: se movía de un lado a otro de la tribuna, sin consultar ni el menor cuaderno de notas ni la menor cuartilla, profiriendo a gritos, ingeniosas, mordaces, agudas, entrecortadas frases, según iban brotando de su mente. Parecía una fiera moviéndose de un lado a otro tras los barrotes de su jaula, rugiendo y lanzando miradas coléricas, y parecía asimismo que la asamblea que estaba en torno suyo habría dado algo por no tenerlo delante, pero que una vez puesto allí no tenía más remedio que obedecerle. No se trataba, en efecto, de una cuestión de palabras ni de apreciaciones subjetivas. Las pasiones primarias congeladas por el sufrimiento, los peligros mortales perfilándose y acercándose más cada día, un cansancio de agonía y unos pronósticos de muerte disciplinaban el auditorio. Iba a jugarse desesperadamente la última carta. Francia había resuelto abrir la jaula y dejar al Tigre suelto para que se arrojase a sus enemigos, dondequiera que estuviesen, más allá de las trincheras. Lenguaje, elocuencia, argumentos eran innecesarios para despejar la situación. A gruñidos y zarpazos, la fiera añosa, indomable y feroz entró en acción.
Y entonces la última embestida en la lucha a muerte con Alemania comenzó. Iba a durar un año entero. Calumnias y difamaciones crueles se infligieron a franceses eminentes. La ejecución de traidores convictos no fue más que el símbolo de un terrorismo en potencia que no vacilaría en llevar ante el piquete de ejecución de Vincennes si la necesidad o el humor lo requerían, a hombres culpables de extravagancia intelectual, a hombres que habían ocupado los más altos puestos del Estado. La simple oposición o la asociación con amigos considerados previamente como tibios o derrotistas, era suficiente para exponer a los más destacados estadistas al peligro, por lo menos, de ser detenidos. Clemenceau inspiraba terror por todas partes; pero nadie tuvo más razón que los alemanes para quejarse de ello.
Por mi calidad de extranjero, Clemenceau me permitió a veces decir cosas que sin duda no habría tolerado más que a muy pocos franceses. «Quizá conviniese que usted los congregase a todos en torno suyo, y se olvidasen viejas querellas. Hay gentes distinguidas que sostienen antiguas posiciones porque les es imposible abandonarlas por sí mismas. En Inglaterra solemos ayudarles a descender de esas engañosas alturas. Alguna confusión se crea, pero al fin y al cabo siempre nos conservamos más o menos unidos». Guiñó sus ojos, movió su cabeza, su comprensiva y chusca sonrisa iluminó su curtido rostro mongólico.
Un día me dijo: «No tengo un sistema político, he abandonado los principios políticos. Soy un hombre que afronta los acontecimientos tal cual se presentan a la luz de la experiencia —o quizá mejor—, según veo que las cosas van ocurriendo». Me acordé de la carta del conde de Camors a su hijo: «Todos los principios son igualmente verdaderos o igualmente falsos, según las circunstancias».
Clemenceau tenía plena razón. Lo único que importaba era derrotar a los alemanes.
Sobrevino entonces la crisis suprema. Los alemanes estaban otra vez en el Marne. Desde las alturas de Montmartre podía verse un horizonte vivaz al reflejo de los relámpagos de la artillería. Los norteamericanos estaban atorados en Château-Thierry. Yo tenía importantes fábricas de municiones y aeroplanos en los alrededores de París. Nos era preciso prepararnos a trasladarlas e improvisar refugios hacia el Sur: por esta razón era frecuente mi presencia en la capital de Francia. Antes de empezar la guerra se suele decir: «Soy fuerte, pero también lo es el enemigo». Cuando la guerra se desarrolla, uno dice: «Estoy agotado, pero el enemigo también lo está». Lo difícil es pronunciar estas frases en el momento oportuno. Hasta el momento mismo en que se derrumbaron en colapso, los alemanes parecían invencibles; pero igualmente lo era Clemenceau. En su despacho del Ministerio de la Guerra me dijo estas palabras, que después repitió en la tribuna: «Lucharé delante de París; lucharé en París; lucharé detrás de París». Todos sabían que no era vana arrogancia. Podría haber sido París reducido a ruinas como Ypres, como Arras; ello no habría afectado la resolución de Clemenceau. Quería expresar con ello que manejaría la válvula de seguridad hasta que él ganase o hasta que su mundo estallase en pedazos. Carecía de esperanza más allá del sepulcro, se reía de la muerte, había alcanzado setenta y siete años de vida. ¡Feliz el pueblo que cuando su suerte oscila en la balanza del destino puede encontrar semejante tirano, tal campeón!
Cuando se logró la victoria, Francia apareció como ingrata ante los ojos ajenos. Echó a un lado y arrumbó lo más pronto posible al viejo cubiletero del juego político. En principio no es dable censurar a los franceses; pero lo cierto es que pudieron comportarse más cortésmente. El Clemenceau de la Paz fue un gran estadista. Tuvo que arrostrar dificultades enormes. Hizo por Francia el máximo de lo que los Aliados —que eran el mundo entero— podían tolerar. Sin embargo, Francia quedó descontenta, Foch, disgustado y hasta ofendido por razonamientos de carácter personal. Clemenceau, réprobo hasta el fin, continuaba manifestándose contra la Iglesia. La presidencia de la república recayó en una amable nulidad que poco tiempo después se arrojaba a la vía desde un vagón de ferrocarril. El Tigre se fue a morir a su casa, como todo el mundo creía, pero vivió años y años con el mayor vigor posible, físico y mental. En todo momento estuvo pronto a empuñar el timón y dirigir la nave. O, por lo menos, él así desde luego lo creía. Soberbio como Lucifer, se encastilló en su inmortal gestión y se arropó en su formidable prestigio. «¿Qué va usted a hacer ahora?», le preguntaron cuando volvía de su viaje a la India. «Voy a vivir hasta que me muera», respondió ásperamente.
Todas las veces que yo iba a París, fuese cualquiera el Gobierno que estuviese en el Poder, nunca dejaba de hacer un hueco para ir a saludar a Clemenceau. «Jamás invité a nadie —me dijo un día—, pero usted será siempre bienvenido aquí». Incluso llegó a decir en una ocasión, «de manera inolvidable», a su hija mayor, por quien tengo la referencia, que «Mr. Churchill está muy lejos de ser un enemigo de Francia». Mi última visión de él es de un año antes de su muerte. La casita de la rue François, una pequeña biblioteca. Es en invierno y el aposento parece estar frío. No hay chimenea, pero está lleno de libros. ¡Sin duda no hay calefacción este año! Siento no haber traído el gabán. El anciano aparece, con su característico gorro, con guantes, bien arropado. No tiene la belleza de Napoleón, pero acaso tenga la majestad de Santa Elena. Y no hay que pensar en Napoleón, porque figuras romanas vienen a la memoria. La fiereza, la soberbia, la pobreza después de los más altos cargos, la grandeza tras el alejamiento del Poder, el frente infranqueable opuesto a este mundo y al otro…, todo eso pertenece a la antigüedad.
«Mr. Churchill, yo siempre admiré el amor que los ingleses sienten por los caballos y descubrí el porqué de esa pasión. Fíjese en los caballos de la Caballería; y aún mejor en los de la Artillería. Jamás se vieron cabalgaduras más cuidadas. Le diré a usted por qué los ingleses aman los caballos: los ingleses son marinos; viven en barcos, sobre el mar. Sólo regresan a tierra durante sus vacaciones y permisos, y allí aman a los animales, especialmente a los caballos, porque no los ven nunca cuando están en el mar».
Y en otra ocasión:
«Cuando yo estuve en la India vi algunas cosas que vuestro pueblo no ve. Yo solía ir a los bazares y a las fuentes públicas. Tenía una buena intérprete, y mucha gente venía a hablar conmigo. Vuestros oficiales ingleses son ásperos como los indios; no se mezclan en absoluto con ellos; en cambio, transigen con sus opiniones políticas. Éste es precisamente el camino equivocado. Los franceses intimaríamos mucho más con ellos, pero no les toleraríamos que discutiesen nuestros principios de gobierno».
«Mr. Lloyd George es ahora un enemigo de Francia. Él mismo me dijo un día que los ingleses no serán nunca amigos de Francia, excepto si la ven débil o en peligro. Estoy disgustado con él, pero de todos modos me complació verlo en el puesto que ocupaba mientras aquellas cosas sucedían».
Yo mencioné el nombre de un estadista francés:
«No —dijo—, yo no puedo discutir con un extranjero los políticos franceses. Perdóneme, pero hay algunos nombres que jamás pronuncio. Venga a esta casa cuando quiera».
Y ya en el umbral: «Adiós».
Recibí de su hija la nota siguiente:
«Hay una leyenda en torno a la memoria de mi padre que se enlaza con la de mi abuelo, Benjamín Clemenceau, según la cual habría querido ser enterrado en posición vertical. Si tal hubiese sido su deseo, fielmente se le habría cumplido con todo el respeto que se guarda por cuanto fue suyo, por todas cuantas cosas estuvieron en contacto con él, y principalmente me incumbiría a mí cumplirlo, que soy la mayor de sus hijas y he trabajado diariamente a su lado, en estrecha relación con él, llegando a conocer sus pensamientos íntimos. Precisamente fue él mismo quien dispuso con meticuloso cuidado cuantos detalles se relacionan con su lugar de descanso eterno. Si usted va algún día a visitar su tumba sin nombre, sin inscripción alguna, creo que se sentirá conmovido en aquel sencillo y solitario lugar donde sólo se oye el viento en los árboles y el murmurar de un arroyo en el barranco próximo. Pero él había querido volver sólo al lado de su padre, a la tierra de donde sus antepasados, les Clemenceau du Colombier, procedían después de haber salido del corazón de las tierras boscosas de la Vendée, hace siglos».