¿Cómo se representan la generalidad de los hombres y mujeres a las figuras políticas de hoy? ¿Esa representación está muy lejos de la verdad? ¿Hasta dónde resulta una caricatura? ¿La mayoría del público forma su opinión en las caricaturas y comentarios de Prensa? ¿O tienen un profundo instinto que les capacita para descubrir el verdadero valor y el carácter real de los hombres públicos?
Indudablemente, cuando los políticos, o los estadistas, como les gusta ser llamados, han estado mucho tiempo en escena, sus conciudadanos llegan a formarse una bastante sagaz idea de sus cualidades y méritos. Pero respecto de la gente joven, rápidamente encumbrada a la nacional preeminencia por la Prensa o los conciliábulos o por ambas cosas a la vez, los hombres y mujeres del nivel medio (tenemos que decir siempre «o mujer» porque ahora tienen voto) pueden equivocarse fácilmente y, por ello, están, como es natural, recelosos. Por eso nuestro vasto electorado, al igual que sus más reducidos antecesores, gusta de ser gobernado por personalidades bien conocidas o hasta por bien conocidos nombres. Les gusta ser representados por hombres cuyas huellas se han dejado sentir a través de un cuarto de siglo. Estiman que con tal perspectiva les es más fácil decidirse por unos o por otros, y, justipreciando sus valores, alistarse en un movimiento de apoyo o de oposición.
Sería erróneo juzgar a Mr. Snowden como la vindicativa y rencorosa calavera de sus caricaturas, como el verdugo jurado que usaba gustoso el torcedor y la rueda y el potro de la tasa sobre sus víctimas. En realidad era un hombre blando de corazón, incapaz de matar un mosquito, a menos que su partido y la Tesorería se lo ordenasen, y aun así habría de hacerlo compungidamente.
Philip Snowden fue la notable figura de nuestro tiempo. Figuró entre los principales fundadores del Partido Laboral Socialista. Fue el primero, y hasta ahora el único, socialista, canciller de la Real Hacienda. Desempeñó un papel decisivo en la convulsión política que arrojó a los socialistas del poder en 1931 e inauguró el Gobierno Nacional, régimen dos veces aclamado por enormes mayorías.
Durante cerca de cuarenta años, Philip Snowden organizó tenaz y consistentemente el Partido Socialista. Arrostró todos sus infortunios, absorbió y repitió la mayor parte de sus locuras; y tuvo derecho indiscutible a participar de sus años de prosperidad. La primera cualidad que la nación británica aplaudía en Philip Snowden era la de que sabía el lugar que ocupaba.
Como doctrinario socialista, no lo fue en mayor medida que Ramsay MacDonald, pero emergía del plano socialista marcando un ángulo distinto de reflexión. MacDonald amaba la tradición y la atmósfera tories; el brillo de la vieja Inglaterra le atraía. Snowden miraba el credo socialista con el mismo cáustico, intelectual desprecio de un viejo radical gladstoniano. Para él, el torysmo era una molestia física, y el socialismo militante una enfermedad surgida de malas condiciones de vida o de contagio, como el raquitismo o la sarna. Su corazón se henchía con la misma medida de disgusto o piedad según contemplase la bandera azul de los conservadores o la verde de los socialistas.
Ya quedan pocos supervivientes. Los radicales gladstonianos son una pujante descendencia. Desde luego, están completamente seguros de que se lo saben todo acerca de todas las cosas. Según ellos, en el mundo puede quedar mucho que hacer, pero ya no queda nada por saber después de los tiempos de la reina Victoria.
Adam Smith y John Stuart Mill lo dejaron escrito y aclarado todo. Cobden, Bright y, con algún resbalón, debido, según ellos, a sus malas compañías juveniles, Gladstone lo expresaron todo con admirable elocuencia. El nuevo y solitario maestro, al cual sólo con reservas admitirán a su mental comercio, es Mr. Henry George (¡que por ningún motivo hay que confundir con Mr. Lloyd George!). Henry George, con su impuesto sobre la tierra cayó como una bomba sobre los radicales victoriosos. Parecía una infiltración, sin duda alguna. Era deplorable, pero había que arrostrarla; si no fuera por ella, jamás habría tenido su modo de pensar; no obstante, en medio siglo de choques y de cambios, no se produjo ni una grieta, ni una resquebrajadura, ni una raja.
La rigidez de la doctrina de Snowden era de otra manera impenetrable. Libre importación, sin cuidarnos de lo que el extranjero hiciese con nosotros; patrón oro, sin importarnos el poco oro que nos quedase, austero pago de deudas, sin preocuparnos de los empréstitos que para ello tendríamos que hacer; impuestos de tipo elevado, directo y progresivo, aunque llevasen al marasmo las energías productoras; exención de tasas en los artículos alimenticios que integran el desayuno, a pesar de que su total producción fuese ajena a la jurisdicción inglesa.
Y, coincidiendo con los radicales, su misma debilidad, su misma transigencia, su mismo deje: el impuesto excepcional del valor de la tierra, que, como se decía a menudo, «Dios dio al pueblo». En cuanto al resto, oposición a todas las guerras, aún a las inevitables, y dura, fría aversión a toda clase de colonias y capitales imperiales aún a aquellos que daban el sustento a gran número de hogares humildes. Y por lo que afecta a quienes no pudiesen entender estas doctrinas o no creyesen en ellas, a ésos… les sería mejor colgarse una piedra al pescuezo y arrojarse a la Liga Margarita[24] o al Partido Socialista independiente.
Ya podemos imaginarnos el júbilo con que sería acogido Mr. Snowden por los funcionarios de la plantilla de la Tesorería. Todos los cancilleres de la Real Hacienda inglesa han tenido que ceder, unos espontánea, otros inconscientemente, algunos con repugnancia a esta coactiva atmósfera intelectual. Pero he aquí el Sumo Sacerdote entrando en el santuario. El espíritu de la Tesorería y el de Snowden se abrazaron como dos lagartos parientes después de una larga ausencia, y el reinado de la alegría comenzó. Desgraciadamente, empezaron a surgir una porción de cosas muy molestas. Ante todo, el canciller de la Real Hacienda tenía que seguir pretendiendo que era socialista, campeón mundial de la lucha de clases, etc. Esto resultaba enfadoso cuando había que pronunciar, ante banqueros, un discurso «a lo estadista» y que hacer una invitación al público para que comprase Certificados de Ahorros. Además, la Hacienda había quedado en una situación tan rara, a causa de aquel perdido de Churchill, que el nuevo ministro, en pugna con sus dificultades, se veía obligado a adoptar precisamente las mismas tretas tan duramente censuradas en su predecesor. La economía, por lo demás, ya era totalmente inútil toda vez que los tories habían mantenido los servicios militares, y todos los socialistas ponían su esperanza en el reparto como la última tabla de salvación del partido. Sobre tales incongruencias no es necesario insistir.
No tengo realmente simpatía hacia la causa que Snowden patrocinaba. La destrucción del liberalismo por el movimiento laborista y el alistamiento de los millones de descontentos y menesterosos de nuestro país bajo los extranjeros y falaces estandartes del socialismo, ha sido un desastre para el pueblo inglés, cuyas consecuencias empiezan a revelarse ahora. Fue acompañado de un declinar del progreso de la democracia, con un marcado descrédito del sufragio universal y con la decadencia de las instituciones parlamentarias merced a las cuales ganó Inglaterra sus libertades. Crudeza y cerrilismo matizaron la discusión de los asuntos, apenas comparable con la tensión de los debates Victorianos y con su dominio de la Cámara de los Comunes sobre el Poder Ejecutivo.
La promulgación por las grandes organizaciones de partido de un programa de nacionalización de todos los medios de producción, distribución y cambio, unidos a los modos antipatrióticos y cosmopolitas, produjo en Europa violentas reacciones hacia el extremismo nacionalista y las tiranías dictatoriales. Si estos resultados no han sido aún muy perceptibles en nuestra isla, ello se debe únicamente a que los socialistas, cuando advienen a ministros, abandonan casi por completo en la práctica las doctrinas y principios cuya prédica los elevó al Poder. Fue sin duda alguna un gran error y un agrio, no sólo para las clases trabajadoras, sino para toda la nación, el fundar un partido de clase, aferrado a principios ilusorios que sólo pueden implantarse por una desesperada conmoción civil o por la ruina de la libertad y grandeza británicas.
Después de treinta años de leal e incansable labor para edificar este nuevo partido, Philip Snowden se vio compelido por el público deber a volver toda su elocuencia y propagando contra su propia creación, y prefirió terminar su vida política como vizconde en el seno de la asamblea hereditaria que tanto había trabajado para destruir. La contradicción aparente de gastar toda una vida en crear el partido socialista, y asestarle al final, con inequívoca complacencia, el golpe de muerte, no debe, bien mirado, exponerle a la acusación de inestabilidad o inconstancia de propósito. Durante toda su vida odió sinceramente al torysmo, al patriotismo, a los intereses creados y a todo lo que se llamaba las «clases elevadas». Por otra parte, jamás tuvo la más ligera intención de tomar parte en ningún movimiento revolucionario, ni se habría hecho responsable de un estado de laxitud y desmoralización, política o financiera, capaz de poner en peligro los sólidos cimientos del régimen monárquico, parlamentario y capitalista. Por el contrario, al enfrentarse con un derrumbamiento del orden de cosas existentes y con una posible bancarrota nacional, no sólo se opuso a sus amigos y correligionarios, sino que cayó sobre ellos con tal ardimiento y ferocidad que dejó asombrado al público e hizo las delicias de la mayoría de él.
Debe establecerse una diferencia entre su conducta y la de Mr. Ramsay MacDonald. En las horas de nacional apremio, Snowden abandonó y al mismo tiempo casi destruyó el partido por él fundado. Pero tan pronto como la crisis hubo pasado buscó la ocasión de romper con sus nuevos aliados y erigirse otra vez en campeón ardiente de las ideas que había profesado durante toda su vida. No pensó en continuar en su puesto como ministro cuasi conservador. Si hubiese obrado de otra manera siendo jefe del Gobierno, es cosa que no puede saberse. Los placeres y vanidades de la vida ministerial, los esparcimientos de la sociedad elegante y opulenta no le atrajeron. Nada de lo que pueda ser ofrecido por las fuerzas directoras de nuestro Imperio desvió su juicio ni su acción.
Vencida la crisis, se desprendió de sus nuevos amigos con la misma resuelta energía que lo había hecho de sus amigos antiguos. La violación de sus denuncias contra el socialismo en 1931 corrió parejas con sus vituperaciones al Gobierno Nacional en 1935. Esta aparente catolicidad de animosidades le dio la apariencia de una especie de perro de presa que mordía a unos y a otros por el único afán de morder. Pero ello surgía de su extraordinaria integridad de personales convicciones, de las cuales sólo podía desviarle, justificada y temporalmente, una suprema urgencia nacional. Tal hombre, de haber sido español, habría ahorrado a España los horrores de la guerra civil metiendo en un puño de hierro al Gobierno democrático y parlamentario. Un hombre semejante fue el socialista Noske que salvó a Alemania del comunismo en 1919. Snowden sabía exactamente adonde quería ir, y cuando se veía empujado más allá de ese límite reaccionaba con una violencia a la vez saludable y asombrosa.
La narración que ha escrito de los primeros años de su vida nos hace a todos no sólo respetar su carácter, sino admirar la libre y tolerante Constitución de Inglaterra bajo la cual se elevó de una humilde choza de una aldea de Yorkshire hasta el puesto de canciller de la Real Hacienda del país más rico del mundo, y —si ello puede ser un ascenso— a vizconde entre su antigua aristocracia. Esa historia nos revela la dignidad y la capacidad de una humilde choza inglesa. Snowden despliega ante nosotros los tesoros que encierra la pobreza cuando está asistida de estrictos principios, fe religiosa y penetrante interés en la evolución social. Oigamos las discusiones entre su padre y su tío acerca de la predestinación, la gracia y el fuego del infierno, y el decisivo resumen de la madre:
«Decía que Dios nos ama como nosotros amamos a nuestros propios hijos. ¿Creéis que yo arrojaría a uno de mis hijos al fuego del infierno? ¡No! Jamás, por malo que hubiera sido».
Vemos a este puñado de campesinos, que se surtían del agua de un pozo enclavado en un campo próximo, alzándose en pública revuelta contra el intento del guarda de la heredad de hacerles pagar aquel consumo. ¿Quién puede extrañarse de que aquel espectáculo y aquella experiencia imprimían a la mente de un niño determinada inclinación? Philip fue un muchacho inteligente y pronto llegó a ser el primero de la escuela de su aldea. Para aquéllos a quienes era tan familiar su achacosa figura les resulta extraño enterarse de que nadie pudo vencerle a correr ni a saltar. Llegó a ser un alumno auxiliar del maestro. Aprobó sus exámenes para subalterno de la Administración civil, ascendió hasta inspector de aforos en los servicios de Rentas públicas de la Tesorería, donde llegó después a ser dos veces jefe ministerial.
Pero es la tercera fase de su existencia la que más vivamente excita nuestra simpatía. Baldado irremisiblemente a causa de una afección a la columna vertebral dimanada de un leve accidente, se vio obligado a abandonar su destino administrativo. Su padre había muerto. Se volvió con su madre a su aldea nativa de Ickornshaw, ahora mencionada en su pairía. Durante diez años recorrió la isla en todas direcciones, como conferenciante y agitador socialista. Decir que fueron ésos unos años de lucha contra la pobreza, sería desconocer su temple. Philip Snowden venció a la pobreza desde que nació por el simple procedimiento de reducir sus necesidades a tan corto límite que de los treinta chelines a la semana que era todo lo que le proporcionaban sus conferencias, podía dedicarse a propagar sus soluciones en favor de un gran mundo y llevar una vida de altiva independencia. Era un fraile predicador sin abad a quien obedecer, como no fuese a su propia inteligencia. En estos últimos tiempos, en que la riqueza cuesta tanto y el temor a la pobreza a tantos acosa, ese modesto relato contiene lecciones morales del mayor valor para todas las clases sociales.
Le conocí hace muchos años, siendo yo un joven ministro liberal y él uno de los hombres del pequeño grupo de laboristas independientes que, a pesar de su significación, se vieron forzados a conformarse con los puntos principales de la política del Gobierno de Asquith. Viajamos juntos durante cuatro horas en dirección a Lancashire. Entonces vi por primera vez, en el fondo de este espíritu aparentemente amargo y de esta mirada desdeñosa algo de la atracción y ternura de su naturaleza. Su rostro, aunque surcado por el dolor, la enfermedad y la rebeldía, estaba iluminado por una sonrisa cautivante, comprensiva y apacible. Después, y durante siete años, me cupo en suerte contender con él sobre finanzas como ministro de Hacienda, o en la oposición siéndolo él; y nos combatimos con toda la dureza que nos fue dable dentro de las amplias reglas de la corrección. Pero jamás experimenté contra él ningún sentimiento que destruyese la impresión de que era un hombre generoso y de corazón. La aberración marxista jamás obsesionó su clara inteligencia. Uno que le conocía bien me dijo un día: «Nadie sabrá nunca cómo será un Gobierno laborista hasta que vean uno sin Snowden en el Ministerio de Hacienda». Llegado a este puesto, se enfrentó con sus correligionarios en tan tenaz oposición a sus burdas y cenagosas, aunque populares extravagancias, que los dejó atónitos. No obstante verse sojuzgado en algunos puntos, continuó luchando por lo que consideraba como los principios esenciales de una Hacienda saneada, y la fricción de este conflicto despertó en él el furor y hasta el odio con que en ocasiones combatió a sus amigos y colegas.
La democracia británica debería enorgullecerse de Philip Snowden. Fue un hombre capaz de mantener la estructura social mientras patrocinaba los intereses de las masas. Su larga vida de esfuerzo, renuncia propia y físico quebranto fue coronada por un éxito honorable. Su intrepidez, su rectitud, su austeridad, su sobriedad de juicio, su profundo amor a Inglaterra, su celosamente escondido, pero intenso orgullo de su grandeza, le distinguieron como uno de los verdaderos valores de nuestra edad. Su vida de privaciones, de aflicciones, de autodisciplina, de odio a los tiempos de guerra, tuvo una gran culminación. La Historia del Parlamento no olvidará la escena de la Cámara de los Comunes, entusiasmada, que se ponía en pie, mientras Snowden recitaba los famosos versos:
«All our past proclaims the future: Shakespeare’s voice and Nelson’s hand,
Milton’s faith and Wordsworth’s trust in this our chosen and chaincless land,
Bear us witness…
Come the world against her, England yet shall stand!»[25].