Pocas carreras son más dignas de examen en la moderna política inglesa que la de George Nathaniel Curzon, y pocos recuerdos más sugestivos que los que ha dejado en pos de sí. He aquí un ser dotado muy por encima del nivel ordinario, equipado y armado con brillantes tesoros de talento y fortuna, impulsado hacia delante por voluntad, valor e incansable diligencia, no especialmente perseguido por la mala suerte, no privado de oportunidad, y, sin embargo, no logró realizar el propósito fundamental de su vida. ¿Por qué fracasó y cómo fracasó? ¿Cuáles fueron las causas personales y externas que le robaron a este hombre, colocado en una posición tan fuerte, el premio que constituía la ambición de su vida? Seguramente, y dentro de esta limitada esfera, no habrá un análisis más rico en enseñanzas.
George Curzon nació con todas las ventajas de una moderada opulencia y de un noble linaje. Una mansión solariega, bellas cercanías, árboles añosos; toda clase de recursos y servicios materiales estuvieron a su disposición en su juventud. Pero, al mismo tiempo, una rígida Miss Paraman y un adusto Mr. Campbell, su aya y su preceptor particular, respectivamente, aplicaban sus disciplinarios acicates y correctivos en gradual, severa sujeción. Una educación rigurosa y pía se prolongó en una atmósfera de añeja dignidad y sobre la base de un caudal adecuado. Como un proyectil de largo alcance, disparado de su doméstico fusil, así llegó el muchacho a Eton poco después de 1870. No menos de diez años fueron prodigados en su educación. Escribe acerca de los seis transcurridos en Eton como los más gozosos de su vida. Ciertamente fueron años de constantes triunfos. Sobresalió en seguida entre sus contemporáneos como un ser dotado de superabundantes facultades. En el colegio se destacó rápidamente, llegando a ser, virtualmente, el número uno de los alumnos. Batió la marca en cuanto al número de premios alcanzados. Se distinguió con precoz facilidad en los estudios de latín, francés, italiano, Historia y, sobre todo, en la poesía y prosa inglesas. En Eton fue el mejor y más aplicado de los estudiantes de su tiempo. Pero a todas esas proezas unía un carácter fuerte, rebelde e insolente que le hacía a la vez admirado y temido de sus maestros. Armado de su terrible capacidad de trabajo, y de su rápida y fácil asimilación, rechazaba toda clase de favor y prefería vencer contra viento y marea. Llegó a dejar de asistir a las clases de los profesores de francés, italiano e Historia, y dedicarse a intensa preparación privada, para darse el gusto de arrebatar a los alumnos más estimados de aquéllos los primeros premios.
Pero a pesar de todo esto, su encanto, su aspecto, su risa y su natural ascendiente le granjearon sin disputa la aceptación de los muchachos y quebrantaron el respeto a los entonados profesores. No fue precisamente el alumno modelo, pero fue, con mucho, el más aprovechado. Maduró a velocidad increíble. Antes de los diecisiete años su vocabulario ya era abundante, sonoras sus frases, pulido su gusto en el empleo de las palabras. Sus inscripciones en el registro de acontecimientos llevado por el «Capitán de los Ciudadanos» son una leyenda estudiantil de ampulosidad y grandilocuencia. Sus ideas y su caudal de conocimientos corrían parejas con su facundia para exponerlos de palabra o por escrito. Animó e inspiró la sociedad etoniana de controversias, y llevó a Mr. Gladstone, en la cúspide de su carrera, como dócil cautivo, a dirigirle la palabra. Todo el mundo reconocía los méritos del joven Curzon y vaticinaba su fama futura.
Sus cuatro años de Oxford no fueron menos notables. Allí dedicó preferente atención a la política. Sus estudios académicos ocuparon un segundo plano en su interés y en los exámenes obtuvo solamente una «segunda clase». Pero llegó muy pronto a ser el jefe de la juvenil opinión tory. Fue miembro de los clubs «Chatham» y «Canning». Alcanzó la presidencia de la Unión. Escribía copiosamente y hablaba sin cesar. Infundía energía a cuanto tocaba. Su reputación naciente trascendía de la Universidad y llegaba a los círculos aristocráticos que dominaban la escena política. A los veintidós años era notorio como «El hombre de mañana».
La palabra «notorio» está usada aposta, pues con todo aquel brillo juvenil de Curzon se mezclaba una inocente, pero no por eso menos seria, opacidad de hombre de «nota». Su facilidad le llevaba de un salto a la prolijidad; su ceremoniosa dicción tendía a lo pomposo; la amplitud de sus conocimientos se motejaba de superficialidad; su natural preeminencia iba acompañada de aires de superioridad. Pero todo eso no era sino un tributo de corrientes subalternas a un raudal que avanzaba impetuoso y lleno de esperanzas.
Era fácil entonces —afortunadamente aún lo es hoy— para un hombre de tales prendas e influencia entrar en la Cámara de los Comunes, como el representante libremente elegido, de un gran distrito electoral. Pero aquí, por primera vez, tuvo que enfrentarse con una serie de pruebas que no se avenían bien con sus dotes. La Cámara de los Comunes, en la penúltima decena del siglo pasado, era muy diferente en su nivel social a las asambleas de nuestros días. Pero era entonces, como ahora, el más competente y comprensivo juez de un hombre. Encontró que le faltaba algo a Mr. Curzon. No era precisamente información ni aplicación; no era facilidad de palabra ni atractivo de maneras y de aspecto. Todo eso estaba en su equipo. Podríais abrir su mochila y hacer inventario minucioso: nada faltaba en la lista. Sin embargo, algo o todo estaba incompleto. Haciendo toda clase de concesiones a su juventud y a sus excepcionales facultades, la Cámara le consideró desde el primer día de su investidura como un «peso ligero». Suscitó admiración y envidia, pero no hizo nacer mucho amor ni mucho odio. Podría exponer un asunto con precisión y dar una réplica eficaz. Empuñaba la daga parlamentaria con perfección y estilo; y trabajaba, y viajaba, y leía, y escribía (sólo sobre Persia escribió un libro de mil trescientas páginas) y hacía todo lo que era preciso sin llegar a ser capaz de cambiar el rumbo de la opinión ni el curso de los acontecimientos. Gentes más sencillas, con dura fuerza interior y convicciones talladas a pico por la experiencia prácticamente adquirida, tartamudeaban discursos que contaban mucho más que sus superfluas peroraciones. En la Cámara de los Comunes encontró su igual; y, comparado con las grandes figuras parlamentarias de aquel tiempo, nunca fue considerado, ni aun en su hora, como un combatiente igual o un rival futuro. En teoría, y ello pudiera zanjarse solamente con un examen, tenía mucho de común con Pitt, el joven. En la realidad, sin embargo, quedaría eclipsado por éste.
Llevaba el Partido Conservador cinco años seguidos en el poder antes de que Curzon fuese nombrado subsecretario. La derrota de Lord Salisbury en 1892 ofreció a Curzon amplias oportunidades desde los bancos de la Oposición. Puede decirse con seguridad que ningún parlamentario de primera fila, con toda la ventaja de haber sido ya miembro del Gobierno, y a menos de una descalificación definida, no dejaría de reclamar un puesto de categoría en el Gabinete a la vuelta de su partido al Poder. Sin embargo, en 1895, Lord Salisbury no tuvo reparo en ofrecer, ni Mr. Curzon reparó en aceptar el importante, aunque de todos modos subordinado puesto, de subsecretario de Estado para Negocios Extranjeros. Debemos concluir que, a pesar de sus perfilados discursos y acabadas intervenciones, su perfección de frase y prontitud de epigrama, sus relaciones sociales y su intachable reputación, Curzon resultó completamente derrotado en la Cámara de los Comunes. Fue una ruda prueba.
Es justo decir que él nunca se dio por vencido. Quiso luchar y acampar, y luchar de nuevo, en la Cámara de los Comunes. Veía con pesadumbre y alarma la aproximación de la dignidad de Par que iba a corresponderle por herencia. Para esquivar tan triste suerte trató de legislar. Unido a otros vástagos de nobles casas, trató de hacer aprobar rápidamente por la Cámara una disposición que otorgase a sus miembros la libertad de rehusar o diferir una investidura que no se deseaba. Cuando fue designado virrey de la India tomó un título irlandés que le permitía mantener abiertas a su regreso las puertas de la Cámara Baja. Por lo tanto, nadie tiene derecho a decir con certeza que, en el fondo —como Disraeli— deseaba que no triunfase su tesis. Por lo menos, siempre consideró su eventual exclusión de la Cámara como uno de los grandes infortunios de su vida.
La primera vez que tuve ocasión de echar sobre él una ojeada admirativa y enjuiciadora fue al tiempo de su segunda designación como subsecretario y me encontré instintivamente atraído por el ingenio, la sencillez y la fluencia de su conversación. Le saludé en la recepción dada por la Cámara en Devonshire con motivo del retorno de los conservadores al poder, en el verano de 1895. Un año más tarde fui varias veces invitado suyo, siendo yo oficial subalterno y él virrey de la India. Tenía, o por lo menos practicaba, esa admirable costumbre, en la que los políticos son maestros, de tratar en pie de igualdad, en la conversación, a los hombres mucho más jóvenes. En su mesa de Calcuta gocé enormemente oyendo sus animadas bromas, no demasiado misericordiosas, gastadas con su íntimo amigo, mi último director en el colegio de Harrow, el obispo Weldon, entonces obispo metropolitano de la India. «Presumo —me dijo— que no tardaremos mucho en oírle perorar en la Cámara de los Comunes». Aunque grandemente embarazado por mi inhabilidad para expresarme en público, yo era, ardientemente, de su misma opinión.
Las cualidades contradictorias que coexisten en el carácter de tantas personas, rara vez han formado más vivo contraste que el de George Curzon. El mundo lo juzgaba pomposo de maneras y de espíritu. Pero esta profunda y general impresión, surgida de la experiencia recogida de tan buenos jueces, se desvanecía en presencia de Curzon con el que uno hablaba en un pequeño círculo de amigos íntimos, o de iguales, o de aquellos que él trataba como iguales. Veíase entonces al compañero encantador y alegre, adornando cuantos temas tocaba con su ágil ingenio, siempre dispuesto a reírse de sí mismo, siempre capaz de transmitir simpatía y concordia. Parecía increíble que este hombre cordial, este temperamento infantil y gozoso permaneciese, en realidad, tan oculto para la inmensa mayoría de los que trataban y trabajaban con él. Aunque de lo más difícil en toda clase de pequeños detalles de negocios, discutiendo con casuismo de rábula minucias de vida privada hasta el punto de querellarse con bien probados amigos, no por eso dejaba de ser menos feliz ni de ofrecer en su más halagüeña manera cuando dispensaba espléndida hospitalidad en sus variadas mansiones palaciegas.
Dispensador generoso de ayuda y simpatía en todas las ocasiones de enfermedad o pesar surgidas entre sus extensas relaciones, impopular entre la mayoría de sus servidores, maestro en la reprensión hiriente de sus subordinados, parecía ir sembrando a través de su camino con manos igualmente pródigas, el resentimiento y la gratitud. Adornado de todas las cualidades que pueden deslumbrar y atraer, jamás tuvo un verdadero adicto. Pudo imponerse muchas veces, pero un dominio pleno y efectivo jamás lo ejerció.
Su virreinato de la India fue su mejor época. Por cerca de siete años reinó imperialmente sobre el vasto escenario del Occidente indio. Aportó a esa tarea facultades intelectuales aún no superadas por ninguno de sus sucesores. Todo le interesaba y casi todo aquello en que ponía sus manos resultaba embellecido. Un amor sincero por todos los pueblos de la India, un resuelto patrocinio de sus dignidades y derechos fundamentales, un profundo y documentado conocimiento de sus monumentos y su arte, una laboriosidad prodigiosa, una pluma incansable y mordaz ejercitada sobre interminables legajos, un magnífico ceremonial; he aquí algunas contribuciones hechas, durante su dilatado período de mando, al Gobierno británico del Indostán. Una frontera esencialmente pacífica, inspirada en un definido designio antimilitarista; planes inmensos de obras públicas para aumentar las fuentes de riqueza del país, una tendencia liberal y humanitaria, manifiesta en todas las ramas de la administración, se combinaron para hacer el virreinato de Curzon un memorable episodio de la Historia india.
Finalizó, empero, con pesadumbre y cólera: un conflicto atroz surgido entre el virrey el general en jefe, Lord Kitchener. Ya hay méritos suficientes, creo yo, después del tiempo pasado, para afirmar resueltamente que Curzon tenía razón. Pero en maña, en baja intriga, en fuerza de personalidad, en maniobras dudosamente peligrosas, el soldado batió al político en todo tiempo. Lord Kitchener estableció sus personales y secretos contactos con el Gobierno de la metrópoli y con la Secretaría de Estado. Tuvo sus propios agentes y conductos de comunicación. Escogió las posiciones de combate con habilidad digna de Lloyd George. En el momento crítico, los mejores amigos de Curzon en el Gobierno y el secretario de Estado, Mr. Broodrick, casi su mejor amigo, se pronunciaron contra él, y se pronunciaron contra él erróneamente.
Dimitió con justa indignación. Volvió a Inglaterra con su espada levantada contra sus anteriores colegas, y principalmente contra sus dos amigos íntimos, Mr. Balfour y Mr. Broodrick. Pero el temible conflicto no llegó a producirse. Cuando Curzon llegó de la India encontró el dilatado régimen conservador en trance de disolución. La campaña de Mr. Chamberlain sobre la reforma arancelaria absorbía la atención pública. El Gobierno conservador fue barrido de la existencia en las elecciones generales de 1906; y todas sus eminentes y notables personalidades quedaron relegadas al limbo de una fragmentada oposición, del cual escaparon sólo después de nueve años y merced a la convulsión de la Gran Guerra. Sus querellas privadas carecieron, por tanto, de significación pública. Quedaron adormecidas, pero ardiendo como ascuas bajo la ceniza. Pasaron muchos años hasta que Curzon volvió a dirigir la palabra a Broodrick. Su amistad, que databa de la escuela, terminó para siempre. En cuanto a Mr. Balfour, su calma era olímpica; su cortesía y su amabilidad, infalibles; y sus impresiones imborrables. He aquí de nuevo otro punto de cardinal importancia en la carrera política de Lord Curzon.
Ahora nos acercamos a Armageddon. En esta fase, Curzon se puso en contacto con una personalidad opuesta a la suya. Es difícil que podáis imaginar dos hombres más diversos que Curzon y Lloyd George. Temperamento, prejuicios, relaciones, educación, proceso mental; todo era completamente distinto y marcadamente antagónico. Tampoco había comparación posible en peso y fuerza entre los dos. El hijo de la aldea galesa, cuya juventud había transcurrido en plena rebeldía contra la aristocracia, que se indignaba al tener que salirse del camino para dejar paso al carruaje de cuatro caballos del magnate tory de la comarca y que se vengaba por la noche en los conejos del personaje, tenía un don inestimable. Era, precisamente, el don del que había carecido siempre el producto de Eton y Balliol, el bendito don que le legaron sus hadas madrinas, el único sin el cual todos los otros dones desmerecen atrozmente. Lloyd George tenía «golpe de vista». Estaba dotado de ese profundo, originario instinto que sabe ver a través de la superficie de las palabras y de las cosas, que penetra honda, pero seguramente hasta el otro lado de la pared y que sigue a la caza dos campos antes de que la perciba la multitud. Contra esto, laboriosidad, erudición, elocuencia, influencia social, riqueza, reputación, equilibrado espíritu, plenitud de arrestos, no sirven para nada. Poned a dos hombres juntos, en ciertas condiciones de igualdad, y uno se tragará al otro. Lloyd George utilizó a Curzon para sus propósitos, le recompensó con largueza cuando le convino hacerlo. Le aduló frecuentemente, pero nunca le dio acceso a la cámara interior de sus decisiones.
George Curzon fue un admirable pendolista. El trabajo caligráfico era un placer para él. Podía manejar la pluma de ave o la de acero más de prisa y durante más tiempo que nadie que yo haya conocido. Ha dirigido cartas cuya escritura debió de llevarle muchas horas del día y todas las de la noche, hasta muy entrado el día siguiente. Erguido en el corselete de acero que sostenía su espinazo, escribía y escribía encantadoras, sólidas, magníficas cartas, a veces sobre casi nada. Era un alivio para él, y acaso, inconscientemente, un sedante de sus molestias y pesares.
Recuerdo que en 1903, durante el virreinato de Curzon en la India, fui a ver a la primera Lady Curzon, anteriormente Miss Leiter («La Leiter de Asia», como los graciosos decían[23]), una de las bellas y deliciosas mujeres de su tiempo. Hallábase a la sazón en Inglaterra reponiéndose del primer ataque de su enfermedad que, posteriormente, resultó mortal. Mostróme una carta de su marido desde la India. ¡Constaba de cien páginas! Me mostró los números de los pliegos. Toda estaba escrita de su letra graciosa, legible, ligera. ¡Pero cien páginas!
Cuando dejé el Gabinete, porque veía lo que se avecinaba, y me marché a Francia al final del año 1915, Curzon y yo habíamos colaborado estrechamente para impedir la evacuación de los Dardanelos. Me escribió una carta de unas veinte páginas, describiéndome en vivido estilo la síntesis de las luchas internas del Gabinete sobre aquella resolución y deplorando mi ausencia —«usted, que siempre nos ha guiado»— del debate. Yo estaba en el frente cuando este documento algo terrible llegó a mí. Algún tiempo después mostró mucho empeño en rescatarlo. Pero a pesar de que apenas tengo recuerdo de haber perdido en mi vida una carta importante, lo cierto es que jamás fui capaz de encontrarla ni de saber dónde había ido a parar. Sin embargo, si ahora apareciese, ya carecería de importancia.
Una de las debilidades características de Curzon era que pensaba demasiado en el planteamiento de las cuestiones y demasiado poco una vez que las cosas estaban hechas. Cuando terminaba de escribir su copiosa correspondencia, o de exponer ante el Gabinete, en forma impecable y con todas sus potencias y conocimientos, el asunto que le estaba encomendado, se inclinaba a creer que su misión estaba cumplida. Él la había desempeñado lo mejor posible. Los acontecimientos debían seguir su curso. Se preocupaba mucho de lo que pudiese decirse de las cosas, y demasiado poco de las cosas mismas.
Sólo tuve con él una discusión pública. Cuando Mr. Baldwin estaba planeando su ataque para derribar al Gobierno de coalición de Mr. Lloyd George, en 1922, y la crisis se acercaba en el otoño, hubo varias comidas en mi casa, en las cuales, Lloyd George y yo, discutíamos las crecientes dificultades con Austen Chamberlain, Balfour, Curzon y Birkenhead, tratando de hallarles solución. Ésta giraba sobre el tema de si era correcto pedir el decreto de disolución sin convocar al Parlamento íntegro, o esperar a la próxima reunión de la «Unión Nacional de Asociaciones Conservadoras». Se descontaba que Mr. Lloyd George no continuara como primer ministro después de las elecciones, a menos que la mayoría del Partido Conservador así lo desease. Los que éramos miembros liberales de la coalición nos encontrábamos en terreno firme, porque teníamos varios meses por delante del término establecido para dimitir y apoyar una situación puramente conservadora. Recuerdo perfectamente que, en presencia de todos, Curzon se levantó de la silla, para marcharse, diciendo: «Muy bien, yo soy de la partida». Esto significa que quería ir con nosotros en una apelación al país.
Cuando se celebró el trascendental mitin del «Carlton Club», algunas semanas después, nos encontramos un tanto sorprendidos al ver que Curzon inclinaba su peso en contra nuestra, retenía la Cartera de Negocios Extranjeros en el nuevo Gobierno y nos atacaba con toda su energía. No hay duda de que odiaba a Lloyd George. Pero subsistía su cordial promesa hecha a todos nosotros. Esta defección dio un tono agrio a nuestros discursos electorales. Curzon inició el encuentro con la declaración de que el mensaje dirigido a los Dominios invitándoles a apoyarnos en Chamak ante el peligro de una nueva invasión turca en Europa, había sido planeado y publicado sin que se le consultase a él como secretario de Negocios Extranjeros. Yo acababa de sufrir, pocos días antes, una grave operación de apéndice, pero no pude dejar pasar esto. Y, así, escribí largo y tendido para decir, en síntesis, refiriéndome al mensaje famoso, «que, a despecho de la crítica situación, Lord Curzon había salido de Londres la noche del viernes para una de sus residencias del campo, y no regresó hasta el martes siguiente. El domingo, Lord Curzon fue apremiantemente requerido por Mr. Lloyd George y Mr. Chamberlain (es decir, por el primer ministro y por el jefe de su propio partido) para que regresase a Londres. Contestó que permanecía en el campo porque su casa de Londres no estaba en condiciones adecuadas para recibirlo. Se le instó, en definitiva, para que retornase el lunes. Ignoro cómo se resolvió, al fin, el problema de la instalación de Su Señoría». No le pareció bien esto: era natural que no le pareciese bien. Replicó en The Times que mis manifestaciones se caracterizaban por copiosas inexactitudes y no pequeña malevolencia, y dio una dilatada explicación acerca de cuán enfermo había estado. Hasta entonces no habíamos tenido noticia de semejante enfermedad. Repliqué diciendo que había tenido que admitir los argumentos esgrimidos contra él.
Pasaron nueve meses sin vernos. Nos encontramos en una cena privada, en Londres. Él era uno de los principales ministros, nosotros habíamos quedado fuera de combate; no me mostré muy solícito con él. Pero cuando las damas abandonaron el comedor, él vino a mí, y, con gesto vehemente y magnífico, que lo desvanecía todo, me tendió la mano. Éste era el hombre verdadero.
En la primavera de 1923, la salud de Mr. Bonar Law se derrumbó. Un crucero por el Mediterráneo no logró restaurar sus fuerzas, y decidió abandonar la presidencia del Consejo.
Varias cuestiones de práctica y recta interpretación constitucional surgieron. Cuando un partido está en la oposición y su jefatura queda vacante, puede elegir libremente entre las varias personalidades de talla. Pero, si el partido está en el Poder, la opción hecha por el soberano puede anticipar y, en cierto sentido, prevenir, la decisión del partido. La prerrogativa es absoluta. A ningún partido le es dable ofrecer al monarca un primer ministro. Una vez que un ministro tiene el encargo de formar Gobierno, es libre de hacerlo, si puede. Sin embargo, acaso esté más en armonía con el espíritu de la Constitución, que el rey permita al partido dominante elegir su propio jefe antes de ser él mismo quien haga recaer la designación en un individuo determinado. Es inherente al sistema político inglés que la Corona no tenga que exponerse a dirimir con su decisión la controversia política, salvo en un caso de extrema urgencia o de grave oclusión que no permita otra salida. La Corona sufriría un choque innecesario si, por ejemplo, el primer ministro no fuese aceptado como «jefe» del partido que posee mayoría en la Cámara de los Comunes. Y aun en el caso de que por deferencia a la regia decisión, pero en contra de su inclinación natural, un partido aceptase como jefe al primer ministro designado, muy bien podría suceder que la posición de éste fuese difícil y muy corta la vida del Gobierno. Nada pierde la Corona con esperar unos días y dar lugar a que el pleito político pendiente se arregle por sí mismo. La Corona actuará entonces sobre un hecho cierto mejor que sobre uno que está en tela de juicio, no obstante su buena información para resolverlo.
Cabalmente, es costumbre que el primer ministro saliente, que es de presumir sea cabeza del partido más fuerte y de la mayoría en la Cámara de los Comunes, aconseje al rey la persona de su sucesor. De este modo, se reducen gradualmente los riesgos que corre la Corona de hacer una designación inaceptable, y, en todo caso, y ocurra lo que quiera, el soberano se encuentra protegido por el hecho de haber obrado de acuerdo con un consejo responsable. Si surgen complicaciones, el primer ministro saliente tendrá la culpa. En la mayoría de los casos el consejo es obvio. Pero hay ocasiones en que la materia es dudosa. Ésta fue una de ellas. Además, Mr. Bonar Law, no más tarde que pocas semanas antes, había llegado a la conclusión de que Curzon no le sustituiría. El incidente que le determinó a ello merece ser mencionado.
Un hombre de negocios, deseando iniciar una empresa en Turquía, antes de la conclusión de una paz definitiva con Mustafá Kemal, acudió a Mr. Bonar Law. El primer ministro, que se hallaba a punto de emprender su melancólico, casi desesperado viaje en busca de salud, remitió el asunto al Foreign Office en una breve carta. Lord Curzon halló en esto motivo para contestar con acritud. Criticaba en términos cáusticos la condición del negociante, e insistía —empleando para ello su más típica manera de sermonear— sobre los inconvenientes que resultan de dejar que algunas personas lleguen a suponer que pueden acudir al número 10 de Downing Street para resolver cuestiones de la privativa competencia del Foreign Office. Tal práctica —observaba— sólo serviría para resucitar una de las peores tradiciones del último régimen. El primer ministro, que no había hecho nada para merecer esta reprimenda, estaba demasiado enfermo para encolerizarse; pero, sin duda, se dio cuenta perfecta de las dificultades que surgirían en un Gobierno y en un partido si éstos llegaban a caer en manos de quien era capaz de escribir tan insolente desahogo sobre tan fútil pretexto.
La enfermedad de Mr. Bonar Law lo ganaba cada día y no se creyó justificado para pronunciarse en determinado sentido. De lo único de que estaba seguro era de que no recomendaría a Curzon. Le escribió, pues, el 20 de mayo, diciéndole: «Entiendo que no es costumbre, en circunstancias como las presentes, que el rey pida al primer ministro que le recomiende el sucesor, y presumo que no lo hará; pero, si como espero, acepta mi dimisión en el acto, tendrá inmediatamente que dar los pasos oportunos para buscar quien me suceda». Esto, evidentemente, reconocía la prioridad de la pretensión de Curzon, pero no era un compromiso de apoyarla.
Tan enfermo se encontraba entonces Mr. Bonar Law que ni siquiera pudo ir a despedirse personalmente del rey. Dos de sus más íntimos amigos partieron para Windsor con su dimisión. El rey Jorge, después de expresar su sentimiento por las noticias que recibía, preguntó a quién le aconsejaba que llamase. Los dos caballeros respondieron que se encontraba ya demasiado enfermo para tomar la responsabilidad de aconsejar. El rey entonces pidió que el primer ministro se limitase a indicarle el nombre de otro miembro del Gabinete a quien pudiese recurrir para tomar consejo. Cuando se enteró de esto Mr. Bonar Law estuvo inclinado a ofrecer, como consejero, el nombre de Mr. Neville Chamberlain, de cuyo gran juicio y buen sentido había formado la mejor opinión. Pero como Mr. Chamberlain era sólo ministro de Comunicaciones y era nuevo en el Gabinete, desechó su nombre y envió la respuesta de que podría asumir el cometido de consejero Lord Salisbury. Una vez que éste tuvo noticia de ello, marchó inmediatamente a Londres. Pero, mientras tanto, el rey, temiendo que pudiese ser llamado, en circunstancias de bonanza política, no solamente a elegir por sí mismo un primer ministro, sino en realidad a decidir la jefatura del Partido Conservador, dio otros pasos. Tomó consejo de ancianos estadistas de posición independiente a fin de que las altas funciones de la Corona no resultasen comprometidas, obrando así en armonía con los usos políticos y el público interés.
El lunes, 21 de mayo de 1923, Lord Curzon se hallaba en su casa de Montacute, en Somersetshire, donde pasaba las fiestas de Pascua de Resurrección. El correo de la mañana le trajo la carta de Mr. Bonar Law. Había, pues, llegado el momento ansiado toda la vida. Curzon contemplaba el panorama político y no podía distinguir ningún serio rival. De las grandes figuras del conservadurismo no había probablemente ninguna en condiciones de disputarle la jefatura. Lord Balfour tenía setenta y cinco años. A Mr. Austen Chamberlain y a Lord Birkenhead no se les había perdonado aún su lealtad a Mr. Lloyd George. De los colegas de Curzon en el Gobierno de Bonar Law sólo había un posible competidor, más es dudoso que Curzon lo haya considerado alguna vez como tal. Y sería razonable que así fuese, porque en experiencia oficial, en calibre mental, en categoría y reputación parlamentarias, Curzon sobresalía mucho de su único concebible rival.
Mr. Baldwin era en este tiempo una figura nueva y casi desconocida. Había sido solamente por espacio de seis meses canciller de la Real Hacienda, y escasamente había estado tres años en el Gabinete. Jamás había pronunciado en el Parlamento, ni en parte alguna, un notable discurso. Curzon, por otra parte, era jefe de la Cámara de los Comunes. Había ocupado, a la vista pública y por espacio de un cuarto de siglo, posiciones eminentes, y, en la actualidad, ocupaba el departamento de Asuntos Exteriores con su acostumbrada distinción. Durante todo el lunes esperó Lord Curzon la convocatoria que estaba seguro de que no podía faltar. Al fin llegó. A la caída de la tarde le entregaron un telegrama de Lord Stamfordham llamando al secretario de Estado a Londres. El regreso a la capital, el martes, estuvo todo él ocupado en la elaboración de planes. No hubo por un solo momento la menor duda en el ánimo de Curzon —ni existía razón porque la hubiera— sobre el significado del llamamiento.
Iba a ser primer ministro.
Pero como las consultas del rey habían continuado, lo que al principio pudo parecer una elección descontada apareció después a una nueva y dudosa luz. La gran influencia de Lord Balfour se echó en el platillo de la balanza contrario a la del anterior virrey. Fue llamado con urgencia a su casa de Sheringham, en Norfolk, donde estaba enfermo de flebitis. Los médicos declararon que el viaje podía ser peligroso. Pero Balfour decidió hacerlo. Comprendía que tenía un deber que cumplir. Llegado a palacio, manifestó con convicción su criterio de que en estos tiempos un primer ministro debe pertenecer a la Cámara de los Comunes. Redujo su dictamen estrictamente a ese punto, y se cuidó de no emplear ningún otro argumento. Era bastante. Cuando ya bien entrada la noche, Balfour retornaba a su lecho de enfermo de Sheringham, después de su fatigosa jornada, alguno de los íntimos amigos que le acompañaban le preguntó: «¿Será elegido el querido George?». «No —replicó plácidamente—, el querido George no lo será».
Mientras Curzon viajaba hacia Londres, preguntándose lo que haría en el número 10 de Downing Street, el rey llamaba a Mr. Baldwin. Cuando aquella tarde le anunciaron en su casa de Londres la visita de su amigo Lord Stamfordham, fue sólo para decirle que Mr. Baldwin estaba todavía en el palacio de Buckingham. El golpe era duro y, por el momento, abrumador.
El curso de la Historia sufrió una violenta desviación con la elección hecha por la Corona. El Partido Conservador habría aceptado sin duda la jefatura de Curzon si éste hubiera recibido el encargo del rey. La prematura disolución de 1923 se habría evitado. El Parlamento recién elegido habría agotado la mayor parte de su vida normal: los socialistas no habrían llegado al Poder en el otoño con una votación minoritaria; las elecciones generales de 1923 y 1924, con su gran estrago en el personal parlamentario y sus agravios a la economía y a la Administración pública, no se habrían celebrado. El principio de que un primer ministro perteneciente a la Cámara de los Lores era un anacronismo —como lo era, en efecto— fue reconocido por la Corona. Actualmente, es una cuestión que sólo el Parlamento puede decidir en presencia de las personalidades y circunstancias del caso.
Ahora que esas cuestiones pueden ser contempladas a la luz del pasado, la opinión ha dictado su fallo en el sentido de que se hizo la designación acertada. Más dudoso es discernir si el método empleado lo fue igualmente. Pero si Curzon hubiera sido capaz de prever los acontecimientos, su suerte personal aún habría podido ser rescatada. El nuevo primer ministro tenía verdadera ansiedad por retenerlo en su puesto. Tan pronto recibió el encargo de formar Gobierno, su primera visita fue para Curzon, a quien rogó permaneciese en el Foreign Office. Accedió a la demanda. No dejó que su disgusto le apartase de su actuación. No se dejó llevar por piques y susceptibilidades. Se enroló en el nuevo equipo y desempeñó lealmente su cometido. Su recta y exteriormente gallarda actitud, aunque comprensible, dado su carácter, le fue a la postre fatal para sus ambiciones. Si hubiese permanecido al margen del Gobierno, apenas hay duda de que después del desastre electoral sufrido por el Partido Conservador seis meses más tarde, habría quedado en una posición mucho más fuerte que antes. La actuación de Baldwin se juzgó desatentada. Si Curzon no se hubiese comprometido por su errónea visión, se hubiera convertido en el hombre indispensable, máxime cuando representaba la política librecambista y ésta tenía que ser ahora forzosamente aceptada por los conservadores. Cuando al cabo perdió la partida, lo fue precisamente por jugarla limpiamente y como un hombre. Éste fue uno de esos casos en que la virtud no es su propia recompensa.
La nueva vuelta de la rueda de la fortuna trajo a Curzon la última desilusión, y cuando se formó el Gobierno de 1924 abandonó a otras manos la cartera de Asuntos extranjeros.
Estos graves reveses fueron soportados, después de los choques iniciales, con benevolencia y dignidad. Pero, indudablemente, abrumaron la ya fatigosa carrera con la definitiva pesadumbre. La mañana había sido de oro; la tarde, de bronce; la noche, de plomo. Y, como esos sólidos y brillantes metales, cada una de esas etapas fue susceptible de pulimento y lo recibió hasta fulgir con el brillo peculiar a cada uno de aquéllos.