No es posible formular un juicio justo sobre una figura pública que ha alcanzado las enormes dimensiones de la de Adolfo Hitler mientras no tengamos ante nosotros, íntegra, la obra de toda su vida. Aunque las malas acciones no pueden ser condenadas por posteriores actuaciones políticas, la Historia está repleta de ejemplos de hombres que han escalado el poder valiéndose de procedimientos feos y crueles, y hasta espantosos, pero que, sin embargo, al apreciar su vida en conjunto, se les consideró como grandes figuras cuyas vidas han enriquecido los anales del género humano. Tal puede suceder con Hitler.
Esa visión total nos está vedada hoy[21]. Aún no podemos decir si Hitler será el hombre que desencadenará de nuevo sobre el mundo otra guerra en la que la civilización sucumbirá irremisiblemente, o si pasará a la Historia como el hombre que restauró el honor y la paz de espíritu de la gran nación germánica y la reintegró serena, esperanzada y fuerte a la cabeza del círculo familiar europeo. Es sobre este misterio del futuro sobre el que la Historia se pronunciará. Baste decir que ambas posibilidades están abiertas en el momento presente. Y pues la Historia está sin terminar, porque sus más azarosos capítulos no han sido escritos aún, nos vemos obligados a tratar de la parte sombría de la carrera y la obra hitleriana, sin olvidar la posibilidad de una alternativa luminosa ni cesar de esperarla.
Adolfo Hitler fue hijo del dolor y la rabia de una raza y un Imperio poderoso que habían sufrido en la guerra abrumadora derrota. Fue él quien exorcizó el espíritu de desesperación de la mente alemana sustituyéndolo por el no menos funesto, pero mucho menos mórbido, espíritu de venganza. Cuando los terribles Ejércitos alemanes, que habían tenido media Europa entre sus garras, retrocedían en todos los frentes y solicitaban un armisticio de aquellos mismos pueblos cuyas tierras ocupaban aún como invasores, cuando el orgullo y la obstinación de la raza prusiana se quebraban en rendición y revolución detrás de las líneas de combate, cuando aquel Gobierno imperial, que durante más de cincuenta espantosos meses, había sido el terror de casi todas las naciones, se desplomaba ignominiosamente en colapso, dejando a sus leales súbditos indefensos y desarmados ante la cólera de los gravemente heridos, pero victoriosos Aliados, entonces fue cuando un cabo, un austríaco, antes pintor de puertas y ventanas, se lanzó a recobrarlo todo.
En los quince años que transcurrieron desde esta resolución, Hitler ha logrado no solamente restaurar a Alemania en su más poderosa posición en Europa, sino que ha conseguido, además, y en muy grande medida, invertir los resultados de la Gran Guerra. Sir John Simon dijo en Berlín, que, como secretario de Negocios Extranjeros, no hacía distinción entre Vencedores y Vencidos. Tal distinción, cabalmente, existe aún, pero los vencedores están en camino de llegar a ser vencidos, y los vencidos, vencedores. Cuando Hitler comenzó, Alemania estaba postrada a los pies de los Aliados. Puede llegar un día en que vea, postrado a los pies de Alemania, lo que quede de Europa. Sea cualquiera la opinión que se tenga de tales hazañas, lo cierto es que se sitúan entre las más notables de la Historia del mundo.
El éxito de Hitler, y, por descontado, su persistencia como fuerza política, no habría sido posible si no fuera por el letargo y la insensatez de los Gobiernos franceses e ingleses de después de la Guerra, y, especialmente, de los tres últimos años[22]. Ningún sincero intento se hizo para llegar a una inteligencia con los varios Gobiernos moderados que tuvo Alemania bajo un sistema parlamentario. Durante mucho tiempo los franceses acariciaron la absurda ilusión de que podrían sacar de los alemanes cuantiosas indemnizaciones que les compensasen de las devastaciones de la guerra. Fijáronse cifras de reparaciones económicas, no sólo por los franceses, sino por los ingleses; pero no tenían la menor relación con ninguno de los procedimientos que existen o pueden existir para transferir la riqueza de un país a otro. Para imponer el sometimiento a estas insensatas demandas, los Ejércitos franceses volvieron a ocupar el Ruhr en 1923. Para conseguir una décima parte tan sólo de lo que primeramente había sido pedido, un Comité interaliado, presidido por un norteamericano competente, intervino por espacio de varios años las internas operaciones financieras de Alemania, renovando así, y perpetuando el amargo recuerdo de la derrota en las mentes alemanas. En realidad nada se ganó a costa de estos rozamientos, pues aunque los Aliados extrajeron casi mil millones de libras de fondos alemanes, los Estados Unidos y la Gran Bretaña, aunque ésta en menor cantidad, prestaron a Alemania al mismo tiempo más de dos mil millones. Y de este modo, mientras los Aliados derramaban su riqueza sobre Alemania para levantarla y reconstruir su vida y su industria, los únicos resultados fueron un aumento de rencor y una pérdida de dinero. Aún mientras Alemania recibía grandes beneficios por los préstamos que se le facilitaban, el movimiento de Hitler ganaba vida y fuerza cada semana por la irritación que producía la intromisión extranjera.
Siempre sostuve la doctrina de que el alivio de los gravámenes de los vencidos debería proceder al desarme de los victoriosos. Poco se hizo para aminorar la pesadumbre de los Tratados de Versalles y de Trianón. Hitler en su campaña pudo señalar continuamente un cierto número de anomalías de menor importancia y de injusticias raciales en los arreglos territoriales de Europa que le servían para alimentar el fuego de que vivía. Al mismo tiempo, los pacifistas ingleses, ayudados desde segura distancia por sus prototipos norteamericanos, forzaban el proceso del desarme hasta la máxima prominencia. Año tras año, sin prestar la menor atención a las realidades del mundo, la Comisión del Desarme examinaba numerosos proyectos de reducción de los armamentos de los Aliados, ninguno de los cuales fue adoptado sinceramente por ningún país, con excepción de la Gran Bretaña. Los Estados Unidos continuaron desarrollando en gran medida sus fuerzas militares, navales y aéreas. Francia, privada de la garantía ofrecida por los Estados Unidos, y teniendo ante ella el gradual revivir de Alemania, con su ingente población militar, rehusó, naturalmente, rebajar sus defensas más allá del punto de peligro. Italia, por otras razones, aumentó su armamento. Sólo Inglaterra cortó sus defensas totalmente inconsciente del nuevo peligro que se estaba desarrollando en los dominios del aire.
Mientras tanto, los alemanes, principalmente bajo el Gobierno de Brüning, empezaron sus grandes planes para recobrar su poderío militar. Los llevaban adelante por todos los medios. El deporte aéreo y la aviación comercial no fueron más que una simple pantalla tras la cual se ocultaba una tremenda organización, para propósitos de guerra aérea, que se extendía por toda Alemania. El Estado Mayor General alemán, prohibido por el Tratado, crecía de año en año, en proporciones enormes bajo el disfraz de Dirección estatal de las industrias. Todas las fábricas de Alemania se hallaban preparadas, hasta el más increíble detalle, para ser convertidas en fábricas productoras de material de guerra. Estos preparativos, aunque perfecta y asiduamente ocultados, eran, no obstante, conocidos por los servicios reservados de Francia y de Inglaterra. Pero ninguno de los Gobiernos de estos países tenía la energía suficiente para poner coto a la audacia alemana, para revisar los Tratados ni —lo que aún sería mejor— para imponer ambas cosas. La primera de esas decisiones habría sido fácil de adoptar, sin riesgo alguno por lo menos hasta el final de 1931, pero en aquellas épocas Mr. MacDonald y sus colegas se contentaban con proferir sonoras y vulgares vaciedades sobre los beneficios de la paz y ganar los aplausos de la isla de sus bienintencionadas, pero mal informadas mayorías. Aún tan tarde como en 1932, el Gobierno inglés ejercía sobre Francia las mayores presiones para obligarla a reducir su fuerza armada, cuando al mismo tiempo Francia sabía los inmensos preparativos que se llevaban a cabo en todas partes de Alemania. Yo expliqué y expuse ante la Cámara de los Comunes repetidamente y con todo detalle la locura de este proceso. En definitiva, todo lo que salió de las Conferencias del Desarme fue el Rearme de Alemania.
Mientras todas estas formidables transformaciones ocurrían en Europa, el cabo Hitler estaba riñendo su larga, agotadora batalla por el corazón alemán. No puede leerse la historia de esa lucha sin sentir admiración por el valor, la perseverancia y la fuerza vital que le permitieron, amenazador, desafiar, conciliar o vencer a todas las autoridades o resistencias que obstruían su camino. Hitler y las legiones siempre crecientes que trabajaban con él mostraron entonces, en su patriótico ardor y en su amor al país, que no había nada que no hiciesen o no osasen, ni sacrificio de vida, miembro o libertad que no estuviesen propicios a realizar o a infligir a sus contrarios. Los principales episodios de la Historia son bien conocidos: los mítines tumultuosos, los fusilamientos de Munich, el encarcelamiento de Hitler, sus varias detenciones y procesos, sus conflictos con Hindenburg, su campaña electoral, la inestabilidad de Von Papen, la conquista de Hindenburg por Hitler, el abandono de Brüning por Hindenburg: he ahí las piedras miliares de esa marcha incontenible que llevó al cabo austríaco a la dictadura vitalicia sobre toda una nación de cerca de setenta millones de almas, que constituyen la raza más industriosa, manejable, fiera y marcial que existe en el mundo.
Hitler llegó al supremo Poder de Alemania a la cabeza de un movimiento nacionalsocialista que borró todos los Estados y antiguos reinos de Alemania y los fundió en uno solo. Al mismo tiempo, el nazismo suprimía y obliteraba por la fuerza, donde era necesario, cualesquiera otras partes del Estado. Fue en este mismo momento cuando encontró que la organización secreta de la industria y aviación alemanas que el Estado Mayor alemán, primero y últimamente el Gobierno de Brüning habían elaborado, se encontraba, en efecto, absolutamente preparada para ser puesta en actividad. Hasta entonces, nadie se había atrevido a dar este paso, por temor a que los Aliados interviniesen y lo marchitasen todo en agraz. Pero Hitler había surgido por violencia y pasión, estaba rodeado de hombres tan crueles como él. Es probable que, cuando derrotó al Gobierno constitucional existente en Alemania, no supiese hasta qué punto le hubiesen preparado el terreno para su acción; es seguro que jamás les ha hecho la justicia de reconocer su contribución a su éxito.
Lo cierto es que todo lo que él y Goering tuvieron que hacer fue dar la señal para el más gigantesco proceso de rearme que jamás se ha conocido. Hitler había proclamado reiteradamente que, si llegaba al Poder, haría dos cosas que nadie más que él podría hacer en Alemania. Primeramente, restaurar Alemania a su nivel de gran potencia de Europa, y en segundo lugar resolver el terrible problema del paro que afligía al país. Sus métodos están ahora patentes. Alemania iba a recobrar su puesto en Europa mediante el rearme, y los alemanes se iban a redimir del paro poniéndose a trabajar en los armamentos y en otros preparativos militares. Y, así, desde el año 1933 en adelante todas las energías aprovechables en Alemania fueron dirigidas a la preparación para la guerra, no sólo en las fábricas, en los cuarteles y en los campos de aviación, sino en las escuelas, en los colegios y casi en los planteles de párvulos, por medio de todos los recursos del Estado y de la moderna propaganda; y la preparación, íntegra, del pueblo para la empresa guerrera, comenzó.
No fue sino hasta 1935 cuando todo el terror de esta revelación se abatió sobre el descuidado e imprudente mundo, y Hitler, arrojando todo disfraz, avanzó, armado hasta los dientes, con sus fábricas de municiones trabajando estrepitosamente noche y día, sus escuadrillas de aviones formándose en sucesión incesante, las dotaciones de sus submarinos adiestrándose en el Báltico, y sus armadas huestes pateando en los campos de instrucción de sus cuarteles, desde un extremo del ancho Reich al otro. A esto es a lo que hemos llegado hoy, y la hazaña en virtud de la cual se han vuelto las tornas ante los complacientes, cándidos y miopes vencedores, merece ser computada como un prodigio de la Historia del mundo, y un prodigio que es inseparable del esfuerzo personal y del ímpetu vital de un hombre solo.
No es, pues, extraño que todo el mundo desee conocer «la verdad acerca de Hitler». ¿Qué hará con todo el tremendo poder ya entre sus garras y perfeccionándose semana tras semana? Si, como he dicho, miramos sólo al pasado, que es por lo único que podemos juzgar, tenemos ciertamente motivos para sentirnos inquietos. Hasta ahora, la carrera triunfal de Hitler ha seguido su movimiento ascensional no sólo por un amor apasionado de Alemania, sino por corrientes de un odio tan intenso que ha llegado a secar las almas de quienes van en su curso. El odio a los franceses es la primera de estas corrientes, y basta leer el libro de Hitler Mein Kampf para ver que no es Francia la única nación extranjera contra la cual habrá de volverse la cólera de la rearmada Alemania.
Pero las violencias internas son aún más sorprendentes. Los judíos, sospechosos de haber contribuido con una desleal conducta y una pacifista influencia al colapso de Alemania al fin de la Gran Guerra, fueron también acusados de ser el principal sostén del comunismo y los autores de toda clase de doctrinas derrotistas. Por cuya razón, los judíos de Alemania, una comunidad que ascendía a muchos cientos de miles, fue despojada de todo poder, arrojada de toda posesión en la vida pública y social expulsada de las profesiones, silenciada en la Prensa y declarada raza odiosa e infame. El siglo XX ha contemplado con sorpresa no sólo la promulgación de estas feroces doctrinas, sino su corroboración práctica, violenta y brutal realizada por el Gobierno y el populacho. Ni los servicios anteriores, ni el patriotismo probado, ni siquiera las heridas sufridas en la Guerra pudieron proporcionar inmunidad a unas personas cuyo único crimen consistía en que sus padres los habían traído al mundo. Toda clase de persecuciones, graves o leves, infligidas a grandes o a chicos, desde los sabios, escritores y artistas de fama mundial hasta los pequeños y míseros niños judíos de las escuelas públicas, fue practicada, fue glorificada, y aún está siendo glorificada y practicada.
Proscripción análoga se abatió sobre socialistas y comunistas de todo color. Las Uniones de trabajadores y las agrupaciones liberales sufren el mismo trato. La más ligera crítica es una ofensa contra el Estado. Los tribunales de justicia, aunque se les permite actuar en las causas de delitos comunes, son remplazados, en los casos de delitos políticos, por los llamados Tribunales Populares, compuestos de ardientes nazis. Al lado de los campos de instrucción de los nuevos ejércitos y de los grandes aeródromos, los campos de concentración manchan, como pústulas, el suelo alemán. En ellos miles de alemanes son reducidos a sumisión rebañega por el poder irresistible del Estado totalitario. El odio a los judíos lleva, por lógica transición, a un ataque a las bases históricas del Cristianismo. De este modo, el conflicto se extendió rápidamente, y los sacerdotes católicos y los pastores protestantes cayeron bajo al anatema de lo que está llegando a ser la nueva religión de los pueblos alemanes, es decir, la adoración de Alemania bajo los símbolos de los antiguos dioses del paganismo nórdico. También es aquí donde hemos llegado hoy.
¿Qué clase de hombre corresponde a esta hosca figura que ha realizado esos soberbios trabajos y ha desencadenado tan espantosos males? ¿Sigue compartiendo las pasiones que ha suscitado? A la luz cenital de su mundial triunfo, a la cabeza de la gran nación que ha levantado del polvo, ¿continúa atormentado por los odios y los antagonismos de su desesperada lucha o se habrá despojado de ellos, como de la armadura y de las armas crueles del combate, bajo la suavizadora influencia del éxito? ¡He aquí una pregunta evidentemente inquietante para los hombres de todas las naciones! Aquellos que se han encontrado frente a frente con Hitler en los asuntos públicos o en el trato social lo presentan como un muy competente y bien informado funcionario, frío, de agradables maneras y atractiva sonrisa; y pocos han dejado de sentirse influidos por un sutil, personal magnetismo. Y esta impresión no es meramente la impresión azorante del Poder. La causaba igualmente a sus compañeros cualesquiera que fuese su plano en la lucha y aun cuando su fortuna se hallase a mayor profundidad. Y por eso el mundo vive en la esperanza de que lo peor ha pasado, y de que nosotros podremos llegar a contemplar una más amable figura de Hitler en una época más feliz.
Mientras tanto, echa discursos a las naciones, que a veces están caracterizados por la ingenuidad y la moderación. Recientemente ha ofrecido unas palabras tranquilizadoras, ávidamente recogidas por quienes se han equivocado tan trágicamente sobre Alemania en el pasado. Sólo el tiempo puede descubrir la verdad, pero en el ínterin las grandes ruedas giran y produce los rifles, el cañón, los tanques, las balas, los obuses, las bombas de aviación, los cilindros de los gases asfixiantes, los aeroplanos, los submarinos, y ahora los comienzos de una Flota fluyendo en raudal cada vez más copioso de los arsenales y factorías de Alemania, ya en plena y bélica movilización.