ARTHUR JAMES BALFOUR

Ramsay MacDonald, pagando su tributo como Primer Ministro, dijo de Arthur Balfour: «Una gran parte de la vida la vio de lejos». Había verdad en ello, desde el punto de vista de los hechos; y mordacidad en el sentido que le daba el orador. MacDonald había visto la vida sin cuartel. Hubiera preferido verla desde lejos. Un inconsciente sentimiento de envidia, no exento de orgullo, le llevó a hacer esta injusta y punzante observación. Debatiéndose durante toda su existencia en el vértice laborista-socialista, arrojado a veces del Parlamento y casi del país, a causa de sus concomitancias con fuerzas antinacionales; siempre amenazado, siempre perseguido, gozando precarios fulgores de éxito entre renovadas tormentas de desagrado popular; hoy aquí, mañana ausente; campeón de causas por las que a veces era ingrato luchar; ahora en la movediza cresta de la ola, luego en la sima; Mr. MacDonald no podía menos de contemplar con admirativo desdén la larga, tranquila, olímpica carrera de su afortunado, aunque derrotado, predecesor.

«Una gran parte de la vida la vio de lejos». Arthur Balfour no se mezcló en el tumulto. Resbaló sobre su superficie. Nació en la opulencia. Después de más de cincuenta años de servicios murió con una hacienda reducida, pero aún adecuada, procedente de antiguo título. Nunca estuvo seriamente preocupado por cuestiones de dinero; jamás tuvo que arrostrar el problema de ganarse la vida ni el pago de cuentas de las necesidades corrientes de la existencia. Tenía una hermosa casa en Escocia y una confortable mansión en Carlton House Terrace, automáticamente sostenida por un sólido capital. Éste fue su lote en la vida. Participó del gradual y constante empobrecimiento de la clase de hidalgos terratenientes a que pertenecía. Aunque en sus últimos años perdió gran parte de su fortuna a causa de una especulación desgraciada, no se inquietó mucho por ello. Sus necesidades eran pequeñas, sus hábitos de vida austeros; siempre tuvo lo bastante, y la seguridad de tener lo bastante.

Los biógrafos de personalidades eminentes propenden a ignorar o a silenciar estas vulgares cuestiones. Tienen, empero, su valor en la carrera de todo hombre público. A través de toda su vida, el difunto Lord Balfour, afortunadamente para él, y aún más afortunadamente para su país, estuvo alejado de las necesidades vulgares. Nunca tuvo que poner en conflicto, como es cada vez más frecuente en las modernas circunstancias, su desinteresada apreciación de los negocios con el pan de cada día. Esto fue para él una gran ventaja y una fuente de energía.

Era soltero. Todo ese tremendo proceso de constituir un hogar y sostener una familia, que es la preocupación principal de la especie humana, estaba, a causa de una tragedia romántica, sumamente alejada de él. Desde entonces se redujo a sí mismo y fue totalmente independiente. Su pensamiento era nacional; su interés mundial. Que Inglaterra fuese poderosa y próspera, que el Imperio se uniese más estrechamente en torno suyo, que su país fuese el campeón del Derecho y de la Paz, que nuestras propias ambiciones y aspiraciones nacionales armonizasen con las conveniencias de una siempre creciente y cada vez más fuerte Cosmópolis y que él desempeñase un digno papel en todo eso: he ahí el anhelo de su vida.

Era realmente un santo-laico que buscaba una meta secular. Adquirió y conservó desde sus primeros años profundas y definitivas concepciones; y por un don maravilloso de receptividad y de comprensión era capaz de ajustar los nuevos fenómenos y la siempre mutable corriente de los sucesos a sus sólidas convicciones. Su interés por la vida, el pensamiento y los negocios —como observaba Mr. MacDonald— era tan vivo a los ochenta años como lo había sido a los veinte; pero su propósito, su cimiento y su tema principal fueron obstinados, inflexibles y virtualmente inalterables a través de los memorables tiempos en que vivió, desempeñó su parte e incluso gobernó. Fue un hombre al que, justamente, se le podría aplicar la palabra de «estadista». Su aversión por la fe católica romana era profunda e inveterada. Por otra parte, parecía tener las cualidades personales de un gran pontífice. Poseía esa serena, distinta, elevada visión mental y moral, combinada con el arte de la dirección hábil y práctica, que precisan quienes guían el curso de sociedades permanentes. Para la defensa de sus principios y prejuicios echaba mano de todos los recursos personales, oratorios y dialécticos. Pero sabía cuándo debía cambiar, y no solamente cuándo, sino cómo debía cambiar, de acuerdo con la presión de los acontecimientos. Aferrado a sus arraigadas convicciones, orientándose siempre por la luz de los mismos luceros, desviándose solamente lo preciso cuando soplaban vientos contrarios, se movió con los tiempos y vivió a la cabeza de casi tres generaciones. Jamás fue anegado por la corriente; jamás quedó anticuado. Amaba la juventud y no sólo aceptaba sus demandas, sino que las estimulaba. Siempre fue joven de espíritu, aunque le diese la sensación de que poseía la experiencia de la edad.

Un gusto refinadísimo, un juicio ponderado, un entendimiento agudo, una pasión fría, perseverante, lenta, inflexible: todo eso era él. Estaba exento de todo temor, si bien no tenía motivos para temer. La muerte era segura, más tarde o más temprano. Ella sólo implicaba un cambio de estado, o, en el peor de los casos, un sereno olvido. La idea de la pobreza jamás entró en su pensamiento. La desgracia era imposible a causa de su carácter y de su conducta. Cuando lo llevaron al frente a ver la guerra admiraba con tranquilo interés, a través de sus lentes, la explosión de los obuses. Afortunadamente ninguno cayó tan cerca que le hiciese saltar, como cualquier hombre saltaría en su caso. Una vez presencié una violenta escena en la Cámara de los Comunes, cuando un diputado irlandés, atravesando frenético la sala, agitó los puños un par de minutos a dos pulgadas de su rostro. Los jóvenes que estábamos detrás de él nos dispusimos a lanzarnos en su auxilio contra su enemigo; pero Arthur Balfour, jefe de la Cámara, contemplaba la colérica figura con el mismo interés que podría poner un biólogo al examinar a través de un microscopio las contorsiones de un raro e irritado insecto. No había, ciertamente, manera de atacarlo. Una vez, durante la guerra, cuando el país estaba algo descontento con la política enérgica de Sir Edward Grey, yo, defendiéndolo, le dije a Mr. Lloyd George, que se hallaba muy acalorado: «Bien, pero, de todos modos, sabemos que si los alemanes llegasen aquí y dijesen a Grey: “Si no firma usted ese tratado lo fusilaremos inmediatamente” sin duda ninguna respondería: “No es propio de un ministro inglés ceder a la amenaza. Eso no se hace”». Pero Lloyd George replicó: «Los alemanes no le dirían eso. Le dirían: “Si usted no firma este tratado le desollaremos todas sus ardillas de Fallodon”, y eso le derrumbaría». Arthur Balfour no tenía ardillas grandes ni pequeñas, y ni por amenazas de muerte ni por presión sobre su temperamento o sus rarezas podría nadie quebrantar su voluntad ni aniquilar su sentimiento del deber.

Tal fue la impresión principal que me produjo, cuando lo conocí, este hombre notable, cuya amistad gocé en creciente medida, a través de las vicisitudes de la política, durante treinta años. Vamos ahora a acercarnos más a él y a tratarlo en los sucesos corrientes de la vida.

Los Wykehamist tienen el lema: «Las maneras hacen el hombre». Si esto es así, Arthur Balfour era el más perfecto de los mortales. Era el hombre de mejores maneras que he conocido, sencillo, cortés, paciente, considerado con todo el mundo, lo mismo grandes que pequeños. Pero este aire urbano y amable, que era completamente natural y espontáneo en él, constituía la mínima parte de sus modales, que eran siempre los mismos en toda situación, seria o festiva. No solamente no se hallaba jamás embarazado ni cohibido en parte alguna, sino que parecía transmitir este don a la sociedad en que se encontraba. Su intervención sacaba del atolladero a los que en él estuviesen, y salía con ellos suavemente de las más desconcertantes y penosas situaciones. Él sabía cómo decir lo que fuese preciso en un momento dado, y cuando otros, torpemente, emitían necias u ofensivas apreciaciones, sabía defenderse o vengarse con gracejo, justicia o severidad. A su debido tiempo y lugar supo decir y dijo, con dignidad y suavidad, cuantas cosas duras fue menester. Tales ocasiones fueron raras. Fue siempre el más agradable, afable y entretenido de los invitados o de los compañeros; su presencia era un placer y su conversación un regalo.

Poseyó y practicó el arte de mostrar siempre interés en todos los temas que se suscitasen o por cualquier persona que estuviese hablando. Acaso careciese en la conversación de las vividas, vibrantes cualidades de John Morley, o de la brillantez, a veces desconcertante, de Rosebery; pero superaba a ambos en el placer que producía.

Su intervención era menos preponderante. Dejaba que la conversación fluyese al arbitrio de su interlocutor, escuchando con la mayor benevolencia sus apreciaciones, fijándose en cada uno de sus puntos y siguiendo el diálogo paso a paso, aunque a lo mejor él hablase muy poco. Todos los que le hablaban salían de su lado creyendo que habían estado muy bien, y dado con una persona que, conforme o disconforme con ellos, comprendía su punto de vista. Generalmente, recordaba mejor las cosas que le habían dicho, y que parecían haber sido escogidas por él, o con las que había estado de acuerdo, que las que Balfour había contestado. Le gustaba la conversación general y conocía exactamente el modo de regirla; a fin de que nadie dejase de participar en ella y no degenerase en el «maldito monólogo».

Política, Filosofía, ciencia en todas sus ramas, Arte, Historia, eran temas que abordaba tan gustoso como los de una conversación frívola. Parecía preferir aquello en que su interlocutor era más diestro. Lo pondríais al lado de un contrario en política, de un partidario despechado, de una señorita no entrada en los veinte años, de un capitán de marina, de un explorador, de un inventor, de un profesor competente en cualquier materia, y a los pocos minutos observabais una animada conversación que crecía en gusto y en interés por ambas partes.

Nadie escapaba a su atractivo; y todos ostentaban sus más valiosos tesoros mentales orgullosos y encantados de que hubiesen sido tan generosamente admirados por un hombre de semejante distinción. Sin embargo, estaba pronto a hacer notar, mediante alguna juiciosa y desconcertante pregunta, cualquier desviación de la verdad, del sentimiento o del gusto, tal cual él los concebía. Si el viejo Sócrates le hubiese gastado algunos de sus trucos dialécticos, es seguro que nuestro amigo terminaría muy pronto por invertir las tornas, poniendo al gran filósofo en su lugar. Cuando yo vaya al Cielo, procuraré enzarzarles sobre cualquier tema, con tal de que no sea demasiado abstruso para mí.

Se pasó la vida en tertulias de amigos que lo admiraban. Fue durante muchos años la rueda catalina de un círculo brillante de hombres y mujeres conocidos por el remoquete de «Las Animas», que comían juntos, viajaban juntos y estaban constantemente los unos en las deliciosas moradas de los otros. Aceptaba, además, las invitaciones de toda clase de gentes, jamás faltaba a una cita por asistir a otra más tentadora, y dejaba tras él una estela de satisfacción y hasta de dicha.

Pero bajo todo esto había una fría inexorabilidad en lo concerniente a los asuntos públicos. Raramente, permitía que el antagonismo político constituyese una barrera en la vida privada, ni jamás consintió —aun en mayor medida que Asquith— que la amistad personal, por íntima y sólida que fuese, embarazase sus soluciones de los problemas de Estado. Hubiese transcurrido su vida entre el laberinto de intrigas del Renacimiento italiano, y él no habría precisado estudiar las obras de Maquiavelo. Hubiese vivido en la Revolución francesa, y habría enviado a la guillotina, cuando ello fuese absolutamente necesario, a un peligroso enemigo de su Gobierno o de su partido o hasta a algún extraviado colega. Y lo hubiera hecho con complacencia, aunque, eso sí, de la manera más atenta e impersonal.

Muchos aficionados a las cuestiones políticas opinaron que este rasgo de su carácter se manifestó en el caso de George Wyndham. Wyndham era uno de sus mejores amigos. Durante muchos años estuvieron unidos por cuantos vínculos pueden establecer el trato social y la camaradería política entre dos hombres cuyas edades son bastantes diferentes. Pero llegó el día en que Wyndham, como secretario para Irlanda, tuvo ciertos coqueteos con los autonomistas irlandeses, que comprometían las bases políticas del Partido Conservador. Le pareció al público que Balfour, como primer ministro, dejó traslucir que exigía su misión y lo abandonaba a su extinción política sin volver la cabeza ni levantar el dedo.

Pero esta impresión ampliamente aceptada, está contradicha por el peso de testimonios de primera mano. Las personas más allegadas y caras a George Wyndham declaran que el primer ministro lo sostuvo con todas sus fuerzas, que se negó reiteradamente a admitirle la dimisión, y que solamente la admitió cuando, a la postre, la salud y los nervios de Wyndham se resintieron gravemente de las variadas tensiones a que estuvieron sometidos, y la esposa de George, apoyada resueltamente por los médicos, se lo rogó. Lo cierto es que Wyndham continuó siendo hasta el día de su muerte amigo entusiasta de Balfour, y que su madre, a quien tanto adoraba, Mrs. Pency Wyndham, no abrigó jamás, ni por un momento, el menor sentimiento de reproche.

Otro episodio muy distinto ocurrió con motivo de la dimisión de Mr. Chamberlain, en el otoño de 1903. Chamberlain había suscitado de nuevo el dormido, pero siempre latente, problema del proteccionismo, bajo el aspecto de Preferencia imperial; y, con ello, creó en el Partido Conservador un violento cisma. Balfour lo consideró como «el imperdonable pecado» de escindir su partido. Estaba acostumbrado a censurar acciones análogas de Sir Robert Peel en 1846, y de Mr. Gladstone, cuarenta años más tarde, aunque dejando aparte los méritos de aquellas controversias. Trató, pues, como otros jefes políticos han hecho desde entonces, de mantener la unión del partido sobre aquella idea política central, o sobre alguna importante fórmula, que permitiese a los conservadores proteccionistas y librecambistas permanecer agrupados en una organización. Lanzó su idea en un folleto titulado Libre cambio insular, en el que, en términos generales, aceptaba tarifas en casos de negociación o reciprocidad, pero no cerraba la puerta a la adopción de una política más definida y vigorosa si los sentimientos del partido llegasen gradualmente a reclamarla. Pero las pasiones habían ido demasiado lejos. El país estaba enardecido. Nadie quería hablar de otra cosa. Los viejos textos sobre Librecambismo salían de sus estantes, y un huracán de disputa azotaba el país. Los liberales se encontraron completamente unidos en la oposición. Las elecciones no estaban lejanas, y amenazaban, en tales circunstancias, ser desastrosas.

Los ministros librecambistas: Mr. Ritchie, entonces ministro de Hacienda, Lord George Hamilton y Lord Balfour de Burleigh se sentían paulatinamente arrastrados a posiciones contrarias a su manera de pensar. Se reunieron y examinaron con todo detalle las posibilidades de un cambio de administración y de otro primer ministro. El duque de Devonshire, que contaba él sólo más que todos los otros y era el único sucesor posible de Balfour, coincidía, en lo general, con ellos; pero se movía con su lentitud característica y, por razones de delicadeza, se abstuvo de toda discusión acerca de la formación de Gabinete. Balfour estaba al corriente de las respectivas actitudes de todos los disidentes. Estimó que, excepto Devonshire, todos habían intrigado contra él.

El 9 de setiembre, Mr. Chamberlain escribió reservadamente a Balfour pidiéndole que aceptase su dimisión, a fin de tener plena libertad para explicar y popularizar su política proteccionista. En los días siguientes celebró varias conversaciones con el primer ministro, en las que se convino que, con objeto de mantener la coherencia del partido, se aceptaría su dimisión. Sobre estas bases, sólo conocidas por Chamberlain y Balfour, se reunió el Gabinete los días 14 y 15. Los militantes librecambistas, que consideraban que Balfour estaba resueltamente al lado de Chamberlain, presentaron sus dimisiones en la creencia lógica de que les serían admitidas. Devonshire permaneció silencioso, pero daban por supuesto que estaba con ellos.

Ha sido generalmente creído hasta ahora que Balfour ocultó deliberadamente a los tres ministros librecambistas el hecho, de máxima importancia, de que Chamberlain también había dimitido, y que esta dimisión había sido definitivamente aceptada, que se tomó un día entero de plazo a fin de impedir que llegara a ser efectiva la dimisión de sus tres colegas complicados en la cábala, y que sólo después de esto llamó a Devonshire a su despacho, y le dijo que Chamberlain se había ido y le instó a quedarse. Se supuso que por este método separaba al duque de sus colegas, siéndole fácil persuadirle a permanecer en el Gobierno y ayudarle a contrarrestar la política proteccionista de Mr. Chamberlain. Tal fue la anécdota.

Pero esta versión no debe tener cabida en la Historia. Ante todo, Chamberlain dimitió entonces ante el Gabinete, es decir, expresó algo semejante a que «le sería mejor marcharse», o que «se debía ir». Su hijo Austen escribió a un amigo mío lo siguiente: «Regresé de una corta vacación en el extranjero la noche anterior a la sesión crítica, y no vi a mi padre hasta que me encontré con él en el Consejo. No tuve, por tanto, conocimiento de su carta a Balfour, ni de su intención de dimitir. Le oí anunciar esta decisión al Gabinete[20], y al salir del Consejo nos fuimos en coche a los “Jardines del Príncipe”, donde le reproché el haber tomado tal resolución sin decirme una palabra, pero él añadió que yo habría hecho lo mismo en su caso».

No cabe recusar tal testimonio. Sucede a menudo, sin embargo, en conversaciones entre caballeros, que no todos los presentes sacan de ella la misma impresión. Y ello sucede especialmente cuando algunos sienten la preocupación natural de sus propias oposiciones. Los ministros librecambistas abandonaron sin duda la Cámara del Consejo sin tener la menor idea de que Chamberlain había dimitido y de que su dimisión había sido aceptada.

Balfour disputó como imperativo de la unidad del partido el que se derramase el mismo día sangre proteccionista y librecambista. Sabía perfectamente que ninguno de los ministros partidarios del Libre Cambio habría dimitido de haber sabido que el supercampeón del proteccionismo había tomado espontáneamente el camino del desierto. Al contrario, se habrían regocijado de quedarse y verlo partir. Pero no era éste el plan de Balfour. Supuso que habían oído la declaración de Chamberlain y que habían presentado su dimisión a la luz de este hecho esencial. No paró mientes en que las palabras de Chamberlain tenían diferente significado para él —único que estaba en antecedentes— que para sus colegas disidentes. No se creyó obligado a informar a quienes habían —él así lo juzgaba— intrigado contra él, contra su posición. Se reservó para sí propio el derecho a optar entre las diversas dimisiones que le amenazaban. Entendía que era incumbencia exclusiva suya al tratar de persuadir a alguien a permanecer en el puesto. Pero aún queda la cuestión del aplazamiento en decírselo al duque de Devonshire. Sobre este punto la explicación es completa.

El duque salió del Gabinete quizá bajo la impresión de que Chamberlain había ofrecido su dimisión, sin gran empeño; pero que la oferta había sido rechazada. Lord Derby, entonces Lord Stanley, de quien tengo esta referencia, era secretario de Hacienda para el Ministerio de la Guerra. Era yerno del duque, y muy íntimo suyo. Tomaron juntos el coche para ir a comer con Mr. Leopold de Rothschild en los arrabales de Londres, en Gunersbury. Mientras estaban a la mesa llegó el cofre rojo de la valija del Gabinete. El duque se volvió a su yerno y le dijo: «Me dejé la llave del Gabinete en Londres, préstame la tuya». Como Stanley no estaba aún facultado para poseer una llave de Gabinete, así lo dijo. La caja quedó cerrada y aquella noche llegó tarde a Londres.

A la mañana siguiente, Lord Stanley fue al despacho de Whips, en el número 12 de Downing Street, donde se le dijo que Chamberlain había dimitido, y que el primer ministro había aceptado su dimisión. A la hora del almuerzo, Lord Stanley encontró casualmente a un amigo que le dijo que «el duque estaba muy solo e inquieto, con su mujer fuera y nadie con quien hablar, y que le gustaría recibir la visita de su yerno».

«Fui (escribe Lord Derby) a casa del duque, y lo encontré paseándose por su habitación. Me dijo: “Como es natural, he escrito dimitiendo”. Le pregunté qué razones había dado para ello, y me contestó que no podía permanecer en el mismo Gabinete que Joe Chamberlain. Mi respuesta fue: “Pero como Joe ha dimitido, ése ya no es un pretexto posible”. Dio un salto, como si lo hubiera pinchado, y exclamó: “No sé una palabra de eso”. Me asaltó entonces la idea de que la valija de la noche anterior contenía la noticia dentro de la caja que mi suegro —por lo visto— no había llegado aún a abrir. Se lo dije, abrió el duque la caja y encontró, como yo suponía, una carta de Balfour diciéndole que Joe había dimitido y deseando que el duque permaneciese en su puesto.

»Quedóse entonces en gran perplejidad, porque ya había enviado, a mano, su carta de dimisión a Balfour. Me ofrecí a ir a verlo. Al principio, no quería recibirme, y le enojaba verse interrumpido, pues, según me dijo, estaba escribiendo una carta al duque expresándole cuánto lamentaba su dimisión, etc. Le manifesté que ya no necesitaba escribir la carta, ya que Lord Devonshire, estaba dispuesto a retirar la dimisión, que había presentado sólo por equivocación. Balfour me pidió entonces que fuese a buscar al duque y le dijese que viniera a verlo. Y así lo hice. Mi suegro y yo cenamos juntos aquella noche y me dijo que todo había quedado satisfactoriamente arreglado».

Estos hechos, que ahora se exponen, creo yo, por primera vez, muestran la transacción a su verdadera luz.

Cuando, el día 18, se publicaron la carta de Chamberlain del 9 y la contestación de Balfour del 16, los ministros librecambistas, cuyas dimisiones habían sido tácitamente aceptadas, y que nada habían oído desde la sesión del Consejo, se consideraron incorrectamente tratados por el primer ministro y también por el duque. La opinión pública de entonces estimó, unánime, que debieron haber sido notificados francamente de la carta de dimisión de Chamberlain, que el primer ministro tenía en su poder, y de su aceptación. La misma referencia del Anuario, siempre neutral e incoloro, habla de la «extendida impresión de que los elementos librecambistas del Gabinete habían quedado reducidos a una condición apenas combatible con esa mutua confianza que se presume en las relaciones entre colegas ministeriales». No cabe duda que esto es verdad; pero no debe olvidarse, en favor de Balfour: primero, que él había oído a Chamberlain hablar de su dimisión en el seno del Gabinete, y segundo, que él consideraba a Devonshire como el jefe del grupo librecambista. Informó al duque escribiéndole, inmediatamente después del Consejo, del hecho decisivo, es decir, de la dimisión de Chamberlain y de su aceptación; y dejó al arbitrio de aquél la forma de comunicárselo a sus colegas. Devonshire, empero, no pudo abrir la valija aquella noche, y se olvidó de hacerlo a la mañana siguiente, con lo cual pudo hacerse efectiva la dimisión de los otros tres ministros. Esto era, sin duda, lo que quería Balfour, aunque no contribuyó a ello, ni pudo haberlo previsto. También es cierto que no les hubiera dado facilidades para retirar la dimisión, aun en el caso de que hubiesen deseado hacerlo.

Por el momento, el primer ministro había logrado, con destreza y por accidente, sus objetivos. De un golpe, se había deshecho de los extremistas, de ambos bandos, de su Gabinete. Había mantenido su zona central de concentración para cuantos lealmente se confiasen a su cuidado, y había conservado al solemne y poderoso duque. Los exministros librecambistas, en sus cartas de dimisión, quejáronse discretamente de que no les informase de la de Chamberlain, no obstante haber sido aceptada días antes de la sesión del Gabinete. Es innecesario decir que reprocharon al duque el haber hecho por sí y ante sí una paz separada sin comunicar sus términos a sus colegas con quienes se hallaba unido. El duque, a quien no se le daba un ardite por el cargo, pero que estimaba por encima de todo la reputación de su personal buena fe, quedó consternado. Le turbaba y confundía el dichoso asunto de la apertura de la caja del correo, por el cual se consideraba digno de censura. Plegóse, con todo, a los deseos del primer ministro, continuando en su puesto y ayudando a Balfour en la reconstrucción del Gabinete, lo mismo en cuanto a hombres que a medidas de gobierno. Buscó asilo, como Godolphin solía hacer, en Newmarket. Aquí recibió una serie de cartas de los librecambistas. Estaban furiosos. Consideraban, y no sin razón, que se había portado mal con ellos. Lord Derby me escribe:

«Me enseñó una carta de… Jamás ha visto usted una carta semejante. Le acusaban de cuantos crímenes se pueden cometer en el mundo, deslealtad, incumplimiento de compromisos…, qué sé yo. El viejo duque se llevó el gran disgusto. Me decía: “Y pensar que tuve que llegar al final de la vida para ver lanzar sobre mi cabeza semejantes acusaciones”».

De este modo acosado, el duque no sabía qué partido tomar. Durante diez días sufrió aguda zozobra. Después, el primer ministro pronunció un discurso sobre la cuestión fiscal. Jamás un Gran Inquisidor examinó con más escrupuloso afán las manifestaciones de un presunto hereje como lo hizo aquel competente y sencillo anciano con el discurso de su jefe, y, con inmenso alivio, encontró una frase que iba más allá, por lo menos en una de sus interpretaciones, de la fórmula a la cual se había el duque comprometido. Se precipitó, literalmente, a la dimisión; y casi se arrojó al Newmarket Heath. Todo el castillo de naipes, tan bien elaborado por Arthur Balfour, se vino al suelo; y el Partido Conservador derivó irremisiblemente hacia los escollos del naufragio y la derrota.

Es imposible tratar aquí la participación de Balfour en la compleja y azarosa convulsión del Gabinete, que terminó en la sustitución de Lloyd George por Asquith, en la crisis de diciembre de 1916. Pero nada es más instructivo que seguir la desapasionada, fría, correcta y al mismo tiempo inflexible manera con que Balfour atravesó, irreprochablemente, el laberinto. Pasó de un Gabinete a otro, desde ser el primer ministro que fue campeón de uno, hasta ser el primer ministro que fue el más severo crítico de otro, pasó —decimos— como un enorme y lustroso gato que atraviesa graciosa, delicadamente y sin mancharse una calle en la que hay bastante barro.

Debo presentar algunas florecillas de mi ramillete balfouriano. Un comentario a un discurso: «La diafanidad del estilo de Asquith es una desventaja cuando no tiene nada que decir». Una réplica en otra ocasión: «En ese discurso hubo cosas verdaderas y otras vulgares; pero lo que era cierto era trivial, y lo que no era trivial no era cierto». Otra vez: «Hubo algo en él que quiso ser serio y resultó ser agresivo, mientras lo que quiso ser festivo resultó serio». He aquí una observación que con frecuencia he encontrado oportuna en las charlatanerías que los pesimistas: «Este mundo está malísimamente arreglado; pero no tanto…». Hablando de un correligionario de excesivo celo partidista: «Nos persigue con perversa lealtad». En un banquete, Mr. Frank Harris, deseando lucirse, soltó a tontas y a locas esta frase: «Todo el mal del mundo se debe al Cristianismo y al Periodismo». Arthur Balfour, después de considerar esta proposición un momento, replicó: «Al Cristianismo, desde luego; pero ¿por qué al Periodismo?». Una vez, siendo yo muy joven, le pregunté si preparaba sus peroraciones: «No —me contestó—, digo lo que se me ocurre y me siento al fin de la primera oración gramatical».

Después de la caída de su Gobierno en 1905, solía asistir de vez en cuando a pequeñas comidas de sus jóvenes amigos y anteriores colegas en la Cámara de los Comunes, algunos de los cuales lo habían abandonado y más de uno atacado con saña en esta broma pesada que es la política inglesa. Había sido derribado del Poder por enorme votación del país. Contaba escasamente con un centenar de diputados en la Cámara Baja, y las tres cuartas partes eran proteccionistas rabiosos que le guardaban rencor. En aquellos ágapes se encontraba en sus glorias. Aunque, fuera, la más furiosa tormenta de las luchas partidistas azotaba, nadie hubiera supuesto, al oír nuestra charla, que no éramos todos miembros del mismo partido o hasta colegas en el mismo Gobierno. Una noche tratábamos el tema de si un hombre público debe leer los comentarios que acerca de él hacen los periódicos, y más concretamente, si debía estar suscrito a una de esas agencias de recortes periodísticos. Yo expuse mi norma de conducta: no se debe leer lo que es lisonja —a la cual, por otra parte, yo no estaba excesivamente acostumbrado—, pero sí entresacar de vez en cuando, de un montón de recortes de Prensa, aquello que es útil para que el jefe de un departamento ministerial pueda abrir los ojos sobre escándalos o abusos, o advertirle de alguna deficiencia de que no tenga conocimiento. «Nunca —dijo A. J. B. (para designar las famosas iniciales con que tan frecuentemente se le designaba)— me he tomado la molestia de ponerme a revolver un inmenso montón de polvo por la problemática posibilidad de poder encontrar una punta de cigarro». Por espacio de mucho tiempo se jactó de no leer periódicos; y por mucho tiempo se disputó esto como una de sus virtudes. Pero los periódicos triunfaron a la postre. Vivió lo bastante para alcanzar la edad en que casi la única institución robustamente asertiva de nuestra sociedad era la Prensa. Al cabo hubo de ser reprendido por no mantenerse en contacto con la opinión pública; al fin tuvo que leer los periódicos, si bien es cierto que los leía lo menos posible.

Tuvo muchos hábitos que conservó tenazmente. Jamás contestó a una invitación como no fuese mediante un telegrama. A la gente le gustaba tener una rápida respuesta, y considera un telegrama como una prueba de consideración. Hace treinta años, la llegada de un sobre amarillo alarmaba a nuestros padres; si no contenía malas noticias, lo tomaban como un cumplido; y así, todo terminaba bien. Por otra parte, podíais dictar un telegrama en vez de tener que escribir, de vuestro puño y letra, una ceremoniosa carta.

Raramente se levantaba antes del almuerzo. Permanecía en cama, inabordable, despachando sus negocios, leyendo, escribiendo, meditando, y, en los fines de semana, aparecía aunque hubiera crisis, acicalado y pimpante, poco después de la una de la tarde. Su trabajo del día había terminado. Daba la sensación de hallarse libre de cuidados, aunque estuviese a la cabeza de un Gobierno vacilante, aun en las lúgubres horas de la guerra. Solía sentarse y charlar alegremente durante media hora después de la comida, esperaba hasta estar en condiciones de jugar una partida de golf o, en años posteriores, de tenis. Las gentes que no le conocían bien, se sorprendían y hasta se escandalizaban al verle así en la vida privada, mientras los periódicos, en artículos a dos columnas, murmuraban de la situación política. Pensaban que ni se consumía ni se preocupaba. Pero muchas veces le había cogido el alba ocupándose de los negocios públicos. No se excitaba nunca, y en la Cámara de los Comunes era en extremo difícil irritarlo. Yo lo intenté reiteradamente, y sólo en muy pocas ocasiones, que prefiero olvidar, conseguí verlo seriamente enojado en público debate.

En realidad, la Cámara de los Comunes era su mundo. Allí radicaba el verdadero interés y la actividad de su vida. Durante más de un cuarto de siglo dirigió el Gobierno o la oposición. Jamás ministro alguno, encargado de un proyecto de ley, trabajó en él con más afán, ni estuvo más perfectamente enterado de la legislación a que se refería. Nunca le fallaba un detalle, pues había estudiado minuciosa y pacientemente todos los aspectos y las posibles fallas de todas las disposiciones de cuya adopción o defensa era responsable. Como jefe de partido, su costumbre era la de llevar personalmente el debate. Hablaba ordinariamente por espacio de una hora, y su guión consistía simplemente en cuatro o cinco puntos, señalados con sus correspondientes epígrafes, que comprendían treinta o cuarenta palabras, anotadas sobre dos grandes sobres. Dentro de estos límites dejaba a sus palabras fluir. A veces hacía una pausa para encontrar el vocablo que mejor expresase su pensamiento. En tales ocasiones, la asamblea le acompañaba simpáticamente en la búsqueda. Era como si hubiese dejado caer sus lentes en el momento en que estaba leyendo un despacho importante. Entonces, amigos y enemigos, acudían solícitos a recogérselos. Y todos se alegraban al ver que él mismo los encontraba y los sacaba, con su mano derecha, del bolsillo del chaleco. Era el momento en que surgía la palabra precisa, entre grandes aplausos o fuertes alaridos y general satisfacción. Esta facultad de atraerse la totalidad del auditorio, lo mismo el lado adverso que el favorable, en el momento de pronunciar sus oraciones, era un don poderoso; y él, con sus intervenciones, dominó siempre la Cámara de los Comunes hasta el límite en que una asamblea puede ser influida por un discurso.

Es bastante curioso que, siendo el más fácil, seguro y fluyente de los oradores, fue el escritor más tímido y laborioso. Solía encaminarse a un mitin de diez mil almas, en el que sus palabras y la manera de ser recibido podían tener importantes consecuencias, sin otra preparación que un simple coloquio, sobre importantes temas, sostenido en el vehículo que lo conducía al acto público. Cuando percibía con los ojos del espíritu una proposición razonable, estaba seguro de poder desarrollarla, clara y distintamente; pero, cuando cogía la pluma «se echaba a temblar» y tachaba y enmendaba y volvía a escribir hasta lo indecible. Solía invertir horas en redactar un párrafo, y días en un artículo. Parecía una cosa al revés. La palabra hablada, proferida desde la cumbre del poder, lanzada irrevocablemente, no le daba miedo alguno; pero entraba, en cambio, en el tabernáculo de la literatura bajo la doble dosis de humildad y respeto que le es adecuada. Estaba seguro del curso de su pensamiento, estaba inseguro del movimiento de su pluma. La Historia de todos los países abunda en brillantes y leídos escritores que se amilanan y tartamudean cuando tienen que hablar en público o que salen completamente empequeñecidos de la prueba. Balfour era el reverso de la medalla, y ello nos proporciona una revelación importante de su carácter. Era un espíritu minucioso, ponderado, de los que miden el pro y el contra, y miden, sobre todo, sus propias limitaciones y defectos. La coerción y el apremio de un discurso publicado le obligaba a exponer sus pensamientos a cierta elevada velocidad. Su inteligencia estaba en acción y a cada segundo tenía que tomar decisiones mentales; pero en su dormitorio, en su cartapacio sobre el regazo y la estilográfica oscilando pausadamente sobre las cuartillas, una veintena de argumentos contra cada caso, contra cada frase, y casi contra cada palabra, se le ofrecían a todo instante y avanzaban y retrocedían ante su especulativa contemplación. Todo cuanto escribió fue de alto nivel; pero su excelencia fue comprada al precio de inconcebible trabajo.

Y así sucedía que, en política, decidía más fácilmente sobre grandes que sobre pequeñas cuestiones. Era más eficaz en una solución de general importancia que en esas definidas resoluciones administrativas que constantemente se requieren de los altos funcionarios del Poder Ejecutivo en épocas de perturbación. No servía para dar órdenes; y hay tiempos en que el dar muchas órdenes, claramente expresadas, armónicamente concertadas, es un don apetecible en un gobernante. No le gustaba precipitarse y dar pasos en falso; pero, en momento de guerra, los jefes no tienen más remedio que precipitarse. Odiaba tomar una decisión sin pleno y perfecto conocimiento; pero, en épocas de violencia, la mayoría de las cosas más importantes tienen que hacerse con una información imperfecta e incierta, y el olfato basado sobre el previo estudio es a menudo el más seguro guía. Un día, en 1918, cuando el Consejo Supremo de los Aliados celebraba sesión en Versalles bajo el tronar y casi al alcance de los obuses alemanes, Balfour habló durante diez minutos de una cuestión importante, y cuando terminó, el viejo Clemenceau volvió hacia él sus ojos chispeantes y le dijo ásperamente Pour ou contre? Donde su entendimiento se hallaba a gusto era en la elección de principios y en el discernimiento de proposiciones sobre los asuntos mundiales. Deseaba tener a su disposición personal competente y de un grado inferior, capaz de traducir sus casi invariablemente profundas concepciones en acción práctica.

No es éste el lugar adecuado para tratar de los múltiples y memorables actos políticos cuya responsabilidad le incumbe ampliamente. Me limitaré a escoger solamente unos pocos entre los principales. Toda su juventud fue gastada en oponerse a las aspiraciones autonomistas irlandesas. Como secretario para Irlanda y, después, como jefe de la Cámara de los Comunes, trabajó por gobernar a la verde Erín justa, benéfica y firmemente. Después de su derrota en 1905 dejaba a aquella isla más tratable políticamente, y a su pueblo en mejores disposiciones que nunca. Desde el momento, sin embargo, en que el Ulster se constituyó en provincia autónoma, Balfour se interesó menos de los azares y del destino de la Irlanda meridional. Cabalmente creo que no se hubiese apurado mucho aunque el Estado libre de Irlanda quedase excluido del Imperio Británico. Siempre consideró tal exclusión como el último recurso que quedaba a disposición de Inglaterra.

Cuando los Estados Unidos declararon la guerra a España, después de los prolongados disturbios en Cuba, Balfour ocupaba accidentalmente la cartera de Negocios Extranjeros. La amistad entre Inglaterra y España era antigua y preciada. Ninguna querella separaba a los dos países desde que habíamos luchado juntos contra Napoleón. Quizá la más arraigada convicción de Balfour era la de que los pueblos de lengua inglesa deben mantenerse unidos. De acuerdo con ella, y en una sola noche, acabó con la benévola simpatía de que gozaba España en el Foreign Office y transformó la estricta neutralidad en una actitud de marcada simpatía hacia los Estados Unidos. Los españoles tienen buena memoria, y por eso no me causó sorpresa el que, durante la Gran Guerra, se mostrasen extremadamente fríos hacia una combinación que incluía a los descendientes de los invasores napoleónicos, a los Estados Unidos, que los habían despojado de los últimos restos de su imperio colonial, y a la Gran Bretaña, a la que no profesaban gran amistad, y que seguían detentando Gibraltar. Sin embargo, la decisión de Balfour ha resistido la prueba del tiempo.

En aquella funesta semana de la guerra de los Boers, en que el conflicto presentó graves caracteres, Balfour estuvo a la altura de las circunstancias. Era el único ministro que se hallaba en Londres cuando recibió el telegrama de Sir Redvers Buller proponiendo el abandono de la operación de socorro a Ladysmith y la capitulación de las importantes fuerzas que guarnecían esta ciudad, después de hacer explotar las municiones. Sin esperar a consultar con su tío, el primer ministro, ni con sus colegas, Balfour contestó, tajantemente a Buller que perseverase en el socorro de Ladysmith o entregase el mando del Ejército y regresase a Inglaterra. Ladysmith fue liberada.

Yo desempeñé algún papel en los acontecimientos que le llevaron a la cabeza del Almirantazgo durante la Gran Guerra. Después que hubo cesado de ser jefe del Partido Conservador en 1911, y cuando la sombra de un peligro cercano se cernía sobre nosotros, induje al primer ministro, Mr. Asquith, a que le nombrase miembro permanente del Comité de Defensa Imperial. Experimentaba una intensa necesidad de oír su opinión en las cuestiones navales y militares de vida o muerte que se planteaban en aquellos años de zozobra. Quería poder tratar con él los diferentes aspectos del peligro alemán, en la forma libre y desembarazada que sólo puede y debe dar la conexión oficial y pública, cuando se trata de asuntos secretos. Cuando estalló la guerra logré asociarlo lo más posible a la marcha de los asuntos del Almirantazgo, y como todo el mundo sabe, fue partidario decidido de la empresa contra los Dardanelos. Por eso me quedé satisfecho, cuando tuve que dejar el Almirantazgo, de que esta operación, entonces en dolores de alumbramiento, fuese proseguida por él. Él perseveró, resueltamente.

No era, sin embargo, un puesto administrativo y directamente ejecutivo como el Almirantazgo, el más adecuado para su temperamento y su formación intelectual. Fue al ser trasladado al Departamento de Negocios Extranjeros cuando su memorable participación en el conflicto empezó. Su visita a Washington, al entrar los Estados Unidos en la guerra, reveló la plenitud de sus facultades. Jamás tuvo Inglaterra un embajador y un plenipotenciario más persuasivo ni imperioso. Después de la guerra, evitó que la Conferencia de la Paz naufragase en un mar de palabrería, durante aquellas críticas semanas en que el presidente Wilson y Mr. Lloyd George tuvieron que regresar a sus países por exigencias de la política interior. Por lo demás, ahí está la declaración sionista y la nota de Balfour sobre los débitos de los interaliados. Estas decisiones, que siempre mantuvo, están próximas y ligadas con los problemas actuales para que pueda recaer sobre ellas un juicio imparcial.

En medio de universal simpatía y general afecto, celebró Balfour sus ochenta años. Pero desde entonces, el Tiempo, huraño, empezó a vengarse de quien, durante tanto tiempo, había desdeñado su amenaza. Quebrantóse su cuerpo, pero su espíritu conservó hasta el fin su visión clara y serena sobre el escenario de la vida humana y su complacencia inextinguible por las nobles manifestaciones del pensamiento.

Tuve el privilegio de visitarlo varías veces en los últimos meses de su vida. Vi con pesadumbre acercarse la eterna partida y —para todo efecto humano— la total extinción de un ser cuya elevación era tan grande sobre el nivel corriente. Al contemplarlo mirando con firme, tranquila y alegre mirada la Muerte que venía a su encuentro, yo pensaba cuán necios eran los estoicos al hacer tanto ruido en torno a un suceso tan natural y tan indispensable al género humano.

Pero también sentía la tragedia que robaba al mundo todo el tesoro de saber y experiencia acumulado a través de la vida de un gran hombre, y pasaba su lámpara a manos de algún mozalbete indisciplinado e impetuoso, o la dejaba caer, hecha pedazos, sobre el suelo.