Al principio del año 1919, Lord Haig desembarcaba en Dover después de la total derrota de Alemania y desaparecía en la vida privada. Hubo un intervalo de pomposas ceremonias, de conmemoraciones marciales, de Liberación de Ciudades, de banquetes y actos análogos; pero, en realidad, el generalísimo de los Ejércitos ingleses en Francia pasaba, cuando dejó la pasarela del navío y puso pie en el muelle, de una posición de casi suprema responsabilidad y glorioso poder a la vida ordinaria de un gentilhombre campesino. Títulos, recompensas, honores de todas clases, los símbolos de la gratitud nacional llovieron sobre él: lo que no se le dio fue trabajo. No se unió a los consejos de la nación, no fue invitado a reorganizar su Ejército, no fue consultado acerca de los Tratados, ninguna esfera de la actividad pública estuvo abierta para él.
Sería exagerado pretender que no lo sintió. Tenía cincuenta y ocho años: una edad en la cual, a Marlborough, le quedaban cinco campañas que librar; estaba en el más pleno goce de sus dotes y facultades; hallábase acostumbrado durante toda la vida a trabajar desde por la mañana a la noche; encontrábase pletórico de energía y experiencia, y, precisamente en el momento en que su éxito era mayor, no se le encomendaba nada que hacer; ya no se le necesitaba. No le quedaba otra cosa que irse a su casa, sentarse a la lumbre y evocar sus batallas. Llegó a ser el perpetuo desocupado.
Y como tal se puso a mirar en torno a su pequeña casita de Bemersyde, al otro lado de la frontera, y vio que muchos de sus soldados y compañeros de armas se encontraban en su misma condición en cuanto a trabajo se refiere, y que, además, muchos se resentían de sus heridas, y que a muchos más les costaba muchísimo trabajo sacar sus casas adelante. Entonces él se consagró a su causa y a su suerte. Le aceptaron por su caudillo en las contrariedades de la paz así como en las amargas pruebas de la guerra. Adquirió gran influencia sobre esa inmensa y poderosa masa de hombres. Sirviéndoles de ejemplo y guía los apartó de todo rumbo perjudicial o peligroso para el Estado y se desvivió para mejorar las condiciones materiales. Reunió dinero en beneficio suyo, prestó su auxilio personal en casos graves, asoció a los soldados distantes a través del Imperio en la camaradería de un ejército victorioso. Y de esta manera logró Haig tener una ocupación; y el universo siguió su marcha; y los políticos continuaron ocupándose de todos los tópicos que iban surgiendo; e iban arreglando los asuntos…, o creían que los arreglaban; y todo el mundo parecía muy satisfecho.
Pero debemos saber que las grandes masas de trabajadores asalariados, cuando les quedaba tiempo en su atareada vida para pensar acerca de cosas, se admiraron de que el jefe cuyo nombre estaba enlazado con la ardua pero ilimitada victoria, no tuviese puesto en la jerarquía del Estado. Sin embargo, no sabían qué hacer para ello, y él no decía nada: seguía con su obra en pro de los excombatientes. Esto, aunque alegraba su corazón, de ninguna manera —una vez que la organización estuvo en planta— ocupaba su tiempo ni daba empleo a sus facultades. Y así pasaron los años.
La gente empezó a criticar sus campañas. Tan pronto como la censura de guerra, efectiva y moral, fue levantada, las plumas corrieron libremente. No carecían de material. Existía un profundo resentimiento contra las matanzas en gran escala que, en muchas y notables ocasiones, se disputaban innecesarias y estériles. Todo ello seguirá siendo discutido durante mucho tiempo. Haig, empero, no decía nada. Ni escribía ni hablaba en su propia defensa. Algunos oficiales de su Estado Mayor, sin conocimiento suyo, publicaron un alegato de réplica. El volumen fue extraordinariamente mal recibido por la Prensa y el público. Pero ni la seria crítica ni la ineficaz defensa arrancaron de Haig la menor declaración pública.
La última noticia que se tuvo del mariscal fue la de que había caído muerto como un soldado en el campo de batalla y probablemente por causas de ese lugar dimanadas. Produjéronse entonces manifestaciones de pesar y respeto brotadas del mismo corazón del pueblo a través de todo el Imperio. Fue entonces cuando todo el mundo apreció lo admirable de su conducta desde la Paz. Envolvíale una aureola de majestad que demostraba una excepcional grandeza de carácter. Revelaba un hombre capaz de resistir extraordinarios esfuerzos, exteriores e íntimos, aunque se prolongasen durante treinta años; descubría un hombre vaciado en un molde clásico.
Las cualidades puestas de manifiesto por su vida y conducta después de la guerra, arrojan nueva luz sobre su contribución a la victoria. Se puede ver desde diferente ángulo y en distinto medio la fuerza de voluntad y de carácter que le capacitaron para resistir las varias e intensas presiones a que se vio sometido: con su frente desmoronándose bajo el mayor de los asaltos alemanes, o con su propio ejército desplomándose en colapso sobre el fango y la sangre de Passchendaele, con un aliado siempre exigente y a menudo irregular, con el Gobierno de su país buscando arriba y abajo alguien con quien remplazado: él presentó en todo tiempo una serenidad majestuosa. Vivió cada día sin desviarse de sus convicciones, ni buscar sensacionales efectos, ni cortejar la popularidad, ni decaer en su ánimo. Estaba tan seguro de sus cualidades profesionales como de su deber constitucional; y obraba en todo momento con arreglo a esos definidos conceptos. Cuando llegaban a él las noticias de una horrorosa carnicería, a menudo estéril, o de la ruina de una operación en la que había confiado, y cuya atroz responsabilidad asumía, fortalecíase con el sentimiento de que había puesto en el empeño el máximo de su pericia militar adquirida en una preparación de toda la vida, de que estaba cumpliendo el deber que le habían asignado unas autoridades legalmente constituidas y de que estaba a toda hora pronto para perseverar en su puesto o ser remplazado en él.
Una ecuanimidad serena, inalterable y generosa regía su espíritu, no sólo en los momentos de aguda crisis, sino mes tras más, año tras año. Inflexible, rigurosamente pedantesco en sus asertos de tipo profesional, trató, empero, en toda ocasión, al Poder Civil con respeto y lealtad. Aun cuando sabía que su relevo era discutido en el Gabinete de Guerra ni trató de ejercer presión, ni fue en ningún momento desleal para con los ministros bajo los cuales servía. Ni siquiera en las ocasiones de más vidriosa discrepancia amenazó con la dimisión cuando él era fuerte y ellos débiles. En medio de evidentes fracasos, jamás condescendió, en asuntos de su competencia técnica, a sus deseos, aunque estuviesen fuertemente apoyados por los razonamientos, por la opinión pública —cualquiera que fuese— o por la terrible y palmaria elocuencia de los hechos. Con razón o sin ella, victorioso o derrotado, él permanecía inmutable dentro de los límites que se había trazado a sí mismo, frío e impávido, preparado a toda eventualidad, dispuesto a aceptar la oscuridad o la muerte si cualquiera de ellas interceptaba su ruta.
Lo había conocido superficialmente lo mismo en la vida pública que privada, siendo yo el más joven de los subalternos y él comandante recién ascendido. En Omdurman y en África del Sur servimos juntos, a caballo, en la misma campaña. Nos encontramos, en planos distintos, cuando yo era secretario del Interior y después primer Lord del Almirantazgo, y él mandando nuestro recién formado Cuerpo de Ejército de Aldershort. Tuve también ocasión de tratarle repetidamente en la Comisión de Defensa Imperial y en las maniobras militares, y siempre discutimos problemas de guerra. La observación que me hizo en unas maniobras militares que había ido a presenciar el año 1912, me pareció reveladora. «Este oficial —dijo, hablando de un brigadier— no muestra un sincero deseo de enfrentarse con el enemigo». Tratábase de una batalla simulada, pero la frase era una clave que descubría toda su visión militar. Años después, en plena guerra, hablándome de un episodio naval, repetí intencionadamente la misma expresión. Su mirada, generalmente plácida, fulgió con vivido relámpago, y repitió la frase con enérgico asentimiento: «Un sincero deseo de enfrentarse con el enemigo». Ése era Haig. Ése era su mensaje. Ése fue el impulso que transmitió a sus tropas desde que empezó su mando hasta el minuto anterior a las once del día 11 de noviembre de 1918.
Se me presenta, en aquellos rojos días, bajo la imagen de un gran cirujano de los tiempos anteriores de la anestesia, versado en todos los detalles de la Ciencia, tal cual era conocida por él: seguro de sí mismo, firme de pulso, cuchillo en mano, dispuesto a la operación: enteramente ajeno, en su condición de profesional, a la tortura del paciente, a la angustia de sus familiares, a las doctrinas de las escuelas rivales, a los remedios de los curanderos o a los primeros frutos de las nuevas enseñanzas. Operaría sin instigación de nadie o se marcharía sin que nadie tuviese que afrentarlo; y si el enfermo moría, nada tendría que reprocharse. Debe entenderse que sólo hablo de su actuación profesional. Una vez fuera de escena, su corazón era tan sensible como el de cualquier otro hombre.
«Un sincero deseo de enfrentarse con el enemigo». ¡Ay del oficial —coronel, brigadier o alto general— que falle en esto! Hombres experimentados y resueltos, con valor probado en el fragor de la batalla, eran enviados a sus casas después de enterarse Haig de que se habían negado a mandar sus tropas —no a conducirlas, porque ello habría sido más fácil— a una destrucción cierta. Luchar y matar y morir, pero obedeciendo las órdenes, aunque fuese claro que el Alto Mando no había previsto las circunstancias, o irse, e irse en seguida, a la retaguardia, a casa, a Inglaterra, o al demonio. Tal fue la corriente de alta tensión que fluyó incesantemente desde el generalísimo, él mismo asaltado por varios lados, durante más de cuarenta meses de carnicería. Todo a lo largo de la cadena de responsabilidades que va de Ejército a Cuerpo, de Cuerpo a División, de División a Brigada, de Brigada a Batallón, esta fuerza implacable y, a veces, inevitablemente ciega, era continuamente aplicada. Y, detrás de todo ello, una caballerosa figura, modesta de conducta, humilde de espíritu, olvidada de sí misma, muy por encima de la vulgar ambición; un hombre justo, generoso, clemente: ¡tales son los misterios de la humana naturaleza!
Por otra parte, las frenéticas presiones internas, que resultaban de tales discordancias, no podían encontrar salida en la acción personal. Napoleón y los grandes capitanes, anteriores a él, cabalgaban en el campo entre sus tropas, en el ardor de la batalla, y entre los peligros de la tormenta. ¡Cuán gozosamente habría Haig acogido la posibilidad de montar su caballo, como lo había hecho en el Ypres siendo divisionario, y cabalgar avanzando lentamente entre explosiones de obuses! Pero todo eso parece estar vedado a un generalísimo moderno. Se siente feliz si por lo menos una bomba de aeroplano o algún proyectil de largo alcance, caídos cerca del Cuartel General, remiten a raros intervalos, por su física repercusión, la interna tensión mental. No hay el aliciente del peligro, no hay el alivio de la violenta acción; nada sino inquietud, ansiedad, información contradictoria y confusa; pesar lo imponderable; asignar proporciones a lo que no es susceptible de medida; intrincados deberes de Estado Mayor, difíciles negociaciones personales, y el tronar, lejanísimo, del cañón.
Pero lo sufrió todo; y con tal impasividad y ordinaria rutina, que yo, que le vi en veinte ocasiones —algunas virtualmente fatales—, dudaba si sería insensible e impenetrable al tormento y al drama, entre cuyas sombras vivía. Pero cuando, una vez terminada la guerra, vi por primera vez el histórico documento titulado De espalda a la pared, escrito antes de la aurora de aquella mañana fatídica de abril de 1918, y me enteré de que no era la obra de algún competente oficial de su Estado Mayor, sino que estaba redactado por su propia mano, vertiendo en el papel, sin errores ni enmiendas, la pasión vehemente de su corazón, mi visión del hombre adquirió nueva escala y color. Las Furias, sin duda, contendían en su alma, y esa arena era lo suficientemente extensa para abarcar su contienda.
Los albaceas de Lord Haig tuvieron buen acuerdo al confiar a Mr. Duff Cooper la presentación al público del Diario del mariscal[19]. Ha cumplido su misión con sencillez y sinceridad, y de una manera que probablemente el mismo Haig habría aprobado. Es una historia viril, relatada intensamente. Nadie que haya leído el Talleyrand de Mr. Duff Cooper, precisa otras garantías de sus aptitudes narrativas o de su calidad y competencia literarias. El lector puede pasar de largo sobre incidentes tales como el del general Robertson (que jamás había llevado tropas al combate, y cuyos deberes marciales no representaban para él más riesgo que el que pueden tener muchos oficinistas), hablando de «los poltrones» del Gabinete. También deberá tomar en su valor superficial el denigrante juicio de Mr. Lloyd George, cuya publicidad era innecesaria. Ni la opinión de Haig sobre Lloyd George, ni la de éste sobre aquél han de ser aceptadas, probablemente, por la Historia. Ambos serán juzgados mucho más favorablemente de lo que ellos se juzgaron entre sí.
Ello no obstante, no está probado de manera alguna que sea discreto en un general o en un estadista, que tienen que intervenir en tan graves asuntos, el escribir, y aún menos conservar, un Diario. La reputación del difunto Sir Henry Wilson fue seriamente afectada por la indiscreta publicación que hizo su amante viuda de los pensamientos nocturnos de su marido. Cuando los acontecimientos se suceden a velocidad vertiginosa y en extensión mundial, cuando hechos y valores cambian cada día, cuando todas las relaciones personales en los negocios públicos tienen forzosamente que resentirse, cuando la visión del diarista es subordinada o local, o ambas cosas a un tiempo, el que ejerce mando supremo se expone él mismo a no servir de testimonio cuando escribe «un término medio diario de dos o tres cuartillas», las cuales, una vez encuadernadas, representan treinta y seis volúmenes de comentarios diurnos.
Douglas Haig encarnaba y mantenía la mejor tradición de la enseñanza oficial. Era, en efecto, al tiempo en que llegó a ser general en jefe del mayor Ejército inglés que jamás se haya reunido, el número uno y el premio extraordinario entre los alumnos de la Academia Militar. Había hecho todas las cosas necesarias y adecuadas: combatió como jefe de escuadrón, sirvió en campaña como oficial de Estado Mayor, fue graduado distinguido en la Escuela de Estado Mayor, jugó en el equipo de Caballería victorioso en el polo, ocupó un importante destino militar de guerra, y mandó valientemente el Primer Cuerpo de Ejército, y más tarde el Primer Ejército, por cerca de ocho meses en Armageddon. No tuvo rivales en la profesión, en aquel tiempo, ni surgieron después, durante la contienda. Esta particularidad le sirvió de firme puntal en los múltiples disgustos, pesadumbres y desastres que tuvo que arrostrar y sufrir. Podría ser —lo fue, sin duda— inferior a la talla prodigiosa de los acontecimientos; pero nadie pudo disputarse como igual o superior a él. Y así, todo propendía a la realización de una tarea hosca, al cumplimiento simple de un rudo deber, en cuya realización se pueden cometer muchos errores o sufrir graves contratiempos, pero que tienen que hacerse y que un hombre, llamado a ello, tiene derecho a cometer. Por último, había una fuerte faceta religiosa en su carácter, y siempre alimentó la creencia de que estaba llamado a conducir al Ejército inglés a la victoria.
La mentalidad de Haig, como habría que esperarlo de las credenciales citadas, era por completo ortodoxa y vulgar. Parece no haber tenido ideas originales; nadie puede descubrir un chispazo de aquel genio misterioso, visionario y, a menudo, siniestro que permitió a los grandes capitanes de la Historia dominar los factores materiales, salvo la matanza, y presentarse ante sus enemigos con el triunfo de nuevas apariciones. Nos han dicho que era muy partidario de los tanques, pero la idea de hacerlos nunca se le había ocurrido. Se manifestó en todo tiempo indiferente a cualquier otro teatro de guerra que no fuese el Frente Occidental. Allí estaban los alemanes en sus trincheras. Aquí estaba él a la cabeza de un Cuerpo de Ejército, después de un Ejército y, por último, de un grupo de poderosos Ejércitos. Lanzarlos contra el enemigo o mantenerlos resistiéndose de la mejor manera posible, tal era su guerra. Era indudablemente, un modo de hacer la guerra, y al final, se consiguió, por cierto, una abrumadora victoria. Pero tales métodos simplistas jamás lograrán ser aceptados por la Historia como concluyentes.
Si el entendimiento de Haig era mediocre, también su carácter desplegaba las cualidades de un hombre razonable y vulgar, concentrado y magnificado. Esto no es más que una parte del equipo de un general, pero no es precisamente una parte desdeñable. Su actitud no se derrumbaba ante la violencia de los acontecimientos externos. Apenas era capaz de elevarse a gran altura, pero también era incapaz de caer por debajo de la talla de sus modelos. Así, el Ejército, compendio de nuestra raza insular, reunido a través de todas las partes del mundo, miraba a su general con confianza, aún a lo largo de muchos costosos fracasos; y la jerarquía militar, muy complicada —casi una iglesia—, y, en tiempo de guerra, de suprema importancia, sentía que en el generalísimo tenía alguien en quien descansar. Y éstas son cosas muy importantes.
Hasta el verano de 1916 las fuerzas expedicionarias inglesas desempeñaron forzosamente sólo un papel secundario en la estupenda lucha franco-alemana. Nosotros participamos con orgullo en Mons y Le Cateau, en la vuelta al Marne, en la gloriosa defensa del Iser y del Lis, en Neuve-Chapelle y, con nuestros esfuerzos en Loos, contribuimos de manera importante a la batalla de la Champaña. Eran aquellos tiempos en que nuestro personal combatiente excedía en mucho a nuestras posibilidades en municiones. Pagábamos en sangre y en lágrimas nuestra carencia de cañones y explosivos. Sir John French, que es a veces indebidamente menospreciado por los admiradores de Haig, llevó la culpa de esto. Pero podemos decir ciertamente que si el Ejército inglés no hubiese estado en el frente. Francia habría sido vencida. Aún al final del año 1915 no éramos más que una sexta parte, numéricamente, y acaso sólo una cuarta, moralmente, del frente Aliado. Hasta el Somme, en julio de 1916, no constituimos un factor de mayor importancia en el vasto conflicto en tierra. El esfuerzo bélico de Inglaterra se demostró en los dos años siguientes en los que las bajas y la voluntad de victoria igualaron a las de Francia, y, últimamente, las sobrepujaron.
Este postrer período fue presidido por Haig. Nadie puede decir que no lo terminó victoriosamente.
Mi correspondencia y trato con él fueron más frecuentes en el último año de su vida que durante cualquier otra época. Y, en cierto modo —no puedo pretender intimidad con una persona tan reservada—, llegué a conocerlo mejor que antes. Es curioso, pero característico por su parte, que ello surgiese con motivo de un libro mío sobre la guerra, que, aunque narraba las grandes proezas de los ejércitos mandados por él, constituía, no obstante, una sostenida acusación contra la «Escuela Occidental» de estrategia que Haig encarnaba. Le pregunté si quería leer y comentar los capítulos referentes a sus operaciones, añadiendo que, si lo hacía, yo habría de indicarle lo que era crítica y lo que era pura apreciación personal. Aceptó la invitación rápidamente, diciendo: «Nada importan las críticas. Expongamos exactamente los hechos, y luego las gentes podrán juzgar por sí mismas». Siguió un intercambio muy activo de notas y comentarios, gracias al cual me fue dable corregir gran número de errores, de hecho, comúnmente aceptados. En todo ello manifestó absoluta benevolencia, y trató la Historia en conjunto desde un punto de vista impersonal y destacado, como si tratase de acontecimientos acaecidos cien años ha. Yo comprendí que la causa de ello era la de sentirse complacido con la justicia que él entendía era hecha a las hazañas de los Ejércitos ingleses, especialmente en 1918, y que en nada alteraba la balanza las propias acciones suyas puestas en el otro platillo. «Nadie sabe tan bien como yo —me escribía en una de sus últimas cartas— cuán lejos del ideal está mi propia conducta lo mismo cuando mandé el Primer Grupo y el Primer Ejército que cuando fui generalísimo de las Fuerzas expedicionarias inglesas».
La nobleza de esta manifestación le capacita a uno, en todas las circunstancias, para medir todavía desde otro ángulo el valor real de sus servicios a la causa de los Aliados.
Pero la mayor de todas las pruebas se halla en la fase final de la guerra. Las cualidades intelectuales y morales que Douglas Haig personificaba llegaron a ser conocidas por ocultas vías a través de los vastos ejércitos de que era jefe. Desastres, pesadumbres, equivocaciones, con su costoso precio, eran impotentes para menoscabar la confianza de los soldados en su general. Cuando en el otoño de 1918, el Gobierno —con mucha menos razón de antes— dudaba de la posibilidad de un próximo éxito y trataba de disuadir a Haig de lo que se temía habría de ser una renovada tristeza y una prolongada carnicería; cuando de la más sinuosa manera echaban sobre él todo el peso de la responsabilidad, Sir Douglas no vaciló, y las aguerridas y cansadas tropas, cinco veces diezmadas, respondieron al impulso y a la voluntad de su caudillo, y avanzaron resueltamente hacia las atroces convulsiones de la victoria absoluta y definitiva. Las cualidades marciales de Foch, la amplitud de su visión, sus vastos y bien concertados planes no habrían terminado la carnicería en 1918 como no hubiesen estado en varias ocasiones decisivas, compensadas o reforzadas por el impulso, totalmente individual, de Douglas Haig. Los famosos gritos de guerra de Foch Allez à la bataille!, Tout le monde à la bataille!, no habrían tenido otro significado histórico que el de simples exclamaciones de ánimo, si no fuera por la serie de embestidas y de golpes con que los Ejércitos ingleses desde Amiens a Mons y desde el Somme al Selle, abatieron las fortificaciones y la brava resistencia de las mejores tropas que quedaban del poderío militar alemán, y ahorraron al género humano las matanzas que le esperaban en la campaña, que no llegó a librarse en 1919.
Si hay alguien que discuta el derecho a Haig a codearse con Wellington en los anales militares ingleses, no hay nadie que niegue que su carácter y su conducta como soldado y como súbdito servirán por mucho tiempo de ejemplo a todos.