¡Nacer rey! ¡No haber sido jamás otra cosa que rey; haber reinado durante cuarenta y seis años, y después ser destronado! ¡Empezar una nueva vida en la madurez de la edad, en condiciones diferentes y reducidas, en una situación y en un estado de ánimo nunca hasta entonces experimentados, excluido de la única actuación a la que toda la vida se había consagrado! ¡Áspero destino, ciertamente! Haber dado lo mejor de sí mismo, haber arrostrado inquietudes y peligros, haber realizado grandes cosas, haber estado al frente de su país durante todos los riesgos del siglo XX; haber visto a su patria crecer en prosperidad y reputación; y después ser violentamente rechazado por la nación de que estaba tan orgulloso, cuyas glorias y tradiciones encarnaba; la nación que había tratado de simbolizar en las más bellas acciones de su vida…, no hay duda que es bastante para poner a prueba el alma de un humano mortal.
Las vicisitudes de los políticos no guardan relación con semejante prueba. Los políticos se elevan a través de afanes y luchas; esperan caer; esperan levantarse de nuevo. Casi siempre, en el Poder o fuera de él, están rodeados y sostenidos por grandes partidos. Tienen con ellos muchos compañeros de desgracia. Su labor, con toda su variedad e interés, continúa. Los políticos saben que no son más que criaturas de un día. No sostienen en sus manos el áureo joyero que encierra los tesoros de las centurias y cuya pérdida sería irreparable. Están prontos a alternar lo favorable con lo adverso a lo largo del sendero que han escogido en la vida. Y aún los mismos políticos sufren sus angustias. Mr. Birrell, ingenioso y prudente, tuvo que salir del Gobierno en 1916 a causa de los sucesos de la rebelión de Dublín, y, más tarde, dentro del mismo año, su jefe, Mr. Asquith, cayó bajo las presiones de la Gran Guerra. Al considerar este último acontecimiento, decía Birrell: «Debe de haberle sido muy penoso. Aún a mí, que no hice más que caer de un burro (la Secretaría de Irlanda), no me gustó nada, para cuanto más a Asquith que ha sido derribado de un elefante a la vista de todo el Imperio británico». Pero ser rey y luego ser destronado…, es una prueba incomparablemente más acerba.
Alfonso XIII fue hijo póstumo. Su cuna fue un trono. Hubo un tiempo, durante la regencia de su madre, en que a los filatélicos les deleitaban los sellos de España, que ofrecían la imagen de un bebé. Más tarde aparecieron los rasgos angelicales de un niño, después el perfil de un joven, y, por último, la cabeza de un hombre. Una educación severa: ayos, preceptores y una reina-madre lo instruyeron en la profesión de rey. La educación de los príncipes es muy exigente. La disciplina escolástica, la religiosa y la militar oprimen entre sus garras al chico. Profesores, obispos y generales se presentan a cada hora y se apostan en cada sendero de la vida juvenil. Todos le inculcan el sentimiento de la majestad, todos le encarecen la idea del deber, todos insisten en la norma del decoro. Los verdaderos reyes tienen un punto de vista único. Ni aún el más eminente de sus súbditos posee el mismo engarce con la vida de todo su pueblo. Elevados muy por encima de los partidos y de las facciones, personifican el espíritu del Estado. Pero que alguien tan encumbrado, con tal preparación, tan henchido de honores, llegue a ser un verdadero y perfecto hombre de mundo, de noble postura, pero sin la menor presunción ni fatuidad, demuestra que ha sido dotado al nacer de personal atractivo.
Delicado principito, educado sin las asperezas de la enseñanza pública, Alfonso templó su carácter y su naturaleza en una vida al aire libre. Su niñez de consciente realeza habría echado a perder a la mayoría de los niños; pero él se preocupó de ser un nadador, un jinete y un escalador de montañas. Practicó primero el alpinismo trepando a las cumbres próximas al palacio de Miramar. Esbelto, ágil, optimista, su mente y su cuerpo se armonizaban. Jamás ha sido dado a la ostentación o a la molicie; sus placeres han sido siempre los de un hombre, su comportamiento el propio de un rey. Su afición por el polo modificó sin duda al oficial español de Caballería. Es difícil imaginar al Ejército español sin su impetuoso y valiente caudillo.
Apenas había alcanzado Alfonso la virilidad, cuando un nuevo maestro, llamado El Peligro, unió sus lecciones a las del curso áulico. En los sombríos bajos fondos de la política española, hay muchas sociedades secretas sobre las cuales la pistola y la bomba ejercen horrible, dramática atracción. Todo el mundo recuerda la tragedia que perturbó y estuvo a punto de convertir en su último día el día de la boda: el largo, espléndido cortejo, las jubilosas multitudes; en su carroza real el joven monarca y la hermosa princesa británica que acababa de ser su esposa; la lúgubre, furtiva figura asomándose a la ventana más alta, el pequeño paquete de monstruoso poder, la destructora explosión, la calle hecha una carnicería, decenas de hombres y mujeres revolviéndose en su sangre o heridos de muerte; la consternación y el pánico en torno a la horrorosa escena; el rey, sereno y frío como el acero, ayudando a la desposada a descender del acribillado carruaje y tratando de ocultar a sus ojos el espectáculo circundante; los brillantes uniformes escarlata del destacamento del 16 de Lanceros, enviado de Inglaterra en su honor, lanzándose delante en su auxilio… La escena, íntegra, perdura estampada en la memoria de la generación en que ocurrió.
Pero no iba a ser éste el final del día. La cabeza del cortejo había llegado ya a palacio. ¿A qué obedecía la demora en aparecer el rey y la reina? Pronto se supo la verdad; y muy poco después la real pareja se acercaba manchada de sangre, pero indemne, avanzando con el inflexible ceremonial marcado. No bastó la real presencia en los balcones del palacio para calmar a la excitada muchedumbre. Fue preciso que el rey tomase un automóvil descubierto y pasase sin protección y casi solo entre la multitud de sus súbditos, para recibir su tributo de lealtad y su acción de gracias por haber resultado ileso de un mortal peligro. Éste fue el espíritu que iba a animar su conducta en todos los momentos de peligro.
La primera vez que tuve el honor de tratarle fue cuando visité Madrid en la primavera de 1914. Me convidó al almuerzo, y después me habló libre e íntimamente en su pequeño gabinete próximo al comedor. Yo había ido a Madrid a jugar al polo, y con tal motivo nos encontramos varias veces. Otro día me invitó a dar un paseo en su auto, e hicimos una larga excursión, camino de El Escorial. Aquí la conversación giró sobre el estado de inquietud de Europa. De pronto, el rey me dijo:
—Mr. Churchill, ¿cree usted en la guerra europea?
Yo contesté:
—Señor, a veces creo; a veces, no.
—Eso es exactamente lo que a mí me pasa —dijo.
Discutimos las varias posibilidades de que el porvenir parecía estar preñado. Su profunda estimación por Inglaterra estaba patente en todo lo que dijo. Aunque habían pasado cerca de veinte años desde que yo había acompañado a las fuerzas españolas en Cuba, me regaló, antes de partir de Madrid, la Medalla de la Guerra.
A nadie pudo sorprender que España observase una estricta neutralidad en la gran lucha de Armageddon. Las barreras históricas entre España y las Potencias Aliadas y asociadas no eran fáciles de trasponer. El más profundamente amargo recuerdo de los españoles es el de la invasión napoleónica, con la angustia de la guerra peninsular. A pesar de haber transcurrido un siglo no puede existir unidad de sentimientos entre Francia y España. Gibraltar, aunque una apagada causa de irritación, todavía desempeña su papel en el pensamiento español. Pero el odio real es contra los Estados Unidos, y la pérdida definitiva de los últimos restos del Imperio colonial español dejó un vacío doloroso en los pechos de una raza altiva. La aristocracia estaba a favor de Alemania; la clase media, contra Francia. Y así decía el rey: «Sólo yo y la plebe estamos por los Aliados». Era lo mejor que podía suceder para que España permaneciese neutral en la contienda; y prosperó, ciertamente, gracias a su abstención.
El rey me habló de otros atentados contra su vida. Recuerdo particularmente, uno. Regresaba a caballo de una parada, cuando un asesino surgió de pronto ante su caballo, empuñando un revólver, a escasamente un metro de distancia. «El polo resulta muy útil para estas ocasiones —dijo el rey—: Puse la cabeza de mi caballo en su dirección y me lancé sobre él mientras disparaba». De esta manera logró salir ileso. En total fueron cinco atentados consumados y muchas conjuraciones abortadas. El conocimiento que hice con él en 1914 fue renovado en sus múltiples visitas a Inglaterra, y siempre pude observar en él una preocupación vigilante por los intereses de su patria y un sincero deseo por el bienestar material y el progreso de su pueblo. El autógrafo del rey Alfonso es un símbolo verdaderamente notable. Expertos en grafología proclaman descubrir en él profundos recursos de firmeza e iniciativa; posee ciertamente un peculiar estilo. Pocos soberanos, empero, habrán sido menos pomposos. La sombría, solemne etiqueta de la Corte española ha producido, en su último maestro, un democrático hombre de mundo, moviéndose fácil y naturalmente en toda clase de sociedad. Disociar el rey del hombre, separar las funciones públicas de los goces de la vida privada, fueron siempre deseo y hábito en Alfonso XIII. Ha sido observado que este príncipe, cabeza de todos los Grandes de España, solía retratarse lo más frecuentemente en trajes ligeros, jerseys de polo y atavíos sencillos. El hombre y el escenario eran ricos en contrastes.
Nada podía privar al rey de su natural alegría y buen humor. Los largos años de ceremonial, los cuidados del Estado, los peligros que le rodeaban, habían dejado intacta aquella fuente de jovialidad y alegría juvenil. Cuando lo encontré en una de sus recientes visitas a Londres, acababa de salir de una de las más graves crisis políticas de su reinado. Habló de esto con sencilla modestia y cierta clase de imperturbable confianza en sí mismo. Pero lo que parecía ocupar su pensamiento era la elección parcial inglesa de San Jorge, entonces en su apogeo.
Los pasquines en las casas y en los automóviles; la excitación política de sus numerosos amigos de Mayfair; las propagandas de la Prensa conservadora con sus consecuencias: muñidores y oradores aristocráticos de ambos sexos…; todo aquel vocerío y aquella algazara excitaban su natural interés. Le parecía una gran diversión y un juego en que le gustaría tomar parte. Gozaba callejeando de incógnito, viendo las cosas y enterándose directamente.
Su conversación, grave o alegre, hállase transida por un natural encanto y una mirada irónica. Rey o no, nadie podría desear un compañero más agradable, y estoy seguro de que si fuese a visitar los Estados Unidos su popularidad sería inmediata y duradera. Siente gran afición por Inglaterra y sus maneras y ello le facilitaría grandemente el conocimiento de la vida y de la sociedad norteamericanas. Seguramente no puede haber una figura menos trágica, más aparentemente despreocupada que la de este estadista sagaz, acosado monarca y hombre perseguido. Contemplándolo, venía a mi memoria el recuerdo de los oficiales llegados con licencia a su país desde las trincheras de Flandes, felices en el círculo familiar, bailando alegremente en baile o el cabaret, riéndose en las comedias de los teatros de variedades sin que nada revelase en ellos la huella de los afanes y peligros que aún ayer habían dejado y a los cuales volverían al día siguiente.
Las vicisitudes que condujeron a la caída de la Monarquía en España alcanzaron lentamente su vértice. Su origen radica en la quiebra del sistema parlamentario por su falta de contacto con las realidades y con la voluntad nacional. Partidos artificiosamente disciplinados y divididos produjeron una sucesión de Gobiernos débiles, conteniendo pocos —si tenían alguno— estadistas capaces de asumir una verdadera responsabilidad o de empuñar el Poder en la forma adecuada a la ocasión. La larga, irregular guerra de Marruecos —legado de siglos— roía como una úlcera la interior satisfacción del pueblo español, con lacerantes dolores de desastre de tiempo en tiempo. No existía entre los políticos españoles ese pacto rígido, que es un vínculo de honor entre todos los partidos de la Gran Bretaña, de escudar la Corona contra toda impopularidad o censura. Gabinetes y ministros se derrumbaban como castillos de naipes dejando alegremente que el rey soportase las cargas que eran propias de aquéllos. Lo hizo sin vacilar. Mientras tanto, la guerra con los moros iba de mal en peor y el malestar público crecía. Crecía aún a pesar de la prosperidad y riqueza que la gran contienda mundial había proporcionado a España.
Sólo su gran paciencia, su habilidad y su conocimiento del carácter español y de los factores en juego le hicieron posible seguir su camino a través de una situación que Mr. Bernard Shaw ha esclarecido a las miradas actuales en las ingeniosas escenas y diálogos de su The Apple Cart. Nuestro dramaturgo y filósofo fabiano ha prestado un servicio a la monarquía como quizá nunca haya sido prestado desde ningún otro sector. Con su burla inexorable ha ostentado, ante los socialistas de todos los países, la debilidad, la ruindad, las vanidades y las insensateces de las hueras figuras que flotan y se elevan entre las sirtes y remolinos de la llamada política democrática. Las simpatías del mundo moderno, incluyendo las de muchos de sus más avanzados pensadores, se sienten poderosamente atraídas por la vivaz y chispeante presencia de un rey mal tratado, dado de lado, llevado y traído para fines personales y políticos, y, sin embargo, seguro de su valer para la masa de sus súbditos, y esforzándose, no sin éxito, en preservar sus intereses permanentes y en cumplir su deber.
¿Cuál es la posición en que se sitúa Alfonso XIII como rey, y cuál la que adopta como hombre? Éstas son las preguntas que debemos hacernos cuando un reinado de treinta años de poder consciente ha llegado a su término. El final fue amargo. Casi sin amigos, casi solo en el viejo palacio de Madrid, rodeado de multitudes hostiles, el rey Alfonso se dio cuenta de que tenía que marcharse. Una época se cerraba. ¿Debemos juzgarlo como estadista despótico o como un soberano constitucionalmente limitado? ¿Fue realmente por cerca de treinta años el verdadero gobernante de una de las más viejas ramas de la familia de las naciones europeas? ¿O fue, simplemente, un empedernido deportista jugador de polo, que daba la casualidad que era rey, llevaba sus atributos reales con fácil gracia y buscaba ministros, parlamentarios o extraparlamentarios, para que lo sacasen adelante año tras año? ¿Pensaba en España, pensaba en sí mismo, o se limitaba exclusivamente a gozar de los placeres de la vida sin pensar absolutamente en nada? ¿Gobernó o reinó? ¿Hay que tratar su reinado como los anales de una nación o como la Biografía de un individuo?
Sólo la Historia puede dar respuesta decisiva a estas preguntas. Pero yo no vacilaré en proclamar ahora que Alfonso XIII fue un político resuelto y frío que usó continua y plenamente de toda la influencia de su oficio de rey para dominar las políticas y los destinos de su país. Se juzgó superior, no sólo en jerarquía, sino en capacidad y en experiencia a los ministros que empleaba. Se sintió el único eje fuerte e inconmovible, alrededor del cual giraba la vida española. Su solo objetivo era la fuerza y la fama de su reino. Alfonso no pudo concebir que amaneciese un día en que dejaría de estar personalmente identificado con España. En todo momento adoptó las medidas que estaban a su alcance para asegurar y conservar su dirección sobre el destino de su país, y usó de sus poderes y administró su depósito con positiva prudencia e intrépido valor. Es, por lo tanto, como estadista y gobernante, y no como monarca constitucional siguiendo comúnmente el consejo de sus ministros, como él desearía ser juzgado, y como la Historia habrá de juzgarle. No tiene por qué temblar ante la prueba. Posee, como él mismo ha dicho, una buena conciencia.
Las elecciones municipales fueron una revelación para el rey. Toda su vida había estado perseguido por conspiradores y asesinos; pero toda su vida se había confiado libremente a la buena voluntad de su pueblo. Jamás había vacilado en mezclarse entre las multitudes, o en ir solo, sin escolta, adónde le parecía bien. En todos los viajes de su vida encontraba muchos amigos, y, siempre, cuando era reconocido, alcanzaba ovaciones y respeto. Sentíase, pues, seguro de tener tras sí la constante fidelidad de la nación; y habiendo trabajado continua y lealmente en su servicio, entendía haber merecido su afecto. Un relámpago iluminó la sombría escena. Vio en torno suyo una extensa, arraigada y, aparentemente, casi universal hostilidad personal hacia él. Pronunció entonces una de aquellas expresiones, que se le atribuían en aquel interesante período, y que muestran la fuerza y la calidad de su comprensión de la vida: «Me parece como si hubiese ido a visitar a un viejo amigo y me encontrase con que había muerto». El episodio fue, realmente, una triste decepción. Explicadlo como queráis: la dureza de los tiempos en todo el mundo, la incapacidad política del partido monárquico, la tendencia de la época, la propaganda de Moscú; pero lo cierto es que, sin disfraz, fue un gesto de repulsa de la nación española que llega al corazón.
A todo el mundo le ha chocado el contraste entre la súbita y feroz aversión de los españoles por su rey, y su notable popularidad en el momento de su caída entre las democracias de Francia y de Inglaterra. En la patria, todo rostros ceñudos; en el extranjero, todo aplausos. Soberanos derribados de sus tronos bajo la acusación de despotismo han solido recibir asilo en tierras extrañas; pero jamás hasta entonces habían sido acogidos en París y en Londres con amplias, espontáneas manifestaciones de respeto y aprobación. ¿Cómo explicarlo? Los españoles, para quienes las instituciones democráticas llevaban consigo la esperanza de nuevos y grandes progresos y mejoras, miraban a Alfonso como un obstáculo para su avance. Las democracias francesa e inglesa, que ya gozan de todas sus ventajas, saben más acerca de ello. Ellas consideraban al rey como un deportista, los españoles le conocían como gobernante. Las fuerzas organizadas de Francia, Inglaterra y, sin duda, de los Estados Unidos, se sentían más atraídas por el carácter y la personalidad del rey Alfonso que por el carácter y la personalidad del pueblo español. Les sorprendía que la nación no quisiese tal soberano. El pueblo español veía las cosas a su manera; y esta visión era la que debía prevalecer. El mismo Alfonso no quería que fuese de otro modo.
Los hombres y los reyes deben juzgarse por los momentos críticos de sus vidas. El valor es apreciado, con razón, como la primera de las cualidades humanas porque, como se ha dicho, es la que garantiza todas las demás. Alfonso XIII ha probado, en todas las ocasiones de personal peligro o de política urgencia, su valor físico y moral. Hace muchos años, frente a una difícil situación, Alfonso hizo la arrogante declaración —jactancia no fácil en España— de: «Yo he nacido en el trono y moriré en él». Que esto era una íntima, personal e intensa resolución y una norma de conducta, es indudable. Tuvo que abandonarla, y hoy, joven aún, está en el destierro. Pero no debe suponerse que esta decisión, la más penosa de su vida, fue tomada tan sólo en el último momento o bajo apremiante imposición. Bastante más de un año antes, había dado a conocer que, como rey, no se opondría a la voluntad explícita del pueblo español, constitucionalmente expresada, acerca de la cuestión de república o monarquía. Pero después de todo ¿qué rey moderno desearía reinar sobre un pueblo que no lo quisiera? En caso de que las elecciones generales de España diesen como resultado una fuerte mayoría republicana en las Cortes, todo el mundo habría de entender que ellas daban nacimiento a una Asamblea Constitucional. Entonces, y de manera más legal, el rey habría abdicado sus poderes y se habría puesto a la disposición del Gobierno deseado por sus anteriores súbditos.
Pero no iba a ser así. La efectiva crisis sobrevino súbita, inesperadamente, con solución impensada, como resultado de unas simples elecciones municipales en las que nunca deberían haber entrado las cuestiones fundamentales…, elecciones, además, en que las fuerzas adictas a la monarquía no se habían preparado para una eficaz acción política. Aun así, hubo una gran mayoría monárquica; pero nadie esperó el resultado definitivo. La crisis venía acompañada de toda clase de vehemencias e insultos. Por su comportamiento en esta odiosa prueba, el rey Alfonso demostró que anteponía el bienestar de su país a sus personales sentimientos de orgullo y a sus propios intereses. La solución fue impropia, el procedimiento injurioso. Los medios de resistencia armada no faltaban; pero el rey comprendió que el caso había llegado a ser tan personalmente suyo que no justificaba el derramamiento de sangre española por manos españolas. Él fue el primero en lanzar en el palacio el grito de «¡Viva España!». Hizo después otra notable manifestación: «Espero que no habré de volver, pues ello solamente significaría que el pueblo español no es próspero ni feliz». Tales declaraciones nos facilitan medios para juzgar su reinado. Se equivocó; cometió sin duda tantos errores como los regios o parlamentarios gobernantes de otros países; tuvo tan poco éxito como la mayoría de éstos en satisfacer los vagos apremios de esta moderna Edad. Pero observamos que el espíritu que lo guió a través de estos largos años de dificultades no ha sido otro que el de leal servicio a su país, y que siempre ha sido impulsado por el amor y el respeto hacia su pueblo.