EL MARISCAL FOCH

Una singular proporción de integridad y armonía preside la vida del mariscal Foch. El drama del conflicto entre Francia y Alemania ha fascinado la atención del mundo entero y arruinado la prosperidad de buena parte de él. La vida del mariscal Foch se sitúa en el centro de este drama. Sintió sus pasiones y sus angustias acaso más intensamente que todo otro humano ser; y empuñó el mando ejecutivo supremo en el momento álgido de la crisis y la decisión. Tenía la edad precisa para haber podido servir como voluntario con grado de teniente en la guerra franco-prusiana en 1870; pero las tropas en que formaba eran tan tiernas y bisoñas que no llegaron nunca a estar expuestas al fuego del enemigo. Foch vio, sufrió y comprendió; pero no pudo hacer nada. El ardiente joven por cuyas venas fluía sangre gascona y guerrera, cuya despierta inteligencia revelaba ya su poderoso alcance, cuya aguda sensibilidad vibraba a todo contacto, estaba forzado a ser testigo inactivo del derrumbamiento de su país. Nadie más adecuado para sentir en grado más profundo la agonía de su patria al mismo tiempo que su propia impotencia.

Pero también estaba especialmente dotado para alimentar dentro de sí aquellas penetrantes y en ciertos aspectos místicas fuerzas que eran las resultantes de su sufrimiento. Fortalecido por una sencilla y práctica, pero intensa convicción religiosa; animado del natural amor hacia su patria, y esclarecida su mente por las más altas formas del intelectualismo profesional militar, Foch encarnaba desde el año 1870 en adelante, dentro del cerebro y la contextura de un mortal, el espíritu de lo que llaman los franceses La revanche y que traduce mal la palabra «venganza». Y la traduce mal porque en esa venganza no había nada que trascendiese a rencor o crueldad, no existía el ansia de ganancias materiales ni de personales esplendores, ni el deseo, por recóndito que fuese, de humillar o maltratar el enemigo alemán; sino tan sólo, y a través de la vida, el deseo, el propósito y el afán de ver a Francia, que había caído en tierra el año 1870, restaurada en el puesto de honor que le correspondía. Empezó su carrera como un pequeño cachorro barrido a un lado por las tropas alemanas en su marcha triunfal hacia París y la victoria. Vivió para ver todo el poderío de la valiente Alemania postrado y suplicante ante la punta de su lápiz. Cuando era su posición más débil y modesta sufrió con su patria los trances peores; en la cúspide del poder dirigió su absoluto triunfo.

Tracemos primero los rasgos más amables de este eminente y, bien puede afirmarse, predestinado ser. Su personal atractivo, su competentísima dirección, ejercieron siempre profundo influjo sobre cuantos estuvieron en contacto con él. Su fidelidad a la patria, cualquiera que fuese su forma de Gobierno, y a su religión, cualesquiera que fuesen los obstáculos que le imponía su carrera militar, constituyeron para él un permanente elemento de fuerza. Su indomable y perseverante energía combativa, como hombre en contacto con otras personalidades y con detalles de implacable apremio, como jefe supremo de un frente que vacila y cruje ante la masa germánica, se demostró inextinguible aún en la misma Gran Guerra. Su capacidad de resistencia fría hizo par con su activo vigor. Mantuvo un respeto estricto por la Constitución de su país y por la posición de los jefes ministeriales de un régimen que no era el suyo. Se mantuvo en inteligencia, aunque imparcial y fríamente debemos admitirlo, con los sentimientos de los países y ejércitos reunidos bajo su mando; y, en fin, mostró una gran caballerosidad —propia de un gran soldado— con el antiguo y terrible enemigo bajo cuyo pie se había debatido antaño y sobre cuya cabeza se elevaba hoy, victorioso. Cuando, después que los duros términos del armisticio fueron aceptados por Alemania, un prudente y vigilante consejero civil aconsejó la inmediata urgencia del desarme de las tropas alemanas de combate, Foch exclamó: «¡Han combatido bien, dejadles conservar las armas!».

Es demasiado pronto, sin duda alguna, para medir la talla militar de Foch. Estamos demasiado cerca de los acontecimientos, y ellos fueron totalmente distintos de todas las anteriores experiencias bélicas. Las condiciones en que Armageddon[18] se ejerció el alto mando no guardaron relación con aquéllas en que probaron su suerte Alejandro, Aníbal, César, Gustavo de Suecia, Marlborough y Napoleón. Todas las presiones y todos los esfuerzos de aquellas gentes actuaban en estos tiempos, pero de manera tan difusa que aparecían como borrachos y no presentaban ni el compendio de la acción que se desplegaba en las batallas de otrora. Comparada con Cannas, Blenheim o Austerlitz, la vasta batalla mundial de 1918 es una escena cinematográfica de movimiento retardado. Mientras nosotros permanecemos sentados en habitaciones tranquilas, ventiladas, silenciosas, expuestas al sol y abiertas sobre los verdes prados, sin que otros ruidos se perciban como no sean los del agro en estío, siete millones de hombres, diez mil de los cuales serían bastantes para aniquilar los antiguos ejércitos, libran batalla incesante desde los Alpes al Océano. Y esta batalla no dura una hora, ni dos o tres horas: prosigue incansable desde hace cerca de un año. Estas pruebas son evidentemente de distinta clase; pero es demasiado pronto para decir que sean de superior calidad.

Conocí a Foch en unas maniobras, antes de la guerra. Durante ésta, estuve en contacto con él en tres ocasiones distintas, muy a propósito ciertamente para ilustrar sus diversos azares. La primera vez fue en 1917, cuando, no obstante hallarme alejado de todo cargo ministerial, hice una importante visita al frente francés, amablemente invitado por Mr. Painlevé. Era aquél para Foch un período de eclipse. La reacción y las recriminaciones que siguieron a las pavorosas matanzas del Somme, y los disgustos que llevaron consigo y que fueron en definitiva fatales para Joffre, hicieron que su lugarteniente Foch participara en su disfavor y le siguiera en la desgracia. El brillante papel que había desempeñado en las batallas del Marne y del Iser, en 1914, había sido oscurecido por las espantosas pérdidas sufridas por el Ejército francés en su obstinada y mal dirigida ofensiva en el Artois durante la primavera de 1915. Francia se estremecía ante la merma terrible de su vigor y buscaba ansiosa otros hombres y otros métodos. Designóse a Foch para un alto puesto consultivo en París, y fue en una modesta oficina cerca de los Inválidos donde fui recibido por él. Nadie, sin duda, presentaría un aspecto menos abatido o que menos exteriorizase el ser objeto de una preterición. Discutió con la máxima franqueza y energía el total escenario de la guerra, y particularmente el de aquellos sectores orientales por los cuales yo tenía grande interés. Sus actitudes, sus cautivadoras maneras, sus vigorosos y a veces pantomímicos gestos —cómicos, si no hubiesen sido enormemente expresivos—, la energía de sus ideas cuando excitaban su interés, causaron en mí profunda impresión. Él luchaba siempre, fuesen ejércitos o ideas lo que tuviese que lanzar al combate.

He descrito en otra parte mi segundo encuentro con él. Fue en Beauvais, el 3 de abril de 1918. Era entonces generalísimo de todos los Ejércitos Aliados. El desastre de 21 de marzo y la amarga experiencia de la Conferencia de Doullens habían obligado a Haig a proponer, y a Pétain, generalísimo francés, a aceptar el mando supremo de Foch. La herencia en que sucedía era en realidad pavorosa. Una amplia brecha había sido practicada en el frente Aliado; el Quinto Ejército inglés hallábase derrotado y casi destruido; los refuerzos franceses no habían llegado aún, tan sólo una línea estrecha y precaria de Caballería derrotada, de improvisados destacamentos procedentes de las escuelas de instrucción y de los extenuados supervivientes de la catástrofe, se oponía entre el avance alemán y la ciudad de Amiens, que aún conservaba casi intactas sus vitales líneas ferroviarias. Más hacia el Sur, en la zona francesa, Montdidier acababa de sucumbir. Foch, con un puñado de oficiales de Estado Mayor —su «familia militar»—, y con una autoridad todavía mal definida, tenía que pedir más sacrificios a los ingleses y reclamar de Pétain el envío de las reservas que este general se aferraba en la idea de mantener intactas y dispuestas para cubrir la capital. Una hora terrible, ciertamente. Me parece estarlo viendo describirnos a Clemenceau y a mí, como un maestro de escuela armado de puntero y mapas que explica la lección a sus discípulos, la situación militar y las razones en que se apoyaba su confianza. Nos mostraba de qué manera, a cada día que pasaba, había ido cediendo en pujanza y amplitud la ola invasora, y cómo se iba amortiguando el tremendo impulso inicial. No puede decirse que estuviese tranquilo. Era vehemente, apasionado, persuasivo, clarividente, y, sobre todo, indomable.

No volví a verlo hasta el principio del otoño, cuando la ofensiva alemana había sido definitivamente dominada, cuando la corriente refluía por fin, cuando todo iba bien e iría indudablemente aún mejor. Estaba entonces Foch en la cima del poder. Su palabra era ley. Los Ejércitos francés, inglés, norteamericano y belga seguían con la debida precisión las directrices del caudillo victorioso y la línea alemana retrocedía sin cesar ante ello.

¡Pero por qué prueba había pasado su jefe desde abril hasta setiembre! Tuvo que reforzar penosamente el Ejército inglés durante la prolongada crisis de la batalla del Norte que el Alto Mando británico planeó mal, y que fue realmente azarosa en último grado. Cuando tenía que habérselas con las rudas reclamaciones de generales aguerridos en demanda de una razonable asistencia francesa, profería el rosario de sus frases características: Cramponnez partout (Agarraos como podáis por todas partes), Jamais la relève pendant la bataille (No se relevan nunca las tropas durante la batalla). En cuanto a su propia contribución al bélico esfuerzo: On fait ce qu’on peut (Se hace lo que se puede). Escaso remedio era todo ello para el Ejército británico, que «con la espalda contra la pared» sufría arremetidas que lo despedazaban por fuerzas alemanas muy considerablemente superiores. Distribuía sus reservas con mano cicatera. Regateaba cada onza de energía vital que entregaba a las tropas combatientes de Haig. Este ejército, cruelmente maltratado, no cejó. Ganó, pero sólo por una pulgada. Se sostuvo a costa de los más terribles sacrificios y esfuerzos. En su consecuencia, el horrible trance de tener que optar entre los puertos del Canal y conservar la unión entre los Ejércitos francés e inglés no llegó a presentarse, y la arrogancia del dicho de Foch: «No cederé ni en una cosa ni en otra» (Ni l’un ni l’autre) resultó una realidad merced a la sangre inglesa. Corrió un valiente caballo hasta el punto de casi matarlo. Casi, no por completo. El corcel vivió y aquella singular carrera fue ganada. ¿Y quién podrá decir jamás que no estuvo acertado? Al contrario, aunque nos correspondió sufrir tan horriblemente, ahora debemos decir que Foch tenía razón. Pero la tensión que llegó a existir entre el mando inglés y el generalísimo alcanzó límites extremos. Aun después de terminada la batalla del Norte, un sentimiento amargo perduraba. En los más elevados círculos gubernamentales y militares de Inglaterra se pensaba que los franceses estaban utilizando el mando único para gravar tan desproporcionado esfuerzo al principal de sus aliados. ¡Terrible idea, que brotaba del conocimiento, del sufrimiento intenso y de la fría experiencia!

Mientras los jefes ingleses se hallaban en esta tesitura, otro golpe peor sobrevino. El frente francés fue sorprendido el día 27 de mayo en el Camino de las Damas y una enorme incursión del enemigo fue su consecuencia. Cuatro o cinco Divisiones británicas, todas las cuales habían perdido más de la mitad de sus efectivos en la batalla septentrional, habían sido llamadas por Foch para cubrir un sector inactivo del frente francés, donde podrían descansar y reponerse. Estas unidades mutiladas y torturadas volvieron a encontrarse en el centro de choque del nuevo asalto y quedaron casi destruidas. El desastre del 27 de mayo, al mismo tiempo que agravaba la tensión entre el Alto Mando británico, y Foch, minaba tristemente su prestigio en París. Quedaba como flanco moral Pétain, soldado experto, frío, científico, con la completa y admirable máquina del Estado Mayor francés a su disposición. Se sabía que las opiniones de Pétain diferían de las de Foch en puntos de importancia.

El período de seis semanas comprendido entre el primero de junio y la mitad de julio de 1918 debe ser recordado como aquél en que llegó a su ápice la ruda prueba a que Foch venía sometido. Hasta entonces no presentaba en su balance más que un desastre francés de primera clase y una profunda sensación entre los ingleses de una mala utilización de fuerzas. Su derecho a gozar de un duradero renombre de militar grandeza hay que fundarlo ampliamente en su conducta con respecto a esta última experiencia. Pero acaso su fama no habría perdurado si detrás de él no se hallase un ser de un orden diferente, aunque de igual valor y de mayor fuerza personal. Clemenceau, el fiel y temido Tigre, rondaba la capital de Francia y la guardaba contra toda subversión de la autoridad del general en jefe. Fue en esta situación cuando, deprimido, discutido, minado, disminuido en su prestigio, el mariscal Foch, enfrentándose con la nueva ofensiva alemana del 12 de julio, no vaciló en reducir a Pétain, en retirar las reservas situadas entre París y el enemigo y lanzarlas bajo el mando de Mangin contra el flanco alemán. Esta decisión, juzgada en sus circunstancias y en sus resultados, deberá ser simplemente considerada como una de las más grandes acciones de guerra y de los mayores ejemplos de fortaleza de espíritu que registra la Historia.

Pero todo ello se superaba ahora, al terminar. Los Aliados estaban unidos; el enemigo, derrotado; Foch era el general supremo; la victoria estaba segura. Lo encontré en su castillo una tarde plácida de otoño, y mientras trataba de ganar su entusiasmo para un vasto programa de tanques que se desarrollaría, en la campaña de 1919, contemplaba con vivo interés a aquel grave, sereno y cortés caballero que sabía que ante sí no tenía otra cosa sino éxito inconmensurable y fama inmortal.

Aún lo encontré otra vez. Fue en el Ministerio de la Guerra, en 1920. Los aliados mantenían la línea del Rin y ocupaban Rumania. El Ejército inglés, ahora reducido a un pequeño contingente, tenía su sede en Colonia. Los franceses, por razones que no puedo sondear, y que acaso estuviesen relacionadas con algún designio de hacer una Renania autónoma, deseaban estar de guarnición en Colonia y trasladar a los ingleses a otro sector del frente de menor importancia. Enviaban a Foch para que sugiriese en primera instancia esta tentativa de cambio. El ilustre mariscal expuso su caso con alguna vacilación. Se limitaba a presentar consideraciones de conveniencia militar; pero en el transcurso de su conversación llegué a percatarme de lo que encubría el proyecto y me encontré hostil. La idea de que el Cuartel General inglés fuese trasladado de la famosa ciudad de Colonia, después del trabajo que nos había costado alcanzarla, no me parecía razonable. Por eso le dije, cuando el caso hubo sido totalmente planteado: «¿No cree usted que podría hacernos a todos volver a casa?».

Recuerdo observar cómo la sombra caía en velos sucesivos sobre el noble, expresivo y siempre cariñoso continente del mariscal. Jamás se pronunció otra palabra sobre aquel asunto. Nuestra conversación continuó agradablemente. Fue aquélla la última vez que le vi.

La magnitud de los acontecimientos que el mariscal Foch hubo de dirigir no tiene par, sin duda alguna, en los anales de la guerra. Pero cuando el tiempo pase, se descubrirá, yo creo, que el valor de su espíritu y la penetrante sagacidad de su juicio eran de la más alta calidad. La fortuna iluminaba su cimera. Su don peculiar de combatividad obstinada, que le valió sus laureles del Marne y del Iser cuando la única esperanza residía en no desesperar, lo condujo a graves desastres en las batallas ofensivas del Artois y del Somme. En 1914 había esquivado el peligro mortal negándose a reconocerse derrotado. En 1915 y 1916 se estrelló contra lo Imposible. Pero 1918 fue creado para él. En la primera fase de la ofensiva de Ludendorff nadie supo tan bien como él utilizar cada onza de fuerza para defender cada pulgada de terreno, atesorando de esa manera las reservas. En la segunda fase, cuando la iniciativa pasó a los Aliados, éstos tenían por primera vez en la guerra no sólo la superioridad del número, sino la de los cañones, los proyectiles, los tanques y los aeroplanos; en suma, los elementos indispensables para un avance victorioso.

Fue entonces cuando el genio característico de Foch alcanzó su plena y decisiva expresión, y a los gritos de Alez à la bataille!, Tout le monde a la bataille! recogió la poderosa ola de los ejércitos aliados, franceses, ingleses, americanos y belgas y la lanzó hacia delante, en un vasto, conjunto, irresistible ataque.