Podría decirse que Lord Rosebery se anticipó diez años a su porvenir y sobrevivió más de veinte a su pasado. Las brillantes perspectivas que fulgían ante él hasta el momento en que llegó a Primer Ministro en 1894 se desvanecieron con la caída de su Gobierno y la derrota del Partido Liberal en 1895. La parte que tomó como imperialista y patriota en apoyo de la guerra sudafricana, cuatro años más tarde, le enajenó el prestigio, la autoridad y la confianza de que disfrutaba en un amplio sector de las masas radicales. Su dimisión de la jefatura del Partido Liberal ya había relajado la obediencia de aquéllas. Por su terminante declaración contra la Autonomía Irlandesa hecha en momentos en que la caída de Balfour en 1905 estaba próxima, se excluyó a sí mismo deliberada y resueltamente de toda participación en el inminente triunfo liberal y en su largo disfrute del Poder. Separóse de sus amigos y secuaces por preconcebido propósito. «Contento por dejar pasar la ocasión», se retiró de toda disputa por el puesto de jefatura en la arena política; erigió barreras que estorbasen su regreso y se propuso que fuesen infranqueables; se aisló en un desvío glacial y francamente desdeñoso. Todos sabían muy bien que cualquier intento de aproximación sería inútil. En 1905 su carrera política estaba terminada para siempre. Pero aún tuvieron que pasar bastantes años hasta que su vida se extinguiese en 1929.
Morando en sus extensos y hermosos dominios, trasladándose con frecuencia de una casa deliciosa y de una rica biblioteca a otra, llegó a vivir hasta sostener el peso de los ochenta años, aligerado por conocimientos literarios de alto vuelo, entretenido por los lances del hipódromo, alegrado por la compañía de sus hijos y sus nietos. Las pesadumbres de la vejez fueron cayendo sucesivamente sobre él en su retiro cada vez más profundo; y cuando murió, su nombre y sus hechos se habían borrado de la memoria pública y sólo resucitaron y se hicieron presentes a los ojos de una nueva generación por las noticias del obituario. Pero aquellos hechos, y aún más el carácter y la personalidad que laten detrás de ellos, son dignos de más detenido estudio no sólo por razón de su gran mérito, sino al menos tanto por sus limitaciones.
Lord Rosebery fue probablemente el más grande amigo de mi padre. Fueron contemporáneos, en Eton y en Oxford. Aunque aparentemente separados por el partido político, se movían en la misma sociedad, tenían los mismos amigos comunes, cultivaban los mismos gustos y deportes, de los cuales el de las carreras de caballos fue siempre el soberano. Su correspondencia fue animada y continua, y sus íntimas relaciones personales jamás fueron menoscabadas por el encono de las contiendas políticas de 1880 al 90 ni por las vicisitudes de la fortuna.
Yo heredé esta amistad, o más bien la posibilidad de renovarla en otra generación. Sentía ansiedad por cultivarla en virtud de muchas razones, la primera de las cuales era la de saber más acerca de mi padre, por conducto de su contemporáneo, su compañero y su igual. Con alguno por lo menos de aquellos sentimientos de atracción y respeto que llevaron a Boswell ante el Dr. Johnson, busqué las ocasiones de transformar mi conocimiento de la infancia en una creciente amistad. Al principio no parecía gustar mucho de mí; pero después de la guerra sudafricana, cuando logré por fin adquirir nombradía y ser uno de los jóvenes miembros del Parlamento, empezó a mostrarme marcado afecto. La Biografía de mi padre, por la cual me encontró pronto absorbido abrió un ancho y fértil campo de común interés. Me asistió activamente en la empresa, descubrió para mí sus ricos caudales de selectas reminiscencias, reunió cartas y documentos, leyó pruebas, criticó simpática pero agudamente el tema y la obra. Formó ello un objeto de interés para entrambos y tendió un puente sobre el abismo de dos diferentes generaciones.
Durante los años de mi tarea literaria desde 1900 hasta 1905, fui a menudo su huésped en todas sus casas, en Mentmore, en Berkeley Square, en los Durdans, en el Firth of Forth de Dalmeny, en su residencia de caza de Rosebery, y también coincidíamos año tras año en largas visitas a amigos comunes en el delicioso otoño de las Altas Tierras escocesas. La política nos proporcionaba adicionales lazos y eslabones, pues ambos íbamos en nuestros partidos un poco a la deriva. Él había perdido su simpatía por los liberales; yo pronto estuve a la greña de los tories. Ambos podíamos entretenernos en el sueño de algún nuevo sistema que agrupase hombres e ideas, y en el cual se pudiese ser Imperialista sin tener que tragar el Proteccionismo, y reformador social sin Pequeño britanismo o lucha de clases. Disponíamos sin duda de esa sólida base de concordia y armonía sobre la apreciación de los términos medios que es compartida por muchas gentes sensibles, pero que era aborrecida entonces por los partidos autómatas. ¿Se precisa añadir que esta clase de partidos resultaron siempre los más fuertes?
Un contratiempo surgió con motivo de la Biografía. El interés de Lord Rosebery era tan vivo, y tan fuerte su deseo de ayudar a perfilar la figura de su amigo, que se tomó la molestia de escribir un juicio crítico considerable acerca de Lord Randolph indicándome que debería incorporarlo textualmente a mi relato. Aquello me dejó perplejo y conmovido en un tiempo porque, después de todo, yo tenía mi manera peculiar de hacer las cosas, y la integridad literaria de una obra es capital. Además su narración de los días de colegio de Randolph Churchill contenía la palabra Scug, un término de la jerga escolar de Eton, que yo consideré indigno e inadecuado en una Biografía escrita por un hijo. Por tanto, deferente pero obstinadamente me opuse a tal expresión. Él se aferró a ella y explicó su inofensiva significación etoniana. Al final escribió diciendo que yo había rechazado su colaboración y que ésta me era retirada. Pocos años más tarde apareció una muy leída e interesantísima monografía sobre Lord Randolph y sobre mi libro acerca de él, en el cual Lord Rosebery trazaba con admiración y afecto, «la brillante resistencia» que tan vivamente había alentado, hechizado, dirigido e impulsado su juventud y sus primeros pasos en la vida. El incidente, aunque me contrarió al principio, no pareció irritar lo más mínimo a mi ilustre amigo. Su comprensión era muy grande, y aunque no dejó de mostrarse sensible a mi obstinación, no me lo llevó a mal. Al contrario, creo que me quiso más que antes a causa de mi gazmoñería filial.
Es difícil describir el placer que me proporcionaba su conversación mientras fluía fácil y espontánea sobre toda clase de tópicos; «desde lo triste a lo alegre, desde lo serio a lo festivo». Su cualidad peculiar era la inesperada profundidad o el giro sugeridor que revelaba su dominio del tema y su fondo personal de conocimiento y reflexión. Era al mismo tiempo muy dado a reír. Tenía muchas cosas no sólo chocantes sino regocijadas. Parecía un maestro lo mismo de chismes y bagatelas que de temas serios. Experimentaba viva curiosidad por todos los aspectos de la vida. Deportista, epicúreo, ratón de biblioteca, crítico literario, urraca coleccionista de reliquias históricas, propietario degustador de verdaderos museos de tesoros artísticos, nunca experimentó la necesidad de desmenuzar un tema hasta reducirlo a jirones. Con vena más ligera, volaba graciosamente de flor en flor como un brillante insecto, de ningún modo desprovisto de aguijón. Y luego, en contraste, solían venir sus prudentes, madurados juicios sobre los grandes hombres y acontecimientos del pasado. Pero estos regalos no se daban siempre. Se encontraba más a gusto entre dos o tres personas y en ciertos días; mientras a veces, entre mayor concurrencia, parecía receloso e incómodo. Cuando estaba de mal humor era capaz de desanimarlo todo y no vacilaba en rezongar y reñir. En estas ocasiones su rostro se volvía inexpresivo, como de piedra, y sus ojos perdían su luz y su fuego. Creía uno hallarse en presencia de distinta persona. Pero al cabo de un rato, se daba uno cuenta de que el verdadero hombre estaba allí durante todo el tiempo, aunque ocultándose maliciosamente detrás de una cortina, y era lo más agradable el verle aparecer de nuevo.
Más difícil resulta hacer revivir la impresión que producía en sus oyentes cuando trataba los más importantes temas. Su vida transcurrió en un ambiente de tradición. Siempre tuvo a su alcance el Pasado y éste fue el consejero del que más se fió. Parecía estar asistido por la Erudición y la Historia y llevar a los sucesos corrientes un aire de antigua majestad. Su voz era melodiosa y grave, y a menudo, al escucharle, se sentía uno en vivido contacto con las centurias pretéritas y se revelaba la larga continuidad de la Historia de nuestra isla.
Lord Rosebery fue, por espacio de muchos años, el primer presidente del Consejo que jamás tuvo asiento en la Cámara de los Comunes. Probablemente será el último. Puede cada uno tener la opinión que quiera sobre el gobierno democrático, pero es también justo que quien lo ejerce tenga experiencia práctica de sus desaliñados y rudos fundamentos. Ninguna parte de la educación de un político es más indispensable que la lucha electoral. En ella se pone uno en contacto con toda clase de personas y con todas las corrientes de la vida nacional. Sentís la Constitución formándose en un proceso primario. La dignidad puede sufrir, el lustre superfino se marchita pronto, gratos particularismos y especiales y privadas normas resultan rozados; muchas cosas tienen que aceptarse con un encogimiento de hombros, una mirada o una sonrisa; pero al fin y a la postre se sale sabiendo muchas cosas acerca de lo que pasa y por qué pasa.
Rosebery no experimentó nada de esto. Dirigía la palabra a grandes asambleas y las cautivaba; conseguía aplausos de turbulentas multitudes. Siguió a Mr. Gladstone a través de todo el entusiasmo popular de la campaña midlothiana. Pero éstas eran ocasiones aparatosas en las que los ardientes partidarios eran arrastrados por un influjo avasallador. Grandemente diferían de la experiencia tumultuosa de una propaganda electoral con sus desordenadas reuniones, sus oposiciones organizadas, sus pequeños y hostiles mítines, sus muchedumbres escarnecedoras, su raudal de desagradables y a veces estúpidas preguntas.
El preceptor de Rosebery en Eton, con cierto espíritu profético, dijo de él que «buscaba la palma sin el polvo». Ello no es verdad en el sentido en que la frase es usada con frecuencia: esquivar un trabajo difícil. Rosebery era capaz de una ardua labor y de muchas horas de concentración diaria, lo mismo en política que en literatura. Buscó en efecto la palma, pero nunca hubo polvo en su camino; y cuando hallándose en una posición eminente le asaltaron los compromisos, las soluciones acomodaticias, las inevitables aquiescencias a resoluciones inferiores, no se encontró curtido para soportar esas pequeñas vejaciones ni acostumbrado a verlas a su verdadera luz. Aunque equipado con los conocimientos adecuados a un moderno estadista era, en esencia, el superviviente de una edad fenecida en que los grandes Lores gobernaban con general sentimiento y sólo contendían, y enconadamente muchas veces, con sus iguales. Mientras estuvo bajo la égida de Mr. Gladstone, las masas radicales se presentaban con la devoción de adeptos y leales entusiastas. Hasta que no se desvaneció el hechizo gladstoniano, no pudo darse cuenta Rosebery de cuán imperfecto era su contacto con aquéllas. No pensaba como ellas pensaban, no sentía como ellas sentían o no conocía el medio de ganarse a su desinteresada y leal adhesión. Comprendía las duras condiciones de su resistencia y se indignaba intelectualmente ante sus sufrimientos y ante las injusticias que eran su causa. Su mente se engolfaba a través de siglos de su historia y escogía con sagaz y certero juicio los medios de promover su progreso y bienestar. Pero manejarlas, contender con ellas, expresar sus pasiones y ganar su confianza; eso no podía hacerlo.
El profesor Goldwin Smith, con quien mantenía íntimo trato y correspondencia, me dijo de él en Toronto en 1900: «Rosebery siente por la democracia lo mismo que si tuviese un lobo cogido por las orejas». Era éste un juicio áspero y que probablemente iba más allá de la verdad; pero no era opuesto a la verdad. A medida que el sufragio se ampliaba y que los impotentes, elegantes, resplandecientes atavíos se iban marchitando en el Parlamento inglés y en la vida pública, Lord Rosebery se percataba de que la brecha existente entre él y el cuerpo electoral se iba ensanchando cada vez más. Los grandes principios «por los que Hampden murió en el campo de batalla y Sidney en el cadalso», las ideas económicas y filosóficas de Mili, la venerable inspiración de las memorias glandstonianas ya no bastaban. Tener que afrontar el comité, mover los títeres bajo cuerda o emplear lubricantes de toda índole; tener que subirse a tribunas construidas con tablas de todas clases: no le gustaba, no podía hacerlo, no lo intentaría. Sabía lo que era prudente, justo y verdadero; pero no quería seguir los procesos laboriosos, vejatorios, y a veces humillantes que las condiciones modernas imponen para alcanzar esos grandes fines. No quería someterse, no quería conquistar.
Comprobemos estos comentarios generales a través de su carrera. Las piedras miliarias de la vida pública de Rosebery se presentan avanzadas y abruptas a lo largo del camino. Fue uno de los primeros nobles whigs que desde joven abrazó las concepciones liberales y democráticas del pasado siglo XIX. La agitación y el entusiasmo de la campaña midlothiana de Mr. Gladstone lo llevaron a la política. Allí estaba en el centro mismo de la propaganda, una brillante figura, bien conocida en Edimburgo y en Escocia, de 31 o 32 años y dotada de cuanto el rango y la fortuna puede otorgar. Y aquí estaba el Gran Anciano, para oír cuya palabra ricos y pobres viajaban días enteros y permanecían durante horas a la lluvia y entre la niebla, luchando en los propios dominios escoceses de Rosebery, por lo que parecía ser una causa mundial. Rosebery se lanzó a la política como a «una aventura caballeresca». «Una vez que me encontré metido en esta charca maloliente, traté en todo momento de salir de ella. Ése es el secreto de lo que la gente solía llamar mis oportunidades perdidas o cosas por el estilo».
Estas palabras, que más bien pecan de amargas, escritas en los días de eclipse, no representan de modo alguno el esfuerzo, la industria, la resolución ni la robusta ciudadanía con que Rosebery colaboró durante un cuarto de siglo en los negocios públicos de Inglaterra y de su Imperio. Era un hombre diligente y sufrido, cuyo corazón latía con más fuerza cuando se trataba de algo que afectase al honor o a la grandeza británicos o que concerniese al bienestar o al progreso de la masa del pueblo. Hizo un aprendizaje de varios años en puestos elevados, aunque subalternos. Propugnó para Escocia una legislación más avanzaba que la que el Gabinete de Gladstone en 1880 estaba preparado para elaborar. De golpe y con general aplauso, llegó a ser secretario del Exterior en el Gobierno Gladstone de 1886. Y aquí aparece la segunda piedra miliar. La Autonomía de Irlanda hendió de raíz el Partido Liberal. Cada uno eligió el camino que habría de seguir. Rosebery no abrigaba sentimientos de afecto hacia los irlandeses. Y aunque en sus escritos históricos refrenó la expresión de sus tendencias, siempre conservó latente el desdén de los whigs por los tories. Se alzó contra éstos. Se adhirió a Mr. Gladstone. Se fue al desierto con él.
El favor o el desagrado en las relaciones de la alta sociedad de entonces desempeñaban en la vida pública un papel incomprensible por la generación de hoy. Pero Rosebery se hallaba tan alto en su país que podía mirar desde arriba los piques y resentimientos de las clases directoras de Londres. En ocasiones resultaba un radical tan rígido como John Morley. Tuvo a veces extensas aunque indefinidas adherencias entre los hombres de las Uniones Obreras del Laborismo. El espectáculo de este elocuente, magnífico personaje separándose del conjunto de su clase y «apostando por el Amarillo y el Azul», excitó la hostilidad del Partido Unionista y llenó a los liberales que se hallaban a la intemperie de un sentimiento de esperanzada confianza en su porvenir. A él estuvieron atenidos durante años de desavenencias y contrariedades. Al principio decían: «vendrá». Después y por espacio de años: «si quisiese venir». Por último, mucho tiempo después de su retirada de la política: «si por lo menos quisiese volver».
Sin puesto en el Gobierno, dispensado por su nacimiento de tener que participar en las turbulencias electorales y en la Cámara de los Comunes, encontró en el Consejo del Condado de Londres el más animado sustitutivo que puede ofrecérsele a un Par. Fue el primero, y el más grande presidente del Consejo del Condado de Londres. Por cerca de tres años guió, estimuló y exornó sus actividades. Él llevó el estatuto de la vida municipal londinense a nivel de un Ministerio. En el centro de 22 comités, puso sus manos activas y firmes en todas las facetas del gobierno de Londres. Cuando, penosamente afectados por el divorcio de Parnell y otras dificultades irlandesas, Mr. Gladstone y el Partido Liberal volvieron al poder en las elecciones de 1892, con una mayoría de sólo cuarenta diputados, dependiente de los votos irlandeses, Rosebery fue por segunda vez con general aplauso secretario del Exterior en la nueva Administración. Aún más que antes, era «el hombre del porvenir».
Parecía representar en este tiempo en una guisa liberal la idea disraeliana de la Democracia Tory resucitada por Lord Randolph Churchill y también una forma más tosca, aunque mucho más afectiva del Imperialismo Radical encarnada en su última fase por Joseph Chamberlain. En lo esencial, las diferencias entre estos tres hombres era cuestión de energía y estilo. Rosebery representaba el espíritu del moderno Imperio británico con una previsión y una precisión que hacían de él en ojeada retrospectiva, el inmediato sucesor espiritual de Disraeli. Las discordancias de su período culminante surgieron del hecho de haber llegado a ser el sucesor ministerial de Mr. Gladstone. Ahora que reflexiono sobre sus conversaciones y releo sus discursos en la documentada Biografía de que es autor Lord Crewe, me doy cuenta de que respondía espontáneamente a los mismos estímulos que actuaron sobre Disraeli. Parece a veces, en efecto, salirse con las páginas de Coningsby —el aristócrata campeón de las clases pobres y oprimidas— para decir: «yo haría bailar a estos grandes terratenientes de los suburbios».
Y al mismo tiempo el sueño de un glorioso y permanente Imperio británico, libre hasta el máximo posible de los embrollos europeos fue en todo tiempo su indulgencia, y, el realizarlo, su aspiración. Llevó la Historia del Imperio hasta un capítulo que sólo se pudo leer con comprensión mucho tiempo después de haber cesado Lord Rosebery de ser actor en la escena política. ¿Quién puede contradecir mis anteriores y un poco rudos asertos a la luz de su mensaje a Australia, pronunciada en Adelaide el 18 de enero de 1883?: «… éstas ya no son las colonias en el sentido corriente del vocablo; sino que yo proclamo que éste es un país que se ha organizado a sí mismo como nación, y cuya nacionalidad es ahora y lo será en lo sucesivo reconocida por el Mundo… Pero hay una cuestión ulterior… ¿el hecho de que constituyáis una nación, implica separación del Imperio? ¡No lo quiera Dios! Ninguna nación, por grande que sea, necesita abandonar el Imperio, porque el Imperio es una comunidad de naciones». Rosebery vivió para ver esta frase, caída de los labios prescientes del genio, convertida cincuenta años más tarde en la aceptada ley estatuaria que hoy mismo congrega la más numerosa, la más diversa, la más extendida, la más voluntaria, pero de ninguna manera menos habitual, asociación de Estados y naciones de que hay memoria.
Las discordancias y la definitiva ruptura de su carrera política surgieron de su orgullosa y a veces altanera inhabilidad para someterse al mecanismo de la moderna democracia y a las exigencias de los conciliábulos de partido. Si hubiese poseído la capacidad flemática de Mr. Baldwin para soportar una veintena de enfadosas y a veces humillantes situaciones con tal de salir resultando al fin de cuentas dueño de algo muy gordo, habría sido ciertamente no sólo un Profeta, sino un Juez de Israel. Era demasiado sensible, demasiado altivo para semejantes compromisos y sumisiones. Era hijo y superviviente brillante de aquel mundo oligárquico, viejo y extinguiéndose entonces, ya desvanecido hoy, que forjó a través de los siglos el poderío y la libertad de la Gran Bretaña. Hallábase muy a menudo carente de contacto con la realidad circundante; acaso no le sea censurable. En tiempos de crisis y de responsabilidad su fértil imaginación, su vivaz pensamiento hacían presa en él. Encontrábase falto de sueño. Exaltaba la bagatela. No acertaba a separar los necios incidentes del momento del largo alcance de los acontecimientos, no obstante comprenderlo con tanta claridad. La tendencia, cuando nada de particular acontecía, no era la clase de fortaleza que le caracterizaba. Atraíale excesivamente lo dramático y el placer del bello gesto. No quiso unirse a Mr. Gladstone en 1880 porque ello podría parecer la consiguiente recompensa a su participación en la campaña de Midloth. Se le unió voluntariamente después de la muerte del general Gordon en Jartum, porque entonces se trataba de un caso en que se precisaban «todas las manos para las bombas». En una prueba tan ruda como aquélla, sus convicciones, sus pensamientos, le cerraron el camino para el bello discurso que pudo hacer sobre el abandono del mando. Y entonces perdió sin duda la oportunidad de empuñar realmente el poder. Nunca lo ocupó teniendo detrás una grande, leal, compacta mayoría. Jamás tuvo un partido unido a su espalda ni le fue dable trazar planes para un plazo superior a dos años.
¡Por qué pequeñas cosas se preocupaban y contendían estos Victorianos! ¡Qué largas, brillantes, apasionadas cartas se escribían sobre pulidas soluciones personales y políticas que la moderna progresión Juggernaut no tiene en cuenta! Nunca tuvieron que arrostrar, como nosotros lo hemos hecho, y aún lo hacemos, la posibilidad de la ruina nacional. Sus principales fundamentos no se conmovieron nunca. Vivieron en una época de esplendor inglés e indiscutida dirección. El arte de gobernador se ejercía dentro de una esfera limitada. La Revolución Mundial, la mortal derrota, la subyugación nacional, la degeneración caótica y hasta la bancarrota del país no habían clavado sus garras sobre su vida serena, placentera, sedante. Rosebery floreció en una época de grandes hombres y pequeños sucesos.
La tercera piedra militar, ya en la cumbre de su vida, fue su primer ejercicio de presidente del Consejo, «primer Ministro de la Corona», como él solía decir. Al principio de 1894, Gladstone, a los ochenta y cuatro años de edad, dimitía la Presidencia del Gobierno de Su Majestad y la del Partido Liberal, como protesta contra el presupuesto de Marina y contra lo que él llamaba «el creciente militarismo de los tiempos». Dos hombres se aprestaban a sucederle: Rosebery y Harcourt. Rosebery estaba en la Cámara de los Lores; Harcourt, en la de los Comunes, Sir William Harcourt en un genial, cumplido parlamentario, un hombre de partido, ambicioso, de tipo calculador, una figura a lo Falstaff, con un ojo puesto fija y certeramente a la mira de la mejor ocasión. El Gobierno liberal, sostenido en el Poder por los votos irlandeses, asaltado con vehemencia por la mucho más sólida disciplina Unionista, se debatía bajo el libre uso del veto de la Cámara de los Lores, con exiguas mayorías que a veces no llegaban siquiera a veinte votos, antes de afrontar una peligrosa elección. Era una triste, precaria, mezquina herencia.
Fue entonces cuando más echó de menos a su mujer, muerta algunos años antes. Con toda su casi excesiva adoración por Rosebery, ella fue siempre un elemento de conciliación y de paz en su vida, que su viudo no volvió a encontrar jamás porque tampoco quiso nunca volver a otorgar su confianza a nadie más. Fue una mujer notable en la cual descansaba y sin la cual se advertía mutilado.
Todos los miembros del Gabinete estaban conformes en que no servirían bajo Harcourt. El partido estaba convencido de que él no lograría aprobar los presupuestos. Rosebery fue nombrado primer ministro, pero Harcourt como ministro de Hacienda y director de la Cámara de los Comunes poseía el poder efectivo; y, en su virtud, estipuló condiciones especiales: a él correspondía decidir en caso de urgencia parlamentaria la actuación del Gobierno en la Cámara de los Comunes; debía informársele con todo detalle de los asuntos exteriores; podía convocar el Gabinete cuando lo estimase necesario; habría de participar en su dirección. En tanto semejantes exigencias fuesen razonables, no había por qué no atenderlas ni por qué anteponer unas a otras en la práctica; debían concederse en la forma y tiempo en que las necesidades surgiesen. Pero formalizarlas en cláusulas de contrato era una novedad. Rosebery dijo que él no necesitaba en absoluto ser primer ministro, pero que si lo era debía serlo realmente. Sin embargo, Harcourt exigió sus condiciones. El cargo contra él es que no cumplió las que a él le correspondían en el pacto. No se portó correctamente con Rosebery. Al contrario, utilizó todas las frecuentes y poderosas oportunidades que se le presentaron para hostigar y atormentar al primer ministro y hacer su posición intolerable. De este modo, la presidencia de cerca de dos años de Rosebery fue un período de infinitas vejaciones. Su único consuelo fue ganar el Derby, siendo primer ministro, en dos carreras con Ladas y Sir Visto, entre el enorme escándalo de la conciencia No conformista. Escarnecido, fracasado, minado por intrigas de antecámara y finalmente abrumado por la oleada del poder Unionista, Rosebery, y con él los liberales, fue excluido por diez años en el verano de 1895 y lanzado al cotarro de una desunida oposición. Jamás volvió Rosebery a ocupar el Poder.
Quedaba el golpe final. Las matanzas de armenios en 1896 excitaron a los derrotados liberales. Clamaron por la intervención y reclamaron fuertes medidas contra Turquía. Rosebery, con su peculiar visión de los asuntos extranjeros, no compartía aquella actitud. No se hizo el portavoz de los sentimientos del partido. Mr. Gladstone surgió de su retiro con un discurso tremendo que recordaba los días midlothianos. Rosebery dimitió la disputada jefatura del Partido Liberal y resolvió retirarse para siempre de la política. Pero estaba todavía en los cincuenta y la vida siguió rodando.
La guerra de los Boers abrió nuevas brechas en el partido Liberal, que en aquellos tiempos abarcaba y mantenía en agitada suspensión todas las fuerzas que ahora están representadas en el socialismo inglés. Rosebery, sin vacilación, apoyó la guerra y con él los más expertos estadistas liberales del futuro: Asquith, Grey y Haldane. Ellos formaron para mutua protección la Liga Liberal Imperial. Pero el espíritu del partido estaba ausente. Las tropas de fila querían atacar al Gobierno Tory y a la guerra al mismo tiempo. Un jovenzuelo galés, Lloyd George, con atrevida lengua mordaz, dijo todas las cosas que querían oír…, y aún algunas más. Años de estériles querellas intestinas transcurrieron. Rosebery no pudo salir de la lucha política que ahora detestaba con absoluta sinceridad. Arrostró la enemistad de los irlandeses. Soportó la aversión de los radicales y laboristas. Escuchó con aburrimiento los reproches sin fin de la Prensa del partido. Hasta a veces sonó su voz en el país. En un asombroso discurso, pronunciado en Chesterfield en diciembre de 1901, propugnó una reunión en un «albergue del camino», que llevaría a cabo la paz con los valientes y desesperados «comandos» boers. Ello fue un factor estimable para conducir a feliz término el Tratado de Vereeniging. Rosebery tomó parte preeminente en la lucha por la defensa del sistema librecambista, y por algún tiempo pareció que volvería a ocupar su puesto en una restauración Liberal. Pero perdió contacto con sus amigos, o éstos con él; y siempre repitió que no volvería a asumir de nuevo el Poder. Y así, el gran Gobierno de 1905 se formó sin él, y durante casi un cuarto de siglo permaneció voluntaria, resuelta, pero incómodamente siendo espectador de formidables y venturosos acontecimientos. Fue en el campo de los Negocios Extranjeros donde Rosebery levantó sus tiendas. Aquí fue maestro. Combinó los conocimientos del historiador o del alto funcionario del Ministerio del Exterior con la práctica y el hábito de mando de un hombre de Estado. No tuvo que fundar su opinión en los recortes de periódicos puestos ante él. Se sabía al dedillo la historia de la vida de estas naciones durante dos o trescientos años, por qué habían luchado, cuáles habían sido subyugador y ardían en añejos rencores bajo la blanda superficie del modernismo. Abrigaba fecundas convicciones sobre muchas materias que otros estadistas en Inglaterra —y podemos añadir que en los Estados Unidos— solamente descubrieron durante la Conferencia de la Paz y después de ella. No sólo conocía la participación de Inglaterra en los acontecimientos pretéritos sino la total Historia de Europa. Yugoslavia y Checoslovaquia —nonatas entonces—, los decaimientos y vitalidades de la repartida Polonia y el desaparecido Imperio de Esteban Doshan, eran, sin duda, bajo otro símbolo, realidades vivientes para él. Sentía en los huesos, tocaba con las yemas de los dedos todo aquel subterráneo y subconsciente movimiento mediante el cual se iban congregando lenta, implacablemente, inexorablemente, los vastos antagonismos de la Gran Guerra. Había inspeccionado laboriosamente los cimientos de la Paz europea; veía dónde estaban sus fallos y los sitios en que un hundimiento produciría una catástrofe. Su corazón respondía instintivamente a todo reajuste o perturbación en la balanza del poder. En los tiempos de Rosebery, los Asuntos Extranjeros y los peligros de la guerra estaban investidos de un falso hechizo y abismados en opaca ignorancia. Pero cuando cierto maestro de escuela fue destituido en Alta Silesia, Rosebery me dijo: «Toda Prusia se ha conmovido». Cuando Delcassé se vio obligado a dimitir, dijo que los Cuerpos de Ejército alemanes estaban apercibidos. Y cuando Lord Lansdowne firmó el Convenio anglo-francés de agosto de 1904, con todo el prestigio del Partido Conservador detrás de él y entre los homenajes de liberales y pacifistas de todo el mundo, Rosebery dijo en público que «era mucho más probable que condujese a la guerra que no a la paz».
Considero que esto último es la mayor prueba de su profunda visión. Yo era muy joven entonces, pero recuerdo vívidamente la situación. El dominio conservador estaba en su apogeo. Pero subsistía la perenne querella con Francia: lanchas cañoneras en Bangkok; más tarde los resentimientos franceses por lo de Fashoda; todos los liberales clamando por paz, por reconciliación con Francia, por la desaparición de un estado de peligrosa y vibrante animosidad. «Arreglémonos con nuestros más próximos vecinos. Hagámonos mutuas concesiones y no abriguemos más temores de una guerra con Francia». Raras veces ha sido más completo el acuerdo nacional. El secretario del Exterior hacía su labor entre el general aplauso, mejor dicho, entre el aplauso casi universal. El pacto entre Inglaterra y Francia se concertó, y todas las pequeñas disputas fueron acalladas entre sincero júbilo. Sólo una voz —la de Rosebery— se elevó discordante: en público, «mucho más probable que conduzca a la guerra que a la paz»; en privado, «la lucha por la guerra».
No debe pensarse que yo lamento las decisiones que fueron en efecto tomadas. No creo que ningún movimiento en el tablero europeo pudiese haber evitado la amenaza para la paz mundial que representaba más pronto o más tarde el cada día más presuntuoso poderío militar de Alemania y su carácter. Pudo haber sido diferente la ocasión, aplazada la hora, distinto el grupo de Potencias; pero dada la situación del mundo al principio del siglo XX, dudo que algo pudiese haber impedido la horrenda colisión. Y pues que tenía que venir, debemos dar gracias a Dios de que viniese en forma de que el mundo estuviese con nosotros en el conflicto.
Hubo otra esfera de actividades en la que Rosebery se movió con soltura y distinción. Fue uno de esos hombres de negocios que añadió al incierto prestigio de un ministro y al éxito tornadizo de un orador las empresas más duraderas de la literatura. Algunas de sus más pulidas obras se encuentran en sus discursos rectorales y en su crítica de grandes poetas y escritores, como Burns y Stevenson. Sus cartas particulares, de las que escribió tantas, están animadas de un color y de un ingenio byronianos. Su estilo, lúcido, agudo, musical y sobrio, era un admirable vehículo para presentar al mundo su tesoro de investigación histórica. Ha enriquecido nuestra lengua con una serie de estudios biográficos, tersos, interesantes, autorizados, que seguirán siendo leídos con placer y provecho a ambos lados del Atlántico. Pitt, Peel, Randolph Churchill, son joyas literarias, y en mayor escala Chatham y Napoleón aportan útiles y precisas contribuciones al juicio de la Historia. Sin embargo, aun en este mismo campo, presenta algunas limitaciones características, por él mismo impuestas. Nunca planeó ni ejecutó una obra de primera magnitud, una de esas obras que pueden disputar el campo a todos los que vayan llegando durante un siglo. Su gusto, discernimiento y preparación propendían a trabajos parciales, y en éstos atrae y estimula al lector, sólo para dejar sus principales curiosidades insatisfechas. Su Chatham termina antes de que el gran período haya empezado; su Napoleón empieza cuando el suyo ha acabado. Quedamos interesados; pedimos más; buscamos el clímax; pero el autor se ha retirado de nuevo a sus soledades. El telón ha caído y las brillantes luces se extinguieron, y ahora, por desgracia, para siempre. La guerra por él temida llegó a pasar por los senderos por él previstos, pero su corazón latía fuertemente por Inglaterra. Su hijo más joven, el simpático y bien dotado Neil, fue muerto en Palestina. El anciano se hundió, agobiado y deshecho por el golpe. Años de enfermedad siguieron, y, lo que para un espíritu imperial debe de ser siempre un tormento, de impotencia. Un mes antes del armisticio sufrió un ataque. Yacía inconsciente o delirante en una casita de Edimburgo, cuando las campanas de la victoria repicaron en sus calles. Los escoceses no olvidan fácilmente a quienes han sido sus conductores. Espontáneamente, en el júbilo de la hora, una gran multitud de miles de almas rodeaba su casa entre el resplandor de millares de antorchas y se apiñaba a su puerta para compartir su triunfo con él. Pero Rosebery yacía herido, postrado, paralizado.
Vivió diez años más, y todas sus facultades mentales recobraron su juego. Alcanzó la edad de ochenta. Si gozaba de la vida de una manera suave semana tras semana, también pensaba en la muerte como una liberación. Hizo una declaración, que debe ser consoladora para todos nosotros: durante algún tiempo siguió un tratamiento especial por la insulina. Un día, por error, le fue administrada doble dosis. Cayó en un completo estupor y las personas que lo asistían dieron por llegado su fin. En tal estado permaneció durante muchas horas. Su hija, Lady Crewe, mandada llamar a París, llegó a su cabecera la noche siguiente, y con gran alivio y sorpresa suya encontró a su padre vivo y con todas sus facultades mentales recobradas: «Si esto es la Muerte —dijo con el aire de quien ha estado de viaje y hecho un descubrimiento—, la Muerte no es absolutamente nada».
Era feliz y se hallaba tranquilo; pero sus pasos se hacían cada vez más débiles. Aunque hombre de ideas religiosas, concurrente a la iglesia y frecuentador del sacramento de la Comunión, hizo una extraña, original, preparación para su tránsito. Ordenó a su criado que comprase un gramófono y le dijo que cuando le llegase la muerte le hiciese sonar el disco con el Canto de los remeros de Eton. Lo cual fue puntualmente cumplido, aunque quizá no llegase a oírlo. De esta manera quería que las alegres memorias de su juventud le rodeasen en su postrer momento, y situaba a la Muerte en su propio lugar: el de un necesario y natural proceso.
Otro rasgo más debe recordarse: su amor a Escocia y su orgullo por la raza y por la Historia escocesa. Sus palabras pronunciadas un cuarto de siglo antes con motivo del acto conmemorativo dedicado a los oficiales y soldados de los Royal Scots Greys, muertos en África del Sur, puede servir muy bien como epílogo a su propia vida.
«Honor a los bravos que no retornarán. Jamás volveremos a ver sus rostros. En el servicio de su soberano y de su país han sufrido el filo de la muerte y duermen su eterno sueño a miles de millas de distancia, en las verdes soledades de África. Sus lugares, sus camaradas, sus monturas, no los conocerán más porque nunca volverán a nosotros en la forma en que los conocíamos. Pero en un sentido más alto y más noble: ¿no han vuelto hoy a nosotros? Vuelven a nosotros con un mensaje de valor, de deber, de patriotismo. Vuelven a nosotros con un recuerdo de elevado deber fielmente cumplido; vuelven a nosotros con la inspiración de su ejemplo. Paz, pues, a sus restos; honor a su memoria. ¡Viva por siempre Escocia!».