123 — El regreso

NO se excluía que en el comportamiento de Ulrich se hubiera mezclado desde un principio la convicción en un desenlace sin contratiempos: aquella no inclinación a pensar en lo peor cuando acecha algún peligro. Pero al chocar, inopinadamente, con su viejo criado en el vestíbulo estuvo a punto de derribarlo y dejarlo K.O. Afortunadamente lo pudo evitar en el último momento, y así pudo enterarse de que había llegado un telegrama que guardaba Clarisse, y de que ésta hacía ya una hora que había llegado coincidiendo en el preciso momento en que él se disponía a salir. El criado no se había atrevido a despedirla, optando así por quedarse en casa con ella a costa de su descanso, pues la muy distinguida dama —el señor perdonaría el comentario— le había impresionado muy profúndamente.

Ulrich le expresó su agradecimiento y entró en la sala. Allí estaba Clarisse, tendida sobre un diván, vuelta un poco hacia un lado y con las piernas encogidas. Su alargada figura, sin pronunciamientos; la cabeza con su peinado á la gargonne y el gracioso rostro que, apoyado en el brazo, se dirigía hacia él al abrir la puerta: toda ella se le mostró especialmente seductora. Ulrich le dijo que la había tomado por un atracador. Clarisse abrió los ojos con la rapidez de un tiro de Browning. —¡Quizá lo sea! —contestó—. El perro viejo que te sirve no quería permitirme quedarme aquí; le he mandado a dormir, pero sé que se ha escondido abajo en alguna parte. ¡Bien instalado estás tú en esta villa! Y sin levantarse le alargó el telegrama. —Quería ver cómo regresas a tu casa cuando crees que no hay nadie en ella —añadió Clarisse—. Walter ha ido al concierto. Hasta pasada la media noche no volverá. No sabe que he venido a verte.”

Ulrich abrió el telegrama y lo leyó mientras atendía a medias a lo que le decía Clarisse. De pronto, palideció sobrecogido, y volvió a leer el extraño texto con una mueca de incredulidad. Aunque había dejado de contestar a varias preguntas de su padre acerca de la Acción Paralela y de la responsabilidad disminuida, no había recibido desde hacía tiempo ninguna carta reprensiva que le hubiera llamado la atención; ahora, el telegrama le anunciaba —de una forma chocante que mezclaba velados reproches con solemnidades fúnebres, y que parecía redactado por su mismo padre— el fallecimiento de su progenitor. Ni el uno ni el otro se habían declarado mutuamente gran afecto, e incluso a Ulrich le había resultado casi desagradable el pensar en su padre; a pesar de todo, al leer por segunda vez el telegrama, interesante en medio del luto, pensó: —¡Ahora sí que me quedo solo en el mundo! En su pensamiento, estas palabras no tuvieron un sentido literal, difícil de conformar con aquellas relaciones truncadas por la muerte de su padre; se vio más bien ascender, en su aturdimiento, como si se le hubieran roto las amarras; sintió restablecerse completamente un estado ya olvidado en un mundo al que había vivido ligado mediante las influencias de su padre.

—¡Ha muerto mi padre! —dijo Ulrich a Clarisse, elevando, involuntariamente y con cierta solemnidad, la mano en que mostraba el telegrama.

—¡Hola! —respondió Clarisse—. ¡Te felicito! Y después de una pequeña pausa de reflexión, añadió: —¡Ahora te vas a hacer muy rico! Y miró curiosa a su alrededor.

—No creo que mi padre haya pasado de ser un simple burgués —repuso Ulrich en plan evasivo—. Las condiciones en que yo he vivido rebasaban sus posibilidades.”

Clarisse reconoció la enmienda mediante una escurridiza sonrisa: garabato de sonrisa. Muchos de sus movimientos expresivos eran tan atropellados, y tan exageradamente reducidos a la mínima expresión como la reverencia de un niño obligado a pagar, en sociedad, tributo de su educación. Se quedó sola en la sala después de haber oído de Ulrich la excusa de tener que dejarla unos momentos para dar algunas órdenes relacionadas con su partida. Clarisse no se había ido muy lejos tras el violento altercado que había tenido con Walter; delante de la puerta de su vivienda había una escalera, rara vez utilizada, que conducía al desván; allí esperó, sentada y envuelta en un lienzo, hasta que oyó que su marido abandonaba la casa. Clarisse sabía algo de las tramoyas en el techo de los teatros; allá arriba, entre las cuerdas de los decorados, permaneció sentada mientras Walter bajaba la escalera. Se figuró que las actrices, fuera de escena, podían subirse, envueltas en sus trapos, a los andamios de los bastidores donde observarían a sus colegas; ella era ahora una de esas actrices y espiaba los acontecimientos que se desarrollaban a sus pies. Al mismo tiempo se entretuvo en su pensamiento favorito: el de que la vida es una representación teatral. No hace falta abarcarla con la razón, pensó Clarisse. Pues ¿qué se sabe de la vida, aun teniendo más conocimientos que ella misma? Lo que sí hay que poseer es un buen instinto, como el petrel. Hay que saber abrir los brazos —y esto para ella significaba palabras, besos, lágrimas— como alas. En esta imagen encontró Clarisse una sustitución a la posibilidad de creer en el futuro de Walter. Miró la escalera por la que había bajado su marido, extendió sus brazos y los sostuvo en esta posición cuanto pudo: quizá le ayudaría aquello. —Rampa arriba y rampa abajo, engendra una virtud hostil de mutua pertenencia —pensó. «Jubilosa diagonal del mundo»: así definió Clarisse a sus brazos abiertos y a su mirada, sumergida en la profundidad. Luego abandonó la idea de ir a la ciudad furtivamente a presenciar la manifestación. ¡Qué le importaba a Clarisse el «rebaño»! ¡El monstruoso drama del individuo había comenzado!

De este modo había llegado a casa de Ulrich. De paso había exhibido varias veces su picara sonrisa, al pensar en que Walter la tenía por loca siempre que ella ostentaba una comprensión superior del estado de sus relaciones. A Clarisse le halagaba que él temiera recibir un hijo de su esposa, y que, al mismo tiempo, lo esperara con impaciencia. Para ella, «estar loca» significaba tanto como un relampagueo, o como encontrarse en un estado de salud tan elevado que espantara a los demás; y esto era un atributo de su matrimonio, desarrollado paso a paso, al mismo ritmo con que crecían su superioridad y su actitud dominadora. Pero a pesar de todo, a Clarisse no se le escapaba que a veces ella misma se hacía incomprensible a los que la rodeaban; y cuando Ulrich regresó a la habitación donde ella se había quedado sola, Clarisse sintió la necesidad de decirle algo, según era de rigor en un acontecimiento que tan profunda incisión hacía en su vida. Saltó rápida de su diván, dio dos o tres vueltas de una a otra parte de la habitación y a través de las estancias contiguas, y luego dijo: —¡Te acompaño, pues, en el sentimiento, amigo mío!”

Ulrich la miró sorprendido, aunque no le resultó nuevo aquel tono, indicio de que ella estaba nerviosa. —¡Esta mujer tiene cada cosa más convencional…! —pensó—. Causa una impresión semejante a la que uno recibe cuando en un libro cualquiera encuentra encuadernada una hoja perteneciente a otro libro distinto. Clarisse le había lanzado la fórmula, no con la expresión usual, sino de lado, por detrás de la espalda; y esto contribuyó a hacerle creer a Ulrich que aquel acento no era falso, sino que se trataba de un texto equivocado, e infundió en él la sospecha, algo arriesgada, de que ella misma poseyera varios de aquellos textos interpolados. Puesto que Ulrich no contestaba, Clarisse permaneció en pie ante él y dijo: —¡Tengo que hablar contigo!”

—Con mucho gusto te ofrecería una copa —dijo Ulrich.

Clarisse sacudió enérgicamente la mano, elevada a la altura de los hombros en señal de negativa. Concentró sus pensamientos y comenzó: —Walter quiere tener a toda costa un hijo mío. ¿Comprendes? Clarisse parecía esperar mía respuesta.

¿Qué debía contestar Ulrich?

—¡Pero yo no quiero! —exclamó con fuerza.

—¡No tienes por qué enojarte! —dijo Ulrich—. Si tú no quieres, no puede pasar nada.”

—¡Pero él se consume por eso!”

—¡Muchos de los que creen estar siempre en trance de morir viven largos años! Habrá pasado mucho tiempo, y tú y yo nos habremos apergaminado, pero Walter seguirá siendo el director de su archivo, con su rostro de niño bajo los cabellos blancos.”

Clarisse giró pensativa sobre sus talones y se alejó de Ulrich; a cierta distancia, intervino de nuevo haciéndole frente: —¿Sabes en qué queda un paraguas cuando se le quita el bastón? Walter desfallece cuando yo me niego. Yo soy el bastón, él… —El paraguas —estuvo a punto de decir, pero se le ocurrió algo mucho mejor. —Él es mi abrigo —dijo Clarisse—. Walter se cree en el deber de cobijarme. Y lo primero que desea es verme con un vientre abultado. Después tratará de convencerme de que una madre natural debe amamantar ella misma a su hijo. Y luego querrá educar a ese hijo conforme a sus ideas. Tú mismo lo sabes. Sencillamente, lo que él busca es adjudicarse derechos y, poniendo pretextos de alto vuelo, convertirnos a los dos en unos simples burgueses. Pero si continúo llevándole la contraria, como hasta ahora, ¡adiós Walter! ¡Yo lo soy todo para él!”

Ulrich sonrió incrédulo al oír tan ilimitada afirmación.

—¡Walter quiere matarte! —añadió rápidamente Clarisse.

—¡Cómo! ¿Acaso no se lo has aconsejado tú?”

—¡Yo desearía que el hijo fuera tuyo! —dijo Clarisse.

Ulrich lanzó un silbido entre dientes.

Ella sonrió, como una criatura muy joven que ha presentado una petición descomedida.

—No quisiera engañar a una persona que tan bien conozco como a Walter. Eso me repugna —dijo Ulrich, despacio.

—¿Ah sí? ¡Eres, pues, muy honesto! —Clarisse pareció dar a sus palabras un sentido que Ulrich no llegó a comprender. Reflexionó, y después de unos momentos prosiguió el ataque. —¡Pero si tú me amas, estás en su mano!”

—¿Cómo se entiende eso?”

—Está claro; y sin embargo no es nada fácil explicarlo. Vas a verte precisado a mostrarte solícito ante él. Walter nos dará mucha lástima. Naturalmente que tú no puedes engañarle sin más ni más; le darás, pues, algo en compensación. Bueno, y así en todo. Pero todavía no he dicho lo más importante: le obligarás a dar lo mejor de sí mismo. No puedes negar que estamos encerrados en nosotros mismos, como figuras en un bloque de piedra. Cada uno debe esforzarse por esculpir su propia personalidad. Y el uno debe hacer presión sobre el otro para conseguirlo.”

—Bien —dijo Ulrich—; pero tú cuentas demasiado pronto con que eso va a suceder.”

Clarisse sonrió de nuevo. —¡Puede ser! —dijo. Al mismo tiempo se acercó a Ulrich y le tomó cariñosamente el brazo que colgaba del cuerpo; él siguió quieto, sin hacer sitio a Clarisse. —¿No te gusto? —preguntó ella. Y como Ulrich no respondía, prosiguió: —Yo sé que te gusto; muchas veces he observado cómo me miras cuando nos visitas en nuestra casa. ¿Te acuerdas de cuando te llamé «demonio»? Me parece que lo eres. Compréndeme bien: yo no digo que seas un pobre diablo; lo es quien desea el mal por ser incapaz de otra cosa mejor. Tú eres un diablo de categoría; tú sabes lo que estaría bien, pero haces precisamente lo contrario de lo que deseas. La vida, tal como la vivimos nosotros, te parece detestable, y por eso dices con despecho que hay que seguir viviéndola así. Además, dices con increíble decoro: «¡Yo no engaño a mis amigos!»; pero lo dices porque has pensado ya cien veces: «¡Con qué gusto poseería yo a Clarisse!» Pero ya que eres un demonio, tienes algo de Dios en ti. ¡De un gran dios! ¡De uno que miente para que no se le pueda reconocer! ¡Lo que tú quisieras…!”

Y ahora, Clarisse, en vez de un brazo, le cogió los dos. Se situó frente a Ulrich, con el rostro erguido, y el cuerpo encorvado hacia atrás como una planta asida delicadamente por el tallo. —¡En seguida comenzará a llover torrencialmente sobre su rostro, como la otra vez! —pensó Ulrich con miedo. Pero no sucedió así. Su rostro continuó hermoso. Clarisse no mostraba ahora su ordinaria, estrecha sonrisa, sino una sonrisa abierta que dejaba ver algunos dientes entre la carne de sus labios, como si se tratara de resistirse; y la forma de su boca reproducía la doble curva del arco de Cupido, repetido en las líneas de la frente y, más arriba, en las nubes translúcidas del cabello.

—Hace tiempo que vienes deseando tomarme entre los dientes de tu mentirosa boca; así me tendrías si tuvieras el valor de descubrirte a mí tal como eres. Clarisse dijo esto, y Ulrich se deshizo de ella con suavidad; ella se dejó caer sobre el diván, como si se lo hubiera ordenado él, atrayéndole hacia sí.

—¡No exageres tanto! —replicó Ulrich, reprendiendo sus palabras.

Clarisse le soltó. Cerró los ojos y apoyó la cabeza sobre sus dos brazos con los codos en las rodillas; su segundo ataque había sido rechazado. Pasó, pues, a convencer a Ulrich sirviéndose de una lógica fría: —No tienes que detenerte a calibrar las palabras —respondió ella—; si yo digo demonio o Dios, no debes ver ahí más que simples figuras de dicción. Pero cuando estoy sola en casa, por lo general todo el día, y cuando recorro los alrededores, me digo a menudo: si tuerzo a la izquierda, aparece Dios; si a la derecha, el demonio. La misma sensación he experimentado al tener que tomar algo en la mano y dudar de hacerlo con la derecha o con la izquierda. Alguna vez que le he contado esto a Walter, él se ha metido las manos en los bolsillos de puro miedo. Walter se extasía ante una flor y ante un caracol. Dime: ¿no es cierto que la vida que nosotros vivimos es tremendamente triste? No aparece ni Dios ni el diablo. Por eso ando desde hace años dando vueltas de una parte a otra. ¿Qué puede venir? Nada; al menos, mientras el arte no logre hacer el milagro de una inversión.”

En este momento, Clarisse adoptó unas facciones de una tristeza tan dulce que Ulrich se dejó llevar del sentimiento y acarició con la mano el suave cabello de Clarisse. —En parte puede ser que tengas razón, Clarisse —dijo—; pero lo que nunca acabo de entender en ti es la asociación de ideas y el salto de las conclusiones.”

—Es sencillo —contestó en la misma posición de antes—. A fuerza de pensar he dado con una idea. ¡Escucha! Entonces se incorporó y, recobrando su energía, dijo: —¿No has dicho tú mismo alguna vez que el estado en que vivimos está resquebrajado, y que se divisa a través de sus grietas otro estado imposible? No tienes por qué contestar; la respuesta me la sé desde hace tiempo. Todos y cada uno de los hombres desearían naturalmente vivir una vida ordenada, pero nadie lo consigue. Yo me dedico a la música y a la pintura; esto es como si colocara un biombo ante el agujero de una pared. Tú y Walter tenéis ideas que yo apenas comprendo, pero algo hay en ellas que no se conforma con la verdad. Tú has dicho, también, que la pereza y la costumbre hacen que no se mire a ese agujero, o que la mirada se desvíe de él entreteniéndose en otras cosas. Bien; lo que falta no es nada del otro mundo: ¡hay que salir por ese agujero! ¡Y yo soy capaz de hacerlo! Hay días en que me es posible escurrirme de mí misma. Entonces me siento… ¿cómo lo podría expresar mejor?… como pelada entre las cosas, desprovistas también de su sucia corteza. O bien me une el aire a todo lo existente como si fuéramos ambos hermanos gemelos. Es un estado de inaudita sublimidad; todo se vuelve música, colorido, ritmo, y yo ya no soy la burguesa Clarisse, la misma a la que impusieron este nombre en el bautismo; entonces, soy una cuña brillante, incrustada en una enorme felicidad. ¡Pero todo eso lo sabes también tú! Pues esto mismo has querido decir al afirmar que la realidad traslada a un estado imposible, y que a las experiencias no las puedes girar hacia ti ni considerarlas como personales y reales, sino que hay que dirigirlas hacia el exterior, como si fueran cantadas o pintadas, y así todo lo demás. Te lo podría repetir con la máxima fidelidad. La expresión «así todo lo demás» volvió como una rima libre, mientras Clarisse seguía hablando atropelladamente; y cada vez terminaba con la aseveración: —Y tú tienes fuerzas para ello, pero no te da la gana hacerlo; no sé por qué no quieres; ¡tendré que sacudirte!”

Ulrich la había dejado hablar. De vez en cuando había hecho con la cabeza una señal de negación al atribuirle Clarisse alguna cosa demasiado lejana del reino de lo posible; pero no reunió la suficiente fuerza de voluntad para protestar verbalmente, y se limitó a posar su mano sobre la cabellera de Clarisse sintiendo casi en las puntas de sus dedos las desordenadas pulsaciones de aquellos pensamientos. Nunca hasta entonces había visto a su amiga en semejante estado de excitación sensual; estaba casi asombrado de comprobar que en aquel cuerpo estrecho y rígido pudiera tener lugar toda clase de relajación y la entrañable dilatación del enardecimiento femenino. Así, tampoco aquella vez marró el tiro esa eterna sorpresa de ver abrirse de repente a una mujer, conocida antes como herméticamente cerrada para todos. Pero las palabras de Clarisse no le repelían, aunque ofendían a la razón; mientras se acercaban a su interior y se alejaban hasta lo absurdo, este continuo y rápido movimiento operaba como un zumbido o un canturreo cuya tonalidad agradable o desagradable se perdía al lado de la intensidad de su vibración. Ulrich sintió que, al escucharla, se facilitaban en él sus propias resoluciones, como al oír una música salvaje; y sólo cuando le pareció que Clarisse se había internado en un callejón sin salida sacudió un poco su cabeza con la mano extendida, para que recapacitara y se diera cuenta de cómo andaba.

Pero a continuación sucedió lo contrario de lo que él había deseado, pues Clarisse se le echó bruscamente encima. Se agarró a Ulrich con tanta rapidez que él no pudo oponer resistencia, quedando desarmado; Clarisse enlazó el cuello de su amigo con un brazo y apretó sus labios contra los de él; con un rápido movimiento plegó sus piernas y deslizó su cuerpo hasta acomodarse arrodillada sobre los muslos de Ulrich; éste sintió en el hombro el pequeño balón del pecho de Clarisse. Lo que menos comprendió fue lo que ella le dijo. Balbuceó algo acerca de su propio poder redentor y de la cobardía de Ulrich; y él pudo al menos entender que era un «bárbaro», y que por eso ella engendraría, de él y no de Walter, al redentor del mundo. En el fondo, sus palabras sonaron a los oídos de Ulrich sólo como un juego violento, como un murmullo arrebatado, a media voz, más preocupada ella de sí misma que de transmitir ideas; y sólo de vez en cuando se pudo distinguir en aquel torrente desbordado alguna palabra suelta, como «Moosbrugger» y «ojo del diablo». Ulrich, tratando de defenderse, tomó del brazo a su pequeña agresora y la aprisionó sobre el diván; ahora, ella forcejeó con las piernas; con su cabeza empujó el rostro de Ulrich, e intentó echarle nuevamente el brazo al cuello. —¡Te voy a matar si no accedes! —dijo ella en alta y clara voz. Se parecía a un niño que, mezclando ternura y rabia, se resiste a ser ladeado, haciendo cada vez mayores progresos en su excitación. El esfuerzo por dominarla impidió que Ulrich sintiera intensamente en sus miembros el flujo de la voluptuosidad; no obstante, acusó con viveza el momento en que oprimió el cuerpo de Clarisse, reduciéndolo a la inmovilidad con el brazo. Fue una sensación igual que si el cuerpo de la joven hubiese penetrado en el interior de sus sentimientos; Ulrich conocía desde hacía tiempo a aquella mujer, y a menudo había peleado un poco con ella, pero nunca hasta entonces había palpado de arriba abajo su pequeño ser, entrañable y extraño, con su revoltoso e impulsivo corazón. Cuando se amansaron los movimientos de Clarisse, presa de las manos de Ulrich, y una vez que empezó a titilar en sus ojos la tierna relajación de los miembros, estuvo a punto de suceder lo que Ulrich no quería. Pero en aquel instante se acordó de Gerda, como si se le presentara ahora por primera vez un ultimátum acerca de su propia suerte.

—¡No quiero, Clarisse! —dijo Ulrich, y la soltó—. Desearía quedarme solo; tengo que hacer todavía muchos preparativos para mi viaje.”

Cuando Clarisse comprendió su negativa fue como si, de un golpe violento, se hubiera puesto a funcionar en su cabeza una nueva máquina. Miró a Ulrich, quien la observaba a unos pasos de distancia con sus facciones descompuestas, sin poder salir de su asombro. Clarisse le vio hablar; pero, al parecer, no entendió lo que dijo. Mientras ella seguía el movimiento de sus labios, sintió crecer en sí misma el disgusto; después se dio cuenta de que la falda se le había recogido hasta por encima de sus rodillas, y se levantó de un salto. Antes de poder pensar en cosa ninguna se encontró erguida sobre sus pies, sacudió su cabellera y su vestido como si hubiera estado echada en la hierba, y dijo: —Está bien que te prepares para el viaje; yo no te voy a detener mucho más. Clarisse había recobrado su habitual sonrisa, la cual atisbaba ahora, burlona e indecisa, por la grieta estrecha de sus labios, augurándole buen viaje. —Cuando vuelvas, estará probablemente Meingast en nuestra casa; ha anunciado su llegada. Éste es en realidad el motivo que me ha traído a verte —añadió como de paso.

Ulrich, vacilante, retuvo la mano de Clarisse.

Los dedos de la joven jugaron inquietos entre los del amigo. Hubiera dado cualquier cosa por saber lo que había dicho a Ulrich, pues no parecía ser poco; tan fuera de sí había estado que podía haberlo olvidado. Recordaba aproximadamente lo que había sucedido, y no le dio mayor importancia porque su sentimiento le hablaba de su propia valentía y de su espíritu de sacrificio, mientras que el apocamiento de Ulrich se había hecho claro. Lo único que deseaba ahora era despedirse de él como buen camarada para no darle que pensar. Dijo, pues, desenvuelta: —Es mejor que no cuentes a Walter nada de esta visita; y lo que hemos hablado debe permanecer entre nosotros hasta la próxima vez. Junto a la puerta del jardín, ella le alargó nuevamente la mano, rechazando al mismo tiempo la oferta de Ulrich de acompañarla un trecho.

Ulrich, al quedar solo en casa, sintió algo especial. Debía aún escribir algunas cartas de despedida al conde Leinsdorf y a Diotima; por lo demás, tenía que ordenar también algunas cosas, pues preveía que la cuestión de la herencia le retendría bastante tiempo fuera de casa. Después metió los diversos objetos de uso personal y unos libros en la maleta, preparada por su criado, al que había mandado ya a la cama; y para cuando terminó los preparativos se le habían ido las ganas de acostarse. Estaba rendido y exaltado como consecuencia de la intensa jornada, y aquellos dos estados no se debilitaban, sino que se acrecentaban turnándose mutuamente, de modo que Ulrich no sentía sueño, a pesar del gran cansancio. Sin discurrir, siguiendo simplemente las oscilaciones alternas de los recuerdos, Ulrich reconoció que la impresión que Clarisse le había causado ya repetidas veces, no sólo como persona extraordinaria que era, sino tácitamente incluso como enferma mental, estaba bien fundada y no dejaba lugar a duda; y sin embargo, durante el acceso —o como se quiera llamar al arrebatado estado que ella acababa de manifestar— había emitido juicios que se asemejaban notoriamente a algunos de los suyos. Esto le hubiera dado pie para internarse otra vez en ulteriores reflexiones; pero sumido en aquel estado desagradable y antinatural de duermevela sintió el aviso de que todavía tenía mucho quehacer. Casi había transcurrido ya la mitad del año que Ulrich había fijado, sin que hubiera solucionado problema alguno. Se le vino a las mientes que Gerda le había exhortado a escribir un libro sobre sus experiencias. Pero él quería vivir sin seccionarse a sí mismo en una parte real y en otra espectral. Se acordó del momento en que había hablado sobre este asunto con el jefe de sección Tuzzi. Se representó el salón de Diotima, y a Ulrich y a Tuzzi en él; aquello exhibió algo de dramático y teatral. Allí había declarado con la mayor naturalidad que escribiría un libro; y que si no, se mataría. Pero tampoco el pensamiento en la muerte —si la miraba ahora, por así decirlo, de cerca— era la verdadera expresión de su estado; pues si se ensimismaba en él y si se imaginaba que, en lugar de esperar al viaje del día siguiente, podría matarse en aquella misma noche, le parecía que tal idea era realmente inoportuna al poco de haber recibido la noticia del fallecimiento de su padre. Ulrich se encontraba en ese estado intermedio, entre somnolencia y vigilia, en el cual las imágenes de la fantasía salen de caza. Vio delante suyo el cañón de un arma, a cuya oscuridad miraba sin distinguir más que la sombra de la nada cerrada al otro extremo; creyó descubrir una curiosa combinación y una singular coincidencia en el hecho de que el mismo cuadro de un arma cargada había sido en su juventud el símbolo preferido de su voluntad en espera de un vuelo y de un blanco. Y de repente se le presentaron muchas imágenes de aquéllas, como la de la pistola y la de su conversación con Tuzzi. La perspectiva de un prado a la luz de las primeras horas de la mañana. El paisaje dominado desde el tren, con un denso manto de niebla vespertina sobre el profundo valle regado por un río retorcido. Al otro lado de Europa, el país donde él había dejado a una querida; la imagen de la querida había caído en olvido, la de las calles de tierra y la de los tejados inclinados permanecía aún viva, como entonces. El vello axilar de otra querida era lo que quedaba de ella en su memoria. Fragmentos de melodías. La originalidad de un movimiento. Olores de lechos de flores, esfumados entonces por la violencia de unas palabras, presentes por diversos caminos: él, reducido ya al recuerdo de una serie de marionetas, con sus hilos rotos desde tiempos lejanos. Se podría pensar que tales imágenes correspondían a lo huidizo del mundo; pero, de un momento a otro, la vida entera se descompone igualmente; estas imágenes se quedan solas en el camino de la vida, el cual parece dirigirse de unas a otras. El destino no ha atendido a decretos ni a ideas, sino sólo a esas imágenes misteriosas, privadas casi de sentido.

Pero mientras Ulrich creía estar a punto de derramar lágrimas, emocionado por aquella absurda impotencia de todos los esfuerzos de los cuales se había vanagloriado, le sorprendió, en aquel estado de insomnio en que se encontraba, o más bien, se desarrolló alrededor de él, un prodigioso sentimiento. En todas las habitaciones lucían aún las lámparas que Clarisse había encendido al quedarse sola en espera de Ulrich, y la exuberancia de la luz se abría paso entre paredes y objetos para inundar los espacios intermedios y vivificarlos con su claridad. Probablemente fue la ternura contenida en el anodino cansancio lo que transformó la sensación global de su cuerpo; porque aquella conciencia refleja e inexactamente limitada del cuerpo, que nunca faltaba aunque su presencia pasaba inadvertida, se cambió en un estado más amplio y flexible. Fue un aflojamiento, como si se hubieran soltado los nudos de un lazo. Y puesto que nada se había mudado realmente en los muros y en los objetos, suponiendo que ningún dios entraba en la habitación de aquel incrédulo, y ya que ni el mismo Ulrich quería renunciar de ningún modo a la lucidez de su juicio (contando con que la fatiga no se lo impidiera), lo único que podía estar sujeto a aquel cambio era su contacto con el ambiente de su derredor; y, en cuanto a aquel contacto, la mutación no se referiría a la parte material, ni a los sentidos ni a la razón de Ulrich en estado normal. El cambio parecía afectar al dilatado sentimiento como las aguas subterráneas que refrescan los pilares sustentantes de la percepción y del pensamiento objetivos; estos puntales, por lo general en reposo, se deslizaban ahora suavemente, apartándose entre sí y volviéndose a juntar: también esta distinción perdió en aquel momento su sentido. —Es una actitud distinta; estoy experimentando una metamorfosis de la que participa también todo lo que está en relación conmigo —pensó Ulrich, que creía observarse bien. Pero también se podría haber dicho que su soledad —un estado que no solamente influía dentro de él, sino también a su alrededor y que los unía a ambos— se podría haber dicho, y él mismo lo sentía, que aquella soledad iba haciéndose cada vez más densa y de mayor peso. Atravesaba los tabiques, invadía la ciudad sin necesidad de esparcirse, se apoderaba del mundo. —¿De qué mundo? —pensó—. ¡Pero si el mundo no existe! Le parecía que aquel concepto había perdido ya su significado. Pero Ulrich, tan minuciosamente se controlaba a sí mismo, que en aquel preciso instante se le hizo desagradable aquella frase tan exagerada. Ya no buscó otras palabras; al contrario, desde entonces fue aproximándose progresivamente a un estado de plena lucidez mental, y en pocos segundos se incorporó. Empezaba a amanecer; el nuevo día mezclaba su palidez cenicienta con el brillo cada vez más mortecino de la luz artificial.

Ulrich saltó y estiró su cuerpo. Había quedado en él algo que se resistía a las sacudidas. Frotó sus ojos con los dedos, pero la mirada mantuvo la debilidad del incipiente contacto de las cosas. De pronto, como si hubieran descendido de él las aguas embriagadoras del mar nocturno en que se había sumergido, se dio cuenta de que estaba de pie en su casa, donde vivía desde hacía muchos años, sin fuerzas ya para negarlo. Sonrió meneando la cabeza. —Crisis de la señora mayora —así definió burlonamente su propio estado. Según los dictados de su razón, no corría peligro, pues allí no había nadie con quien pudiera repetir locura semejante. Ulrich abrió una ventana. Fuera reinaba una atmósfera indiferente: el corriente aire matinal en el que flotaban los primeros ruidos de la ciudad. Mientras el aire fresco lavaba sus sienes comenzó él a sentir la aversión del europeo y toda su intransigencia frente a la sensiblería; Ulrich se propuso, pues, abordar aquella historia, si fuera necesario, con todo rigor. Y así, de pie junto a la ventana y embriagándose en el fluido de la alborada, de algún modo acusó todavía en sí mismo el intermitente deslizamiento de todas las sensaciones.

Quedó sorprendido cuando su criado entró de pronto para despertarle con la solemne expresión del madrugador. Ulrich se bañó, dedicó unos segundos a ejercicios gimnásticos y se dirigió al tren.