122 — Camino de casa

ULRICH regresó a pie. Era una noche hermosa, pero oscura. Altas y enlazadas, las casas flanqueaban el caprichoso espacio abierto por arriba que es la calle, cruzada por el viento, por las tinieblas y por las nubes suspendidas en el aire. La calzada estaba desierta, como sumida en un profundo sueño tras la excitación del día. Se acercaba un caminante, y la resonancia de sus pasos acudía a los oídos de Ulrich como un anuncio de la persona misma, siendo aquel sonido lo único registrable durante algunos momentos. Parecía como si los incidentes de aquella noche tuvieran lugar en el escenario de un teatro. Ulrich tenía la impresión de ser un actor en el mundo, de ser algo más de lo que en realidad era. Su presencia se anunciaba a todos los contornos del lugar en que pisaba; al atravesar zonas iluminadas, su sombra le acompañaba como un loco encogido, incorporado luego para en seguida dejarse arrastrar humildemente por sus talones. —¡Qué feliz se puede ser! —pensó Ulrich.

Cruzó unos arcos, alzados junto a la calle a lo largo de unos diez pasos; el suelo empedrado quedaba dividido del de la calzada por gruesos pilares. La oscuridad le asaltaba desde los rincones; agresión y homicidio palpitaban en el pasaje a media luz: una felicidad intensa, cruenta, solemne y arcaica sobrecogía el alma. Quizá aquello era exagerado; Ulrich se imaginó de repente con qué gravedad, satisfacción y dominio de sí mismo pasearía Arnheim por allí en lugar suyo. Su sombra y la resonancia dejaron de interesarle; y la música espectral de los muros se había extinguido. Ulrich estaba seguro de que no aceptaría la propuesta de Arnheim; en aquel momento se consideraba como un fantasma errante en la galería de la vida, el cual, sobresaltado, busca inútilmente el marco del cuadro en que poder deslizarse, y se sintió aliviado al desembocar en un espacio menos opresor y grandioso.

Amplias calles y plazas se abrían en medio de la oscuridad, y los edificios corrientes, salpicados de luz surgida de las pacíficas viviendas, no ofrecían un aspecto de especial embrujo. Ulrich, al salir al descubierto, pudo respirar la paz del ambiente; y sin saber por qué, se acordó de algunas fotografías de su infancia que había vuelto a ver hacía algún tiempo; en ellas aparecía él acompañado de su madre, prematuramente muerta. Ulrich había contemplado con extrañeza aquel niño a quien sonreía, rebosante de felicidad, una hermosa mujer vestida a la antigua. La conmovedora imagen de un muchacho bueno, cariñoso e inteligente que algunos se habían formado de él, las promesas que no eran de ningún modo las suyas, esperanzas inciertas de un honroso futuro que le circundaban como la orla abierta de una red de oro… aunque todo aquello había permanecido oculto durante mucho tiempo, ahora, después de algunos decenios, se podía leer sin dificultad en la vieja cartulina. Y de entre la visible invisibilidad que tan fácilmente podía haberse hecho realidad le miraba su tierno y vacío rostro de niño, algo alterado por la artificiosa inmovilidad de la postura. Ulrich no había sentido la más mínima inclinación hacia aquel niño; y a pesar de estar, en cierto modo, orgulloso de su hermosa madre, el conjunto le había hecho creer que se había librado de un grave peligro.

Quien haya experimentado esta sensación y haya visto cómo su propia persona —trasladada a un momento de autosatisfacción— le mira desde antiguos retratos como si el brillo de éstos se hubiera resecado y desprendido, comprenderá el sentimiento con que Ulrich se hizo la pregunta sobre las sustancias de que estaría compuesto aquel aglutinante, pues no en todos se malograba. En aquel momento se hallaba en medio de una de esas arboledas que, como un anillo interrumpido, siguen la línea ocupada antes por las murallas. Ulrich la podía haber atravesado en pocos pasos; pero el gran trozo de cielo, tendido a lo largo de las cimas de los árboles, le impulsó a torcer y a seguir la dirección de lo admirado, mientras creía aproximarse, sin conseguirlo en realidad, a las guirnaldas de luces suspendidas en el firmamento, sobre el ambiente invernal. —Es una especie de escorzo de la inteligencia —se dijo— lo que produce esta paz vespertina, la cual, extendiéndose de día en día, engendra el duradero sentimiento de vivir una vida en conformidad consigo misma. Pues por lo general, el presupuesto principal de la felicidad no es resolver contradicciones, sino hacerlas desaparecer de igual modo que se rellenan los baches de una larga avenida; y así como en todas partes, las relaciones visibles se desplazan produciendo una imagen dominada por los ojos, en la cual lo urgente y próximo parece grande, y lo exorbitante, por el contrario, pequeño y lejano, y los baches se igualan y finalmente el conjunto experimenta una redondez lisa y ordenada, así también las relaciones invisibles son desplazadas por la inteligencia y por el sentimiento, de modo que se forma inconscientemente algo en lo que uno se siente como un señor en su propia casa. «Éste es —se dijo Ulrich— el resultado que obtengo contrariando a mi voluntad».

Se detuvo unos instantes ante un charco que le interrumpió el camino. Quizá fue aquella balsa a sus pies, y quizá los árboles de sus lados, pelados como escobas, lo que hechizó de repente la calle y la ciudad, y lo que le introdujo en la monotonía del alma, vacilante entre plenitud y futilidad, que es característica de la vida del campo y que le había atraído más de una vez desde aquel «viaje-huida» de su juventud. —¡Es todo tan simple! —sintió él—. Los sentimientos se adormecen, los pensamientos se separan unos de otros como las nubes después del mal tiempo, y de improviso se abre al alma un cielo ancho y hermoso. Puede ser que, teniendo aquel cielo delante de los ojos, se presente una vaca resplandeciente en medio del camino: he ahí la insistencia del acontecimiento, como si por lo demás no ocurriera nada. Una nube errante puede influir del mismo modo sobre todo el contorno: la hierba se oscurece y, algo después, brilla impregnada de humedad; pero en cuanto al resto, no ha pasado nada; sin embargo, he aquí un viaje, como desde una costa del mar hacia la otra. Un anciano pierde su último diente: este pequeño acontecimiento significa en la vida de todos sus vecinos un incidente al que pueden unir sus recuerdos. Y así, todas las tardes, cuando se impone la calma tras la puesta del sol, los pájaros cantan alrededor del pueblo, y siempre de la misma manera; pero cada vez es algo nuevo, como si el mundo no contase todavía siete días de edad. En el campo —seguía pensando—, los dioses se acercan a los hombres, uno es algo y vive su vida; no obstante, en la ciudad, donde tienen lugar miles de acontecimientos más, nadie es ya capaz de relacionarse con ellos: así comienza la célebre abstracción de la vida.

Pero mientras Ulrich pensaba en esto sabía también que ello multiplica mil veces el poder del hombre, y que, a pesar de reducirlo aisladamente a la décima parte, lo engrandece cien veces en total; considerándolo en serio, Ulrich no deseaba cambiar su suerte. Como uno de aquellos pensamientos, aparentemente marginales y abstractos, que tan inmediata importancia alcanzaban a menudo en su vida, se le ocurrió que la ley de esta existencia a la que uno está apegado y en la que se sueña por pura simpleza a pesar de su sobrecarga, no es otra que la ley del orden narrativo, ese orden simple que consiste en poder decir: —Al ocurrir esto sucedió aquello. Lo que nos tranquiliza es la sucesión lisa y llana, la reproducción de la dominadora multiplicidad de la vida en una forma unidimensional, como diría un matemático, el alistamiento de todo aquello que ha sucedido en el tiempo y en el espacio siguiendo una ilación, el famoso «hilo de la historia» del que deriva también el hilo de la vida. ¡Feliz aquel que puede decir «cuando», «antes de» «después de»! Puede que le haya sucedido algo malo o se encuentre acosado de sinsabores: mientras consiga reproducir los acontecimientos en la sucesión de su desarrollo temporal se sentirá tan bien como si el sol le calentara el estómago. De esto se ha aprovechado artificiosamente la novela; el viajero puede cabalgar a través del campo bajo una lluvia torrencial, o sus pies crujir en la nieve a veinte grados bajo cero: el lector encontrará regalo en ello. Esto sería difícil de comprender si el eterno ardid de la poesía épica, con el que incluso las niñeras calman a sus pequeños, si este probadísimo «escorzo de la inteligencia», no perteneciera ya a la vida. Los hombres, en sus fundamentales relaciones consigo mismos, son en su mayoría narradores. No aman la lírica, o sólo en algunos momentos; y cuando en el hilo de la vida se anuda alguna vez el «porqué» y el «para qué» aborrecen toda reflexión que los rebase; les gusta la sucesión bien ordenada de los hechos porque parece una necesidad; y gracias a que su vida les parece un «curso» se sienten amparados de alguna manera en el caos. Ulrich se dio cueñta entonces de que él había perdido el sentido de aquella épica primitiva que la vida privada todavía conserva, aunque públicamente todo se ha vuelto inenarrable y ya no se sigue ningún «hilo», sino que se extiende a lo largo y ancho de una superficie infinitamente entretejida.

Cuando Ulrich emprendió de nuevo la marcha, después de haber hecho aquellas averiguaciones, se acordó de lo que Goethe ha dejado escrito sobre el arte: «¡El hombre no es un ser docente, sino un ser viviente, agente y operante!» Ulrich se encogió de hombros respetuosamente. —Todo lo más se puede decir que, así como un actor de teatro pierde la noción de los bastidores y de los cosméticos y cree que está obrando, así puede el hombre de hoy día olvidar el inseguro fondo de la doctrina de que dependen todas sus actividades —pensó él. Pero este pensamiento relacionado con Goethe lo había mezclado un poco con el recuerdo de Arnheim, quien abusaba siempre del clásico como de un confederado; y Ulrich se acordó inmediatamente, con indignación, de la de-sacostumbrada inseguridad que había despertado en él el brazo de aquel hombre al posarse sobre sus espaldas. Entretanto había salido él de la arboleda y se había acercado a una avenida, yendo en busca del camino que le condujera hasta su casa. Pero mirando el nombre de las calles con los ojos puestos en las placas indicadoras estuvo a punto de chocar contra una sombra, se vio precisado a frenar de repente su marcha y por poco atropella a una prostituta que le salió al paso. Ella se le puso delante y le sonrió, por no mostrarle el despecho que había provocado al arremeter contra ella como un búfalo; y Ulrich sintió el suave calor irradiado en medio de la noche por aquella rutinaria sonrisa. Ella le dijo alguna cosa, le habló con palabras que intentaban atraer y que fueron como los sucios residuos de todos los hombres. —¡Tú, pequeño, ven conmigo!; esto o algo parecido. Sus hombros caían como los de un niño; de su sombrero salían unos mechones de pelo rubio, y a la luz de la lámpara se dejaba ver su rostro en su vaga palidez y graciosa irregularidad; bajo el velo de la noche podría esconderse la tez de una jovencita con muchas pecas. Ella alzó sus ojos hacia Ulrich y, aunque de menor estatura que él, le dijo otra vez «pequeño», sin encontrar dentro de su apatía nada impropio en aquella dicción, repetida cientos de veces en una misma noche.

Ulrich se conmovió. No se apartó de ella, sino que permaneció en pie y, fingiendo no haber oído bien, se hizo repetir la invitación. Inesperadamente, Ulrich había encontrado una amiga que se pondría a su disposición en cuanto él le prometiera gratificar sus servicios; la joven se esforzaría por ser cariñosa y por evitar todo aquello que le pudiera desagradar; a una señal de consentimiento por parte de Ulrich, le tomaría del brazo con confiada delicadeza y con cierta perplejidad, como sucede cuando dos amigos íntimos vuelven a verse después de una inocente ruptura. Y si él le prometía duplicar su honorario habitual y lo depositaba inmediatamente sobre la mesa para que ella no tuviera que preocuparse del dinero y se abandonara tranquila a la placentera sensación que deja un buen negocio se demostraría que también la pura indiferencia se beneficia de la ventaja de todas las sensaciones puras, o sea, se portaría sin presunción personal y serviría sin la vana confusión de las exigencias sentimentales. Éstos áieron los pensamientos que atravesaron la cabeza de Ulrich medio en serio medio en broma, y no tuvo valor para decepcionar a la pequeña, que ya casi contaba con la aceptación del plan. Ulrich se dio cuenta de que él mismo empezaba a encariñarse de ella; pero en lugar de detenerse a hablar unas palabras en su lenguaje profesional metió torpemente la mano en su bolsillo, puso en la maño de la joven un billete de banco de un valor aproximado al precio de un servicio, y siguió su ruta. Antes, estrechó la mano de la seductora, la cual se resistió de modo sorprendente a recibir el billete; Ulrich le dirigió alguna palabra, y luego la dejó, convencido de que ella se apresuraría a volver junto a sus colegas a las que oía cuchichear en la oscuridad de las cercanías, y a las cuales mostraría la joven el dinero para terminar desahogándose con una burla alusiva a aquella actitud que no acertaba a explicarse.

Este encuentro permaneció vivo algún tiempo, como si hubiese sido un delicado idilio de unos minutos de duración. Ulrich no se ilusionó con la cruda pobreza de su huidiza amiga. Pero mientras se imaginaba cómo ella habría torcido un poco la mirada y emitido, en el momento preciso, alguno de aquellos suspiros torpemente fingidos, este indecoroso y desmañado espectáculo a precio fijo influyó en él, sin saber por qué, de un modo conmovedor; quizá fue porque la comedia humana era representada por malos actores. Y aun hablando con la muchacha, la asociación de ideas le trajo a Ulrich el pensamiento de Moosbrugger. Moosbrugger, el comediante anormal, el cazador y exterminador de prostitutas, el que había corrido la misma suerte que ahora Ulrich en aquella noche desventurada. Entonces, al cesar el temblor escenográfico de los muros de las calles había chocado Moosbrugger con una criatura desconocida que le había esperado junto al puente en una noche de luna. ¡Qué sensación más prodigiosa tenía que haberle conmovido de pies a cabeza! Ulrich creyó poder imaginársela durante unos instantes. Sintió que algo como una ola elevaba su ser. Perdió el equilibrio, pero tampoco necesi-taba de él; el movimiento le llevaba. Su corazón se contrajo, pero sus imaginaciones se explayaron infinitamente perdiéndose en la lejanía y convirtiéndose en una especie de voluptuosidad desarmante. Intentó rehacerse. Sin duda, Ulrich había vivido una vida carente de unidad interior tan largo tiempo que ahora llegaba incluso a envidiar las ideas fijas de aquel enajenado mental y la fe de éste en su propia misión. Pero ¿no era cierto que Moosbrugger no solamente atraía la admiración de Ulrich, sino también la de todos los demás hombres? Ulrich oyó en su interior la voz de Arnheim que le preguntaba: —¿Estaría usted dispuesto a libertarle? Y él se respondía a sí mismo: —No, probablemente no.

—¡Mil veces no! —añadió, no sin adivinar, como por arte de encantamiento, el desarrollo de una acción en la que la acogida, tal como se supone tras una suprema excitación, y la emoción subsiguiente, se fundieran en un único estado indescriptible, en el cual el placer no se podía distinguir de la coacción, ni el acto reflejo del acto necesario, ni la extremada actividad de la pasiva bienaventuranza. De paso pensó en la teoría por la que tan desdichadas criaturas son consideradas como la personificación de instintos inhibidos debido al influjo de todos los demás hombres, y como la encarnación de sus pensamientos criminales y de sus torpezas imaginativas. De este modo, aquellos que así creían intentaban salvar el expediente de Moosbrugger a su manera y querían justificarle para restablecer su propia moral, después de haberse saciado en él. La discrepancia que Ulrich advertía en aquella causa criminal era distinta, y se cifraba precisamente en que aquel individuo no inhibía nada, teniendo que reconocer a la vez que del retrato de un asesino no se deducía cosa especial que no se desprendiera de los demás cuadros del mundo, los cuales eran todos como sus antiguos retratos: sensatez desarrollada por una parte, e insensatez reaparecida por otra. ¡Un símbolo desquiciado del orden: eso era Moosbrugger para él! Ulrich exclamó de repente: —¡Todo eso…!, e hizo un gesto como si quisiera apartar de sí algún objeto empujándolo con la mano. Tales palabras no las había pronunciado entre dientes, sino en voz alta; luego, cerró los labios y terminó sigilosamente la fiase: —¡Todo eso hay que decidir! A él ya no le interesaba saber en detalle a qué se refería «todo eso»; «todo eso» era lo que le había ocupado, lo que le había atormentado y también, a veces, llenado de satisfacción, desde que había tomado sus «vacaciones», y lo que le había encadenado a un soñador para el que todo es posible, salvo levantarse y moverse. Todo eso había conducido a Ulrich a toda clase de «imposibilidades» desde el primer día hasta los últimos minutos de aquella vuelta a casa. Y Ulrich pensó que tenía que decidirse de una vez: vivir como cualquier otro para un fin accesible, o tomar en serio todas aquellas «imposibilidades». Y puesto que estaba ya cerca de su casa, cruzó de prisa la última calle con la extraña sensación de que algo le esperaba. Fue una sensación alada, invitado— ra a la acción, pero vacía y, en consecuencia, caprichosamente libre.

Quizá hubiera pasado como muchas otras sensaciones; pero cuando Ulrich se internó en su calle, y, poco después, ante el portón enrejado de su jardín, aquello se transformó en una indiscutible seguridad. Su viejo criado le había pedido permiso para pasar aquella noche fuera, en compañía de sus parientes, en una localidad lejana; y él mismo no había estado en casa desde la aventura con Gerda desarrollada en pleno día; los jardineros, a los que alojaba en el piso inferior, jamás entraban en sus habitaciones privadas. Y ahora, todo aparecía iluminado; tenía que haber entrado en casa gente extraña, ladrones quizá, sorprendidos ahora por su llegada. Ulrich quedó tan desconcertado, y tan lejos estuvo de querer ahorrarse aquel extraordinario sentimiento, que sin vacilar un instante entró en casa. Lo que esperaba no era nada concreto. En las ventanas vio sombras, al parecer de una sola persona en movimiento; pero igualmente podían pertenecer a muchas. Ulrich se preguntó si no dispararían contra él al notar su presencia, o si él mismo no tendría que echar mano de su pistola. En circunstancias diferentes, Ulrich hubiera llamado a un guardia o, por lo menos, hubiera examinado la situación antes de decidirse a hacer algo; pero esta vez quiso ser testigo único de aquel acontecimiento, y ni siquiera sacó la pistola que llevaba frecuentemente consigo desde la noche aquella en que fue atracado por unos bribones. Lo que él quería… no lo sabía; lo vería.

Y cuando abrió la puerta vio que el presunto ladrón, con tan confusos sentimientos acechado, era Clarisse.