AL llamar Ulrich a la puerta de Diotima salió a recibirle Raquel; por ésta supo él que la señora estaba ausente y que Arnheim la esperaba allí. Ulrich hizo una indicación de querer entrar, sin advertir que la sangre había aflorado ya al rostro de su pesarosa amiga como reacción a su mirada.
En la calle aún duraba la agitación, y la multitud se desplazaba de una parte a otra; Arnheim, que desde la ventana había visto venir a Ulrich, le salió al paso para saludarle. La inesperada casualidad de este encuentro, vagamente intencionado, animó su rostro; pero Arnheim quiso ser prudente y no encontró las palabras deseadas para empezar. Tampoco Ulrich pudo decidirse a abordar inmediatamente el tema de los yacimientos de petróleo galiciano, de modo que ambos guardaron silencio a continuación del saludo, y juntos pasaron hasta la ventana, desde donde contemplaron la excitación de la calle, bajo sus pies.
Después de un tiempo, dijo Arnheim: —¡Yo no puedo comprenderle! ¿No es mil veces más importante ocuparse en vivir que perder el tiempo en escribir?
—¡Pero si yo no escribo! —replicó Ulrich, secamente.
—¡Hace bien! —contestó Arnheim adaptándose a la réplica—. Escribir es, como la perla, una enfermedad. ¡Vea usted! —Le señaló la calle con dos de sus cuidados dedos: gesto que, a pesar de su rapidez, evocó en cierto modo una bendición papal—. La gente llega por separado y en manadas; de vez en cuando se abre alguna boca que grita. En otra ocasión, el dueño de esa boca hubiera podido escribir: «¡tiene usted razón!».
—¡Pero usted es un escritor famoso!
—¡Oh, eso no quiere decir nada! —Y tras esta respuesta, que dejó la cuestión graciosamente en suspenso, Arnheim se volvió a Ulrich mientras éste se daba vuelta entera hacia él; así, juntos los dos, el uno frente al otro, Arnheim dijo separando las palabras: —¿Me permite hacerle una pregunta?
Naturalmente, era imposible decir que no; pero puesto que Ulrich se había ladeado un poco sin pensarlo, la cortesía retórica influyó como un lazo en el que éste volviera a caer. —Confío —empezó Arnheim— en que usted no habrá tomado a mal nuestro pequeño choque de la última vez, sino que habrá apreciado el interés que presto a sus opiniones, aunque parezcan contradecir las mías, lo cual no ocurre pocas veces. ¿Puedo, pues, preguntarle si sigue usted manteniendo que es necesario vivir, yo quisiera resumir, con una conciencia limitada de la realidad? ¿Me expreso bien?
La sonrisa con que Ulrich respondió dijo: no sé, espero a lo que digas a continuación.
—Usted ha hecho referencia a una vida posible de dejar en suspenso, y ha hablado de ella en un estilo parabólico que fluctúa entre dos mundos. Además, le ha dicho a su prima diversas cosas extraordinariamente cautivadoras. Me molestaría mucho que me tuviera usted por un prusiano militarista y negociante sin comprensión para eso. Pero usted afirma, por ejemplo, que nuestra realidad y nuestra historia procede de la parte indiferente de nosotros mismos; con ello quiere decir que habría necesidad de renovar las formas y tipos del suceso, y que, según usted, sería indiferente hasta cierto punto lo que estuviera ocurriendo a Hinz o Kunz.
—Eso a mí —intervino Ulrich contrariándole con precaución— me recuerda un material con el que se fabrican miles de pelotas técnicamente perfectas, pero según modelos viejos, de cuyo desarrollo nadie se preocupa.
—En otras palabras —comentó Arnheim—: Yo interpreto su afirmación en el sentido de que el estado actual del mundo, sin duda insatisfactorio, se debe a que los caudillos se creen en el deber de hacer historia, en lugar de dirigir todas las fuerzas del hombre hacia el fin de impregnar de ideas las esferas del poder. Eso se podría comparar a la actitud de un fabricante que produce sin tregua, poniendo sus miras en el mercado y no en regularlo. Ya ve, pues, que sus pensamientos me tocan de cerca. Pero precisamente por eso tiene que comprender que estos pensamientos ejercen un influjo tremendo sobre mí, que yo soy un hombre obligado a tomar continuamente determinaciones de las que dependen enormes complejos de negocios en movimiento; por ejemplo, cuando exige usted la renuncia al significado realista de nuestra actividad, al carácter «provisionalmente definitivo» de nuestras acciones, como dice con tanto candor nuestro amigo Leinsdorf. ¡A pesar de todo, bien claro está que no cabe una renuncia total!
—¡Yo no exijo absolutamente nada! —dijo Ulrich.
—¡Oh, usted exige todavía más! ¡Exige la conciencia del experimento! —Arnheim dijo esto con energía y calor—. Los caudillos responsables deben tener presente que su cometido no es hacer historia, sino expedientes de pruebas que puedan servir de base a posteriores experimentos. Esta idea me entusiasma; pero ¿qué pasa, por ejemplo, con las guerras y revoluciones? ¿Se puede resucitar a los muertos una vez hecho el experimento y prescindiendo de él en la planificación del trabajo?
Ulrich se rindió al atractivo de las palabras —cuyo estímulo no es menor que el del tabaco respecto a acceder a la tentación de continuar fumando— y replicó que probablemente habría necesidad de tomarlo todo muy seriamente para hacerlo progresar, aun sabiendo que, a los cincuenta años del primer intento, aparecerá éste como indigno de tanto esfuerzo. Pero esa «seriedad perforada» no es, por lo demás, cosa extraordinaria; a menudo se pone la vida en juego, y total para nada. Psi-cológicamente, una vida de prueba no sería, pues, una idea imposible; lo que faltaría sería únicamente la voluntad de asumir, en cierto sentido, una ilimitada responsabilidad. —Ahí está precisamente la diferencia —concluyó—. Antes se argumentaba de una manera deductiva, partiendo de premisas bien formuladas; ese tiempo ha pasado ya. Hoy día se vive sin ideas rectoras, pero también sin los métodos de una inducción consciente; se arremete sin control, al estilo de los simios.
—¡Muy bien! —reconoció Arnheim espontáneamente—. Pero permítame todavía una última pregunta; usted tiene puesto un vivo interés, según me ha informado repetidas veces su prima, en lo relacionado con un enfermo de cuidado. Le digo, por de pronto, que lo comprendo perfectamente. Ahora bien, aún no se ha impuesto un tratamiento adecuado a tales personas, y la conducta de la sociedad frente a ellas es de una indolencia vergonzosa. Pero tal como están ahora las cosas, que no dan lugar más que a la alternativa de hacer que sea ejecutado este hombre inocente o que él mate a otros inocentes: ¿le dejaría escapar usted en la noche anterior a su ejecución, si estuviese en su mano?
—¡No! —dijo Ulrich.
—¿No? ¿De veras que no? —insistió Arnheim con gran energía.
—No sé; pero creo que no. Naturalmente, yo podría esgrimir la excusa de que, en un mundo mal dirigido, no me está permitido actuar de la manera que yo creo justa; pero le confieso con sinceridad que no sé lo que haría.
—A ese hombre hay que neutralizarlo —dijo Arnheim pensativo—. Mientras está bajo la influencia de sus ataques, es sede del diablo, el cual no hay que olvidar que, en todos los siglos de auge histórico, fue considerado pariente de las divinidades. Antiguamente mandaban al desierto al hombre que sufría crisis mentales; y quién sabe si acaso él había también asesinado, pero inmerso en una gran visión, como Abraham quería sacrificar a Isaac. ¡Eso es! Nosotros no sabemos hoy día qué hacer con ellos. ¡No decidimos ya nada de buena fe!
Quizá Arnheim se dejó llevar por aquellas últimas palabras; es tambien posible que ni él mismo supiera exactamente lo que quería decir con ellas. El hecho de que Ulrich no aportara toda su «alma e insensatez» para responder afirmativamente y sin miedo a la pregunta de si salvaría a Moosbrugger había instigado su amor propio. Pero a Ulrich, si bien aquel giro de la conversación había sido para él como un resorte que le trajo inesperadamente a la memoria la «decisión» tomada por él mismo en el palacio de los Leinsdorf, le irritó el ornato superfluo con que Arnheim engalanó sus pensamientos acerca de Moosbrugger; lo uno y lo otro le hicieron preguntar con sequedad: —¿Le libertaría usted?
—No —contestó Arnheim sonriente—; pero yo quería hacerle a usted otra proposición. Y sin dejarle tiempo para objetar añadió: —Hace ya mucho que quería hacerle esta proposición a fin de que acabe de una vez con su desconfianza frente a mi persona; a decir verdad, me molesta. Desearía incluso conquistar su favor para mí. ¿Se hace idea del aspecto interior de una gran empresa industrial? Consta de dos cabezas: la de la dirección técnica y la del consejo de administración; sobre ambas se sitúa generalmente una tercera… comité ejecutivo la llaman ustedes aquí, la cual se forma con partes de las dos anteriores y a diario o casi todos los días se reúne con las demás. El consejo de administración está ocupado naturalmente por personas de confianza de la mayoría accionista. Sólo aquí concedió a Ulrich una pausa, y en ésta pareció escrutarle como indagando si en todo lo dicho le había llamado algo la atención. —He dicho que la mayoría de los accionistas coloca sus hombres de confianza en el consejo de administración y en el comité ejecutivo —explicó él—. ¿Se imagina usted algo concreto bajo esta denominación de «mayoría»?
Ulrich no se formaba concepto alguno con aquella palabra; él tenía simplemente una vaga idea de conjunto acerca del mundo pecuniario, con sus agentes, ventanillas, cupones y papeles parecidos a las escrituras.
Arnheim siguió explicándose. —¿Ha elegido usted alguna vez un consejo de administración? ¡No lo ha hecho jamás! —añadió inmediatamente—. Tampoco tendría sentido pensar en ello, pues usted nunca ha de poseer la mayoría de las acciones de una empresa. Esto lo dijo tan claro que Ulrich casi pudo sentirse humillado por la falta de una propiedad tan importante; y fue una ocurrencia típicamente de Arnheim la de pasar sin más y sin esfuerzo del tema de los demonios al de los consejos de administración. Prosiguió con la sonrisa en los labios: —Hasta ahora no he mencionado todavía a una persona que en cierto sentido es la principal. Le he hablado de «la mayoría de las acciones»; esto suena a pluralidad; sin embargo, casi siempre se trata de una única persona, perdida en el anonimato: el dueño de la mayor parte de las acciones, desconocido al mundo de la publicidad y eclipsado por su representante.
Ulrich comenzó entonces a darse cuenta de que esto era un asunto sobre el que se podía leer diariamente en el periódico, y Arnheim se daba maña para atraer su interés. Ulrich le preguntó con curiosidad quién era el dueño de la mayoría de las acciones del Lloyd-Bank.
—¡Eso no se sabe! —respondió Arnheim tranquilo—. Mejor dicho, los interesados lo saben, naturalmente, pero no se acostumbra a hablar de ello. Es mejor que usted me deje desentrañarle el meollo de la cuestión. En todas partes donde aparecen dos fuerzas semejantes, un mandante por un lado y una administración por el otro, surge de por sí el fenómeno siguiente: todos los medios posibles de acrecentamiento se ponen en explotación, ya sea este acto moral y hermoso o no lo sea. Digo realmente «de por sí» porque tal fenómeno es, en el más alto grado, independiente de la voluntad personal. El mandante no toma contacto directo con la realización, y los órganos administrativos se amparan en la circunstancia de no negociar por motivos personales, sino sólo como funcionarios. Este fenómeno lo observa usted hoy día en todas partes, y no sólo en el mundo de las finanzas. Puede tener por seguro que nuestro amigo Tuzzi daría el grito de guerra con la mayor serenidad de conciencia, aunque personalmente no sea capaz de matar un perro viejo, y miles de personas pedirían la muerte de su amigo Moosbrugger porque ellas, excepto tres, no necesitarán poner en él su mano real en el momento de la ejecución. Mediante esta «indirecta», empleada con virtuosismo, hoy se asegura tanto la buena conciencia de cada particular como la de una sociedad entera. El botón que se aprieta es siempre blanco y bello; lo que ocurre en el otro extremo del hilo eléctrico incumbe a otros que, a su vez, no aprietan botones a título personal. ¿Encuentra usted esto detestable? Así es como dejamos a miles de hombres morirse o vegetar, movemos montes de dolor; pero con ello hacemos algo. Casi me atrevo a afirmar que, de la forma que está repartido el trabajo en la sociedad, ahí no está expresada otra cosa que la antigua dicotomía de la conciencia humana, por la cual resulta ésta dividida en dos: fin permitido y medio tolerado, aunque de un modo grandioso y aventurado.
Ulrich se había encogido de hombros a la pregunta de Arnheim sobre si aborrecía aquello. La división de la conciencia moral de que hablaba Arnheim, ese tremendo fenómeno de la vida actual, se ha dado siempre, pero se ha convertido ya en horrible tranquilidad de conciencia, como fruto de la general repartición del trabajo; y como tal se asemeja a ese fenómeno en su imponente carácter de inevitable. Ulrich se resistió a mostrar sin más ni más su indignación contra semejante aserto; y le sirvió de consuelo la caprichosa y agradable sensación producida por una velocidad de cien kilómetros por hora que se siente cuando un moralista empolvado le sale a uno al paso y le riñe. Como Arnheim callaba, dijo Ulrich: —Toda forma de división del trabajo admite desarrollo. La pregunta que puede hacerme usted no es, pues, si yo lo «encuentro detestable»; pregúnteme más bien si creo que se pueda llegar a estados más dignos sin tener que invertir la marcha.
—¡Ése es su inventario general! —intervino Arnheim—. Nosotros hemos organizado estupendamente la división de las actividades, pero al mismo tiempo hemos descuidado las instancias necesarias para la coordinación; destruimos de continuo la moral y el alma según las últimas patentes, y creemos poder mantenerlas juntas sirviéndonos de los viejos remedios caseros de la tradición, tanto religiosa como filosófica. Yo no bromeo con estas cosas —dijo para corregirse— y «las gracias» sobre ello se me antojan muy ambiguas; pero la proposición de reorganizar la conciencia, que delante de nosotros presentó usted al conde Leinsdorf, nunca la he tenido tampoco por una simple broma.
—¡Sí que lo fue! —respondió Ulrich bruscamente—. Yo no creo en la posibilidad de su realización. Más me inclino a pensar que es el demonio quien ha construido el mundo europeo, y creo que Dios quiere demostrar a sus competidores de lo que Él es capaz.
—¡Bonita idea! —dijo Arnheim—. Pero ¿por qué se ha sentido usted molesto cuando a mí me ha dado por no creerle?
Ulrich no contestó.
—Lo que usted acaba de decir contradice también a la muy arriesgada declaración, hecha algo antes, sobre la manera en que podríamos nosotros aproximarnos a una vida justa —añadió Arnheim con calma y pertinacia—. Por lo demás, prescindiendo de si puedo o no mostrarme de acuerdo con usted en cada punto particular, me llama la atención lo mucho que se mezclan en usted activas inclinaciones e indiferencia.
Al no encontrar Ulrich tampoco aquí necesaria una respuesta, Arnheim dijo con toda cortesía, considerando a ésta como la mejor réplica a una descortesía: —Yo he querido únicamente hacerle ver hasta qué punto ha llegado hoy día la necesidad que tiene la responsabilidad moral de acomodarse a las decisiones de orden económico, de las cuales depende ya casi todo el mundo; e igualmente le quería mostrar lo apasionantes que se han hecho por ese medio. También a través de aquella modestia reprensiva se reflejó cierta intención de conquista.
—¡Perdone! —repuso Ulrich—; he estado reflexionando sobre sus palabras. Y como si continuara haciéndolo, dijo: —Quisiera saber si, a su entender, es una indirecta propia de nuestra actualidad o tiene que ver algo con la división de la conciencia el hecho de infundir sentimientos místicos en el alma de una mujer, cuando lo más razonable para una esposa sería entregar su cuerpo a la voluntad del marido.
Arnheim se puso un poco colorado al oír aquellas palabras, pero no perdió el dominio de la situación. Respondió con serenidad: —No acabo de entender bien a qué se refiere usted. Pero si está hablando de una mujer a la que usted ama, no puede decir eso, pues las líneas de la realidad son más esbeltas que el trazado de los principios. Arnheim se había alejado de la ventana; ahora invitó a Ulrich a sentarse. —¡Usted no se da por vencido así como así! —prosiguió en un tono que traicionó a la vez su admiración y su pesar—. Pero sé que yo represento para usted un principio hostil más que un adversario personal. Y aquellos que personalmente son los más encarnizados enemigos del capitalismo son muchas veces los mejores servidores del negocio. Yo mismo puedo, en cierto sentido, contarme entre ellos; de otro modo no me permitiría decirle a usted esto. Los hombres más apodícticos y apasionados son generalmente sus más habilidosos defensores, si ven alguna vez la necesidad de contemporizar. Por eso, a mí me gusta mantener siempre mis propósitos, cueste lo que cueste; a usted le ofrezco, pues, entrar en mi empresa.
Arnheim omitió de propio intento toda ponderación alusiva a aquella propuesta; antes bien, pareció querer atenuar el justo efecto de la sorpresa que él tenía por segura mediante un fluido y llano hablar. Sin responder a la atónita mirada de Ulrich se puso a enumerar los detalles que tendría que ultimar cuando se enfrentara con aquello que de momento deseaba evadir a toda costa. —Al principio, naturalmente, usted no puede tener —dijo con benignidad— los conocimientos necesarios para asumir en seguida un cargo directivo, y probablemente le faltarán hasta las ganas de hacerlo. Lo que yo podría, pues, ofrecerle es un puesto a mi lado, digamos el de secretario general, cargo que yo crearía expresamente para usted. Espero que no se ofenderá por esta idea, pues yo no pienso investir este puesto con un sueldo capcioso; pero usted tendría que agenciarse, en su actividad, la posibilidad de conseguir con el tiempo aquellos ingresos que le parecieran dignos; así, estoy convencido de que, al cabo de un año, usted me comprendería mejor que ahora.
Al terminar de hablar, Arnheim se sintió excitado. En el fondo, se maravilló de haber hecho a Ulrich semejante oferta, cuyo rechazo le hubiera comprometido; por otra parte, su aceptación tampoco le hubiera abierto perspectivas halagüeñas. Pues la idea de que aquel hombre que tenía ante sí pudiera conseguir cosas de que él no fuera capaz se había disipado a lo largo de la conversación, y la necesidad de seducir a tal hombre y de incorporarle en sus dominios se había vuelto absurda una vez desahogados sus sentimientos. Le parecía, pues, poco natural el haber temido lo que él llamaba el «ingenio» de aquel hombre. Arnheim era un gran señor, y para un señor así la vida ha de ser sencilla. Un hombre semejante congenia con todos los demás de parecida grandeza en la medida en que le está permitido, no se subleva aventuradamente contra todo, ni lo pone en duda; esto repugna a su naturaleza. Pero bajo otro punto de vista se ven naturalmente cosas bellas y dudosas, a las que se procura atraer en cuanto cabe. Nunca hasta entonces había creído Arnheim ver tan segura la civilización occidental, tejido maravilloso de fuerzas e inhibiciones. Si Ulrich no alcanzaba a verlo era porque no era más que un aventurero; y el hecho de que Arnheim se hubiera dejado conducir casi hasta el pensamiento… En aquel instante, a Arnheim le fallaron las palabras, a pesar de su secreto mutismo, y no logró formular claramente la idea que albergaba de adoptar a Ulrich como a hijo. No hubiera tenido nada de extraño; al fin y al cabo, fue un pensamiento como tantos otros de los que no hay por qué responsabilizarse, sugerido probablemente por cierta melancolía que deja tras sí la vida activa, y debido a que nunca se encuentra la satisfacción total. El pensamiento no se presentó bajo una forma rechazable, sino sólo como algo a lo que se podía haber atribuido aquella forma; no obstante, rehusó volver a recordarlo; lo que únicamente retuvo en la cabeza, con una claridad chillona, fue que, descontándose él los años de Ulrich, no había tanta diferencia entre los dos; y detrás de aquella idea se escondió una segunda más sombría: que Ulrich le serviría de aviso frente a Diotima. Se acordó de que a menudo había considerado sus propias relaciones con Ulrich como un cráter secundario, anunciador de los fatídicos acontecimientos que se preparaban en el cráter principal; y se intranquilizó hasta cierto punto viendo que el volcán había entrado en erupción, pues las palabras se habían desbordado y abierto camino en la vida. —¿Qué puede suceder —se le pasó a Arnheim por la cabeza— si le da a este hombre por aceptar? Así se empezó a aflojar la tirantez de aquellos instantes en que todo un Arnheim tuvo que esperar a la decisión de su más joven colega, al cual, sólo mediante su propia presunción había dado importancia. Allí estaba, rígido en su asiento, con sus labios hostilmente abiertos, pensando: —Si no se puede evitar, ya lo remediaremos de alguna manera.
Mientras sentimiento y reflexión recorrieron aquel camino, las circunstancias no descansaron, sino al contrario: preguntas y respuestas continuaron sucediéndose sin interrupción.
—¿Y a qué atributos —preguntó secamente Ulrich— debo agradecer yo esa proposición que, bajo el punto de vista comercial, difícilmente se puede justificar?
—Otra vez vuelve a equivocarse usted con esa pregunta —repuso Arnheim—. Donde yo estoy no se busca la justificación del negocio en el céntimo; lo que yo podría perder con usted no tiene importancia en comparación con lo que espero ganar.
—Usted me da mucho que pensar —dijo Ulrich—, pues rarísima vez se me ha dicho que yo doy alguna esperanza de ganancia. Algún provecho de mínimas proporciones pudiera ser que ofreciera mi ciencia, pero aun así, ya sabe usted que he sembrado decepción.
Arnheim, perseverando en un tono de tranquila imperturbabilidad, exteriormente inalterable, respondió: —Que posee una extraordinaria inteligencia, usted mismo lo sabe; esto no necesito decírselo. Pero sería incluso posible que nosotros tuviéramos a nuestro servicio inteligencias más clarividentes y seguras. Sin embargo, el carácter de usted, sus atributos humanos, es lo que yo quisiera tener a mi lado por motivos bien concretos.
—¿Mis atributos? —Ulrich no pudo menos de sonreír—. ¿Sabe usted que mis amigos me llaman «el hombre sin atributos»?
Arnheim dejó escapar un pequeño gesto de impaciencia con el que quiso decir más o menos: —¡No me diga cosas que desde hace tiempo me son conocidas! En aquella contracción de rostro y hombros reveló su disgusto, mientras las palabras siguieron fluyendo conforme al plan establecido. Ulrich cogió al vuelo el significado de aquella expresión; y él era tan susceptible a las palabras de Arnheim, que esta vez se decidió a dar a la conversación el giro hasta entonces rehuido, y así pasó a hablar con toda claridad. Los dos se habían levantado entretanto; Ulrich se alejó unos pasos de su interlocutor para poder apreciar mejor las reacciones de Arnheim, y dijo: —Usted me ha hecho tantas preguntas sobre cuestiones tan trascendentales que yo también quisiera saber algo antes de tomar una determinación. Y a una señal invitatoria de Arnheim prosiguió con objetividad y sin rodeos: —Me he enterado de que su presencia en todo lo relacionado con la «Acción» aquí en desarrollo, en la cual tanto la señora Tuzzi como mi humilde persona no representamos gran cosa, se dirige a lograr la adquisición de gran parte de los yacimientos petrolíferos de la Galitzia húngara.
Arnheim, muy poco visible dentro de la luz ya enrarecida, pareció haberse puesto pálido; con paso lento se acercó a Ulrich. Éste tuvo la impresión de tener que enfrentarse a una descortesía, y lamentó haber dado al otro, mediante su imprudente franqueza, la posibilidad de interrumpir el tema de aquel diálogo en el momento en que empezaba a hacérsele desagradable. Por eso, Ulrich dijo lo más amablemente que pudo: —Naturalmente, mi intención no es ofenderle, pero nuestra entrevista no alcanzará su cometido si no prescindimos en ella de todo miramiento.
Estas pocas palabras y el tiempo que necesitó para recorrer el pequeño espacio que los separaban bastaron a Arnheim para recobrar la serenidad; se acercó a Ulrich con cierto aire cordial, posó la mano e incluso el brazo sobre la espalda de su contrincante, y exclamó reprensivo: —¿Cómo puede usted dar crédito a este rumor bancario?
—No me ha llegado como rumor, sino que lo he sabido de alguien muy bien informado.
—Sí, también yo he oído que se habla de ello; pero ¡cómo lo ha podido creer usted! Claro que mi presencia aquí no es caprichosa; por desgracia, yo jamás me puedo permitir conceder a los negocios un momento de quietud. Y tampoco quiero negar que haya hablado con algunas personas sobre esos yacimientos, aunque a la vez tengo que rogarle a usted completo silencio en lo referente a esta confesión. ¡Pero todo esto es secundario!
—Mi prima —replicó Ulrich— no tiene la menor idea del petróleo de usted. Su marido le ha dado el encargo de indagar los fines que le retienen a usted aquí, pues está considerado como persona grata a los zares; pero yo estoy convencido de que ella no cumple bien su misión diplomática, y de que Diotima está segura de ser ella misma el único motivo de la presencia de usted.
—¡No sea tan descortés, Ulrich! —Arnheim sacudió con su brazo el hombro de su interlocutor, mostrándole camaradería—. Las interpretaciones marginales son siempre y en todas partes inevitables; pero usted, no obstante su satírica intención, acaba de hablar de ello con la impertinente sinceridad de un chico de escuela.
Aquel brazo sobre sus espaldas hizo que Ulrich se sintiera inseguro. Le resultó ridículo y desagradable sentirse así abrazado; tal sensación llegó a serle incluso fastidiosa; pero hacía tiempo que Ulrich estaba sin amigos, y quizá fue por esto que se atolondró un poco. De buena gana hubiera sacudido de sí aquel brazo, y sin querer lo intentó. Sin embargo, Arnheim acogió las pequeñas señales de disgusto y tuvo que esforzarse para no revelarlas; mientras tanto, Ulrich, consciente de la difícil situación de Arnheim, le obsequió la delicadeza de mantenerse sereno y de soportar el contacto que empezaba a influir cada vez más poderosamente sobre él, como un gran peso que cae sobre un dique de flojo césped y lo derrumba. Aquel muro de soledad se lo había construido Ulrich, sin querer, alrededor suyo; y ahora, a través de una brecha abierta en él, se precipitaba la vida, las pulsaciones de otro hombre; era una sensación estúpida, ridicula y, sin embargo, emocionante.
Ulrich pensó en Gerda. Se acordó de que su amigo de juventud, Walter, había sugerido en él el deseo de volver a congeniar libremente con otro ser humano, como si en todo el mundo no hubiera más diferencias que las de simpatía y antipatía. Ahora, ya demasiado tarde, sintió aquel deseo en forma de olas plateadas, así como las olas de agua, de aire y de luz que, a lo largo de la corriente de un río, se confunden entre sí reduciéndose a una sola ola de plata; y el deseo fue tan urgente que Ulrich tuvo que hacerse violencia para no ceder a él y para no dar lugar a un equívoco en aquella ambigua situación en que se encontraba. Pero mientras se le entumecían los músculos se acordó de lo que le había dicho Bonadea. —¡Ulrich, tú no eres malo, pero te creas a ti mismo dificultades para llegar a ser bueno! Bonadea, la que en aquel día se había revelado tan inteligente, y quien incluso había añadido: —Tampoco es que pienses durante el sueño, sino que revives. Y él había contestado: —Yo fui un niño tan tierno como el aire en una noche de luna… Ulrich siguió acordándose ahora de que, en realidad, entonces se le había representado ante sus ojos un cuadro distinto: el vértice de una ardiente luz de magnesio que se desgarra chisporroteando; y otro tanto le parecía ocurrir en su corazón. Pero esto había sucedido hacía ya mucho tiempo, y él no se había atrevido a exponer aquella comparación; sin embargo, había dado lugar a otra que, por lo demás, no fue pronunciada en una conversación con Bonadea, sino con Diotima, según acababa de acordarse. —Las divergencias de la vida están muy cerca unas de otras en sus raíces. Aquello intuyó Ulrich al mirar al hombre que le había ofrecido su amistad por motivos no muy transparentes.
Arnheim había retirado su brazo. Ambos habían vuelto al nicho de la ventana donde habían entablado la conversación; abajo, en la calle, lucían ya pacíficas las lámparas, pero se adivinaba el prolongado sobresalto de los acontecimientos que habían tenido lugar. De cuando en cuando pasaban grupos de gentes apiñadas discutiendo acaloradamente, y a veces se abría alguna boca que lanzaba una amenaza o algún vacilante abucheo al que seguían risas. Parecía reinar un estado de semiconsciencia. Y a la luz de aquella agitada calle, entre las cortinas de rígida caída enmarcando el oscurecido cuadro de la habitación, Ulrich vio la figura de Arnheim y sintió la suya propia con una mitad radiante y con la otra opaca, partido apasionadamente por esta doble iluminación. Ulrich se acordó de las aclamaciones de que se había hecho objeto Arnheim, si su oído no le había traicionado; aquél, pues, reflexionando o no sobre estos acontecimientos, envuelto en aquella paz imperial que ofrecía mirando a la calle pensativo, se imponía como una figura dominante en aquel cuadro pasajero, y parecía sentir su propia presencia en cada mirada que dirigía. A su lado se podía observar lo que se llama «conciencia de sí mismo». La simple conciencia no es capaz de ordenar el reverbero y el centelleo del mundo, pues cuanto más fuertes son éstos, tanto más ilimitado parece el mundo, al menos de momento; la «conciencia de sí mismo» penetra, sin embargo, como un director de escena y convierte el desorden en una artística unidad de bienaventuranza. Ulrich envidiaba a aquel hombre por su suerte. En aquel momento, nada le pareció más fácil que atentar contra su vida, pues aquel ser humano despertaba, en su necesidad de plasticidad, viejos textos que poner en escena: —¡Toma un puñal y consuma su destino! Tales palabras sonaron en los oídos de Ulrich con deficiente entonación; pero instintivamente se instaló él de tal manera que vino a situarse casi a las espaldas de Arnheim, teniendo delante de sí la superficie ancha y oscura de su cuello y de sus hombros. Lo que más le provocó fue el cuello. Su mano buscó el cortaplumas en el bolsillo de la parte derecha. Ulrich se alzó sobre las puntas de sus pies y, pasando su mirada por encima de Arnheim, dirigió otra vez los ojos al fondo de la calle. Fuera, en la penumbra, los hombres eran arrastrados como arena por una ola que moviera sus cuerpos. Algo tenía que seguir a aquella manifestación; y así, el futuro se hizo preceder de una ola, y se produjo una especie de infiltración creativa y suprapersonal de hombres; pero fue, como siempre, sumamente imprecisa y descuidada. Algo similar le pareció a Ulrich lo que vio. El espectáculo le retuvo unos momentos, pero estaba ya demasiado hastiado para ponerse a criticarlo. Se dejó sumergir hasta la suela de sus zapatos, se avergonzó del juego mental que antes le había hecho recorrer aquel camino en dirección opuesta, sin dar a esto, a pesar de todo, mayor importancia, y sintió la gran tentación de echar una mano sobre la espalda de Arnheim y decirle: —Muchas gracias, señor; estoy hasta la coronilla de lo conocido, y lo que deseo es emprender algo nuevo; o sea que acepto su oferta.
Pero como Ulrich no lo hizo, aquellos dos hombres dejaron a un lado la respuesta al ofrecimiento de Arnheim. Arnheim prosiguió la conversación partiendo de un punto interrumpido: —¿Va usted frecuentemente al cine? ¡Debería hacerlo! —dijo—. Es posible que la cinematografía no presente en su forma actual un gran porvenir, pero asocie usted a ella intereses comerciales de mayor cuantía, por ejemplo, la industria de los colores o la electroquímica, y verá cómo en unos decenios habrá alcanzado un desarrollo imposible de ser detenido. Entonces se impondrá un proceso al que deberán contribuir todos los medios de difusión y desarrollo del mundo; y por mucho que sea lo que se hayan imaginado nuestros poetas o estetas, el arte que surgirá será el de la Sociedad General de Electricidad o el de la Industria Alemana de Colorantes. ¡Es como para tener miedo, amigo mío! ¿Escribe usted? No, ya se lo he preguntado antes. Pero ¿por qué no escribe? Hace bien. ¡Los poetas y los filósofos del futuro saltarán del trampolín del periodismo! ¿No se ha dado usted cuenta de que nuestros periodistas son cada día mejores y nuestros poetas peores? Sin duda, esta evolución obedece a una ley natural. Algo se aproxima y yo sé lo que es: el fin de la era de las grandes individualidades. Arnheim se inclinó hacia adelante y continuó diciendo: —¡No acierto a ver la cara que usted pone en esta luz de mala muerte! —rió un poco—. Ha reclamado usted un inventario general del espíritu. ¿Cree, pues, que la vida se dejaría regular por el espíritu? Ha dicho naturalmente que no. Pero yo no le creo, pues usted sería capaz de abrazar al demonio sólo por ser él el hombre sin par.
—¿De dónde se saca usted eso? —preguntó Ulrich.
—Del prólogo suprimido de Los bandidos.
—¡Naturalmente que del suprimido! —pensó Ulrich—. ¡De dónde podría ser si no!
—Espíritus seducidos por el abominable vicio a causa del poder que éste ejerce —dijo Arnheim usando de su vasta memoria. Le pareció que había vuelto a hacerse dueño de la situación, y que Ulrich había cedido por los motivos de siempre. Ya no le rodeaba ninguna aspereza hostil; tampoco tenía por qué hablar más de aquella oferta; el asunto se había solucionado felizmente. Pero así como un luchador adivina en el ring el agotamiento de su adversario y moviliza todo su peso, Arnheim experimentó la necesidad de hacer valer la gravedad de su proposición, y prosiguió: —Creo que usted podrá comprenderme ahora mejor que al principio. Por tanto, yo le confieso que muchas veces me siento solo. Cuando la gente es «nueva», piensa demasiado en el negocio; pero cuando una familia de comerciantes ha alcanzado la segunda o tercera generación pierde la fantasía. Entonces lo único que sale de ahí son perfectos administradores, palacios, cazas, oficiales y yernos nobles. Yo conozco bien a esta gente en el mundo entero; entre ella hay personas finas e inteligentes, pero no son capaces de formarse ni una sola idea que tenga alguna conexión con esa extremada inquietud, independencia y, acaso, infelicidad a que me he referido yo en mi cita de Schiller.
—Lamento no poder continuar esta charla —repuso Ulrich—. La señora de Tuzzi estará esperando quizá al restablecimiento de la calma en casa de alguna amiga suya, pero yo tengo que marcharme. ¿Conque me atribuye usted, sin que yo entienda lo más mínimo de negocios, la posesión de esa inquietud que cree imprescindible en ellos a fin de que se desprendan de su excesivo carácter comercial? Ulrich había encendido la luz para despedirse y esperaba ahora una respuesta. Arnheim tendió su brazo con majestuosa afabilidad sobre el hombro de su interlocutor, gesto cuya eficacia parecía ya comprobada; y dijo: —Perdóneme si acaso he dicho demasiado; ha sido consecuencia de la soledad. La industria acapara el poder y muchos se preguntan a veces qué pueden hacer con el poder en la mano. ¡No me lo tome a mal!
—¡Todo lo contrario! —contestó Ulrich—. ¡Me he propuesto reflexionar seriamente sobre su proposición! Lo dijo rápidamente, de modo que la prisa pudo ser interpretada como excitación. Por eso, Arnheim, que quería esperar todavía a Diotima, se quedó un poco desconcertado, temiendo que no sería tan fácil disuadir decorosamente a Ulrich de aceptar aquel ofrecimiento.