WALTER, al internarse en el centro de la ciudad, acusó un cierto enrarecimiento del aire. La gente iba y venía sin novedad, y los vehículos circulaban como siempre; quizá sorprendía aquí o allá algún movimiento raro, pero pronto se disgregaba, antes de hacerse tangible a la conciencia: sin embargo, todo parecía señalizado con una especie de flechas indicadoras de una determinada dirección. Apenas hubo dado Walter los primeros pasos cuando sintió en sí mismo aquella señal. Siguió la corriente, experimentando la sensación de que el funcionario del departamento de Bellas Artes, que era él, así como también el combativo músico y pintor, e incluso el atormentado esposo de Clarisse, hacían sitio a una persona ajena a todos y cada uno de aquellos estados. También las calles, Con su actividad y sus jactanciosos edificios, sobrecargados de ornamentación, se encontraban en parecido «estado proemial», según lo solía llamar él para sus adentros, pues aquello le causaba la impresión de un cuerpo cristalino, cuyos lados comenzaban a disolverse en un líquido volviendo a su antiguo estado. Conservador como era cuando se trataba de rechazar futuras innovaciones, siempre estaba dispuesto a condenar el presente para sí mismo, y la desintegración del orden que él barruntaba influía en su interior como un estimulante. Las personas con que se cruzaba en medio de la aglomeración le recordaban su sueño; evocaban la idea de una prisa fluida y una solidaridad que a Walter le parecía mucho más espontánea que la ordinaria, la cual, protegida por la razón, por la moral y por prudentes seguros, había creado una comunidad libre y holgada. Pensó en un gran ramo de flores al que acababan de soltar el lazo y que se abría sin disgregarse el conjunto; pensó en un cuerpo que, al ser despojado de los vestidos, se imponía con su sonriente desnudez sin necesidad de palabras. Pero cuando, apretando el paso, dio con una brigada de policías alertas al tráfico, tampoco esto le incomodó y el panorama le encantó como un campamento en espera de la señal de alarma: con todos sus cuellos rojos, sus jinetes apeados, y el movimiento de las unidades que, saliendo o regresando, representaban un cuadro de guerra.
Tras esta línea fronteriza, aunque no cerrada, Walter apercibió inmediatamente el aspecto oscurecido de la calle —apenas pasaban mujeres— y también los multicolores uniformes de los holgazanes oficiales que animaban aquellas calles, con aspecto de haber sido engullidos por la perplejidad reinante. Mucha gente se dirigía, igual que él, hacia el centro de la ciudad, pero la impresión que causaba era otra; a Walter le pareció un montón de hojarasca y serrín arrastrado por una fuerte ola de viento. Vio también los primeros grupos formados por aquella multitud, los cuales se concentraban, como saltaba a la vista, no sólo llevados por la curiosidad, sino por su indecisión frente a la alternativa de ceder al incentivo de la novedad o de desandar sus pasos. A sus preguntas, Walter obtuvo respuestas diferentes. Unos le dijeron que se trataba de una gran manifestación de fidelidad al Estado; otros creían haber oído que la demostración se dirigía contra el excesivo celo de algunos patriotas; e igualmente divididas eran las opiniones respecto a la pregunta de si la excitación dominante era la del pueblo alemán en protesta contra la condescendencia del gobierno favorecedor de las reivindicaciones eslavas, en cuya creencia coincidía la mayor parte; podía ser también que la excitación se mostrara partidaria del gobierno y exigiera un desfile de todos los bien intencionados kakanienses manifestando su disconformidad por los continuos disturbios. Todos estaban en su misma situación y Walter no se enteró de nada que no hubiera oído ya en su oficina; pero un prurito charlatán que no consiguió sofocar le indujo a seguir preguntando. Y ya fuera que las personas a que se arrimó le contestaron que tampoco ellas sabían lo que pasaba, algunas echándose a reír y otras bromeando a cuenta de su propia curiosidad, el caso es que cuanto más indagó, más unánime se le hizo la conclusión de que algo tenía que suceder, si bien nadie era capaz de explicarle el contenido del acontecimiento. Y a medida que fue observando a la gente vio que cada vez eran más los rostros desbordantes de algo irrazonable, y los remontados sobre su razón. En verdad parecía ya indiferente lo que sucedía o dejaba de suceder; el hecho de que aquello era algo extraordinario bastaba para sacar fuera de sí a todos los circundantes. Y aunque este «salir fuera de sí» se ha de interpretar debilitando la significación literal propia de un sobresalto ligero y corriente se adivinaba un lejano parentesco con olvidados estados de éxtasis y transfiguración semejantes a una tendencia progresiva e inconsciente por huir de la cárcel de los vestidos y de la piel.
Walter, cambiando pareceres y hablando de cosas que él mismo inventaba, se unió a los demás. Éstos procedían de los grupos ya dispersos, de los detenidos en espera, o de los transeúntes indecisos, y formaban un cortejo en movimiento hacia el supuesto lugar del espectáculo. Por momentos, la procesión aumentaba en densidad y fuerza interior, aunque sin intenciones precisas de por medio. Tales fenómenos llevaron a su imaginación el cuadro de un conjunto de conejos, husmeantes alrededor de su guarida, prontos a desaparecer cuando, por cualquier motivo, se propagara una excitación más concreta desde la cabeza de la comitiva, que se había hecho ya invisible, hasta la cola. Un tropel de estudiantes o de otra clase de jóvenes, que acababan de hacer algo y volvían «del frente», chocó contra la multitud; se oyeron voces que nadie pudo entender; mensajes truncados y olas de muda excitación corrieron de arriba abajo; y los hombres, de acuerdo con la naturaleza de cada una de las personas y con lo que habían llegado a captar, mostraron indignación o miedo, agresividad o imperativos morales, y avanzaron en el estado de ánimo al que les habían conducido aquellos sentimientos, diversos en cada uno de los casos. No obstante la posición dominadora de su conciencia, significaban tan poco sus sentimientos que se congregaron fundiéndose en una fuerza viva, común a todos, e influyendo en la musculatura más que en la cabeza. También Walter, ya en medio del cortejo, quedó contagiado y adoptó una vacía postura de excitación semejante al primer estadio de la embriaguez. No se sabe bien cómo se produce esta transformación por la que, en ciertos momentos, algunos hombres caprichosos quedan incorporados a una masa de unívoca voluntad, capaz de cualquier exceso, tanto tratándose del bien como del mal, e incapaz de reflexión incluso cuando los hombres de que consta esa masa hayan acostumbrado a dirigir su vida con medida y circunspección. Probablemente, el desahogo que amenaza una multitud excitada y sin salida para sus sentimientos salta de los raíles cuando éstos se le abren súbitamente; y como es de suponer, serán sobre todo los más sensibles, los más impresionables y los menos resistentes —vale decir también los extremistas, capaces de improvisar actos de violencia o de impresionante magnanimidad— los que darán ejemplo y abrirán el camino. Éstos representan en la masa los puntos de mínima resistencia; pero el grito que no tanto es echado por ella como a través de ella, la piedra que se les pone en la mano, el sentimiento que abrigan, todo esto deja libre un camino en el que se precipitan sin reflexionar los otros, los que han exaltado recíprocamente su excitación hasta el colmo; y ellos mismos dan a las acciones de su ambiente el carácter de acción masiva, la cual se hace sentir por todos, en parte como violencia y en parte como liberación.
Por lo que se refiere a estas excitaciones, que se pueden observar en los espectadores de todo campeonato mundial o en los oyentes de un discurso, la descarga de su psicología no es tan importante como la pregunta sobre sus causas y disposiciones, pues si el sentido de sus vidas estuviera en orden, también lo estaría su falta de sentido, y no presentaría los signos marginales de la imbecilidad. Esto lo sabía Walter mejor que nadie; él tenía pensados no pocos proyectos de mejora, los cuales se le atrepellaban ahora en la cabeza, de modo que él se oponía, acompañado siempre de una hueca y nauseabunda sensación, contra el arrastramiento que, no obstante, le entusiasmaba. En un momento de iluminación de la conciencia, pensó en su esposa: —¡Menos mal que no está Clarisse aquí! ¡Ella no soportaría esta presión! Pero un dolor punzante excluyó entonces la posibilidad de proseguir aquel pensamiento; se había acordado de la clara impresión de enajenamiento que le había producido Clarisse. Walter pensó: —¡Quizá yo mismo estoy loco por no haberlo notado en todo este tiempo! Siguió pensando: —¡¡Pronto lo estaré, si sigo viviendo con ella!! Siguió pensando: —¡No lo creo! Siguió pensando: —¡Pero sí es seguro! Siguió pensando: —¡Su amable rostro se ha convertido entre mis manos en un mamarracho de caricatura! Pero todo esto no lo pudo discernir bien, porque desesperanza y desesperación cegaban su conciencia. Walter sintió simplemente que, a pesar de aquel dolor, amar a Clarisse sería muchísimo más hermoso que hacer número en medio de aquella comitiva; y, esquivando el miedo, se internó más en la densidad de la masa dentro de la que desfilaba.
Entretanto, Ulrich había alcanzado por otro camino el palacio del conde Leinsdorf. Al doblar el portón vio en la entrada dos centinelas y en el patio un poderoso piquete de policía. Su Señoría le saludó con serenidad y le mostró estar bien enterado de que su persona se había convertido en blanco de la indignación popular. —Tengo que hacer una retractación —dijo—. Alguna vez le declaré a usted que uno se puede considerar seguro cuando mucha gente se pronuncia unánime en favor de una cosa, y que algo provechoso tiene que salir de tal postura. Naturalmente, también esto tiene excepciones.
Poco después se presentó el mayordomo con la noticia, recibida entretanto, de que la comitiva se acercaba al palacio, a lo cual él mismo añadió con circunspección la alarmante pregunta de si tendría que cerrar el portón y las contraventanas. Su Señoría sacudió la cabeza. —¡Pero cómo se le ocurre eso! —respondió de buen humor—. Lo único que conseguiríamos mediante tal medida sería darles motivos de alegrarse, pues creerían que tenemos miedo. Además, aquí están todos los guardias que nos ha mandado la Policía. Pero volviéndose a Ulrich, le dijo desmoralizado: —¡Si sólo nos rompieran las ventanas…! ¡Ya he dicho siempre que con gente sabia no se puede ir a ninguna parte! Su interior pareció estar minado por una profunda quemazón que ocultaba bajo una dignificante tranquilidad.
Ulrich se asomó a la ventana en el momento de llegar la multitud. A ambos lados de la carretera marchaban los agentes del orden, apartando del paso a los no manifestantes y arrastrando tras sí como una nube de polvo levantada por el séquito marcial. Más adelante, aquí y allá, aparecía algún vehículo encallado, dividiendo la imperiosa corriente en enormes olas negras sobre las que flotaba saltarina la espuma desleída de los claros rostros. Cuando los manifestantes en cabeza descubrieron el palacio dieron la sensación de haber transmitido una orden moderadora de la marcha; entonces se produjo un progresivo reflujo hacia atrás, las filas del frente se mezclaron unas con otras y recordaron durante unos instantes la imagen de un músculo encogiéndose bajo la acción de un golpe. Un instante más tarde tuvo lugar una sacudida, atravesando el aire con su silbido; resultó algo extraño, pues consistió en un grito de indignación, oído bastante después de haberse abierto las bocas. A golpes consecutivos se erguían los rostros cuando les tocaba entrar en escena y, puesto que los gritos de los más lejanos eran dominados por los de los más próximos, se podía, dirigiendo la mirada al fondo, ver repetirse una y otra vez aquel mudo espectáculo.
—¡He aquí las fauces del pueblo! —dijo muy seriamente el conde Leinsdorf, como si pronunciara una expresión tan obvia como el «pan de cada día». Se había situado detrás de Ulrich y desde allí prosiguió: —Pero ¿qué es lo que dicen en realidad? ¡En medio de tanto ruido no alcanzo a entender ni una palabra!
Ulrich dijo que lo que principalmente gritaban era «¡fuera!».
—Bueno, pero ¿añaden alguna otra palabra?
Ulrich no le dijo que entre el baile confuso de las voces se dejaba captar no pocas veces el grito de «¡Fuera Leinsdorf!». Creía, además, haber distinguido entre las aclamaciones a favor de Alemania el grito de «¡Viva Arnheim!». En lo que hacía referencia a él no estaba seguro, pues los gruesos cristales de las ventanas amortiguaban los sonidos.
A continuación de haber dejado Gerda a Ulrich, éste había ido al palacio, llevado por el imperioso deseo de comunicar, por lo menos al conde Leinsdorf, lo que había llegado a sus oídos, lo cual comprometía a Arnheim más de cuanto podía esperarse; pero se había cuidado hasta entonces de decirlo. Contempló el oscuro movimiento debajo de la ventana, y esto le trajo el recuerdo de sus tiempos de servicio militar, pensamiento que le colmó de una sensación despreciativa, pues se dijo para sí: —¡Una sola compañía de soldados bastaría para barrer esta plaza y dejarla vacía! Casi la veía venir; se imaginó a todos aquellos amenazadores bocazas quedar pasmados con la boca abierta, por cuya gatera salía repentinamente su terror y dejaba paso a un gran pánico. Los bordes de la aglomeración se relajaron y amedrentaron; los labios descansaron ahora vacilantes sobre los dientes; y de pronto, su fantasía transformó la negra multitud y todas sus amenazas en una bandada de gallinas fugitivas ante la presencia del perro. Tal fenómeno imaginativo se desarrolló en él como si todo el mal hubiera vuelto a contraerse y endurecerse; pero la vieja satisfacción de observar el retroceso del hombre regido por leyes morales ante el hombre insensible y atropellado fue, como siempre, una sensación de doble filo.
—¿Qué le pasa a usted? —preguntó el conde Leinsdorf, quien se paseaba de una parte a otra a espaldas de Ulrich, y quien desde allí observó en él un extraño movimiento del que dedujo que Ulrich había tenido que hacerse daño al chocar con alguna arista, para lo cual no aparecía externamente ninguna posibilidad. Como no obtuvo respuesta, el conde, permaneciendo en pie, meneó la cabeza y dijo: —En definitiva, no debemos olvidar que la magnánima resolución por la que Su Majestad ha concedido al pueblo un cierto derecho para tomar parte en las decisiones sobre asuntos de su incumbencia es todavía bastante reciente; es pues, comprensible que no se palpe aún una madurez política digna en todo sentido de la confianza demostrada por nuestro generoso soberano. Creo que otro tanto dije en la primera asamblea.
En vista de esto, Ulrich renunció al deseo de informar a Su Señoría o a Diotima sobre las intrigas de Arnheim; no obstante sus hostilidades, él se sentía más unido a éste que a los demás. Volvió a su cabeza el recuerdo de sus manos en el cuerpo de Gerda, como un gran perro con sus zarpas sobre un cachorro aullante… Ocupado en este pensamiento, cayó en la cuenta de que desde entonces ella no había cesado de atormentarle; pero Gerda desaparecía en cuanto él pensaba en la bajeza que Arnheim se permitía perpetrar contra Diotima. A la historia del cuerpo vociferante que había trasladado al teatro a las dos almas en impaciente espera se le podía, con sólo quererlo, extraer escenas jocosas; y la gente de allí abajo, a la que Ulrich seguía aún con mirada embelesada sin preocuparse del conde Leinsdorf, representaba efectivamente tan sólo una comedia. Esto era lo que fascinaba a Ulrich. Cierto que aquella gente no quería atacar ni devorar a nadie, aunque así lo parecía. La multitud se mostraba muy seriamente encolerizada, pero no se trataba de la seriedad que proporcionan las armas de fuego, ni siquiera de las del cuerpo de bomberos. —No —pensó él—; lo que desarrollan todos esos manifestantes es un acto ritual, un juego sagrado, acompañado de los más profundos sentimientos de agravio, una consecuencia civilizada e incivilizada de las negociaciones sociales que las personas privadas no deben tomar al pie de la letra. Envidiaba a los manifestantes y pensaba: —¡Qué agradables son incluso ahora, cuando intentan hacerse desagradables! La defensa contra el aislamiento, ofrecida por la multitud, era un reflejo que iba de abajo arriba; así, le pareció a Ulrich ver la expresión de su propio destino en el hecho de tener que estar allí privado de toda defensa, lo cual se le hizo tan claro durante unos instantes que creyó ver su propia figura en la calle, al otro lado del cristal, de igual modo que se proyectaba en la pared de la casa. Ulrich presintió que su destino podría mejorar si entonces, montando en cólera y usurpando el lugar del conde Leinsdorf, diera a los puestos de guardia el grito de alarma para así reconocerse, una vez más, como prosélito de aquella misma gente; pues quien juega a cartas y negocia y disputa y se divierte con sus correligionarios puede dejar que disparen contra ellos sin que esto parezca anormal. Existe una forma de acomodación a la vida por la que un hombre permite a su vecino hacer lo suyo sin preocuparse de él, y bajo las mismas condiciones consiente otro tanto a los demás. Es posible que parezca una rara regla, pero no es menos segura que el instinto natural; de ella depende evidentemente el clima familiar de la armónica interdependencia humana; quien no posee esta capacidad de compromiso y es retraído, intransigente y serio, inquieta a los demás de una manera inofensiva, pero nauseabunda, igual que una oruga. En aquel momento, Ulrich se sintió angustiado por la profunda aversión contra la innaturalidad del hombre solitario y contra las experiencias mentales que puede provocar el agitado cuadro de una multitud revuelta por sentimientos naturales y comunes.
Entretanto, la manifestación había aumentado en violencia. El conde Leinsdorf se paseaba nervioso al fondo de la sala, y de vez en cuando echaba una mirada a través de la segunda ventana. Parecía sumido en un gran sufrimiento, a pesar de que procuraba no mostrarlo; sus ojos desorbitados semejaban dos bolas de dura piedra incrustados en las blandas arrugas de su rostro; y a veces extendía los brazos cruzados a sus espaldas, como expresando las duras luchas de su interior. Ulrich se dio cuenta repentinamente de que la masa humana, viéndole pegado a la ventana, le había confundido con el conde. Todas las miradas se dirigieron desde abajo hacia su rostro, y blandieron amenazadores bastones contra él. Pocos pasos más adelante, donde doblaba la calle y parecía perderse entre los bastidores, la masa se difuminaba. Hubiese sido absurdo continuar las amenazas sin espectadores; y de una manera que ellos encontraron muy natural desapareció al mismo tiempo la excitación de sus rostros, y no hubo pocos que se echaran a reír y que se mostraran bulliciosos, como en una excursión. E incluso Ulrich rió al observar aquello; pero los que venían después pensaron que era el conde quien reía, y su furia creció tremendamente; Ulrich se rió entonces de todos ellos a mandíbula batiente.
Pero de pronto cesó su regocijo, hastiado. Y mientras sus ojos recorrían todavía las bocas amenazadoras y los jubilosos rostros, y resistiéndose el alma a recibir otras sensaciones, experimentó en su interior una curiosa transformación. —¡Yo no puedo seguir esta línea de vida! ¡Ya no puedo sublevarme contra ella! —sintió él. Pero simultáneamente pensó también en la habitación que tenía detrás, con sus grandes cuadros colgados en la pared, con su largo escritorio estilo Imperio, con el rígido galón pendiente de la campanilla y con el ropaje de las ventanas. Y esto tenía algo de pequeño escenario; en él estaba actuando; fuera, la obra se desarrollaba sobre un escenario mayor; y aquellos dos escenarios tenían un común denominador, prescindiendo de la presencia de Ulrich. Luego se contrajo la sensación de la sala a sus espaldas; Ulrich forcejeó en su interior y salió fuera de sí abriéndose paso a través de su ser o es-curriéndose por todos sus poros como algo muy fluido. —¡Una curiosa inversión espacial! —pensó. La gente desfilaba a sus espaldas. Atravesando la masa, él había llegado a la nada; pero quizá desfilaba la masa por detrás y por delante y él era acariciado como un guijarro por las rítmicas olas del arroyo: se trataba de un fenómeno tangible sólo a medias. Lo que llamó la atención de Ulrich en aquel fenómeno fue lo vidrioso, la vacuidad y el beatífico reposo del estado en el que se encontraba. —¿Es posible a alguien salir de su propio espacio y entrar en otro secreto? —pensó, pues le había ocurrido algo así como si el azar le hubiera introducido en un nuevo estado por una puerta falsa.
Ulrich sacudió aquellos sueños con un movimiento de todo su cuerpo, y tan violento fue que el conde Leinsdorf se paró sorprendido. —¿Qué le pasa a usted hoy? —preguntó Su Señoría—. ¡Se deja impresionar demasiado! Yo sigo en lo mío: nuestro deber es ganarnos a los alemanes a través de los no alemanes, aunque duela. Ulrich pudo al menos sonreír a aquellas palabras, y miró con agradecimiento al rostro del conde, fijándose a la vez en sus muchas arrugas y motas. Es un momento sensacional el del aterrizaje en avión; el suelo se hincha en toda su redondez y pujanza, elevándose sobre la cartográfica planicie a la que ha estado reducido durante algunas horas, y el viejo significado que recobran las cosas terrestres parece crecer sobre el suelo: he aquí lo que le recordó a Ulrich el rostro del conde. Pero en aquel instante pasó por su cabeza, de un modo inexplicable, la decisión de perpetrar un crimen, o quizá fue solamente una ocurrencia informe, pues Ulrich no asoció a ella ninguna imagen. Es posible que hiciera relación a Moosbrugger, ya que a él le hubiera agradado poder ayudar a aquel loco con quien el destino le había hecho encontrarse tan casualmente como cuando se sientan dos personas desconocidas en el mismo banco de un parque. Pero lo que Ulrich veía realmente en aquel «crimen» era el deseo de quitarse del medio o de abandonar la vida transcurrida con arreglo a los demás. Lo que se llama mentalidad anárquica o misantrópica, ese sentimiento merecido y fundamentado en mil motivos, no se producía ya, nada lo demostraba, simplemente: allí estaba; y Ulrich se acordaba de que le había acompañado durante toda su vida, pero rara vez con tanta fuerza. Se puede decir que todas las revoluciones que hasta ahora han estremecido la tierra han influido en menoscabo del hombre espiritual. Comienzan con la promesa de implantar una nueva cultura, terminan con todo lo hasta entonces logrado por el alma, como si fuera posesión enemiga, y son superadas por la siguiente revolución antes de que la antigua pueda conseguir la altura precedente. Así, los llamados períodos de cultura no son más que una larga serie de empresas fracasadas, encerradas en tiempos retrógrados; y el pensamiento de excluirse de aquella serie no era nuevo en Ulrich. Nuevos eran sólo los signos aumentativos de una resolución, o jamás bien los de un acto, que parecía estar ya en desarrollo. No se esforzó lo más mínimo por dar contenido a aquella representación. De momento le llenó plenamente el presentimiento de que no seguiría otra vez algo general y teórico como aquello de lo que estaba ya cansado, sino que tendría que emprender algo personal y activo en lo que pondría sangre, brazos y piernas. Ulrich sabía que en la hora de aquel «crimen», que su conciencia no había captado aún, no podría hacer frente al mundo, pero Dios sabe por qué le resultaba apasionadamente tierna aquella sensación; iba unida al maravilloso recuerdo espacial del cruce de los dos acontecimientos de uno y otro lado de la ventana, cuyo eco debilitado podía despertar Ulrich en cualquier momento excitándose con unas oscuras relaciones con el mundo; éstas, si Ulrich hubiera tenido más tiempo para reflexionar, le hubieran guiado a la legendaria voluptuosidad de los héroes devorados por las diosas que ellos pretendieran.
Pero lejos de suceder así, Ulrich fue interrumpido por el conde Leinsdorf, quien, entretanto, había puesto fin a su propia lucha. —Yo tengo que perseverar aquí para hacer frente a esta insurrección —comenzó Su Señoría—. ¡No puedo, pues, marcharme! Pero usted, caro amigo, debería ir ahora lo más aprisa posible a hablar con su prima, antes de que la alarmen los sucesos y haga declaraciones inoportunas a los periodistas. Lo que le podría decir usted… —el conde se paró a reflexionar otra vez antes de tomar partido—. Sí, yo creo que lo mejor que le puede decir es que toda medicina fuerte produce efectos fuertes. Dígale además que quien desea mejorar la vida no debe, en circunstancias críticas, arredrarse ante la necesidad de quemar o cortar. Nuevamente se puso el conde a meditar; su resolución parecía ir acompañada de inquietud; su perilla se meneaba perpendicular hacia arriba y abajo cuando su boca se disponía a decir algo cuya expresión difería para pensarlo mejor. Pero al final se dejó llevar un poco de su bondad natural, y prosiguió: —¡Háblele, hasta convencerla, de que ella no tiene por qué temer nada! Jamás hay que tener miedo a los hombres salvajes. Cuanto más haya realmente en ellos tanto más se acomodan a las relaciones reales, si se les da ocasión para ello. No sé si se ha dado usted cuenta de esto, pero nunca se ha registrado todavía una oposición que no haya cesado de enfrentarse al tomar ella en sus manos el timón; esto no es una simple perogrullada, como se podría creer, sino algo muy importante, pues de ello se deriva, si me es permitido expresarme así, el realismo, la fe y la continuidad de la política.