119 — Sabotaje y seducción

POR entonces parecía como si los acontecimientos urgieran un desenlace. También para el director Leo Fischel, perseverante en el trabajo de sabotear las negociaciones de Arnheim, llegó el momento de la satisfacción. Desgraciadamente, la señora Klementine no se encontraba a aquella hora en casa, por lo que Leo tuvo que contentarse con entrar en la habitación de su hija Gerda, llevando en sus manos un diario del mediodía, bien informado generalmente en materia de Bolsa. Se sentó en una silla cómoda, aludió a una insignificante noticia del periódico y preguntó con regalo: —¿Sabes tú ahora, hija mía, por qué nos honra con su presencia ese filósofo financiero?

En casa, Fischel no llamaba de otra manera a Arnheim, para hacer ver que él, serio hombre de negocios, se reía del entusiasmo con que las mujeres de su familia admiraban a aquel rico parlanchín. Y aunque el odio no confiere clarividencia, no pocas veces llega a confirmarse un rumor de Bolsa; la antipatía de Fischel frente al prusiano aceleró la continuación de lo comenzado: —O sea, ¿sabes tú… —repitió intentando cegar los ojos de su hija con el triunfal rayo de su mirada— que pretende poner bajo el control de su trust los yacimientos de petróleo galiciano?

Fischel se levantó entonces, empuñó su periódico como si agarrara a un perro por el cuello y abandonó la habitación, pues se le había ocurrido telefonear a algunas personas para cerciorarse mejor. Tenía la impresión de haber pensado siempre en aquello (como se ve, el efecto causado por las noticias de Bolsa es el mismo que el de la bella literatura), y se mostraba de acuerdo con Arnheim, como si no se hubiese podido esperar otra cosa de un hombre tan razonable y olvidando completamente que hasta entonces le había tenido por un charlatán. No quiso tomarse la molestia de explicar a Gerda el significado de su información; cualquier palabra de más hubiera influido en detrimento de la elocuencia de los hechos. —¡Lo que quisiera es poner bajo el control de su trust los yacimientos de petróleo galiciano! Con el peso de aquella lacónica frase sobre la lengua se retiró añadiendo sólo este pensamiento: —¡Quien sabe esperar sale siempre con ventaja! Una antigua regla de Bolsa que, como toda verdad de Bolsa, completa el conjunto de las verdades eternas.

Apenas salido, el sobrecogedor efecto de la visita se hizo patente a Gerda. Jamás había dado a su padre la satisfacción de poder verla emocionada o sorprendida; entonces, sin embargo, abrió presurosa un armario, sacó el abrigo y un sombrero, se aderezó el cabello y el vestido ante el espejo, permaneció un momento sentada junto al tocador y examinó desconfiada su rostro. Había tomado la resolución de salir en busca de Ulrich. Se le había ocurrido, en el momento de oír la comunicación de su padre, que tal noticia la debía saber Ulrich lo antes posible, pues la situación del ambiente de Diotima le era suficientemente conocida como para comprender la importancia que podría tener para Ulrich la novedad de su padre. Y al instante de decidirse sintió como si sus sensaciones se pusieran en movimiento masivo, retenido por una larga vacilación. Gerda se había impuesto hasta entonces aquella actitud, como si hubiese olvidado la invitación de Ulrich de visitarle; pero en cuanto las sensaciones más próximas lentamente cambiaron de lugar sobre la masa del conjunto sensitivo, las más distanciadas comenzaron a correr incesantemente y a empujar, y ella quedó perpleja; no obstante, la resolución fue tomada sin tomarse en cuenta a sí misma.

—¡Él no me quiere! —se dijo ella al contemplar en el espejo su rostro, que en los últimos días se había alargado. —¡No me puede querer teniendo yo esta cara! —pensó, debilitada. E inmediatamente añadió con obstinación: —¡Él no lo merece! ¡Todo es pura imaginación mía!

Entonces se apoderó de Gerda el desaliento. Los últimos sucesos la habían consumido. Parecía como si sus relaciones con Ulrich le hubieran complicado algo que, en resumidas cuentas, era muy simple. Hans minaba, con sus pueriles caricias, los nervios de la joven; ella trataba a Hans con brusquedad y, al final, también con desprecio; pero Hans respondía con brusquedad todavía mayor, como un muchacho que amenaza hacerse daño a sí mismo. Sin embargo, cuando Gerda se veía precisada de tranquilizarle volvía a caer en sus brazos, y Hans la palpaba como un fantasma, de suerte que los hombros de Gerda enflaquecieron y su tez perdió frescura. Con todos estos tormentos terminó Gerda al abrir su armario para tomar el sombrero; el temor ante el espejo puso fin a sus sugerencias cuando se levantó y precipitó afuera, sin que por eso quedara libre de él.

Ulrich lo comprendió todo, nada más verla entrar; además, Gerda se había echado un velo, según había visto hacer a Bonadea en sus visitas. Temblaba de pies a cabeza e intentaba disimularlo con una actitud artificiosamente desenvuelta que producía un efecto de extravagante rigidez.

—Vengo a verte porque mi padre acaba de comunicarme algo muy importante —dijo ella.

—¡Qué raro! —pensó Ulrich—. ¡Y ahora me trata de tú! Este «tú» brusco le dio rabia; pero para no manifestarla, trató de explicárselo creyendo que el exagerado gesto de Gerda se debería a su intención de quitar a la visita el carácter de fatalidad que tenía y cualquier otro significado extraño, para presentar su aparición como un acontecimiento razonable algo retrasado; pero de esto se podía deducir todo lo contrario: que los propósitos de Gerda se extendían ostensiblemente hasta el último extremo. —Hace ya tiempo que nos tuteamos; y si no lo hacemos de palabra, es sólo porque nos hemos esquivado siempre —declaró Gerda, quien había preparado la escena de paso hacia la casa, previniéndose para la sorpresa que podría producir su aparición.

Pero Ulrich la interrumpió; posó su brazo sobre el hombro de Gerda y la besó. Ella cedió como una vela de cera blanda. Su respiración, sus manos extendidas hacia él, parecían las de una persona inconsciente. En aquel momento sobrevino la crueldad del seductor, irresistiblemente atraído por la indecisión de un alma arrastrada por su propio cuerpo, como un preso en manos de sus verdugos. A través de la ventana penetraba en la habitación el débil resplandor de la tarde declinante de invierno. En uno de los recortes claros estaba Ulrich en pie, sosteniendo a la joven con su brazo; la cabeza resaltaba amarillenta sobre la almohada suave de la luz, y el color del rostro era cetrino, evocando el de un cadáver. Ulrich la besó lentamente a lo largo de toda la superficie libre entre el cabello de la cabeza y el vestido, y tuvo que violentarse ligeramente hasta llegar al contacto de los labios, los cuales salieron al encuentro de los suyos como los gráciles bracitos de un niño al abarcar el cuello de un adulto. Ulrich pensó en el hermoso rostro de Bonadea, aquel que, bajo el influjo de la pasión, le recordaba una paloma con sus plumas erizadas, presa de un ave de rapiña; se imaginó también la gracia escultural de Diotima de la que él no había gozado. En lugar de la hermosura que aquellas dos mujeres estaban dispuestas a ofrecerle yacía ahora ante sus ojos el rostro de Gerda, extrañamente languidecido por el ardor y desesperadamente feo.

Gerda no duró mucho en aquel vigilante delirio. Había creído cerrar los ojos sólo por un corto momento; y mientras Ulrich besaba su rostro le pareció a Gerda como si las estrellas se detuvieran en el infinito del espacio y del tiempo, perdiendo su ser toda noción de límite y cronología; pero al relajar Ulrich sus esfuerzos, Gerda despertó y se independizó posando sobre sus propios pies. Fueron besos de verdadera pasión, y no simplemente simulados y quiméricos, los primeros que acababa de dar y también de recibir, según pudo deducir de sus sensaciones; la repercusión en su cuerpo fue enorme, como si aquel instante la hubiera hecho mujer. En estas cosas suele suceder algo parecido a lo que tiene lugar en la extracción de un diente: aunque después le falta al cuerpo algo que antes poseía, se tiene la sensación de una mayor entereza por haber zanjado definitivamente un motivo de inquietud; y Gerda, en cuanto sintió la vibración de aquel estado, se incorporó rebosante de refrigeradora energía. —¡Todavía no me has preguntado a qué he venido! —echó en cara a su amigo.

—¡A decirme que me quieres! —repuso Ulrich un poco desconcertado.

—No; a decirte que tu amigo Arnheim está engañando a tu prima.

Hace como si estuviera enamorado, pero lo que le anima son muy otras intenciones. Gerda le contó el descubrimiento de su papá.

En Ulrich causó una profunda impresión aquel informe con su sencillez. Se creyó en el deber de poner en guardia a Diotima, quien bogaba a plena vela hacia una fatal decepción. No obstante la maliciosa complacencia con que se representaba aquel cuadro, Ulrich sentía lástima de su hermosa prima. Pero aquel sentimiento estaba poderosamente dominado por un cordial reconocimiento a papá Fischel; y aunque a Ulrich le faltaba poco para proporcionarle algún disgusto, admiraba sinceramente la inteligencia de semejante hombre de negocios chapado a la antigua y condecorado de bellas convicciones, quien había tenido la suerte de encontrar, del modo más sencillo, la clave de ios secretos de un gran espíritu moderno. Tal pensamiento distrajo mucho el estado de ánimo de Ulrich frente a las dulces solicitudes de la presencia de Gerda. Se admiraba de que, pocos días antes, hubiera sido capaz de pensar en la posibilidad de abrir su propio corazón a aquella muchacha. —Y Hans describe esta blasfema imagen de dos ángeles ávidos de amor con el tópico de «saltarse la segunda valla» —pensó él y, como si la acariciara con los dedos, gozó mentalmente de la superficie maravillosamente lisa y compacta de la serena figura que adopta la vida de hoy día, transformada por los comprensibles esfuerzos de Leo Fischel y de sus correligionarios. Así, su única respuesta fue: —Tu papá es maravilloso.

Gerda, obsesionada por la importancia de su propia noticia, había esperado otra cosa. No se imaginaba lo que sucedería como efecto de su informe; lo veía llegar aproximadamente como el momento en que suenan todos los instrumentos de viento y cuerda de una orquesta; la indiferencia que le parecía ver en Ulrich frente a sí le atrajo otra vez el doloroso recuerdo de que él siempre se le había mostrado partidario del término medio, de lo corriente y de la sobriedad. Si bien Gerda se había persuadido entretanto de que aquello significaba una forma espinosa del acercamiento amoroso, cuyo mejor ejemplo lo encontraba ella misma en su alma de muchacha, ahora —cuando ya se amaban, según le decía una voz interior en forma algo infantil—, una desesperada claridad le advertía de que el hombre al que ella entregaba todo no la tomaba muy en serio. Buena parte de su seguridad se desvaneció mediante esta reflexión; pero, por otro lado, a Gerda le resultó extraordinariamente agradable aquel «no ser tomada en serio»; tal sugerencia le ahorraba todos los esfuerzos exigidos por el mantenimiento de sus relaciones con Hans. De este modo, cuando Ulrich alababa a su padre, ella no comprendía por qué lo hacía, pero así veía restablecerse un orden indeterminado, orden que ella violaba al sacar a su papá de sus casillas por causa de Hans Esta confortadora sensación, producida por el retorno al seno de la familia que, además de ser un fenómeno algo raro, Gerda lo celebraba con aquel traspiés, la divirtió de tal manera que opuso delicada resistencia al brazo de Ulrich mientras decía: —Lo que podemos hacer es enlazarnos personalmente; el resto vendrá de por sí. Estas palabras se derivaban de un programa de «Comunidad de acción» y resumían, de momento, la última idea que le quedaba a Gerda de Hans Sepp y de sus compañeros.

Ulrich había vuelto a apoyar su brazo sobre el hombro de Gerda; desde que había oído la información acerca de Arnheim estaba notando que algo importante se le acercaba, pero antes tendría que liquidar aquel encuentro con su amiga. Lo único que experimentó fue la extraordinaria molestia de tener que poner en actos todo lo que el momento requería; por eso volvió a subyugar el cuerpo de Gerda con su brazo, esta vez empleando ese mudo lenguaje que, sin violencia y más elocuentemente que las palabras, advierte que toda resistencia posterior resultará inútil. Gerda sintió caer sobre sus espaldas la virilidad emanada de aquel brazo; había inclinado la cabeza y miraba obstinadamente a su regazo, como si concentrara allí, en el delantal, todos los pensamientos con cuya ayuda quisiera «enlazarse personalmente» con Ulrich, antes de que pudiera suceder lo que tenía que suceder como coronación. Pero a Gerda le pareció que su rostro se iba volviendo cada vez más estúpido y vacío; luego se enderezó, como una ánfora vacía, quedando al final con sus ojos fijos en los ojos del seductor.

Ulrich se inclinó hacia ella y la cubrió de besos, sin consideración; la carne se puso en movimiento. Gerda se incorporó, inerte, y se dejó guiar. Faltaban unos diez pasos para llegar al dormitorio de Ulrich. La joven se apoyó en su amigo como una enferma o como un herido grave. Su andar le pareció extraño, aunque Gerda no se hizo arrastrar, sino que caminó por su propio pie y voluntad. Gerda nunca había experimentado semejante vacío, a pesar de la gran emoción; hubiera creído que se había quedado sin sangre, estaba helada; al pasar por delante de un espejo que parecía reflejar su imagen a una distancia muy grande se dio cuenta de que su rostro se había puesto escarlata y de que presentaba algunas manchas pálidas. De pronto, tal como ocurre en los accidentes trágicos en los que la mirada demuestra a menudo una hipersensible receptividad frente a todo lo simultáneo, Gerda vio alrededor suyo el dormitorio cerrado de un hombre con todos sus detalles. Se le ocurrió pensar que, poniendo más prudencia y cálculo en la acción, quizá hubiera podido entrar allí como esposa, realidad que la hubiera hecho muy feliz; sin embargo, Gerda buscó palabras para hacer ver que no le interesaban las ventajas, sino que lo inico que quería era entregarse gratuitamente. Tales palabras no le vinieron, por lo que se dijo: —¡Adelante! —y abrió el cuello de su vestido. Ulrich la había dejado; por su cabeza no pasó la idea de prestar a Gérda el delicado y amoroso servicio de desnudarla. Retirado a un lado, se quitó sus propios vestidos. Gerda contempló el cuerpo del hombre gallardo y poderoso, con su equilibrada acometividad y belleza. Se asustó al ver el suyo propio con carne de gallina, a pesar de no haberse despojado aún de la ropa interior. Nuevamente buscó palabras de auxilio. ¡Su situación le resultaba demasiado embarazosa! Lo que intentaba decir debería convertir a Ulrich en su amante de la manera que ella pensaba, mediante una colocación dulce e infinita, para lo cual no era preciso hacer aquello que se imaginaba. La escena resultó tan maravillosa como confusa. Gerda se vio frente a él por unos instantes, en medio de un inmenso campo de cirios plantados en el suelo como pensamientos en hilera, e inflamados a sus pies bajo la acción de una única señal. Pero no pudiendo pronunciar ninguna de aquellas palabras, se sintió desastrosamente fea y miserable, sus brazos temblaron, le faltaron las fuerzas para acabar de desnudarse y sus exangües labios se apretaron enérgicamente el uno contra el otro para impedir su despliegue sin palabras.

En tal estado de cosas intervino Ulrich, quien, observando el tormento en que estaba sumida y viendo amenazado con la ruina lo que tanto le había costado hasta entonces, se acercó a ella y le soltó los tirantes. Gerda se deslizó hasta la cama como un muchacho. Ulrich examinó durante unos instantes los movimientos de la adolescente desnuda, los cuales hicieron tan poca relación al amor como el reverbero de un pez. Creyó adivinar que Gerda había determinado superar lo más rápidamente posible un lance imposible ya de evitar; y fue en el momento de seguirla cuando más claro vio que la apasionada irrupción en un cuerpo extraño es prolongación del placer que el niño encuentra en el juego secreto y criminal del escondite. Sus manos se posaron sobre la piel áspera de la joven, irritada todavía por el miedo, y sintió horror en vez de atracción. No le agradó aquel cuerpo medio fofo e infantil; lo que Ulrich hizo le pareció a él mismo absurdo. De mejor gana hubiera abandonado el lecho; y para evitar la huida tuvo que emplear toda clase de pensamientos útiles a tal objeto. Consecuentemente, Ulrich trató de reunir a toda prisa en su cabeza cuantos motivos se suelen citar para adoptar un comportamiento carente de seriedad, de fe, de miramientos y de satisfacción; y en el hecho de entregarse sin resistencia encontró, ya que no el pasmo del amor, sí una emoción medio frenética que hacía pensar en una matanza, en un asesinato con estupro o, si se puede dar, en un suicidio sadista; o sea, en un embargo de los demonios del vacío, ocultos detrás de cada escena de la vida.

Aquella situación evocó de repente a Ulrich, por una confusa asociación de ideas, su antigua lucha nocturna con unos bribones, y esta vez quiso reaccionar con más rapidez, pero en el mismo momento comenzó algo impresionante. Gerda había transformado en voluntad todos sus recursos interiores, y la había empleado en combatir el vergonzoso miedo que la cohibía; se sintió como a punto de ser ejecutada. Pero en el momento en que Ulrich se le acercó con su desacostumbrada desnudez y la tocó con sus manos, el cuerpo de Gerda se despojó de voluntad. Todavía sintió en algún recóndito rincón de su pecho una indecible amistad, el tierno y trémulo deseo de abrazar a Ulrich, de besar su cabellera, de seguir con sus propios labios la voz de él, y se figuró que, si llegara a tocar el verdadero ser del amigo, se derretiría su propio ser como copos de nieve encerrados en una mano caliente. Pero su Ulrich era el que, vestido como de costumbre, se movía en los conocidos cuartos de su casa paterna y no este hombre desnudo, cuya hostilidad adivinaba y que no tomaba en serio su propio sacrificio, aunque tampoco le daba ocasión de recobrarse. Gerda repentinamente dio un grito sin darse cuenta. Como una nubecilla, como una pompa de jabón; aquel grito quedó suspendido en el aire y luego le sucedieron otros. Fueron pequeños suspiros, salidos del fondo de su pecho como si estuviera forcejeando contra alguna cosa, un gemido del que se desataban y redondeaban agudos ayes. Sus labios se retorcieron sin descanso, rezumaron humedad en un momento de mortal lascivia; hubiera querido saltar, pero no podía incorporarse. Sus ojos no le obedecieron ya y dieron signos de falta de control. Gerda suplicó indulgencia, como el niño que ha merecido un castigo o que va a ser llevado al médico y no puede dar un paso más, retorcido y destrozado de tanto llorar. Protegiendo los pechos con sus manos, amenazó a Ulrich con las uñas, al mismo tiempo que apretaba espasmódicamente sus largos muslos. Aquella rebelión de su cuerpo contra sí misma fue tremenda. Tuvo la clara impresión de presenciar una comedia, pero se vio sentada y sola y desamparada en medio de los palcos vacíos y no pudo impedir que su propio destino se representara entre violencia y gritos, y que ella misma interviniera involuntariamente interpretando su propio papel.

Ulrich fijó horrorizado su atención en las pequeñas pupilas de los velados ojos de Gerda, de los cuales surgía una mirada extrañamente rígida; y contempló, petrificado, los raros movimientos en los que se entrecruzaban, de una manera inenarrable, deseo y prohibición, ánima y animalidad. Sus ojos le transmitieron furtivamente la impresión causada por la piel pálidamente dorada, con los negros pelitos que, en las partes donde se condensaban, parecían teñidos de rojo. Poco a poco fue dándose cuenta de que se le aproximaba una crisis de histeria, pero no sabía qué remedio poner. Temía que aquellos menudos gritos que le daban tanto pánico pudieran elevar el tono. Pensó que un violento rugido tendría que ser capaz de cortar semejante acceso, quizá también un golpe repentino. El imponderable quid de evitabilidad, unido al horror, le hizo creer que un hombre más joven intentaría quizá continuar su irrupción sobre Gerda. —Quizá se pudiera abrir paso por aquí —pensó él—. Quizá no convenga ceder a estas alturas a las que ha llegado la muy tonta. Ulrich no hizo nada de aquello, pero no pudo evitar que tan insidiosos pensamientos cruzaran su mente; sin querer y sin interrupción susurró a Gerda palabras de consuelo, le prometió que no le haría daño, le declaró que aún no había sobrevenido nada de especial sobre ella, le pidió perdón, y toda aquella hojarasca de palabras a Ulrich le pareció tan ridicula e indigna que tuvo que resistir la tentación de tomar una almohada y ahogar con ella aquella boca cuyos sonidos no había modo de acallar.

Al fin cedió el acceso por sí solo y el cuerpo se tranquilizó. Los ojos de la joven se humedecieron; se sentó sobre la cama; los pequeños pechos colgaron lacios sobre su cuerpo, no controlado todavía por la conciencia; y Ulrich, respirando hondo, volvió a sentir toda la aversión contra lo inhumano, contra lo simplemente corporal del acontecimiento al que había tenido que hacer frente. Luego se reintegró a Gerda la conciencia normal; algo se abrió en sus ojos, de modo semejante a como sucede al fin del sueño: no obstante tener los ojos abiertos, tarda uno algunos momentos en despertar. Miró al frente durante unos instantes, ajena aún a la realidad; después vio su desnudez, contempló a Ulrich, y la sangre regresó a su rostro en forma de olas. A Ulrich no se le ocurrió otra cosa que repetir una vez más lo ya susurrado; cargó el brazo sobre el hombro de Gerda, la apretó contra su pecho en un gesto consolador y le rogó no dar importancia a lo acaecido. Gerda recobró así el estado de ánimo en que se había encontrado al sorprenderle el acceso, pero le pareció todo extrañamente lívido y abandonado. El lecho abierto, su desnudo cuerpo en los brazos de un hombre diciéndole cosas con especial solicitud, y las sensaciones que la habían conducido hasta allí: bien sabía ella lo que aquello significaba, pero también sabía que entretanto había pasado algo horrendo, de lo cual se acordaba confusamente y a disgusto; y aunque no dejó de advertir que la voz de Ulrich se había hecho ahora más tierna, ella lo atribuyó a la suposición de que Ulrich la consideraba enferma y pensó que él era quien la había enfermado. Sin embargo, ya todo le daba igual, y el único deseo que tenía era el de desaparecer de allí sin tener que decir ni una palabra. Gerda bajó la cabeza, echó de sí a Ulrich, buscó su combinación y se la vistió metiéndosela por la cabeza, como un niño o como una persona a la que ya nada interesa. Ulrich la ayudó. Le puso incluso las medias, estirándoselas sobre las piernas, y también tuvo la impresión de vestir a un niño. Gerda flaqueó al poner por primera vez los pies sobre el suelo. El recuerdo le habló de los sentimientos con que había abandonado la casa paterna a la que ahora volvía. Comprendió que no había superado la prueba, y se sintió profundamente infeliz y humillada. Nada contestó a cuanto le dijo Ulrich. Desde muy lejos del presente le vino a la memoria que él se había permitido una vez la broma de afirmar que la soledad le llevaba a cometer excesos. Gerda no se había enfadado por eso. Simplemente, no quería volver a oír lo que acababa de decirle Ulrich. Éste se ofreció a llamar a un coche; Gerda sacudió la cabeza, se puso el sombrero sobre el cabello desordenado y se fue sin mirarle. Ulrich, al verla salir ahora con el velo en la mano, se consideró un muchacho, pues no la debía haber dejado marchar en aquel estado; pero ¡qué iba a hacer si no se le ocurrió ningún pretexto para retenerla! Él mismo estaba aún a medio vestirse, ya que había tenido que ayudar a Gerda en semejante menester; esto confirió a la gravedad en que quedaba cierto carácter de inconclusión, como si tuviera que terminar de atarse los pantalones antes de poder decidir lo que habría de hacer con su persona.