WALTER se cambió de traje mudando el de la oficina por otro mejor, y se anudó la corbata ante el espejo de Clarisse, el cual, no obstante su forma ovalada conforme a la última moda, no parecía ser de buena calidad ni estar en buenas condiciones, pues reflejaba una imagen deformada; y sin profundidad. —¡Tienen mucha razón —dijo ella con enfado—, esa célebre Acción es una engañifa!
—¿Y qué consiguen con gritar? —dijo Clarisse. —¿Y a qué conduce hoy seguir viviendo? Cuando salen a la calle, al en os forman un cortejo procesional; el uno siente el cuerpo del otro. ¡No piensan ni escriben; algo resultará de ahí!
—¿Crees tú que la Acción merece este escándalo?
Walter se encogió de hombros. —¿No has leído en el periódico la solución que han presentado los confidentes alemanes al presidente del Consejo de Ministros? ¿La aflicción y los perjuicios ocasionados a la población alemana y demás? ¿La irónica determinación del Club checo? ¿Y la insignificante noticia de que los diputados polacos se han dirigido a sus correspondientes comicios? Quien sepa leer entre líneas se dará cuenta de que esta pequeña novedad es la más elocuente, pues los polacos, de los que depende siempre la decisión, desamparan al gobierno. La situación es crítica. No ha sido muy oportuno provocar una inquietud general mediante la Acción patriótica.
—Esta mañana —contó Clarisse— he visto en la ciudad a la policía montada; todo un regimiento. ¡Una mujer me ha dicho que va a ocupar puestos secretos!
—¡Natural! ¡También el ejército está preparado en los cuarteles!
—¿Crees tú que va a ocurrir algo?
—¡Eso no se puede saber!
—¿Cabalgan a través de la gente? ¡En realidad, es horrible imaginar que ahora deberemos andar entre caballos!
Walter había vuelto a anudar su corbata y se la ajustó de nuevo. —¿Te ha sucedido eso alguna vez? —preguntó Clarisse.
—Siendo estudiante.
—¿Y nunca más?
Walter dio con la cabeza una respuesta negativa.
—¿No has dicho antes que el culpable de lo que acaezca será Ulrich? —Clarisse quiso cerciorarse de si era verdad.
—¡Eso no lo he dicho yo! —protestó Walter—. Los acontecimientos políticos le son a Ulrich, por desgracia, indiferentes. Lo único que he dicho es que no desdice de él provocar desaprensivamente cosas semejantes; la culpa la tiene el círculo que frecuenta.
—Iría con gusto a la ciudad contigo —reveló Clarisse.
—¡De ningún modo! ¡Te excitarías demasiado! —contestó Walter con gran energía. En la oficina se había enterado de lo que sería la manifestación, y quería mantener a Clarisse alejada del conflicto. La histeria provocada por una gran multitud no era para ella; a Clarisse había que tratarla como a una mujer embarazada. A Walter casi se le atragantó esta palabra, la cual, en la frágil susceptibilidad de su amada, entrañaba insensiblemente el disparatado calor del embarazo. —Pero se dan nexos que sobrepasan los conceptos ordinarios —se dijo él, no sin orgullo. Luego propuso a Clarisse: —Si tú quieres, me quedaré también yo en casa.
—No —replicó ella—; por lo menos has de presenciarla tú.
Lo que Clarisse quería era quedarse sola. Al contarle Walter los detalles de la inminente manifestación y al describirle la forma en que se desarrollaría, Clarisse se había representado la imagen de una serpiente cubierta de escamas y en movimiento. Deseaba convencerse de la realidad de tal visión sin antes hacer comentarios.
Walter ciñó el talle de Clarisse con su brazo. —¿Qué hago? ¿Me quedo también yo en casa? —dijo él.
Clarisse apartó el brazo, cogió un libro de la pared e ignoró a Walter. Era un tomo de su venerado Nietzsche. Pero él, en lugar de simplemente dejarla a solas, le pidió: —¡Déjame ver lo que te ocupa!
Era hacia el atardecer. Un vago presentimiento de primavera dominaba la vivienda, como si se oyeran los trinos de los pájaros, ensordecidos por los cristales y muros; un sofisticado perfume de flores ascendía del barniz del suelo y también de los muebles tapizados y de los recién lustrados picaportes de latón. Walter tendió el brazo hacia el libro. Clarisse estrechaba el libro con las dos manos y sus dedos sujetaban las páginas abiertas.
Entonces estalló una de aquellas tremendas escenas tan frecuentes en aquel matrimonio. Todas tenían el mismo modelo: el escenario del teatro se oscurecía y dos palcos, el uno frente al otro, se iluminaban; en uno estaba Walter, en el otro Clarisse, destacada entre las mujeres y hombres perdidos en la negra profundidad; Clarisse abría la boca y a continuación contestaba Walter; todos escuchaban conteniendo la respiración, pues se trataba de un espectáculo visual y musical como no hay otro. Así sucedió también en aquella ocasión, cuando Walter extendió suplicante el brazo; y Clarisse, a pocos pasos de él, apretó el dedo sobre una página del libro abierto. Ella había dado casualmente con un pasaje donde el maestro hablaba sobre el empobrecimiento que supone la decadencia de la voluntad, manifestado en todos los aspectos de la vida a través de una exuberancia de detalles con menoscabo del conjunto. —¡La vida reducida a su mínima expresión! ¡Y tan pobre! Conservaba todavía esta frase en la memoria, y del resto, que se le había esfumado antes de repetir Walter su molesta intervención, recordaba únicamente el sentido aproximado; y he ahí que Clarisse, no obstante las desfavorables circunstancias, hizo un gran descubrimiento: el maestro hablaba en aquella página acerca de todas las artes y hasta de todas las formas de la vida humana, pero se servía sólo de ejemplos traídos de la literatura; dado, pues, que Clarisse no entendía de generalidades, descubrió que Nietzsche no había alcanzado a comprender la trascendencia de sus pensamientos, ya que también eran aplicables a la música. Al mismo tiempo oyó el enfermizo tecleo de su marido al piano, como si sonase en cuerpo y alma. En sus expresivas pausas, la estacionaria dispersión de los sonidos —apenas empezaban los pensamientos de Walter a rondar a su esposa y, para citar otro pasaje del maestro «el nexo accesorio de la moral» se sobreponía en él al «artista»— parecía brotar como solicitándola en silencio. Ella creía ver la música asomada al rostro de su consorte; luego se encendían los labios de Walter y hacía como si se hubiera cortado un dedo y cayera desmayado. El mismo aspecto presentaba ahora mientras extendía el brazo sonriente y nervioso. Naturalmente, Nietzsche no había podido saber tanto; sin embargo, era un signo significativo que ella hubiera coincidido sin querer, precisamente en aquella página. Y viendo, oyendo y comprendiendo Clarisse todo esto de una vez, cayó sobre ella el rayo de la inspiración. Se hallaba en lo alto de un monte muy elevado llamado Nietzsche; éste había sepultado a Walter en sus entrañas; pero en cuanto a ella, Nietzsche apenas alcanzaba a tocarle la planta de los pies. «La filosofía y la poesía aplicadas» de la mayor parte de los hombres que no son capaces de crear ni incapaces de sentir ocultan una refulgente aleación compuesta de una pequeña divergencia personal y de un gran pensamiento extraño.
A todo esto, Walter se había levantado y se acercaba a Clarisse. Había decidido no asistir a la manifestación, a pesar de que hubiera querido tomar parte, y había resuelto quedarse al lado de su mujer. Al acercarse a Clarisse, Walter observó cómo se apoyaba de mala gana en la pared, y aquella postura femenina, adoptada expresamente para mostrar su negación ante el hombre, no bastó para contagiarle su repugnancia, sino que despertó en él imágenes viriles, muy apropiadas para excitar el deseo. Un hombre debe estar siempre dispuesto a mandar y a imponer su voluntad al recalcitrante; pero aquel imperativo que sintió Walter de acreditarse como hombre significó de repente tanto como la lucha contra los esparcidos restos de sus supersticiones juveniles, cifradas en la creencia de la necesidad de llegar a ser algo especial. —¡No hay por qué ser especial! —se dijo. Le pareció una cobardía no poder pasar sin esta ilusión. —En todos nosotros se registran excesos —pensó desdeñoso—: enfermedad, pavor, soledad, malicia; cada uno de nosotros podría hacer algo de lo que ningún otro es capaz, pero esto no significa nada. A Walter le amargaba la manía de desarrollar necesariamente lo desacostumbrado, en vez de reabsorber las excrecencias corruptibles, en vez de asimilarlas orgánicamente y de rejuvenecer con ellas la sangre burguesa propensa a una excesiva tranquilidad. Así pensaba mientras esperaba el día en que la música y la pintura no fueran más que una distinguida forma de distracción. El deseo de Walter de tener un hijo pertenecía a esta clase de deberes; el apremio que le había dominado en su juventud de hacerse un Titán o un Prometeo se presentaba ahora como última consecuencia, y consistía en aceptar, algo exageradamente, la fe en la verdad de que hay que empezar por ser como todos los demás. Entonces se avergonzó de no tener hijos; hubiera deseado cinco, si se lo hubieran permitido Clarisse y sus ingresos, pues le urgía la idea de hacerse centro de un cálido centro de vida; y anhelaba poder superar el promedio humano de la medianía reinante en la vida, sin pensar en la contradicción que esta exigencia contiene.
Quizá fue por haber reflexionado o dormido demasiado antes de disponerse a salir y antes de comenzar aquella conversación; el caso es que se le recalentaron las mejillas. Clarisse había comprendido, al parecer, por qué se había acercado Walter a su libro; aquella sintonización de ambas posturas, a pesar de las dolorosas señales de aversión, movió misteriosamente a Walter, de manera que tuvo que resentirse su brutalidad y despedazarse su sencillez. —¿Por qué no quieres enseñarme lo que has leído? ¿Por qué no hablamos de ello? —rogó él.
—¡No se puede «hablar»! —musitó Clarisse.
—¡Pero qué exaltada estás! —exclamó Walter. Intentó cogerle el libro abierto, pero Clarisse lo sujetó, tercamente junto a sí. Después de unos momentos de lucha, Walter pensó: —¿Qué es lo que pretendo hacer con el libro? —y dejó en paz a Clarisse. Con tal resolución se hubiera puesto fin al asunto si Clarisse, en el instante mismo de quedar libre, no se hubiera adosado nuevamente a la pared, simulando, con su gesto de pertinaz encerramiento, la necesidad de esquivar la amenazadora violencia. Clarisse quedó sin respiración, pálida, y gritó a Walter con voz ardiente: —En lugar de hacer algo de provecho, quisieras perpetuarte en un hijo.
Esta frase salió de la boca de Clarisse como una llama venenosa dirigida a Walter, quien inconscientemente repitió:
—¡Hablemos!
—¡No me da la gana; eres insoportable! —respondió Clarisse apoderándose nuevamente de sus medios vocales y usando de ellos bien consciente de su objetivo; éstos ocasionaron un estrépito semejante al producido por una vasija pesada de porcelana al caer al suelo entre los pies de ambos. Walter dio un paso y miró sorprendido a su esposa.
Las palabras de Clarisse no habían sido tan malintencionadas. Lo único que había sentido era miedo de ceder por bondad o por indolencia; Walter hubiera fajado entonces con pañales a su mujer y a sí mismo, y aquel momento era el menos indicado para hacerlo. La crisis se había hecho «aguda»; Clarisse sintió en su cabeza la palabra, grabada en gruesos trazos. Walter la había pronunciado para explicarle por qué salía la gente a la calle, pues Ulrich, liado con Nietzsche por haberles regalado sus obras en el día de su boda, se encontraba en el lado opuesto hacia el que se dirigiría la punta en caso de ataque. Nietzsche acababa de suministrar un dato a Clarisse: si ésta se veía en lo más alto de un «monte elevado», ¿qué es un monte elevado sino un montón de tierra en forma de punta? Se trataba de relaciones especiales, difíciles de interpretar, que incluso Clarisse no veía claras; pero precisamente por esto quería quedarse sola y echar de casa a Walter. El odio salvaje reflejado entonces en su rostro no era odio puro ni verdadero, sino sólo furia física desconectada de su persona, un «despacho musical», corriente también en él; y así sucedió que Walter, después de mirar con gran asombro a su mujer, se sintió repentinamente invadido por una tardía lividez; enseñó los dientes y respondiendo a la frase con la que ella le había calificado de «insoportable», dijo: «¡Ten cuidado con el genio! ¡Sobre todo tú, guárdate!»
Walter gritó todavía más que ella, y la oscura profecía le pareció horrible a él mismo, porque se había abierto camino a través de la garganta con mayor fuerza que la que él mismo poseía. De pronto toda la habitación se le puso negra, como si se hubiera producido un eclipse de sol.
También a Clarisse le había impresionado.
Una emoción tan fuerte como un eclipse de sol tampoco es una insignificancia; y como siempre, también en aquella ocasión estallaron de golpe los celos de Walter frente a Ulrich. ¿Por qué le llamó genio? Ante Walter se presentaron de repente algunos viejos cuadros: Ulrich regresando a casa en uniforme, un bárbaro que ya contaba intrigas con auténticas mujeres, mientras que Walter, aunque de más edad que él, seguía haciendo poesías a las inánimes estatuas del parque. Más tarde: Ulrich trayendo a casa nuevas noticias acerca del espíritu de la precisión, de la velocidad y del acero; pero para el humanista Walter aquello era como la invasión de una tribu bárbara. Frente al amigo menor, Walter siempre había sentido la secreta desazón de considerarse más débil en cuerpo y en espíritu de iniciativa; o si se prefiere, en sí mismo había visto espíritu y en el otro sólo voluntad bruta. Walter, afirmándose cada vez más en aquella convicción, se repetía el mismo cuadro de relaciones: él, accionado por la hermosura y por la bondad; Ulrich, meneando la cabeza. Estas impresiones no se borran nunca. Si Walter hubiera conseguido leer la página por la que luchaba con Clarisse, no habría sabido ver en ella una crítica de sus propias cavilaciones artísticas —como Clarisse entendía— en aquella separación de la voluntad que, aislada del conjunto, posaba su atención en los detalles; más bien se hubiera convencido de que contenía un magnífico retrato de su amigo Ulrich, comenzando por la valoración excesiva de los detalles propia del supersticioso empirismo moderno, y terminando con la prolongación de este bárbaro desmoronamiento. Este fenómeno había tenido lugar en el yo al que él había llamado «hombre sin atributos» o «atributos sin hombre», definición aprobada por Ulrich en su megalomanía. Todo esto había querido decir Walter al pronunciar la palabra «genio» en medio de su invectiva, pues creía que, si había alguno con derecho a considerarse una individualidad solitaria, ése era él mismo. Sin embargo, había renunciado a hacerlo para volver a sus naturales tareas de hombre, sintiéndose entonces por delante de su amigo en toda una era. Pero mientras Clarisse callaba ante el improperio de Walter, éste pensó: —¡Como añada ahora una sola palabra a favor de Ulrich, no se la aguanto! El odio sacudió su cuerpo, como accionado por el brazo de Ulrich.
En su desmedida excitación, Walter sintió el imperativo de calarse el sombrero y de echar a correr. Se precipitó a través de las callejuelas de la ciudad sin preocuparse de adonde iba. Las casas, como en un sueño, doblaron sus crestas por la acción del viento. Sólo después de unos instantes Walter moderó su paso; entonces miró a la cara de las personas que pasaban delante suyo. Aquellos rostros que le contemplaban con amabi-lidad le tranquilizaron. Y luego, en cuanto se lo permitió su conciencia —ajena a aquel fenómeno de su fantasía—, se dispuso a exponer a Clarisse su interpretación. Pero las palabras brillaron en sus ojos y no en sus labios. ¿Cómo se ha de describir la felicidad que uno tiene cuando se siente entre hombres y hermanos? Clarisse hubiera dicho que a Walter le faltaba originalidad. Pero el abrupto aplomo de Clarisse era algo inhumano y él estaba dispuesto a no ceder ante las presuntuosas exigencias de su mujer. Walter sentía el penosísimo deseo de verse sometido a un orden, junto a ella, en vez de vagar en la abierta locura del amor y de la anarquía personal. —En todo lo que se es y se ejecuta, incluso cuando uno se sitúa en contra de los demás se siente la existencia de un movimiento impulsivo hacia ellos. Aproximadamente ésta hubiera sido la respuesta de Walter, pues siempre había tenido suerte en su trato con las personas; incluso en la disputa las había atraído, así como también ellas a él. De este modo, la idea de que en la comunidad humana rige una ley de compensación que premia los esfuerzos y que acaba siempre imponiéndose había venido a ser en su vida una firme convicción. Se le ocurrió pensar que hay hombres que son seductores de pájaros; los pájaros vuelan gustosos hacia ellos, y con frecuencia tales hombres tienen la misma expresión que los pájaros. No le cabía duda de que todo hombre oculta un animal con el que vive de una manera inexplicable. Esta teoría era de su propia cosecha, aunque no científica; creía que las personas amantes de la música intuyen muchas cosas inaccesibles a la ciencia, y ya desde su niñez había sabido que su animal era una especie de pez. Los peces le habían cautivado siempre, pero en su entusiasmo se había mezclado algo de horror; el comienzo de sus vacaciones se lo dedicaba Walter a ellos con verdadero apasionamiento; entonces era capaz de pasarse horas a la orilla del agua, entretenido en extraer los peces de su elemento mediante el anzuelo, y exponiendo sus cadáveres sobre la hierba hasta que de repente ponía fin a su actividad con un hastío que rayaba en el espanto. Y el pescado en la cocina era una de sus más viejas pasiones. El armazón descarnado era depositado en un recipiente navicular, esmaltado de verde y blanco como hierba y nubes, y con agua a media altura; en ella nadaban los esqueletos —relacionados por algún motivo con las leyes del reino culinario— hasta que, una vez dispuesta la comida, iban a parar al montón de la basura. Aquella vasija había atraído misteriosamente al muchacho, quien, vuelto a ella repetidas veces bajo pueriles pretextos, perdía el uso de la palabra al ser preguntado por las razones. Hoy quizá hubiera respondido que el encanto de los peces está en el hecho de no pertenecer a dos elementos, sino a uno. ¡Él los vio otra vez ante sí, como los había visto frecuentemente en el profundo espejo de las aguas! Y ellos no se movían, como Walter, sobre el suelo. El suelo era el límite de un segundo elemento vacío, sin que ni el uno ni el otro fuera su ambiente. (Así pensó Walter trabando irreflexivamente aquel pensamiento, ligado a una tierra a la que tocaba sólo en la pequeña superficie ocupada por los pies y elevándose con el cuerpo entero en medio de un aire en donde uno se caería y al que desplaza de su lugar). Lo que verdaderamente acogía a los peces era su propio suelo, su aire, su bebida, su comida, su terror ante el enemigo, el oscuro impulso de su amor y su tumba. Los peces se movían en el medio ambiente por el que eran movidos, que es lo que le sucede al hombre únicamente en el sueño, o quizá también al experimentar el nostálgico deseo de sobreprotegerse al amparo del acariciador cuerpo maternal, creencia que comenzaba entonces precisamente a ponerse de moda. Pero ¿por qué mataba Walter los peces y los sacaba afuera? ¡Esto le proporcionaba un placer indecible, sagrado! ¡Y él no quería saber por qué; él, Walter, el enigmático! En una ocasión, Clarisse había llamado a los peces «burgueses acuáticos». Walter se estremeció, ofendido. Y en aquel estado imaginario en que él se encontraba y pensando en todo mientras cruzaba presuroso las calles y miraba a los rostros de las personas circundantes, el tiempo había tomado un aspecto inmejorable para ir a la pesca; no llovía aún, pero una densa humedad caía del cielo, oscureciendo las aceras y la calzada, según pudo observar él mismo. Las personas que por allí caminaban parecían haberse vestido de negro; llevaban sombreros rígidos, pero el cuello de la camisa suelto. Walter no se admiró de ello. En todo caso, no eran burgueses, sino que, al parecer, salían de una fábrica divididos en grupos; otros hombres, que probablemente no habían terminado todavía la jornada de trabajo, se escurrían más aprisa entre ellos, como Walter. Se sentía muy dichoso; únicamente le estorbaban un poco los desnudos cuellos que le hacían pensar en algo inquietante y sospechoso. De repente manó agua del cuadro; los hombres salieron en desbandada; un intermitente de luz blanca rasgaba el aire; los peces caían; y sobre todo ello se destacó una voz temblorosa, tierna, ajena al parecer a aquella situación: la llamada a un pequeño perro por su nombre.
Estas últimas alteraciones fueron tan independientes de la voluntad de Walter que incluso le sorprendieron. No se había dado cuenta de que sus pensamientos habían desbarrado produciendo diversos cuadros a una velocidad inconcebible. Alzó los ojos y miró al rostro de su joven esposa, descompuesta todavía por el tedio. Walter se sintió muy inseguro. Se acordó de que había querido explicar detalladamente un reproche; su boca seguía aún abierta. Pero él no sabía si desde entonces habían pasado minutos, segundos o sólo milésimas de segundo. Entretanto, el orgullo le calentó un poco, como un ambiguo escalofrío propagado por la piel a continuación de un baño de agua fría. He aquí lo que aproximadamente quiso decir: —Ved de qué soy capaz. No menos avergonzado se sintió ante aquella explosión subterránea; hacía poco que había estado a punto de afirmar que la sistematización, la autodisciplina y la habilidad de presentarse uno como pequeña parte de un vasto conjunto valía espiritualmente mucho más que las anormalidades; y ahora aparecían sus convicciones con las raíces fuera, adherido a ellas el fango volcánico de la vida. Por eso, el sentimiento más fuerte que había tenido desde que había vuelto en sí era en realidad el pavor. Walter veía seguro que algo horroroso iba a sucederle. Aquel miedo carecía de contenido razonable; pensando todavía casi a ciegas se hacía a la idea de que Clarisse y Ulrich intentaban arrancarle de su imaginación. Recogió sus pensamientos para sacudir aquel sueño que estaba teniendo en estado de vigilia, y quiso decir algo que preparara un razonable desenlace de la conversación, paralizada por su violencia. Una frase esperaba ya en la punta de su lengua, pero le retuvo el presentimiento de que sus palabras se habían retrasado, la sospecha de que entretanto se había dicho y hecho alguna otra cosa sin él saberlo; y de repente, reenhebrando el hilo del tiempo, oyó cómo Clarisse le decía; —¡Si quieres matar a Ulrich, mátalo de una vez! ¡Tienes demasiada conciencia; el artista sólo puede hacer buena música prescindiendo de la conciencia!
Pasó un tiempo larguísimo hasta que le dio a Walter por entenderlo. A veces una cosa se comprende cuando uno se enfrenta a ella con una respuesta, y él no se atrevió a responder por temor a revelar su ausencia. Y en esta arriesgada situación comprendió o se convenció de que Clarisse había dado verdaderamente origen a los inquietantes pensamientos con que acababa de entretenerse. Ella tenía razón al creer que Walter, si le hubieran permitido todos sus deseos, a menudo no hubiera tenido otro que el de ver muerto a Ulrich. Así ocurre no pocas veces en amistades que no se disuelven tan rápidas como el amor cuando tocan vehementemente al valor de la persona. Pero aquel deseo no era tan sangriento, pues en el instante en que se imaginaba ver a Ulrich cadáver se le representaba en seguida, al menos parcialmente, el antiguo amor de juventud hacia el amigo perdido; y así como una gran escena de teatro suprime la inhibición burguesa ante el desafuero, de él se apoderó la impresión de que en la idea de un trágico desenlace se encierra algo hermoso, de lo cual también la representación de la víctima participa. Walter se mostró muy sereno, aunque pór lo general era muy miedoso y no podía ver sangre. Y a pesar de que anhelaba sinceramente el derrumbamiento del orgullo de Ulrich, jamás hubiera hecho nada para conseguirlo. Pero los pensamientos carecen originariamente de lógica, por mucha que se les atribuya. La mera resistencia de la realidad, desprovista de fantasía, atrae la atención sobre las contradicciones de ese poema llamado «hombre». Quizá Clarisse tenía razón cuando afirmaba que un exceso de conciencia burguesa puede ser un impedimento para el artista. Todo esto se juntaba en Walter, quien miraba ahora a su mujer, irresoluto y recalcitrante.
Pero Clarisse repitió solícita: —¡Si Ulrich impide tu obra, debes quitarle de en medio! Parecía como si ella encontrara interesante y divertida aquella idea.
Walter quiso extender la mano hacia su esposa. Sus brazos estaban como pegados al cuerpo; sin embargo, pudo aproximarse a ella.
—¡Nietzsche y Cristo fueron víctimas de su mediocridad! —le susurró Clarisse al oído. Pero todo aquello era absurdo. ¿Cómo se le ocurría mencionar a Cristo? Semejantes comparaciones eran sencillamente penosas. No obstante, Walter vio salir de aquellos labios en movimiento algo provocador, imposible de describir; era evidente que su resolución, penosamente tomada, de asociarse a la mayoría de la humanidad sufría de continuos ataques reprimidos de violenta nostalgia hacia una actitud excepcional. Agarró a Clarisse con toda su fuerza impidiéndola moverse. Los ojos de ella se encendieron ante él como dos discos pequeños. —¡No sé cómo puedes llegar a pensar semejantes cosas! —dijo él repetidas veces, pero sin obtener respuesta alguna. E inconscientemente la debió de haber atraído hacia sí, pues Clarisse blandió las uñas de sus diez dedos ante el rostro de Walter, como un pájaro, impidiéndole acercarse más a ella. —¡Esta mujer está loca! —se dijo Walter. Pero no pudo deshacerse de ella. Una inexplicable fealdad se reflejó en su rostro. Nunca había visto una mujer loca, pero le pareció que no presentaría un aspecto distinto del que veía ahora en su esposa.
De pronto Walter preguntó con voz lastimera: —¿Le amas? No se trataba de una advertencia especialmente original, ni de la primera vez que luchaban los dos a causa de ella; pero antes de tener que creer que Clarisse estaba enferma, Walter prefería pensar que amaba a Ulrich. Esta heroicidad no estaba probablemente libre de la influencia que había ejercido en él la admiración otorgada hasta entonces a la estrechez de los labios renacentistas, aquellos que ahora le parecían por primera vez tan feos; la fealdad tenía probablemente alguna relación con el hecho de que el rostro de Clarisse había perdido la tierna protección del amor hacia Walter y revelado un grosero amor hacia su rival. Complicaciones no faltaban; éstas temblaban entre el corazón y los ojos de Walter, como una novedad de significado tan general como privado; pero el haber dado un tono tan inhumanamente lastimero a la pregunta de si ella amaba a Ulrich, dependía quizá de la locura de Clarisse, la que se le había contagiado a él, lo cual le infundía un poco de horror.
Clarisse había conseguido desprenderse suavemente de Walter, pero ahora se acercó a él otra vez por propia iniciativa, repitiendo su respuesta como cantando: —¡No quiero tener hijos tuyos; no quiero tener hijos tuyos! Al mismo tiempo, le besó varias veces, furtivamente y con rapidez.
Luego desapareció.
Clarisse había dicho también: —¿Quiere Ulrich un hijo mío? Walter no podía acordarse exactamente, pero casi se puede decir que oía la posibilidad de haberlo dicho. Estaba en pie, lleno de celos, ante el piano, sentía el soplo de algo caliente y algo frío en un mismo lugar de su cuerpo. ¿Eran éstas las corrientes del genio y del enajenamiento? ¿O las de la indulgencia y del odio? ¿O las del amor y el espíritu? Se imaginaba que él era capaz de dar paso libre a Clarisse y de poner su corazón a los pies de su esposa para que ella lo pisara; también se imaginaba que del mismo modo podría aniquilar a su esposa y a Ulrich con unas palabras violentas. No sabía cómo acertar, dudaba de si debía ir en busca de Ulrich o ponerse a escribir su sinfonía, con la que se podría interpretar por fin la eterna lucha entre las estrellas y la tierra; dudaba de si convendría o no refrescar antes la fiebre en las aguas mágicas de la prohibida música wagneriana. El estado indescriptible en que se encontraba Walter comenzó a disolverse poco a poco con aquellas reflexiones… Abrió el piano, encendió un cigarrillo y mientras se dispersaban sus pensamientos, sus dedos emprendían sobre las teclas la interpretación de la arqueada y paralizadora música del mago sajón. Y tras un preludio de lenta descarga, Walter comprendió que su mujer y él se encontraban en un estado de irresponsabilidad total; pero a pesar de la desagradable impresión que aquello le había causado, estaba seguro de que, siendo todavía tan reciente lo ocurrido, sería inútil salir a buscarla para hacérselo comprender. Y de improviso se sintió arrastrado a la calle; tomó el sombrero y se dirigió a la ciudad para realizar su primera intención y mezclarse en el conflicto general, caso de encontrarlo. Por el camino le pareció llevar dentro de sí toda una legión de demonios que él conducía y dirigía al encuentro de otra legión similar. Pero ya en el tranvía, la vida recobró su aspecto ordinario. La posibilidad de que Ulrich se encontrase en la parte contraria, la posibilidad de que el palacio del conde Leinsdorf fuera asaltado y la de que Ulrich colgara de una farola o fuera aplastado por frenéticos pies; el pensamiento de que ante esto acudiría él mismo, Walter, a amparar a su amigo y a rescatarle, tembloroso; todas estas cavilaciones eran, a lo más, sombras diurnas, huidizas, en las obvias circunstancias del orden del viaje con su precio fijo, con sus paradas y avisos acústicos: estado que a Walter, respirando ahora tranquilo, había vuelto a hacérsele familiar.