EL despertar del hombre y la determinación de seducir a Raquel habían enfriado la sangre de Solimán, como la aparición del venado al cazador, o como la res de matanza al carnicero. No sabía cómo lograr el objetivo, cómo proceder ni qué circunstancias elegir para poner manos a la obra; o sea, la voluntad de hombre le hizo sentir toda su debilidad de muchacho. También Raquel sabía lo que estaba por llegar; desde que había retenido la mano de Ulrich y superado la aventura de Bonadea andaba desquiciada, con una gran dispersión erótica, por así decirlo, la cual caía, como una lluvia de flores, también sobre Solimán. Pero las circunstancias eran adversas e imponían retrasos; la cocinera se había puesto enferma y Raquel tenía que sacrificar sus salidas; la actividad de la casa urgía y Arnheim venía a menudo a visitar a Diotima. Éstos habían determinado quizá cuidar más de la pequeña, ya que el nabab rara vez se hacía acompañar ahora de Solimán; y cuando le traía, los servidores sólo podían verse durante cinco minutos y en presencia de sus señores, sintiéndose además obligados a poner caras serias e inocentes.
En aquella temporada llegaron casi a enfadarse, porque cada uno mostraba al otro la tortura de estar atados a una cadena tan corta. Por lo demás, la urgencia del instinto indujo a Solimán a preparar violentos ataques. Planeó escaparse del hotel por la noche; a fin de que su señor no lo notase, robó una sábana y, haciendo jirones que luego ató, quiso construir con ellos una escala, pero no le salió. El lienzo destrozado fue escondido detrás de un tragaluz. Después reflexionó inútilmente sobre el modo de escalar por la noche la fachada del edificio entre figuras y cornisas; y durante el día, mientras iba y venía con sus recados, no veía más que ventajas y dificultades «turísticas» en la arquitectura por la que era célebre la ciudad. Raquel, sin embargo, a quien él había confiado recientemente sus planes, creía a veces, al apagar la luz de su cuarto, ver a los pies del muro ascender la negra luna llena del rostro de Solimán, o le parecía oír una llamada de grillo a la que respondía tímidamente, asomada lo más que podía a la ventana de su habitación e internada en el vacío de la noche, antes de reconocer que estaba vacía de verdad. Pero a Raquel no le molestaban aquellas alteraciones románticas, sino que se rendía a ellas con lánguida melancolía. Esta languidez se debía en realidad a Ulrich; Solimán era el hombre al que, a pesar de no ser amado, se hace entrega del propio ser; de esto no tenía Raquel la menor duda. El hecho de que no la dejaran encontrarse con Solimán, de no poder hablar juntos en voz alta y la desgracia en que habían caldo ante sus superiores influían en ella de manera semejante a como influye en un par de enamorados una noche de incertidumbre, de misterio y de suspiros, y Raquel concentraba sus ardientes imaginaciones como un espejo ustorio, cuyo rayo de reflexión se hace irresistible en cuanto se siente su calor.
Ella, que no perdía el tiempo en construir escalas ni en soñar escaladas, era la que más sentido práctico demostraba. La sombría idea de un secuestro de por vida se había convertido rápidamente en una noche de actividades secretas; y esta noche, permaneciendo inaccesible, se había reducido a un cuarto de hora solitario. Ahora bien, ni Diotima ni el conde Leinsdorf ni Arnheim se daban cuenta de que una hora semejante consta de cuatro cuartos, cuando sus «funciones» les movían a cambiar impresiones sobre distintos acontecimientos, después de terminadas las grandes e inútiles asambleas del espíritu, que a menudo duraban una hora más, sin contar el tiempo empleado en otras necesidades. Pero Raquel lo tenía en cuenta. Y puesto que la cocinera no se había restablecido todavía completamente y tenía permiso para retirarse a descansar antes de lo normal, la joven disfrutaba de la ventaja de tener tanto quehacer que no se podía saber en qué parte de la casa se ocupaba; además, a ser posible, se le dispensaba en tales horas del servicio de la sala. A modo de prueba —así como sucede a las personas que, cobardes para suicidarse, repiten tanto los intentos, que al final les resulta uno por equivocación—, Raquel había colado varias veces a Solimán, quien ya se había armado de una excusa relacionada con sus atribuciones en caso de ser descubierto; asimismo le había dado a entender que era posible el acceso a la habitación, y no sólo hasta la tapia. Pero la joven pareja no había sobrepasado los contagiosos bostezos de la antesala y el espionaje a través del agujero de la cerradura, hasta que una tarde, sucediéndose las voces del salón como los sonidos de la trilla, Solimán declaró con una maravillosa frase de novela que él ya no podía resistir más.
También fue Solimán quien en el cuarto de Raquel echó el cerrojo; pero luego no se atrevieron a encender la luz, quedando a ciegas el uno frente al otro, privados no sólo de la vista, sino igualmente de todos los demás sentidos, como estatuas en un parque oscuro; Solimán pensó sin pérdida de tiempo en apretar la mano de Raquel, o en pellizcarle la pierna para que gritara, pues en eso había hecho consistir hasta entonces sus victorias masculinas; sin embargo, tuvo que violentarse para evitar los ruidos; y cuando intentó tímidamente un pequeño asalto brotó de Raquel una simple corriente de indiferencia desasosegada. Raquel sintió en efecto la mano del destino que, aplicada a sus ríñones, la empujaba hacia delante, al tiempo que su nariz y su frente se le helaban como si en aquel momento le hubieran abandonado todas sus imaginaciones. También Solimán se sintió completamente solo y desconcertado, sin poder adivinar el fin al que habría de llevarles aquella postura en medio de la oscuridad. En resumidas cuentas, la generosa y experimentada Raquel era la que debía representar el papel de seductora. A este efecto le sirvió su manía contra Diotima, reemplazo de su anterior amor, pues Raquel había cambiado mucho desde que no se contentaba con ser copartícipe de los sublimes encantos de su señora, y desde que alimentaba sus propias intrigas. No solamente mentía para ocultar sus entrevistas con Solimán, sino que tiraba del pelo de Diotima cuando la peinaba para vengarse de la atención con que era vigilada su inocencia. Pero lo que más rabia le daba era lo que más le había entusiasmado antes: tener que vestirse las camisas, bragas y medías que le regalaba Diotima después de cierto tiempo de uso; pues, a pesar de que toda la ropa que recibía la reducía a un tercio de su talla original, y aunque la transformaba de arriba abajo, se consideraba como re-cluida en aquellas prendas y sentía el yugo de la moralidad en sus desnudas carnes. Y precisamente esto fue lo que le inspiró entonces la ingeniosa idea, necesaria en aquella situación en que ahora se encontraba. Raquel había hablado ya a Solimán sobre los cambios que venía observando desde hacía algún tiempo en las enaguas de su dueña, y no necesitaba más que mostrárselas para encontrar el punto de contacto que tanto urgía a su política. —Tú mismo puedes ver lo malos que son Arnheim y Diotima —dijo Raquel enseñándole a la luz de la luna la blanca orla de su braguita—; si hay algo entre ellos, es seguro que engañan al señor, incluso en la historia de la guerra que se prepara en nuestra casa. Y cuando el muchacho tocó cuidadosamente la fina y peligrosa braga de Raquel, ella añadió casi sin aliento: —¡Te apuesto cualquier cosa, Solimán, a que tus calzoncillos son tan negros como tu cara!; así lo he oído siempre. Solimán hincó, ofendido, pero con suavidad, sus uñas en la pierna de la joven y ésta tuvo que hacer un movimiento hacia él para liberarse. Todavía se vio precisada a decir y hacer esto y aquello para conseguir algo más; sin embargo, no obtuvo ningún resultado. Al final empleó sus afilados dientes con los que trató a su gusto, como si fuera una gran manzana, el rostro de Solimán apretado infantilmente al de ella y saltando juguetón a cada movimiento. Después, Raquel se olvidó de proseguir tales esfuerzos y también Solimán dejó de avergonzarse de su torpeza; rasgando la oscuridad, se desencadenó la tempestad undívaga del amor.
Solimán dejó bruscamente a su amada sentada en el suelo y desapareció entre las paredes, asemejándose la oscuridad que los separaba a un trozo de carbón con el que los pecadores se habían ennegrecido. Perdieron la noción del tiempo, dieron demasiada importancia al transcurrido y sintieron miedo. El último beso vacilante de Raquel había molestado a Solimán; éste quiso encender la luz y se condujo como el atracador que, una vez se ha hecho con el botín, sólo busca salvar el bulto. Raquel, después de arreglar sus vestidos llena de vergüenza y precipitación, miró a Solimán con unos ojos sin rumbo ni fondo. Sus cabellos pendían desordenados sobre la frente, y dentro de su cabeza volvían a representarse los amplios cuadros de su pundonor, hasta aquel momento olvidados. Había deseado un amante que, además de poseer todas las virtudes imaginables fuera esbelto, rico y aventurero; y allí estaba Solimán, no muy bien vestido, horriblemente feo y con multitud de historias de las que Raquel no creía ni una palabra. Quizá hubiera deseado, antes de separarse, abrazar en la oscuridad, durante unos instantes más, el grueso y descompuesto rostro de Solimán; pero ahora, en plena luz, no era más que su nuevo amante, un pequeño truhán algo ridículo: una abstracción hecha de miles de hombres que excluía a todos los demás. Pero Raquel seguía siendo la muchacha de servicio que se había dejado seducir, y lo que sentía ahora era temor de engendrar un hijo, el cual descubriría el pastel, listaba demasiado intimidada por aquel cambio para poder suspirar. Ayudó a Solimán a vestirse, pues éste, en su atolondramiento, se había quitado la estrecha chaqueta cuyos muchos botones no eran fáciles de ajustar; pero no le ayudó por delicadeza, sino para terminar cuanto antes. Le pareció que bien caro estaba pagándolo todo; no quería ni pensar en un posible descubrimiento. De todos modos, cuando estuvieron listos, Solimán le prodigó una grandiosa sonrisa: estaba, en definitiva, muy orgulloso. Raquel tomó en seguida una caja de cerillas, apagó la luz, corrió suavemente el cerrojo y, antes de abrir la puerta, susurró al oído de Solimán: —¡Todavía tienes que darme un beso! Era de rigor; pero aquella delicadeza les supo a ambos como polvos dentífricos pegados a los labios.
Al llegar a la sala se quedaron muy sorprendidos de ver que habían regresado a tiempo y de que la discusión al otro lado de las puertas seguía desarrollándose sin alteración. Para cuando quisieron salir los huéspedes, Solimán había ya desaparecido; y media hora más tarde, Raquel peinaba la cabellera de su señora con gran cuidado y casi con el antiguo amor reverencial.
—Me alegro de comprobar que mis advertencias han servido de algo. Así alabó Diotima a Raquel, y, tan difícil de contentar a veces, dio ahora unas palmaditas cariñosas sobre la espalda de su pequeña doncella.