116 — Los dos árboles de la vida.

ULRICH aboga por la creación de un secretariado general del alma y de la precisión.

La presente asamblea en la casa Tuzzi no había reunido tantos congresistas como otras veces. La asistencia a la Acción Paralela había comenzado a disminuir y los circunstantes se despidieron antes de lo acostumbrado. El mismo conde Leinsdorf, llegado en el último momento y, por lo demás, mostrando un semblante preocupado y nebuloso por el mal humor debido a las desconcertantes noticias que había oído acerca de las maniobras dirigidas a deshacer su obra, no pudo evitar aquel desmoronamiento. Algunos tardaron en irse, esperando que la aparición del conde trajera consigo novedades de relieve; pero al no decir éste nada de especial y al no preocuparse mayormente de los presentes se fueron también los últimos que quedaban. Por eso, Ulrich, cuando volvió, se encontró, horrorizado, con las habitaciones casi desiertas. Poco tiempo después, en medio de la vivienda medio abandonada únicamente se reunía el «grupo más íntimo», acrecentado por la presencia del señor Tuzzi, llegado a casa entretanto.

Su Señoría repitió: —También de un emperador pacífico octogenario se puede hacer un símbolo. La idea es hermosa, pero se necesita dotarla de contenido político. No hay que extrañarse de que, en caso contrario, se pierda el interés. Es decir, lo que estaba de mi parte lo he hecho; ustedes mismos lo pueden ver. Los nacionalistas alemanes están furiosos a causa de Wisnieczky, porque dicen que es un eslavófilo; y los eslavos están también furiosos, porque dicen que, siendo ministro, fue un lobo con piel de cordero. Sin embargo, ello demuestra que este hombre es un verdadero patriota, una personalidad por encima de todo partidismo y yo confio mucho en él. Pero sin pérdida de tiempo hay que integrar la Acción al puesto que le corresponde en la cultura, a fin de que la gente vea en ella algo positivo. Nuestra encuesta, ordenada a clasificar los deseos de los gremios participantes de la población, adelanta con excesiva lentitud. La idea de un año austríaco o mundial está muy bien, pero lo que yo quiero decir es que todo símbolo ha de hacerse poco a poco realidad. O sea, mientras una cosa permanece en su ser de símbolo, puedo dejarme emocionar, pero nada sé todavía de sus resultados; más tarde, sin embargo, dejo el espejismo del símbolo y emprendo una obra completamente distinta que entretanto ha atraído mi aprobación. ¿Se entiende lo que intento explicar? Nuestra muy digna y apreciada señora pone toda su alma en este asunto, y durante largos meses se están tratando aquí los problemas de mayor interés; no obstante, la asistencia disminuye y a mí me parece que dentro de poco vamos a tener que tomar una determinación; cuál, no lo sé, quizá la de construir la segunda torre de San Esteban, o la de colonizar algún Estado imperial y real en África. Esto es bastante indiferente, pues yo estoy convencido de que las cosas pueden cambiar en el último momento; lo que importa es activar a tiempo la imaginación de los participantes a fin de que no se pierda.

El conde Leinsdorf creyó haber hablado provechosamente. Arnheim tomó la palabra para responder en nombre de los demás: —Lo que usted dice de la necesidad de fecundar, en momentos dados, la inventiva mediante una actividad, aunque no sea más que transitoria, es muy justo. A este respecto es efectivamente significativo que, en el círculo intelectual aquí convocado, reine desde hace tiempo una disposición de ánimo distinta. La superabundancia de que nos lamentábamos al principio ha desaparecido; ya apenas se presentan nuevas proposiciones y las de antes casi ni se mencionan, o al menos nadie persevera en su defensa. Podría decirse que en todas partes se ha hecho patente la conciencia de que, con la aceptación del llamamiento, se ha aceptado el deber de llegar a un acuerdo; de modo que ahora cualquier proposición aceptable sería probablemente bien acogida por la generalidad.

—Querido doctor, ¿cómo están las cosas por aquí, entre nosotros? —le dijo Su Señoría a Ulrich, de cuya presencia se había dado cuenta en aquel momento—. ¿Hay alguna aclaración que hacer?

Ulrich tuvo que decir que no. El intercambio de pareceres por escrito es mucho más fácilmente prolongable que el oral. La afluencia de sugerencias rectificadoras no había disminuido. Así, Ulrich continuaba fundando asociaciones, de las que, en nombre de Su Señoría, daba noticia a los distintos ministerios; en éstos se había hecho notable, últimamente, la disminución del interés por los asuntos de la Acción. Éste fue el informe de Ulrich.

—¡No es de extrañar! —dijo Su Señoría, vuelto a los circundantes—. Nuestro pueblo posee un sentido patriótico extraordinariamente desarrollado; pero se necesitaría tener la cultura de una enciclopedia para poder satisfacer a todas las fracciones en que se manifiesta. Los ministros no pueden más; esto demuestra también que llega el momento en que vamos a necesitar una intervención de las altas esferas.

—A este respecto —dijo otra vez Arnheim—, podría interesar a Su Señoría el hecho de que, en la última temporada, el general Stumm ha atraído la atención de nuestros congresistas de un modo cada vez más llamativo.

El conde Leinsdorf miró al general por primera vez en aquella tarde. —¿Con qué pues? —preguntó; y no se esforzó por disimular la descortesía.

—¡Esto es bochornoso! ¡Sepan ustedes que no ha sido ésa mi intención! —protestó, avergonzado, Stumm von Bordwehr—. Al soldado se le han concedido atribuciones bien modestas en esta sala de conferencias, y yo me he atenido siempre a esta misión. Pero Su Señoría recordará cómo ya en la primera asamblea y, por así decirlo, cumpliendo mi obligación de soldado, pedí que el comité encargado de la formulación de una idea base se fijara, no teniendo otra cosa, en que nuestra artillería está falta de cañones, y en que nuestra marina carece de buques, es decir, que aquellos con los que cuenta no son suficientes para llevar a cabo una eventual defensa de la nación…

—¿Y qué? —le interrumpió Su Señoría dirigiendo a Diotima una mirada perpleja e interrogadora, la cual reflejó a todas luces su displicencia.

Diotima alzó sus hermosos hombros y los dejó caer en señal de resignación; casi se había acostumbrado ya a que el pequeño y redondo general, guiado y ayudado por fuerzas misteriosas se le apareciera como una pesadilla en todas partes a donde ella se dirigiera.

Stumm von Bordwehr, para evitar que su modestia eclipsara el éxito, se apresuró a continuar: —Precisamente en los últimos tiempos se han hecho más sonoras las voces que hubieran apoyado esta proposición si alguien la hubiera presentado. Se ha dicho que el ejército y la marina son una idea común; en definitiva, una gran idea que probablemente agradaría mucho a Su Majestad. Y los prusianos pondrían una cara… ¡perdón, señor Von Arnheim!

—No, los prusianos no pondrían mala cara —replicó Arnheim, sonriente—. Por lo demás, se sobrentiende que, tratándose de asuntos austríacos de esta especie, me comporto como si no asistiera a tales discusiones, y sólo hago uso del permiso de escucharlas con la máxima discreción.

—De todos modos —concluyó el general—, se han oído voces altisonantes exigiendo lo más sencillo: que no se hable tanto y que se decida en favor de un programa militar. Personalmente, yo soy de la opinión de que esta idea se podía asociar quizá a otra gran idea civil; pero, como ya he dicho, el soldado no debe intervenir, y las voces que afirman que de las reflexiones civiles no saldrá nada bueno proceden del más alto nivel intelectual.

Su Señoría al principio había escuchado con los ojos abiertos, fijos en el general; sólo el involuntario movimiento giratorio de sus dedos pulgares, que no podía impedir, traicionaron el penoso y esforzado trabajo de su interior.

El jefe de sección Tuzzi, que rara vez se había hecho oír en la Acción, habló despacio y en tono grave: —¡No creo que el Ministerio de Asuntos Exteriores tuviera nada en contra!

—¡Bah! ¿Se han puesto de acuerdo ya todos los departamentos? —preguntó malhumorado e irónico el conde Leinsdorf. Tuzzi contestó con amable serenidad: —Su Señoría quiere burlarse de las secciones ministeriales. ¡El Ministerio de la Guerra aceptaría el desarme mundial de mejor gana que las gestiones para llegar a un acuerdo con el Ministerio de Asuntos Exteriores! Y continuó: —¿Conoce Su Señoría la historia de las fortificaciones del Tirol meridional, la de las construidas en los últimos diez años a instancias del general jefe de Estado Mayor? Deben de ser lo mejor y más moderno que hay. Naturalmente, han sido provistas de alambradas eléctricas y de grandes reflectores; para el aprovisionamiento de fuerza eléctrica han sido adquiridos incluso motores Diesel subterráneos. No se puede decir que estemos retrasados con respecto a otras potencias. Lo fatal del caso es que los motores han sido pedidos por la división de artillería, y que el combustible lo suministra el servicio de construcción del Ministerio de la Guerra. Así lo exige el reglamento. En consecuencia, no se pueden poner en funcionamiento las instalaciones, porque las dos secciones no acaban de dilucidar si los fósforos necesarios para la puesta en marcha deben ser considerados como material combustible y suministrados por el servicio de construcción, o como elemento accesorio del motor y, por tanto, de la incumbencia de la artillería.

—¡Estupendo! —dijo Arnheim, aunque sabía que Tuzzi confundía el motor Diesel con un motor de gas y que incluso para éste hacía ya mucho tiempo que no se empleaban fósforos; era una de las historietas comunes en las oficinas, impregnada de jocosa ironía; el jefe de sección la había contado con tal tono de voz que regocijó al infortunado a quien fue dirigida. Todos se echaron a reír, o sonrieron; y el general Stumm como el que más. —Pero la culpa la tienen los señores del Gobierno civil —replicó él, siguiendo la broma—; pues si nosotros adquirimos algo no incluido en el presupuesto, el Ministerio de Finanzas nos dice inmediatamente que no tenemos idea de lo que es un gobierno constitucional. Suponiendo, pues, que se declarara una guerra antes de terminar el año financiero, ¡Dios no lo permita!, inmediatamente, ya al amanecer del primer día de movilización, tendríamos que telegrafiar a los comandantes de la fortificación autorizándoles la compra de fósforos; y si no pudieran adquirirlos en los villorrios de la montaña, no quedaría más remedio que hacer la guerra con las cerillas de los ordenanzas.

El general se había extendido demasiado. Mediante la aguda trama de la broma se impuso de repente la amenazadora seriedad del estado en que se encontraba la Acción Paralela. Su Señoría dijo pensativo: —En el transcurso del tiempo… —Pero en seguida se acordó de que en situaciones difíciles es más sensato dejar hablar a los demás, y no terminó la frase. Las seis personas allí presentes guardaron silencio durante unos momentos, como si estuvieran alrededor de un pozo, mirando a su interior.

Diotima exclamó: —¡No, eso es imposible!

—¿Qué? —preguntaron las miradas de todos.

—Con ello haríamos lo que se reprocha a Alemania: ¡armarnos! —concluyó Diotima. Su alma no había entendido las anécdotas, o las había olvidado; de todos modos, había anclado en el éxito del general.

—¿Y qué va a suceder? —preguntó el conde Leinsdorf, agradecido y preocupado—. Debemos buscar algo, aunque sea provisional.

—Alemania es un país relativamente ingenuo, pletórico de fuerzas —dijo Arnheim como si tuviera que acoger el reproche de su amiga con una excusa—. De pólvora y de aguardiente ha sido provisto desde fuera.

Tuzzi sonrió a la comparación, que le pareció más que atrevida.

—No se puede negar que en Alemania, en los ambientes a los que va dirigida nuestra Acción, crece la antipatía contra ésta. El conde Leinsdorf no dejó pasar la oportunidad sin intercalar esta observación. —Por desgracia, también en los círculos en que se ha impuesto ya —añadió en tono enigmático.

El conde se quedó admirado cuando Arnheim le declaró que no le extrañaba. —Nosotros, los alemanes —replicó éste—, somos un pueblo desventurado; no sólo vivimos en el corazón de Europa, sino que sufrimos también del corazón…

—¿Corazón? —preguntó Su Señoría instintivamente. Él hubiera esperado «cerebro» en lugar de «corazón», y lo hubiera admitido de mejor grado. Pero Arnheim perseveró en el corazón. —¿Se acuerda —preguntó éste— de cómo el Consejo Municipal de Praga hizo un gran pedido a Francia, aunque también nosotros habíamos ofrecido nuestras mercancías, que hubiéramos entregado mejor y más baratas? Eso es sencillamente antipatía. Y tengo que decir que lo comprendo perfectamente.

Antes de que pudiera proseguir, Stumm pidió jubiloso la palabra, y declaró: —Los hombres se entregan al trabajo en todo el mundo, pero en Alemania con mayor apremio —dijo él—. En todo el mundo se hace ruido, pero en Alemania más que en ninguna otra parte. A dondequiera que se mira se ve que el negocio ha perdido el contacto con la cultura milenaria, pero en el Reich de modo especial. El mundo entero concentra su mejor juventud en los cuarteles, pero los alemanes tienen más cuarteles que cualquier otro país. Por eso, en cierto sentido, es nuestro deber de hermanos —concluyó— procurar no quedar detrás de Alemania. Les ruego me perdonen si resulto paradójico; tales complicaciones son cosa del entendimiento moderno.

Arnheim hizo un gesto de aprobación. —En América los hombres son quizá peores que nosotros —añadió—, pero también más ingenuos, carentes de nuestra escisión espiritual. Desde cualquier punto de vista que nos consideremos, nosotros formamos el pueblo de la medianía, en cuyo centro se cruzan todos los motivos del mundo. Lo que más urge entre nosotros es la síntesis. Lo sabemos. Tenemos una especie de conciencia del pecado. Pero, según lo he anticipado al principio, la justicia exige también el reconocimiento de que nosotros padecemos por los demás, cargando sobre nuestras espaldas las faltas ajenas, y siendo maldecidos y crucificados por el mundo, o como se diga. Una conversión de Alemania sería el acontecimiento más sensacional de cuantos se pueden dar. Yo sospecho que la actitud dividida y, según parece, un poco apasionada contra nosotros, a la cual ha hecho usted mención, induce a tal presentimiento.

Entonces intervino también Ulrich. —Los señores menosprecian las corrientes germanófilas. He oído de fuentes fidedignas que próximamente se desencadenará una violenta manifestación contra la Acción Paralela, porque ésta es considerada en los círculos patrióticos como antí— alemana. Su Señoría verá al pueblo de Viena en la calle y éste protestará contra el nombramiento del barón Wisnieczky. Se cree que los señores Tuzzi y Arnheim obran secretamente de mutuo acuerdo, pero también que Su Señoría desbarata la influencia alemana sobre la acción.

El conde Leinsdorf mostró ahora algo de la tranquilidad de una rana y de la irritabilidad de un toro. Los ojos de Tuzzi se elevaron lentos y cordiales dirigiéndose a Ulrich con expresión interrogadora. Arnheim rió de corazón, y se levantó; hubiera querido aparecer ante el jefe de sección con humorística cordialidad, a fin de excusarse así del absurdo atribuido a ambos; pero al no hacerse accesible la mirada de éste, se volvió hacia Diotima. Entretanto, Tuzzi había tomado a Ulrich del brazo y preguntado de dónde procedía aquella noticia. Ulrich contestó diciendo que no era secreto alguno, sino un rumor público bastante propagado e interpretado de muchas formas; había llegado a sus oídos en una casa privada. Tuzzi acercó su rostro al de Ulrich y obligó a éste a separar el suyo del círculo; así protegido, le susurró sin más —¿Usted no sabe todavía por qué está Arnheim aquí? Es amigo íntimo del príncipe Mosjoutoff y «persona grata» de los zares. Está en relación con Rusia y tiene el encargo de dar a la Acción una orientación pacifista. Todo esto no es oficial, sino, por asi decirlo, iniciativa privada de la soberanía rusa. Asunto ideológico. ¡Muy indicado para usted, amigo! —concluyó irónicamente—. Leinsdorf no tiene ni la más remota idea de ello.

El jefe de sección Tuzzi se había enterado de aquella noticia en el desempeño de su cargo. Creyó en ella porque consideraba el pacifismo como un movimiento compatible con la mentalidad de una mujer hermosa, y porque sabía a Diotima enamorada de Arnheim, y Arnheim era el huésped favorito de su casa. Antes Tuzzi había estado a punto de ponerse celoso. Las inclinaciones «espirituales» las aceptaba hasta cierto punto, pero le molestaba recurrir a la astucia para descubrir si aquel punto había sido sobrepasado; por eso se había visto obligado a confiarse a su esposa. Pero, aunque sus sentimientos, partidarios de una ejemplar actitud varonil, se manifestaban más fuertes que los sexuales, éstos engendraban en él celos suficientes para ponerle en claro que un hombre atado a una profesión jamás tiene tiempo para vigilar a su mujer, si no quiere descuidar sus deberes de oficio. A todo esto se decía él que, si a un maquinista de locomotora no le es permitido llevar en la cabina a ninguna mujer, mucho menos debería dar lugar a los celos quien gobierna todo un reino; pero la noble ignorancia en que permanecía Tuzzi tampoco se podía conciliar con la diplomacia y le robaba algo de su seguridad profe-sional. En consecuencia, recobró su total confianza en sí mismo, cuando todo lo que le había inquietado pareció encontrar inocente explicación. Ahora reconoció un pequeño castigo para su esposa en el hecho de saber toda la historia de Arnheim al tiempo que todavía no veía en él más que a la persona, e ignorando que fuese un enviado del zar. Tuzzi, satisfecho, siguió pidiendo a Diotima pequeñas explicaciones, de las cuales ella se hacía cargo con impaciente benignidad; él había pensado toda una serie de preguntas aparentemente Cándidas, de cuyas respuestas quería sacar las conclusiones. De buena gana hubiera contado algo de todo aquello al «primo»; y, a este respecto, deliberó también sobre el modo de hacerlo sin comprometer a su mujer, cuando el conde Leinsdorf volvió a tomar la dirección de la conferencia. Era el único que había permanecido sentado, y nadie pudo advertir lo que se había desarrollado en su interior desde que comenzaron a amontonarse las dificultades. Pero su voluntad bélica parecía sosegada; mientras acariciaba su barba a lo Wallenstein, dijo despacio y con firmeza: —¡Tiene que suceder algo!

—¿Ha tomado Su Señoría alguna determinación? —le preguntó alguien.

—No me ha venido ninguna idea —repuso Leinsdorf simplemente—; sin embargo, ¡tiene que suceder algo! Allí estaba él, sentado, como un hombre decidido a no moverse hasta ver cumplida su voluntad.

Una fuerza de su ser se comunicó a los demás, de modo que cada uno sintió agitarse en su interior el vano esfuerzo de extraer algo parecido a una pequeña moneda perdida en la hucha y reacia a salir por la rendija a pesar de las sacudidas.

Arnheim dijo: —¡Bah, no hay que dejarse impresionar por tales conjeturas!

Leinsdorf no respondió.

Acto seguido se repitió toda la historia de las proposiciones que deberían dar contenido a la Acción Paralela.

A esto contestó el conde Leinsdorf, como un péndulo en continuo desplazamiento pero siempre con la misma trayectoria que recorrer: —En consideración a la Iglesia, eso no se puede permitir. Tampoco atendiendo a las exigencias de los librepensadores. El comité central de los arquitectos se ha opuesto a ello, y el Ministerio de Finanzas ha manifestado sus reparos. Semejantes declaraciones se proyectaron hasta el infinito.

A Ulrich, sin parte activa en la discusión, le pareció como si aquellas cinco personas, que no paraban de hablar, hubieran cristalizado en aquel mismo momento la líquida turbulencia que desde hacía meses había oscurecido sus sentidos. ¿Qué significaba el rasgo de haber dicho a Diotima que era necesario enseñorearse de la irrealidad y suprimir la realidad? Allí estaba ella, recordando aquellas frases y pensando toda clase de cosas sobre él. ¿Y cómo se le había ocurrido a Ulrich decir a Diotima que había que vivir como una figura grabada en la página de un libro? Daba por supuesto que la prima se lo habría comunicado ya todo a Arnheim.

Pero Ulrich, además, creía saber tan bien como los demás qué hora era o cuánto costaba un paraguas. No obstante, si su punto de vista se encontraba en una situación equidistante de sí mismo y de los demás, esto no estaba revestido de la forma de una singularidad, como suele suceder en un amortiguado y ausente estado de conciencia; al contrario, sentía resurgir en su vida aquella lucidez penetrante que había experimentado ya antes en presencia de Bonadea. Ulrich se acordaba de cómo había asistido no hacía mucho tiempo, en otoño, a una carrera de caballos, en compañía de los Tuzzi; a lo largo del espectáculo se registró un incidente que cambió las perspectivas de los apostantes: en un abrir y cerrar de ojos, la pacífica masa de los espectadores se convirtió en un mar que desbordó sobre el campo, arrastrando no sólo todo lo que halló a su alcance, sino saqueando incluso las taquillas antes de que, mediante la intervención de la policía, quedara reducido nuevamente a una reunión de gente deseosa de disfrutar de una distracción inocente y acostumbrada. Frente a semejantes acontecimientos resultaba ridículo pensar en las alegorías y formas externas, mal controladas, que la vida podría o no aceptar. Ulrich poseía una cualidad intacta para comprender que la vida es un estado rústico de la necesidad, en el cual no se puede pensar demasiado en el mañana, porque bastante quehacer da el presente. ¿Cómo es posible pasar por alto que el mundo del hombre no se desintegra, sino que tiende a la más resistente solidez, porque a cada irregularidad tiene que temer salirse de su órbita? Más todavía: ¿cómo no podría reconocer un buen observador que esta vital mezcla de preocupaciones, instintos e ideas —la cual abusa de las ideas, a lo más, para propia justificación, o las emplea como excitante— actúa de acuerdo con su ser, formando y uniendo, e influye sobre aquéllas, que reciben de esto su natural movimiento y limitación? El vino se extrae de la vid, y aunque un estanque de vino sería una cosa muy hermosa, ¿no es todavía más bella una viña con su tierra agreste e incomestible y con sus estacas de madera muerta, dispuestas en filas consecutivas hasta perderse ondeantes en la lejanía?

—En una palabra, la creación —pensó Ulrich— no surgió respondiendo a una teoría, sino… Quiso decir «por fuerza», pero se le cruzó otra palabra distinta de la que había esperado, por lo que su pensamiento terminó así: —… sino que surgió por fuerza y por amor; la relación comúnmente adniitida entre estas dos potencias es falsa.

En aquel momento, fuerza y amor no eran para Ulrich los conceptos acostumbrados. Todas sus inclinaciones a lo malo y a lo inflexible estaban contenidas en la palabra «fuerza»; significaba ésta la manifestación de todo comportamiento incrédulo, objetivo y vigilante; sin embargo, reflejaba también una fuerza dura, fría, coactiva, y se proyectaba hasta en sus gustos profesionales, de modo que quizá no se podía afirmar que él había elegido la matemática sin cierta intención de crueldad. Esto aparecía tan global como la espesura de un árbol que oculta al mismo tronco. Y si se habla del amor no sólo en el sentido corriente, sino que al pronunciar su nombre se aspira a un estado distinto del de la pobreza del amor, sintiendo esta tendencia hasta en los átomos del cuerpo; si se con-sidera uno desprovisto de atributos, sí se tiene la impresión de que no sucede más que otro tanto, porque la vida —próxima a explotar de tanta creencia en el «aquí y ahora», pero en definitiva un estado muy incierto y notoriamente irreal— se precipita contra unas cuantas docenas de moldes de los que sale la realidad, o si se piensa que en todos los ambientes en que nos movemos falta algo, que ninguno de los sistemas que hemos establecido posee el secreto de la paz: todo esto, por muy variado que parezca, forma una unidad como las ramas de un árbol que esconden el tronco por todas sus partes.

En estos dos árboles crecía, por separado, la vida de Ulrich. No podía decir cuándo se había puesto el hombre bajo el signo del árbol del caos, pero tenía que haber sido muy tempranamente, pues ya sus planes napoleónicos, tan faltos de madurez, revelaban al hombre que miraba la vida como una tarea impuesta a su actividad y a su misión. Aquel apremio de asaltar la vida y de dominarla había sido siempre fácil de descubrir, como quiera que se hubiera interpretado: como resistencia a un orden vigente o como mutable aspiración a otro nuevo, como exigencia lógica, moral, o incluso simplemente como necesidad de un entrenamiento atlético del cuerpo. Y todo lo que Ulrich había llamado, al correr el tiempo, «ensayismo», «sentido de la posibilidad» e «imaginaria exactitud» en contraposición con la «pedante precisión», los postulados abogando la necesidad de inventar la historia, de vivir las ideas en lugar de la historia universal, de enseñorearse de todo lo que no se puede realizar cumplidamente, y de tener que vivir uno hasta el final prescindiendo de su esencia de hombre y considerándose nada más que como figura de un libro despojado de todo elemento insustancial para encerrar lo restante del mundo en una mágica unidad… estas variantes antirrealísticas, de una agudeza extraordinaria, una vez aceptadas por el pensamiento de Ulrich, presentaban el común denominador de querer influir en la realidad con un evidente e implacable ardor.

Más difíciles de distinguir, por ser de carácter sombrío y fantástico, eran las conexiones del otro árbol en que estaba representada su vida. El fundamento lo formaba un recuerdo primitivo de unos contactos infantiles con el mundo, el recuerdo de la confianza y del abandono; que habían sobrevivido gracias a un barrunto de haber visto alguna vez una especie de tierras lejanas: lo que ordinariamente suele llenar el tiesto en el que crecen las raquíticas plantas de la moral. Sin duda, aquella historia un tanto ridicula de la esposa del oficial mayor constituía la única tentativa de desarrollo integral, sobrepuesta a la sombría y blanda parte de su ser que designaba al mismo tiempo el comienzo de una reacción sin fin. Hojas y ramas del árbol despuntaban desde entonces en la superficie, pero el árbol mismo permanecía ausente y sólo a través de tales señales se sabía que existía. Esta inactiva mitad de su ser se patentizaba mejor en la involuntaria convicción de la utilidad, simplemente transitoria, de la parte activa y revoltosa, surgida una como sombra de la otra. En todo lo que Ulrich emprendía —incluidas tanto las pasiones corporales como las espirituales— se consideraba como un prisionero haciendo preparativos que nunca alcanzan su propio fin; así, en el transcurso de los años llegó a extinguirse en su vida la sensación de la necesidad, como a una lámpara el aceite. Su evolución se descomponía visiblemente en dos trayectorias, una yacente a la luz del día y otra interrumpida en la oscuridad; y el estado coactivo de la paralización moral, que le había afligido desde hacía tiempo y quizá más de lo necesario, no podía derivar más que de la imposibilidad de unificar aquellas dos trayectorias.

Reflexionando, pues, sobre el recuerdo de su inverosímil fusión en las tirantes relaciones entre literatura y realidad, alegoría y verdad, Ulrich comprendió de repente que todo aquello significaba mucho más que una simple inspiración casual durante una de las tortuosas conversaciones que, como senderos sin fin, había mantenido en los últimos tiempos con las personas menos indicadas. En efecto, por cuanto alcanza retrospectivamente, la historia de la humanidad deja bien clara la distinción entre las dos actitudes fundamentales de la alegoría y de la univocación. La univocación es la ley del claro pensar y obrar, que dirige tanto una rotunda conclusión de la lógica como el cerebro de un chantajista que oprime a su víctima paso a paso; esa ley se impone como consecuencia de las necesidades de la vida, las cuales nos conducirían a la ruina si las circunstancias no se levantaran unívocamente. Sin embargo, la alegoría es una especie de asociación de imágenes dominante en el sueño, es la resbaladiza lógica del alma, a la cual corresponde la afinidad de las cosas en las intuiciones artísticas y religiosas; pero tampoco existe más medio que la alegoría para expresar de modo comprensible la simpatía y la antipatía, la conformidad y el desacuerdo, la admiración, la subordinación, el caudillaje, la imitación y sus contrarios, estas múltiples relaciones de hombre a hombre, de hombre y naturaleza, las cuales no son todavía puramente objetivas, y quizá nunca llegarán a serlo. No cabe duda de que eso a lo que se le da el nombre de humanidad superior no es otra cosa que un intento de fundir en una unidad las dos grandes mitades de la vida; la alegoría y la verdad, separándolas primero cuidadosamente. Pero si aquello que en una alegoría podría ser quizá verdadero se aparta de lo que no es más que espuma, generalmente se obtiene algo de verdad y se destruye todo el valor de la alegoría. Esta separación puede resultar inevitable en el desarrollo espiritual; sin embargo, tiene el mismo efecto que la condensación de una sustancia, cuyas fuerzas y propiedades más íntimas se disuelven a lo largo del procedimiento, como en una nube de vapor. A veces no se puede evitar hoy día la impresión de que los conceptos y las reglas de la vida moral son únicamente alegorías hervidas, de las que se eleva un insoportable olor a grasienta cocina de humanitarismo. Si se me permite proseguir hablando de tales temas, cabe sólo decir que esta impresión, confusamente difundida sobre todo lo existente, dio por resultado lo que la actualidad debería llamar sinceramente «veneración de las bajezas». Hoy día se miente menos por debilidad que debido a la convicción de que un hombre capaz de dominar la vida debe ser también capaz de mentir. Se usa de la violencia porque su indiscutibilidad influye como una liberación después de largos e inútiles discursos. Se forman grupos porque la obediencia permite todo aquello de que uno no es ya capaz después de haber puesto en acto durante largo tiempo la propia convicción; y la enemistad entre estos grupos concede a los hombres la reciprocidad nunca sosegada de la venganza, mientras que el amor llegaría muy pronto a adormecer. La pregunta de si el hombre es bueno o malo tiene menos que ver con esto que con el hecho de haber perdido la idea de altura y profundidad. Otra consecuencia contradictoria de esta dislocación es la superabundancia de los ornatos intelectuales con que se engalana hoy día la desconfianza ante el espíritu. El acopiamiento de la filosofía de la vida a las actividades que aceptan poco de ella, como la política, la manía universal de transformar un punto de vista en actitud y toda actitud en punto de vista, la necesidad que experimenta todo fanático por reproducir alrededor suyo, como en un gabinete de espejos, los descubrimientos que le han caído en suerte, estos fenómenos tan corrientes no representan lo que sería de desear: un esfuerzo por conseguir humanitarismo, sino su menoscabo. En conjunto causan la impresión de tener que alejar de toda relación humana el alma, allí situada por equivocación; en el momento en que Ulrich pensaba en ello sentía que su vida, contando con que tuviera sentido, no podía tener otro que éste: que las dos esferas fundamentales de la humanidad se mostrasen allí en estado de disociación y de lucha mutua. Hombres así nacen hoy día, pero se quedan solos, y Ulrich no era capaz de reconstruir solo de nuevo lo destruido. No se dejaba llevar por ilusiones sobre el valor de sus experiencias mentales; bien podía combinar unos pensamientos con otros sin que jamás fallara la lógica, pero esto era como ir superponiendo un escalón tras otro; el extremo superior se balanceaba en la altura, lejos de la vida natural. Aquello le repugnaba extraordinariamente.

Y quizá fue éste el motivo por el que dirigió su mirada a Tuzzi. Tuzzi estaba hablando. Como si su oído se abriese a los primeros sonidos de la mañana, Ulrich le oyó decir: —Yo no me atrevería a poner en tela de juicio la existencia actual de grandes creaciones humanas y artísticas, como usted hace; pero una cosa puedo afirmar: que en ninguna parte resulta tan difícil la política exterior como entre nosotros. En cierto modo se puede prever que la política de los franceses se guiará en el año jubilar por la idea de la revancha y del colonialismo; la de los ingleses por la estrategia de sus peones en el ajedrez mundial, tal como se ha llamado a su modo de proceder; por fin, la política de los alemanes adoptará esa postura equívocamente llamada de tener su puesto bajo el sol. Pero nuestra antigua monarquía no carece de necesidades; de ahí que nadie sabe por adelantado en qué situaciones nos veremos aún hasta entonces. Pareció como sí Tuzzi quisiera frenar y amonestar. Hablaba evidentemente sin intenciones irónicas; el aroma de la ironía procedía meramente de la ingenua objetividad, cuya seca corteza presentaba la convicción de que la ausencia de necesidades constituye un gran peligro. Ulrich se sintió estimulado, como si hubiese mascado un grano de café. Entretanto, Tuzzi se había obstinado en su actitud monitoria y concluyó su declaración. —¿Quién puede, pues, hoy —preguntó él— arriesgarse a realizar grandes ideas políticas? El que lo intentara debería tener algo de criminal y de traficante. Y esto no lo querría usted, ¿verdad? La diplomacia es para eso: para conservar.

—La actitud conservadora conduce a la guerra —replicó Arnheim.

—Es posible —contestó Tuzzi—. Probablemente, lo único que queda por hacer es elegir hábilmente el momento de la entrada. ¿Recuerda usted la historia de Alejandro II? Su padre Nicolás fue un déspota, pero murió de muerte natural; sin embargo, Alejandro fue un magnánimo soberano que incluso inauguró su gobierno con reformas liberales; consecuencia: el liberalismo ruso se transformó en radicalismo y Alejandro, después de haber salido ileso de tres atentados, fue la víctima mortal del cuarto.

Ulrich miró a Diotima. Ella, incorporada, atenta, seria y exuberante, subrayó las palabras de su esposo. —Es cierto. También yo he podido deducir, a lo largo del desarrollo de nuestra Acción, que si se le concede un dedo al radicalismo, intenta en seguida acaparar la mano entera.

Tuzzi sonrió; le pareció haber vencido en una pequeña batalla contra Arnheim.

Arnheim permaneció sentado sin inmutarse, con sus labios abiertos, como un capullo reventón, para respirar. Diotima se aliaba junto a él como una clausurada torre de carne sobre un valle profundo.

El general limpió sus gafas de concha.

Ulrich dijo pausadamente: —La explicación es sencilla: los esfuerzos de todos los que se sienten llamados a restablecer el sentido de la vida coinciden hoy en despreciar la reflexión allí donde no sólo se pueden elaborar opiniones personales, sino también verdades; en cambio, se contentan con los conceptos rápidos y con las semiverdades allí donde se multiplican las opiniones hasta el infinito.

Nadie respondió a esto. ¿Y para qué responder? Lo que se hablaba no era más que simple palabrería. Lo importante era sólo el hecho de estar seis personas reunidas en una sala, conversando sobre problemas de interés; lo que decían y lo que dejaban de decir, los sentimientos, dudas, posibilidades, estaban incluidos en aquella realidad, pero sin equipararse a ella. La realidad, pues, los encerraba como se encierran los oscuros movimientos del hígado y del estómago en una persona vestida que acaba de firmar un documento importante. No era posible ofender a aquella jerarquía; allí estaba la realidad.

Stumm, el viejo amigo de Ulrich, había acabado ya de limpiar sus gafas; se las puso y le miró.

Aunque Ulrich había creído simplemente jugar con aquellas personas, de repente se sintió muy solo entre ellas. Recordó haber sentido algo parecido hacía algunas semanas o meses: la resistencia de un pequeño soplo despedido de la creación contra el petrificado paisaje de la luna a la que casualmente se había trasladado él; así, le pareció como si todos los momentos decisivos de su vida hubieran ido acompañados por aquella sensación de extrañeza y soledad. ¿Pero no era acaso el miedo lo que le molestaba ahora? No acertaba a interpretar sus sentimientos. Éstos le decían, aproximadamente, que nunca en su vida había llegado todavía a tomar una decisión seria y que pronto lo tendría que hacer; pero tales reflexiones no se las formulaba con las palabras adecuadas, sino que las sentía en medio de su desazón, como si algo le quisiera arrancar del círculo de aquellas personas entre las que estaba sentado; y, a pesar de que éstas le eran totalmente indiferentes, su voluntad se resistía desesperada, sirviéndose de brazos y piernas.

El conde Leinsdorf, a quien aquel silencio intercalado le había hecho pensar en sus deberes de político realista, dijo en tono exhortativo: —¿Qué se ha de hacer, pues? ¿Debemos emprender, al menos provisionalmente, algo definitivo para prevenir de peligros a nuestra Acción?

Ulrich arremetió con una tentativa absurda. —Señoría —dijo él—, la Acción Paralela no tiene más misión que establecer los fundamentos de un inventario general del espíritu. Tenemos que preparar más o menos lo que sería necesario para enfrentarnos al año 1918, si en él hubiera de ocurrir el juicio Final, o el espíritu antiguo fuera a ser liquidado y se impusiera otro de mayor altura. Funde usted en nombre de Su Majestad un secretariado terreno de la precisión y del alma; cualquier otro problema que se adelante resultará insoluble o sería problema sólo aparentemente. Ulrich añadió algo de lo que le había ocupado en los instantes de su ensimismamiento.

Mientras así hablaba, le pareció que no sólo salían de sus órbitas los ojos de los oyentes sino que éstos, de tanta admiración, se levantaban sin querer de sus asientos. Habían esperado que, tras el señor de la casa, él les contara alguna anécdota; sin embargo, al no verse la gracia de lo que dijo, Ulrich cayó sobre su silla, como un niño pequeño entre torres inclinadas, las cuales observaban su candidez con cierto aire de superioridad ofendida. Únicamente el conde Leinsdorf puso cara amable. —Claro que tiene razón —dijo sorprendido—; no obstante, tenemos el deber de coordinar todas las indicaciones hasta encontrar lo verdadero; capital y cultura nos han dejado en la estacada.

Arnheim se creyó en la obligación de poner en guardia al noble señor frente a las bromas de Ulrich. —Nuestro amigo está obsesionado por una idea —explicó—; piensa en una especie de fabricación sintética de vida justa, al estilo de la fabricación del caucho sintético o del nitrógeno. Pero el espíritu humano —Arnheim se dirigió a Ulrich con una sonrisa de perfecto caballero— ha sido desgraciadamente limitado, de modo que sus formas de vida no se pueden cruzar en un laboratorio como ratones de experimentación; y en cambio, basta un granero para reproducir unas cuantas familias de ratones. Se excusó luego de tan atrevida comparación, pero quedó satisfecho del invento, porque hacía alguna referencia a la mentalidad y posesiones agrarias del conde Leinsdorf, y porque expresaba con viveza la diferencia entre pensamientos con y sin responsabilidad para la ejecución.

Pero Su Señoría sacudió contrariado la cabeza. —Yo comprendo muy bien al señor doctor —manifestó—. Antiguamente, los hombres echaban raíces en las circunstancias de la vida en que caían, y ésta era una manera segura de encontrarse a sí mismos; pero hoy, en la barahúnda general en que se tiende a desligar todo de su suelo y fundamento, sería necesario también, en la producción del alma, por decirlo así, sustituir la tradición de la artesanía por la inteligencia de la fábrica. Fue ésta una de las respuestas memorables que se le escaparon sorprendentemente al noble señor, pues, antes de tomar la palabra para decirlo, había fijado su mirada en Ulrich con expresión de desconcierto.

—Pero eso que dice el señor doctor es de todo punto irrealizable —afirmó rotundamente Arnheim.

—¿Por qué? —repuso el conde Leinsdorf con sequedad y espíritu de lucha.

Diotima intervino. —Pero Señoría —dijo ella como pidiéndole algo que no se puede expresar, o sea, rogándole que entrara en razón—; todo lo que dice mi primo hace ya tiempo que lo hemos experimentado. ¿Cómo pues se van a exceptuar consideraciones tan embarazosas como las de hoy? —¿Sí? —contestó excitado Su Señoría—. ¡Yo me imaginé en seguida que de esos hombres tan sabios no puede salir nada! Este psi-coanálisis o teoría de la relatividad… Dios sabe cómo se llama, ¡todo eso no es más que vanidad! Cada uno quisiera ordenar el mundo de una manera especial. Les digo a ustedes que el señor doctor quizá no se ha expresado muy correctamente, pero en definitiva tiene razón. ¡Apenas comienza una nueva era se emprenden cosas nuevas, y nunca se concluye algo decente! El nerviosismo producido por el interrumpido desarrollo de la Acción Paralela estalló. El conde Leinsdorf había cesado de acariciar su barba; en su lugar giraba ahora, irritado, los dedos pulgares, el uno sobre el otro, sin darse cuenta de ello. Quizá había estallado también la antipatía contra Arnheim; pues al empezar Ulrich a hablar del alma, el conde Leinsdorf había mostrado gran admiración; sin embargo, lo que seguidamente oyó le agradó. —El que personas como Arnheim hablen tanto sobre el alma es una simple frivolidad —pensó él—; no tienen por qué, para eso está la religión. Pero también Arnheim había palidecido hasta los labios. El conde Leinsdorf no había hablado más que con el general en el tono que empleaba ahora con Arnheim. Pero éste no era un hombre que se dejara decir cualquier cosa. No obstante, la resolución con que Su Señoría había mostrado su conformidad con Ulrich había hecho maquinalmente impresión en él, y ahora despertaba otra vez los dolorosos sentimientos que le había infundido. Estaba desconcertado porque sus deseos de hablar confidencialmente con Ulrich, antes de llegar a un conflicto público, no habían encontrado todavía ocasión; y precisamente por esto no se volvió contra el conde Leinsdorf, al que dejó a un lado, sino que se dirigió a Ulrich con todas las señales de una violenta excitación corporal, desacostumbrada en él. —¿Cree usted mismo en todo lo que ha dicho? —preguntó Arnheim, severo, y prescindiendo de todo cumplido—. ¿Cree usted en la viabilidad? ¿Le parece que es posible la vida según meras «leyes de analogía»? ¿Qué haría usted si el conde le dejara obrar a su antojo? ¡Dígalo, se lo pido por favor!

El momento fue difícil. Diotima se acordó, sin saber por qué, de una historia que había leído en el periódico hacía algunos días. A una mujer le habían impuesto los jueces una pena gravísima por haber ofrecido a su amante oportunidad de asesinar a su viejo marido, el cual llevaba años sin «consumar» el matrimonio y negándose a dar su consentimiento para el divorcio. Este caso atrajo la atención de Diotima por su realismo casi medicinal y por su contenido contrastante. Tal como las cosas se presentaban, era todo tan comprensible que ninguna de las personas parecía culpable dentro de su limitada posibilidad de ayudarse; se trataba más bien de un conjunto antinatural que llevaba a ambos consortes a aquel estado. Ella no sabía por qué tenía que pensar en semejante episodio precisamente en aquel momento. Pero también pensó en que Ulrich le había contado en los últimos tiempos muchas cosas «fluctuantes y pendientes»; le irritaba que él uniera siempre a ello alguna desvergüenza. Ella misma había dicho que el alma de ciertas personas privilegiadas puede nacer de su superficialidad, por eso le parecía que su primo era tan inseguro como ella y quizá igualmente pasional. Todo aquello estaba ahora en su cabeza o en sus pechos —sede abandonada de la amistad condal— de tal manera entrelazado con la historia de la mujer condenada, que aquello la hacía permanecer allí sentada, con la sensación de que pasaría algo terrible si accedía a los deseos de Arnheim y de Ulrich, pero quizá peor aún si no accedía y tenía que actuar por su propia cuenta.

Sin embargo, al atacar Arnheim a Ulrich, éste había mirado a Tuzzi. Tuzzi intentaba ocultar trabajosamente una gozosa curiosidad entre las morenas arrugas de su rostro. —Al parecer —pensaba—, tanto aspaviento va a terminar ahora revolucionando esta casa como consecuencia de sus mismas contradicciones. Hacia Ulrich no sentía simpatía de ninguna clase; todo lo que decía aquel hombre repugnaba a su naturaleza, pues Tuzzi estaba convencido de que el valor de una persona se cifra en la voluntad o en la profesión, y no en sentimientos e ideas; hablar tan sin sentido sobre la alegoría lo consideraba ni más ni menos que indecoroso. Posiblemente Ulrich se barruntaba algo de aquello, pues se acordaba de haber declarado una vez a Tuzzi que se mataría si pasaba el año de «vacación de su vida» sin producir fruto; no lo había dicho con estas mismas palabras, pero con amarga claridad, de la que se avergonzaba ahora. Y nuevamente volvió a creer que se aproximaba el momento de tomar una decisión. Estaba pensando en Gerda Fischel, reconociendo el peligro que supondría que ésta viniera a su casa y prosiguieran su última charla. De repente, Ulrich vio claro que, a pesar de haberse recreado simplemente, habían llegado los dos al límite más extremo del lenguaje; de allí en adelante no era posible más que un paso: ceder cariñosamente a los deseos pendientes de la joven, despojarse espiritualmente para saltar la «segunda valla». Pero era una locura, y él estaba convencido de que le sería imposible ir tan lejos con Gerda, y de que había trabado relaciones con ella sólo porque a su lado se sentía seguro. Ulrich se encontraba en un estado especial de tranquila exaltación, observó el rostro encolerizado de Arnheim y vio cómo seguía diciéndole aún que le faltaba el «sentido de la realidad», y que tan crasa disyuntiva de lo-uno-o-lo-otro —perdón— es demasiado infantil; pero había desaparecido de él la necesidad de responder. Miró a su reloj, sonrió apaciguado y se dio cuenta de que se había hecho muy tarde, no quedando ya tiempo para replicar.

Así restableció el contacto con los demás. El jefe de sección Tuzzi incluso se levantó y encubrió disimuladamente la descortesía entreteniéndose en alguna cosa perdida. También el conde Leinsdorf se había calmado entretanto; le hubiera agradado que Ulrich se hubiera atrevido a deshancar al «prusiano», pero se quedó igualmente satisfecho, aunque no vio realizado su deseo. —Si uno simpatiza con una persona, el sentimiento no se puede cambiar —pensó—. El otro puede decir todas las lindezas que quiera. Y acercándose audaz, pero inconscientemente, a Arnheim y a su «secreto de todo», añadió de buen humor, mientras contemplaba la expresión de Ulrich, no precisamente inteligente en aquel momento: —Estoy casi por decir que un hombre amable y simpático jamás puede decir o hacer estupidez alguna.

La asamblea se disolvió con rapidez. El general metió las gafas en el bolsillo de sus pantalones, en el lugar destinado al revólver, después de haber intentado inútilmente introducirlas en los faldones de su guerrera, pues todavía no había encontrado un puesto adecuado para este instrumento civil. —¡Ésta es la paz armada de las ideas! —le dijo a Tuzzi con aire de complicidad y alborozo, aludiendo a la rápida desbandada.

Sólo el conde Leinsdorf se preocupó de retener solícito a los desertores. —¡Señores! ¿En qué hemos quedado? —preguntó. Y como nadie respondiera, añadió en tono tranquilizador: —¡Dejémoslo para otra vez! ¡Entonces veremos!