115 — Las puntas de tus pechos son como pétalos de amapola

BONADEA, sometiéndose también a la ley según la cual a tiempos de bonanza suceden asaltos de turbulencia, sufrió una nueva recaída. Sus esfuerzos por aproximarse a Diotima habían resultado vanos y en nada había quedado su hermoso plan de castigar a Ulrich congraciándose con su rival y prescindiendo de él: a este espejismo había dedicado buena parte de sus sueños. Bonadea tuvo que rebajarse nuevamente a llamar a la puerta de su amante. Pero éste demostró haberse preparado muy bien, de modo que no cesaron las interrupciones a lo largo de toda la entrevista; la desapasionada amabilidad del amigo desvaneció los relatos con que Bonadea intentó explicarle el porqué de su inmerecida visita. Por consiguiente, en la mujer surgió el deseo violento de representar una escena espectacular; pero se la prohibió su virtuoso comportamiento; sin embargo, tan fuerte fue el imperativo, que llegó a arrepentirse de haber adoptado semejante actitud. En aquellas noches, debido a su voluptuosidad insatisfecha, su hinchada cabeza le pesaba sobre los hombros como una fruta de coco en la que la peluda corteza parecía haber crecido hacia dentro por un error de la naturaleza. Al fin se apoderaba de su ser una furia impotente, como la que ataca al bebedor privado de su botella. En sus adentros insultaba a Diotima llamándola farsante, rabanera insoportable; y a su soberana feminidad, cuyo encanto constituía el secreto de Diotima, la fantasía de Bonadea la condecoraba con atributos de su especialidad. La imitación de aquel donaire que había hecho a Diotima tan dichosa, para Bonadea se convirtió en cárcel de la que huía en busca de orgiástica libertad. Las tenacillas y el espejo perdieron el poder de convertirla en figura ideal; del mismo modo se descompuso también el artificial estado de conciencia en que hasta entonces se había hallado. Incluso el sueño, al que de tan buen grado se entregaba siempre, no obstante sus conflictos, se hacía esperar ahora por la noche, fenómeno que, debido a su novedad, la inclinaba a llamarlo insomnio patológico. En semejantes condiciones, sentía lo que todos cuando nos sentimos seriamente enfermos: el espíritu huye y deja al cuerpo, como herido, en la estacada. Cuando Bonadea se veía tras de sus ataques tendida como sobre arena ardiente, todas las sabias habladurías que había admirado en boca de Diotima se le antojaban infinitamente lejanas; y la despreciaba sinceramente.

Ya que no podía decidirse a ir otra vez en busca de Ulrich, discurrió una nueva treta para reconquistarle e inducirle a sensaciones naturales. Y lo primero que ideó fue: Bonadea aparecería intempestivamente en casa de Diotima cuando Ulrich se encontrara acompañando a la seductora. Aquellos coloquios eran sin duda puro pretexto para entretenerse juntos, en lugar de conferenciar verdaderamente sobre asuntos del bien público. En cambio, Bonadea haría algo que redundaría en bien del prójimo; con esto quedaba fijado el comienzo de su plan. En efecto, nadie se preocupaba ya de Moosbrugger, y éste caminaba hacia la ruina, mientras que los demás perdían el tiempo pronunciando palabras altisonantes. Bonadea no vacilaba en creer que Moosbrugger volvería a ser su salvador en la tribulación. Le hubiera considerado un horrendo facineroso si se hubiera detenido a reflexionar sobre sus acciones; pero lo único que pensaba acerca de él era: —¡Si Ulrich ha puesto tanto interés en su causa, no deberá olvidarle! En posteriores estudios sobre su proyecto le vinieron al recuerdo dos aserciones: se acordó de que Ulrich, en una conversación en torno a aquel criminal, había afirmado que todo ser humano posee una segunda alma, la cual es siempre inocente, y había dicho además que una persona responsable de sus actos puede obrar también de otro modo; el irresponsable, jamás. De esto dedujo algo así como esta conclusión: ella quería ser irresponsable para declararse inocente; he aquí un estado que también Ulrich desconocía y que se convertiría en causa salutífera.

Vestida como para una fiesta de sociedad, Bonadea ocupó varías tardes en pasearse por delante de las ventanas de Diotima; apenas llegada Bonadea, aquéllas se iluminaban a lo largo de toda la fachada en señal de actividad interior. A su marido le había dicho que iba a una reunión a la que estaba invitada, pero que volvería pronto. Y mientras pasaban días sin atreverse a dar el paso definitivo, las mentiras y el vespertino ir y venir ante una casa extraña creaban en su interior una inquietud que pronto se habría de resolver con una marcha escaleras arriba. Podía ser vista por conocidos y sorprendida por su esposo si daba la casualidad que pasara por allí; también podía llamar la atención del conserje de la casa, o de cualquier policía al que se le podía ocurrir acercarse a ella e interrogarle. Cuanto más repetía su paseo, mayores se hacían aquellos peligros, y cuanto más difería la decisión, tanto más probable se hacía el incidente. Bonadea se había deslizado ya hasta dentro del portal e ido a lugares donde no hubiera querido ser vista, pero entonces le había asistido, como un ángel custodio, la conciencia de que aquello formaba parte inseparable de lo que deseaba conseguir, atendida la particularidad de que trataba de entrar en una casa a la que nadie le había llamado y donde no sabía lo que le esperaba. Se consideraba interiormente la autora de un atentado que al principio no ha presentido las cosas en el orden en que se le presentan, pero que, con ayuda de las circunstancias, se eleva a un estado de ánimo en que la detonación de una pistola y la salpicadura luminosa de unas gotas de vitriolo no significan exaltación alguna.

Bonadea no tenía tales intenciones; sin embargo, se sintió en análoga enajenación de espíritu cuando apretó por fin el timbre y entró. La pequeña Raquel se había acercado discretamente a Ulrich y le había comunicado que alguien le esperaba fuera con deseo de hablarle, pero sin detallarle que aquel «alguien» fuera una señora desconocida, cubierta de velos; y sólo al cerrar la doncella las puertas del salón detrás de él mostró Bonadea su rostro, retirando el velo. En este momento, no le cupo duda a Bonadea de que la suerte de Moosbrugger no consentiría otra dilación; y recibió a Ulrich, no como querida atormentada por los celos, sino sofocada, como un corredor de maratón. Se le plantó con el cuento de que su marido le había dado el día anterior la noticia de que en Moosbrugger pronto no quedaría ya nada que salvar. —Nada aborrezco tanto —concluyó ella— como este tipo obsceno de asesinos; a pesar de todo, me he expuesto a la probabilidad de ser tratada de intrusa en esta casa, porque tú, cuando vuelvas ahora a la señora y a sus ilustres huéspedes de tanta influencia, debes hablarles del caso, si quieres lograr todavía algo. Desconocía el eco de sus palabras. ¿Respondería Ulrich emocionado, agradecido a su atención? ¿Llamaría a Diotima? ¿Se retiraría ésta con ella y con Ulrich a una habitación aparte? ¿No se habría acercado ya la señora a la antesala, atraída por las voces? Con tal tono quería dar a entender que ella, Bonadea, no era la menos indicada para encargarse de los nobles sentimientos de Ulrich. Sus ojos relampagueaban húmedos y sus manos temblaban. Hablaba alto. Ulrich se vio en un gran apuro y sonrió sin cesar, medio desesperado, para tranquilizarla y para tener tiempo de reflexionar sobre el modo de inducirla a abandonar aquella casa cuanto antes. La situación se hizo difícil; y, de no haber aparecido Raquel en su ayuda, Bonadea hubiera terminado quizá dando un grito o prorrumpiendo en un llanto convulsivo. La pequeña Raquel había permanecido a poca distancia de ellos, con ojos rasgados y resplandecientes. Había adivinado la aventura que se traía Bonadea en cuanto la vio, y se dio cuenta de la turbación que agitó su hermoso cuerpo al reclamar a Ulrich. Escuchó la mayor parte de la conversación y las sílabas del nombre de Moosbrugger penetraron en sus oídos como balas. Aquella voz femenina, descompuesta en irregulares vibraciones por la desazón, los deseos y los celos, la conmovieron, aunque sin comprender tales sentimientos. Intuyó que aquella mujer sería la querida de Ulrich y que en aquel momento se sentía doblemente enamorada que de ordinario.

Raquel se sintió arrastrada a la acción, como si tuviera que unirse a un coro que interpretara música a pleno pulmón. Así, abrió la puerta y les dirigió una mirada suplicante, rogándoles moderación e invitándoles a pasar al único cuarto libre. Era la primera infidelidad manifiesta que cometía Raque] contra su señora, pues ella sabía sin duda cómo podría ser acogido semejante descubrimiento. Pero el mundo era tan bello… La sensacional exaltación de la aventura la transportó a un estado tan desordenado que no le dejó tiempo para reflexionar.

Cuando se encendió la luz y los ojos de Bonadea vieron poco a poco el lugar donde se encontraba, sus piernas perdieron casi la fuerza que la sostenía, y el rubor de los celos afloró a sus mejillas; la estancia a la que había entrado era, en efecto, el dormitorio de Diotima. Medias, peines y muchas otras prendas de vestir aparecieron esparcidas por la habitación, o sea, todos esos objetos que caen a la deriva en sitios que no les pertenecen cuando una mujer se muda de pies a cabeza para asistir a un acto de sociedad y cuando a la chica de servicio no le ha quedado tiempo para ordenarlos, o lo ha descuidado simplemente como en aquel caso: omisión deducida del pensamiento de que a la mañana siguiente habrá que volver a arreglar todo de nuevo; además, en los días de gran recepción, el dormitorio tenía que hacer de depósito de los muebles innecesarios de la sala de reunión. El aire olía a muebles amontonados, a cosméticos, jabón y perfumes. —La pequeña ha hecho un disparate; aquí no nos podemos quedar —dijo Ulrich, riendo—. Y tú no debías haber venido; por supuesto que ya no hay nada que hacer con Moosbrugger.

—¿Dices que no me debía haber tomado la molestia? —repitió ella, casi sin voz. Sus ojos vagaron de un lado a otro. ¿Cómo se le hubiera ocurrido a la chica —se preguntó ella angustiada— la idea de conducirnos a lo más íntimo de la casa, no siendo costumbre? Bonadea no se atrevió a reprocharle aquella comprobación, sino que prefirió apostrofarle en tono llano: —¿Y eres capaz de dormir tranquilo mientras se desarrollan semejantes injusticias? ¡Noches enteras paso yo sin poder pegar ojo, por lo que me he decidido a venir a verte! Bonadea había vuelto la espalda a la habitación, miraba hacia la ventana, escrutando la reflectante opacidad que entraba en sus ojos desde fuera. Ésta podía estar constituida por las copas de los árboles o por la profundidad del patio. No obstante su excitación, se las arregló para orientarse en el punto en que se encontraba, el cual no daba a la calle, pero podía ser dominado desde las ventanas de enfrente. Mucho más agudo se hizo su nerviosismo cuando se percató de estar en el dormitorio de su rival, con luz y con las cortinas abiertas, en compañía de su infiel amado y ante un mirador desconocido y oscuro.

Bonadea se había quitado el sombrero y desabrochado el abrigo; su frente y las calientes puntas de sus pechos tocaban los fríos cristales de la ventana; ternura y lágrimas humedecieron sus ojos. Lentamente se retiró de allí y se dirigió de nuevo a su amigo; pero algo de la tierna e indulgente negrura en la que habían profundizado sus ojos quedó en ellos, mostrando ahora un abismo inconsciente. —¡Ulrich! —dijo con énfasis—. ¡Es cierto, tú no eres malo; sólo lo aparentas! ¡Haces todo lo posible por ponerte trabas a ti mismo a fin de no ser bueno!

Aquellas palabras tan extraordinariamente sabias pusieron la situación otra vez peligrosa; no se trataba ya de la ridicula ansia que aquella mujer, dominada por su cuerpo, sentía hacia consolaciones de espiritual nobleza; más bien era la hermosura misma de su cuerpo la que abogaba ahora en favor de la dulce dignidad del amor. Ulrich se acercó a ella y posó su brazo sobre las espaldas de Bonadea; ambos se habían vuelto hacia la oscuridad y miraban juntos al exterior. En medio de las tinieblas, al parecer ilimitadas, se había hecho un poco de luz procedente de la misma casa y parecía como densa niebla suspendida con su blandura en el aire. Por algún motivo, Ulrich tenía la fija impresión de contemplar una suave noche de octubre, aunque finalizaba el invierno; y la ciudad se le presentaba envuelta en la noche, como en una manta de lana. Luego pensó que igualmente podría decirse que una manta es como una noche de octubre. Ulrich sintió entonces un dulce prurito en la piel y estrechó a Bonadea con más fuerza.

—¿Vas a entrar ahora? —preguntó ella.

—¿A impedir la injusticia próxima a cometerse en Moosbrugger? No; tampoco sé sí es verdaderamente injusto lo que se le imputa. ¿Qué sé yo de él? Por casualidad le vi una vez en una de las sesiones del juicio y algo más he leído en los periódicos sobre su vida. Es igual que si yo hubiera soñado que las puntas de tus pechos son como pétalos de amapola. ¿Puedo creer por eso que realmente son así?

Ulrich quedó pensativo. También Bonadea reflexionó. Él se dijo a sí mismo: —Es, pues, verdad, que una persona serenamente considerada no supone para el vecino más que una serie de comparaciones. Bonadea, meditando, llegó a una conclusión: —¡Ven! ¡Vámonos de esta casa!

—¡Pero qué ocurrencias tienes! —contestó Ulrich—. En seguida preguntarían por mi paradero, y al saberse tu visita armarían un escándalo.

Silencio, contemplación y algo que, sin poder distinguirlo, también podía haber sido una noche de octubre o de enero, manta de lana, dolor o felicidad, volvió a unirlos a los dos.

—¿Por qué no haces algo por el prójimo? —preguntó Bonadea.

Ulrich se acordó repentinamente de un sueño que había tenido, al parecer, hacía poco. Era de los que rara vez sueñan, o de los que, por lo menos, no recuerdan lo soñado y le extrañaba que de improviso se le presentara delante el cuadro de aquel sueño y que se le abriera a su comprensión. En vano había intentado repetidas veces atravesar la pendiente de un monte; siempre se lo había impedido una fuerte sensación de vértigo. Sin necesidad de otra explicación, vio ahora claro que tal fenómeno de la fantasía hacía relación a Moosbrugger, aunque éste nunca había aparecido en ninguna escena del sueño. Y ya que una visión puede tener varios sentidos, en su interpretación plástica también se refería la suya a los inútiles esfuerzos que su espíritu había manifestado últimamente en sus conversaciones y en su trato personal, y que se asemejaba a una marcha sin camino, la cual llega a un punto del que no se puede pasar adelante. Ulrich se vio precisado a sonreír sobre la icástica naturalidad con que su sueño había representado aquello: piedra lisa y tierra deslizante, de tramo en tramo algún árbol como apoyo o meta, y el brusco aumento del desnivel. Había hecho la prueba de subir o bajar, cuando alguien que le acompañaba le dijo: —Sigamos sin preocuparnos; allí abajo, por la vaguada, va un camino cómodo. ¡No quedaba lugar a duda! A Ulrich le pareció que la persona acompañante bien podía haber sido Bonadea. Quizá había soñado que las puntas de sus pechos eran como pétalos de amapola. Algo incoherente, que encajado en el sentimiento indagador como un ancho festón podía ser de un color malváceo, oscuro, rojo y morado, se elevó, como niebla, de un rincón del fantástico cuadro, todavía sin iluminar.

En aquel momento sobrevino la claridad de la conciencia cuyos bastidores se hacen visibles al contacto de la mirada juntamente con todo el espectáculo escenificado, aun cuando no se pueda explicar esta impresión. La relación entre un sueño y lo que éste expresa le era conocida, ya que ninguna otra le había interesado tanto como la de la analogía y la de la parábola. Una comparación contiene una verdad y una no-verdad, ambas indisolublemente unidas entre sí para el sentimiento. Si se la toma tal como es y se le da un sentido al estilo de la realidad se obtiene sueño y arte; pero entre éstos y la vida real y plena media una pared de cristal. Si se la toma con la razón y si los elementos mal avenidos se separan de los elementos en mutua conformidad se obtiene verdad y ciencia, pero se destruye el sentimiento. Así como ciertas especies de bacterias dividen en dos la sustancia orgánica que atacan, la especie humana separa los primitivos elementos vitales de la comparación: de una parte, la sólida materia de la realidad y la verdad; y de otra, la cristalina atmósfera del presentimiento, de la fe y del artificio. Parece que no se da una tercera posibilidad intermedia. ¡Pero cuántas veces sucede que, al consumarse una acción en cuyos comienzos se ha reflexionado poco, se tiene la impresión de haberla deseado! Ulrich, después de haber atravesado un laberinto de calles tras el guía de sus pensamientos y humores, creyó haber llegado ya a la plaza mayor que irradia todo el tráfico. Algo de aquello le había dicho a Bonadea respondiendo a la pregunta de por qué no hacía algo por el prójimo. Ella no lo sabía, pero era cierto que disfrutaba de un gran día; meditó unos instantes, apretó más fuertemente su brazo contra el de Ulrich y contestó en términos sintéticos: —¡Lo que tú haces en sueños no es pensar, sino reproducir una historia cualquiera! Era casi cierto. Ulrich estrechó la mano de Bonadea. En los ojos de ésta volvieron a aparecer de improviso las lágrimas que fueron bañando lentamente su rostro; y del salitre posado sobre su piel ascendió el indescriptible perfume del amor. Ulrich lo aspiró y sintió deseos lúbricos, oscuros, deseos de ceder y de olvidar. Pero se contuvo, y cariñosamente dirigió a Bonadea hacia la puerta. Entonces se dio perfecta cuenta de lo que tenía todavía por delante y de que debía decidirse a una u otra cosa. —Marcha —le dijo en voz baja—; no te lo tomes a mal, pero no puedo decirte cuándo podremos volver a vernos; de momento tengo mucho quehacer conmigo mismo.

Y el milagro se produjo: Bonadea no opuso resistencia de ninguna clase, ni dijo palabra alguna de contrariada soberanía. Ya no estaba celosa. Sentía en sí misma la representación de una historia. Hubiera abrazado de buena gana a Ulrich y, soltándole de repente, le hubiera dejado caer al suelo. Ante todo, hubiera hecho la señal de la cruz sobre la frente de Ulrich como signo de protección, de igual modo que se la hacía a sus niños. Y esto le pareció tan bello que no se le ocurrió ver en aquello un fin. Se puso el sombrero y besó a Ulrich; luego repitió el beso a través del velo, cuyos hilos se calentaron como las barras de una verja.

Con la ayuda de la doncella, que había vigilado y observado todo junto a la puerta, se consiguió que Bonadea desapareciera sin llamar la atención de los demás, quienes a su vez habían comenzado también a desfilar. Ulrich puso en la mano de Raquel una propina extraordinaria, dirigiéndole al mismo tiempo unas palabras laudatorias sobre su presencia de espíritu. Raquel quedó tan entusiasmada de ambos que sus dedos sujetaron instintivamente la mano de Ulrich junto con el dinero, hasta que él, no pudiendo resistir la risa, descargó unas palmaditas amables sobre la espalda de la sonrojada doncella.