SU Señoría había manifestado vivo interés en que Diotima se instruyese en la célebre historia de la célebre cabalgata Makart, que, por los años setenta, había unido en el entusiasmo a toda Austria. Todavía se acordaba él muy bien de las carrozas ricamente tapizadas, de los caballos enjaezados con pesados aparejos, de las trompetas y del orgullo que lucían aquellas gentes en sus trajes medievales, ausentes en la vida cotidiana. De modo que, uno de aquellos días, Diotima, Arnheim y Ulrich salían de la Biblioteca Nacional, donde habían andado buscando documentos que describiesen la época. Como ya había predicho Diotima a Su Señoría arrugando los labios, el resultado había sido absurdo; con semejantes antiguallas ya no era posible arrancar de su vida ordinaria a las personas. La hermosa mujer anunció a sus acompañantes la necesidad de gozar del claro sol y del año 1914 que, lejos ya de aquella decrépita era, había comenzado hacía algunas semanas. Aún en la escalera, Diotima había expresado su idea de ir a pie hasta casa; pero apenas salieron a la luz del exterior se encontraron con el general en el preciso momento de atravesar el portón de la biblioteca. Y él, orgulloso de ser sorprendido en aquella actividad intelectual, se declaró inmediatamente dispuesto a volverse y a unirse a la escolta de Diotima. De ahí que Diotima, pocos pasos más adelante, se sintiera cansada y pidiera un coche. Pero tardó en pasar por allí un vehículo libre, por lo que todos permanecieron frente a la biblioteca, en la plaza, la cual formaba un rectángulo semejante a una artesa, cuyos lados estaban limitados, tres de ellos, por majestuosas fachadas de estilo antiguo, y el cuarto por un palacio alargado y bajo. A lo largo de la calle asfaltada, lisa como una pista de hielo, se deslizaban los automóviles y los carruajes de tiro; pero ninguno de ellos atendió a los gestos y señales que siguieron haciéndoles, como náufragos, los cuatro personajes, hasta que, cansados ya u olvidados, sólo débilmente los repitieron.
Arnheim llevaba un gran libro bajo el brazo. Cosa que le agradaba, pues le daba un aire de respeto y condescendencia frente al espíritu. Entabló una animada conversación con el general: —Me alegro de ver en usted un frecuentador de bibliotecas; de cuando en cuando hay que visitar al espíritu en su casa —comentó él—; pero actualmente pocos hombres de posición se preocupan de hacerlo.
El general Stumm respondió que él estaba muy familiarizado con aquella biblioteca.
Arnheim reconoció el hecho como digno de alabanza:
—Hoy día casi no hay más que escritores; lectores apenas quedan —prosiguió—. ¿Se ha preguntado alguna vez, señor general, cuántos libros se imprimen cada año? Si mal no recuerdo, me parece que pasan de cien los publicados diariamente sólo en Alemania. Y más de mil revistas se fundan al año. Todo el mundo escribe; cada uno se sirve a su antojo de los pensamientos como si fueran suyos; nadie piensa en la responsabilidad del conjunto. Desde que la Iglesia ha perdido su influencia, ya no hay autoridad en nuestro caos. No hay modelos ni ideas culturales. En tales circunstancias es natural que sentimientos y moral anden a la deriva, y que el hombre más firme comience a tambalearse.
Al general se le secó la boca. No se podía decir que el doctor Arnheim estuviera hablándole a él; se paseaba en medio de la plaza y pensaba en voz alta. El general se acordó de que hay «muchos hombres» que van por la calle hablando consigo mismo al dirigirse de prisa a algún lugar; mejor dicho, «muchos paisanos», pues un soldado que lo hiciera sería encarcelado y un oficial enviado a una clínica psiquiátrica. Stumm sentía cierto reparo en ponerse a filosofar públicamente, por así decirlo, en el centro de la capital, de la ciudad imperial. Además de Stumm y Arnheim, en la plaza estaba tomando el sol un hombre mudo; era de bronce y se alzaba sobre un gran pedestal de piedra. El general no recordaba a quién representaba y fue entonces la primera vez que se dio cuenta de su existencia. Arnheim, fijándose en el monumento, preguntó quién era aquel personaje. El general se excusó. —¡Y le han puesto aquí para que nosotros le tributemos honores! —advirtió vehemente—. ¡Pero está bien! Nos movemos continuamente entre instituciones, problemas y exigencias de las que nosotros sólo conocemos el último eslabón, de modo que el presente no cesa de relacionarse con el pasado; nos hundimos hasta más arriba de las rodillas, si me es permitida la expresión, en los sótanos del tiempo y nos imaginamos vivir así en las alturas del presente.
Arnheim sonreía y daba conversación. Sus labios jugaban sin parar, cara al sol; en los ojos se alternaban las luces, como en un buque las señales luminosas. Stumm se sintió muy incómodo; le resultaba difícil demostrar continuamente que seguía la trayectoria de tantos y tan desacostumbrados giros de dicción, mientras se exponía en uniforme a las miradas de toda la gente que circulaba por la plaza. En las grietas de los adoquines crecía la hierba, había vuelto a brotar de las raíces profundizadas el año anterior, y mostraba una increíble frescura, como un cadáver sobre nieve; era un fenómeno extraordinariamente raro y molesto ver crecer la hierba entre las piedras, si se consideraba que a pocos pasos de distancia los automóviles, como pedía la época, lustraban el asfalto. El general comenzó a sufrir bajo la angustiosa obsesión de verse —si seguía escuchando todavía largo tiempo— víctima de un ataque que le haría caer de rodillas y comer hierba ante toda la gente. Sin saber por qué miró alrededor buscando ayuda en Ulrich y Diotima.
Éstos se habían refugiado al abrigo del tenue velo de una sombra proyectada a la vuelta de una esquina; sólo se oían sus voces suaves e incomprensibles, enlazadas en una discusión.
—Esa interpretación es desconsoladora —dijo Diotima.
—¡Pero en la vida hay también individualidades!
Ulrich se esforzó por mirarla a los ojos desde un lado.
—¡Santo Cielo! —exclamó él—; ¡pero si ya hemos hablado de ello!
—Usted no tiene corazón. De otro modo, no hablaría así. Diotima lo dijo dulcemente. Del suelo empedrado ascendía el aire recalentado hasta más arriba de sus piernas, ocultas bajo la falda larga, inaccesibles e inexistentes para el mundo, como las de una estatua. Ninguna señal reveló que ella percibiera algo. Fue una ternura que nada tenía que ver con hombre alguno ni criatura humana. Sus ojos palidecieron. Pero aquello era quizá simplemente el efecto de su reserva en una situación que la exponía a las miradas de los paseantes. Se volvió hacia Ulrich y le dijo con un esfuerzo: —Cuando una mujer tiene que elegir entre deber y pasión, ¿en qué puede apoyarse sino en su carácter?
—¡Usted no tiene por qué elegir! —repuso Ulrich.
—¡No vaya tan lejos, que no he hablado de mí misma! —murmuró su prima.
Puesto que él nada contestaba, ambos, a la vez y con aire hostil, extendieron sus miradas sobre la plaza durante unos instantes. Luego preguntó Diotima: —¿Cree usted posible que eso que llamamos alma pueda salir de la sombra en que ordinariamente se encuentra?
Ulrich miró extrañado a Diotima.
—En ciertas personas privilegiadas —añadió ella.
—Al final va a resultar que usted busca revelaciones —dijo incrédulo—. ¿Acaso le ha puesto Arnheim en relación con un médium?
Diotima quedó decepcionada. —No se me habría ocurrido pensar que usted podría equivocarse tan crasamente en sus juicios —le reprochó ella—. Al hablar de «salir de la sombra», lo he entendido metafóricamente, es decir, salir de ese escondite de vislumbres en que colocamos a veces a lo extraordinario. Es como una red tendida que nos atormenta porque ni nos retiene ni nos deja libres. ¿Cree usted que ha habido tiempos en que se han presentado las cosas de modo distinto? Lo interior se hacía antiguamente más visible; las personas aisladas seguían un camino iluminado; en una palabra, siguieron, como ya se ha dicho, el camino sagrado, y los milagros se hicieron realidad, porque no son más que una forma siempre presente de la realidad.
Diotima se admiró de la seguridad con que había expresado todo aquello sin necesidad de disposición especial de ánimo y al mismo tiempo con solidez realista. Ulrich rabiaba interiormente, pero en realidad estaba asustado. ¿La cosa ha llegado tan lejos que esta gallina gigante ya habla como yo?, se preguntó. Ulrich pensó en el alma de Diotima y en la suya, y se imaginó que se trataba de una gran gallina devorando a picotazos a un pequeño gusano. El viejísimo miedo pueril ante la gran mujer, mezclado con otra curiosa sensación, se apoderó de él; le resultaba agradable sentirse espiritualmente engullido por la estúpida armonía que le relacionaba con una persona a la que estaba unido con lazos de parentesco. La armonía era, naturalmente, pura casualidad y sinrazón; él no creía ni en la magia del parentesco, ni en la posibilidad de poder tomar en serio a su prima, ni siquiera en un estado de nebulosa embriaguez. Pero en los últimos tiempos había experimentado cambios; Ulrich estaba ablandándose, su agresividad interior disminuía y tendía a convertirse en un deseo de ternuras, de sueños, de familiaridad, o Dios sabe de qué; también se podía decir que la disposición de ánimo contraria, que oponía resistencia —una disposición maligna de la voluntad—, estallaba a veces bruscamente.
Por eso se burlaba ahora de su prima. —Si piensa usted así, considero que es deber suyo convertirse pública o secretamente, lo antes que pueda, «enteramente», en amante de Arnheim —le dijo a Diotima.
—¡Calle, por favor! ¡Tenga en cuenta que no le he autorizado a hablar de este asunto! —le desairó ella.
—¡Pero debo hacer algunas observaciones! Hace poco no había alcanzado yo todavía a ver claramente qué clase de relaciones existían entre usted y Arnheim. Pero ahora ya no tengo dudas; la actitud de usted me hace pensar en una persona deseosa de subir a la luna. Nunca le hubiera creído a usted capaz de semejante locura.
—¡Ya le dije que soy capaz de traspasar todo límite! —Diotima lanzó una mirada audaz al vacío, pero el sol contrajo sus pupilas y párpados, adoptando su rostro una expresión casi de regocijo.
—Son delirios producidos por el hambre de amor —dijo Ulrich— que pasan, una vez satisfecho tal imperativo. Ulrich se preguntó qué clase de intenciones podría tener Arnheim respecto de su prima. ¿Se arrepentía de haberle propuesto el matrimonio e intentaba acaso disimular la retirada con una comedia? En este caso, lo más sencillo habría sido salir de viaje y no volver más; un hombre de negocios como él bien hubiera podido aportar la necesaria desconsideración para realizarlo. Ulrich se acordaba de haber observado en Arnheim ciertas señales reveladoras de pasión en un hombre de cierta edad; su rostro aparecía a veces con un color gris amarillento, lánguido, cansado; su aspecto recordaba una habitación en la que la cama aparece a la hora de la siesta todavía sin hacer. Ulrich adivinaba el secreto motivo de aquello, atribuyéndolo a la destrucción operada por dos pasiones de vehemencia semejante, al luchar por el predominio sin lograr resultado. Pero no pudiendo imaginarse Ulrich hasta qué punto llegaba la fuerza de la pasión que dominaba a Arnheim, tampoco comprendía el alcance de las precauciones que oponía al amor.
—¡Usted es un hombre curioso! —dijo Diotima—. Siempre sorprende con observaciones contrarias a las esperadas. ¿No me ha hablado usted alguna vez acerca del amor seráfico?
—¿Cree usted que es realmente posible? —preguntó Ulrich distraído.
—Naturalmente, no lo considero posible tal como lo ha descrito usted.
—¡Luego Arnheim le profesa a usted un amor seráfico! —Ulrich comenzó a reírse suavemente.
—¡No se ría! —exclamó Diotima indignada y siseando un poquito.
—Usted no sabe por qué me río —se excusó—. Me río de nerviosismo, como se suele decir. Usted y Arnheim son personas de sentimientos delicados; les gusta la poesía. Estoy plenamente convencido de que usted se siente a veces acariciada por una brisa; una brisa… ¿de qué? Ahora bien, usted se propone abrirse paso hacia él con la asiduidad de que es capaz su idealismo.
—¿No exige usted siempre exactitud y exhaustividad en todo? —replicó Diotima.
Ulrich quedó un poco desconcertado. —¡Usted esta loca! —dijo él—. ¡Perdóneme la frase, pero usted no debe ser eso!
Entretanto, Arnheim había manifestado al general que, desde hacía dos generaciones, el mundo se encontraba al borde del más horrendo cataclismo: el alma estaba a punto de caer arruinada.
Fue un golpe para el general. ¡Dios santo, más novedades todavía! A decir verdad, hasta aquel momento no había creído él, a pesar de Diotima, en la existencia de eso a lo que algunos llaman «alma». En la academia militar y en el regimiento la gente se había reído de tales historias de curas. Pero viendo ahora la tranquilidad con que hablaba del alma todo un fabricante de cañones y de planchas de blindaje, como si la sintiera a su lado, los ojos del general comenzaron a escocerle y a ensombrecerse, girando en el aire transparente de sus órbitas.
Pero Arnheim no esperó a que le pidiera explicaciones. Las palabras fluían de sus labios a través de la hendidura de pálido color rosa, entre el recortado bigote y la perilla. Como decía, desde que la Iglesia había comenzado a perder poder en el fuero externo de la vida, o sea, aproximadamente al comienzo de la cultura burguesa, el alma había entrado en un proceso de contracción y envejecimiento. Desde entonces, el alma ha perdido a Dios y sus firmes valores e ideales; el hombre de hoy día ha llegado tan lejos que ya vive sin moral, sin principios y, en realidad, sin experiencias.
El general no comprendía bien por qué no se han de hacer experiencias si no se tenía moral. Pero Arnheim abrió el gran volumen de piel de cerdo, sostenido en su mano; contenía ésta el valioso facsímil de un códice que no era permitido sacar fuera de la biblioteca, ni siquiera a un mortal tan extraordinario como él. El general vio en el centro de una hoja a un ángel con las alas horizontalmente extendidas sobre dos páginas cubiertas de tierra oscura y de cielo dorado y de extraños colores distribuidos como nubes. Contempló la copia de una de las más espléndidas y sensacionales pinturas del Medioevo; pero ignorando esto el general y entendiendo, por otra parte, mucho de caza de aves y de sus representaciones figurativas, pensó sencillamente que un ser con alas y cuello largo, que no era ni un hombre ni una chocha, tenía que ser una aberración sobre la que Arnheim quería atraer la atención del compañero.
En esto, Arnheim, posando el dedo sobre el libro, dijo pensativo: —¡Aquí tiene usted lo que la creadora de la Acción austríaca busca para transmitir al mundo…!
—¡Pero hombre! —respondió Stumm. Al parecer, él lo había menospreciado; ahora debería, pues, poner cuidado en la emisión de sus juicios.
—Esta grandeza de expresión en líneas de tan perfecta simplicidad —prosiguió Arnheim— pone de manifiesto lo que le falta a nuestra época. ¿Qué es a su lado nuestra ciencia? ¡Una obra fragmentada! ¿Nuestro arte? ¡Extremos sin un cuerpo intermedio! ¡Lo que falta a nuestro espíritu es el misterio de la unidad! Mire usted, por eso me impresiona a mí este proyecto austríaco de dar al mundo un ejemplo unificador, un pensamiento solidario, a pesar de que yo no lo considero muy fácil de realizar. Yo soy alemán. En el mundo de hoy día no hay cosa que no se proclame a voces y de un modo zafio. En Alemania, sin embargo, todo es altisonante. Los hombres de todos los países se afanan en lo que hacen, de la mañana a la noche, trabajen o se diviertan; pero en nuestra patria la gente se levanta todavía más temprano y se acuesta todavía más tarde. En el mundo entero, el espíritu del cálculo y de la violencia ha perdido el vínculo de unión con el alma; pero en Alemania tenemos nosotros más negociantes que en ninguna parte, y el ejército más poderoso. Hizo una pausa y miró estático alrededor de la plaza. —En Austria las cosas no están todavía tan desarrolladas. Aquí perdura aún el pasado y los hombres conservan algo de la intuición primitiva. Si se puede pensar aún en la posibilidad de una redención del racionalismo alemán, sólo desde aquí sería factible. Pero temo —añadió suspirando— que se presente difícil. Las grandes ideas encuentran hoy día demasiados obstáculos, sirven simplemente para evitar abusos recíprocos; vivimos, digámoslo así, en un estado de paz moral armada de ideas.
Se rió de su propia broma. E inmediatamente le vino al pensamiento otra idea: —Mire, la diferencia entre Alemania y Austria que acabo de hacerle notar me recuerda el juego de billar: también en este juego falla la bola cuando se quiere ganar a base de cálculo y no de sentimiento.
El general había adivinado que con la expresión de la armada paz moral debería sentirse halagado, por lo que procuró demostrar su atención. De billar entendía algo. —Por favor —dijo—, yo sé jugar al billar y a los bolos, y nunca he oído que exista diferencia entre la técnica de juego alemana y la austríaca.
Arnheim cerró los ojos y reflexionó. —Yo nunca he jugado al billar —dijo luego—, pero sé cómo se hace carambola, cómo se puede trucar y lanzar la bola con efecto picándola lateralmente por la izquierda o por la derecha, por arriba o por abajo; sé cómo se consigue el encuentro de bola llena y de media bola, el pelo y el remache, y muchas otras variaciones. Graduando cada uno de estos elementos se pueden conseguir infinidad de combinaciones. Puesto a comprobarlas teóricamente, necesitaría tener presente no sólo las leyes de la matemática y de la mecánica de los cuerpos sólidos, sino también las de la elasticidad; debería conocer los coeficientes del material y el influjo de la temperatura; tendría que poseer los más sensibles sistemas de medidas para la coordinación y gradación de los impulsos motores; mi valoración de la distancia debería tener la precisión de un nonio, mi rendimiento combinador tendría que ser más rápido y seguro que una regla de cálculo. Esto sin contar el margen de fallos, el de dispersión y la circunstancia de que el fin de la exacta coincidencia de las dos bolas no es inequívoco, sino que está constituido por un grupo de datos dispuestos en cantidad suficiente alrededor de un término medio.
Arnheim habló despacio y exigiendo atención, como si usara del cuentagotas para verter un líquido en un vaso; no dispensó de ningún detalle a su interlocutor.
—Ya ve, pues —prosiguió—, que yo debería poseer muchas aptitudes y hacer cosas que me son imposibles. Usted tiene de matemático, sin duda, lo suficiente para darse cuenta del ingente trabajo que supondría calcular de esta forma, aunque no fuera más que la trayectoria de un simple lance de carambola; la inteligencia nos abandona en este caso. Sin embargo, me aproximo a la mesa de billar con un cigarrillo en la boca, con una melodía en la cabeza, o sea, con el sombrero calado y, sin poner mucho esfuerzo en examinar la situación, tiro, y el problema se resuelve. ¡Mi general, otro tanto sucede en la vida infinidad de veces! Usted no es sólo austríaco, sino también militar; tiene, pues, que comprenderme: la política, el honor, la guerra, el arte, todo lo trascendente de la vida se consuma más allá de la razón. La grandeza de la persona está enraizada en lo irracional. También nosotros, los comerciantes, no calculamos como quizá pueda creer usted. Nosotros; me refiero naturalmente al personal directivo, pues los inferiores es natural que miren al centavo. Nosotros aprendemos a considerar nuestras ocurrencias felices como un secreto que se burla de todo cálculo. Quien no ame el sentimiento, la moral, la religión, la música, la poesía, la urbanidad, la caballerosidad, la franqueza, la sinceridad, la tolerancia…, créame: no llegará nunca a ser un comerciante de gran categoría. Por eso he admirado siempre el oficio del soldado, particularmente el del soldado austríaco, el cual está condecorado con antiquísimas tradiciones; yo me alegro mucho de que usted corteje a la muy digna señora. Me tranquiliza. La influencia que usted ejerce en nuestro amigo más joven es de máxima importancia. Todas las grandes cosas se basan en las mismas aptitudes. ¡Las grandes obligaciones son una bendición, señor general!
Instintivamente sacudió la mano de Stumm y le dijo todavía: —Muy pocos hombres saben que lo verdaderamente grande es siempre infundado; quiero decir que todo lo fuerte es sencillo. Stumm von Bordwehr quedó sin aliento; le pareció que no llegaba a comprender nada de lo que estaba oyendo y sintió la necesidad de precipitarse a la biblioteca y de pasarse horas enteras leyendo sobre todos aquellos asuntos en que el gran hombre le había introducido con la evidente intención de halagarle. Pero al fin, tras de aquel aguacero primaveral que había inundado su cabeza, se abrió a una sorprendente claridad. —¡Demonios! ¡Ése espera algo de ti! —se dijo a sí mismo. Alzó los ojos. Arnheim sostenía todavía el libro en las manos, pero se disponía a hacer señas a un coche; su rostro aparecía vigoroso y ligeramente coloreado, como el de un hombre que acaba de cambiar de pensamiento. El general calló, como se calla por respeto a continuación de haber visto caer una frase redonda. Si Arnheim quería algo de él, entonces también Stumm podía esperar algo de Arnheim en beneficio del soberano ministerio. Este pensamiento le abrió tales perspectivas que el general renunció, por lo pronto, a reflexionar sobre si tal idea estaba o no verdaderamente en regla. Pero si el ángel del libro hubiera levantado repentinamente sus pintadas alas para permitir al inteligente general echar una mirada por allí abajo, éste no hubiera podido sentirse más desconcertado y feliz.
En la esquina de Diotima y Ulrich se había planteado entretanto la siguiente pregunta: ¿debe una mujer, en la difícil situación de Diotima, renunciar al adulterio? ¿Puede dejarse llevar hasta cometerlo, o debe elegir un término medio, según el cual pase a pertenecer a un hombre corporalmente, y espiritualmente a otro, o acaso corporalmente a ninguno? Esta tercera solución no tenía texto, sino únicamente música de subida armonía. Y Diotima perseveraba severamente en la afirmación de que la persona de que se hablaba no era ella misma, sino «una mujer». Con una mirada dispuesta a destapar la ira de su interior impedía que Ulrich se saliese con la suya cuando éste intentaba declarar la identidad de aquellas dos mujeres.
En consecuencia, también él pasó a hablar con rodeos.
—¿Ha visto usted alguna vez un perro? —preguntó Ulrich—. ¡Cree que sí! Sin embargo, lo que ha visto es simplemente lo considerado, con más o menos razón, como perro. Pero tal individuo no tiene todas las propiedades caninas, poseyendo al contrario algo personal que falta a todos los demás perros. ¿Cómo vamos a poder hacer nosotros «lo justo» en la vida? Únicamente podemos realizar una parte que nunca alcanza a lo justo, y que siempre anda por encima y por debajo de lo justo.
»¿Y cuándo ha caído una teja de las alturas de un edificio de acuerdo con las prescripciones de la ley? ¡Nunca! Ni siquiera en los laboratorios se manifiestan las cosas tal como debieran. Lo evitan desordenadamente huyendo en todas las direcciones; y en cierto sentido es una ficción nuestra el ver en ello un error de ejecución, y el atribuir a su promedio un auténtico valor.
»Otro ejemplo: alguien encuentra unas piedras y por sus características especiales las llama diamantes. Pero una procede de África y la otra de Asia. La una ha sido extraída de la tierra por un negro, la otra por un asiático. ¿Es la diferencia acaso tan grande que nos permite hacer caso omiso de sus propiedades comunes? En la ecuación diamante + circunstancias = diamante, el valor funcional del diamante es tan grande que el de las circunstancias desaparece; pero cabe pensar en circunstancias morales con las que sucede a la inversa.
»Todo se integra en los conceptos universales; sin embargo, cada cosa tiene sus particularidades. Todo es verdadero y además genuino e imposible de ser comparado. Yo diría que el elemento personal de una criatura cualquiera es precisamente aquello en lo que no coincide ninguna otra. Ya le he dicho alguna vez a usted que tanto más disminuido se encuentra el elemento personal en el mundo cuanto más se descubre lo verdadero, pues existe desde hace mucho tiempo una lucha contra lo individual, elemento al que cada vez se le está quitando más terreno. No sé qué va a quedar de todos nosotros cuando se termine de racionalizar la vida. Quizá nada, pero puede ser que, una vez descartada la falsa interpretación que damos ahora a la personalidad, nos enfrentemos entonces con otra, como con la más entretenida aventura.
»¿Qué decide usted? ¿Debe obrar una mujer según la ley? En ese caso puede acomodarse a las normas burguesas. La moral es un valor medio y colectivo con su justificación, e impone obediencia literalmente y sin concesiones cuando se le reconoce. Pero hay casos aislados para los que no vale la moral; éstos son moralmente tan pobres como enriquecidos por el valor inagotable del mundo.
—¡Vaya discurso ha pronunciado usted! —dijo Diotima. Se sintió satisfecha del alcance tan subido de aquellas atribuciones aplicadas a ella, pero quiso mostrar su superioridad haciendo ver que no gastaba saliva en balde. —¿Qué debe hacer en la realidad de la vida una mujer que se encuentra en esa situación de la que hemos hablado? —preguntó Diotima.
—Dejar el camino libre —repuso Ulrich.
—¿A quién?
—¡Qué sé yo! A su marido, a su amante, a su abnegación, a sus líos.
—¿Se da usted cuenta de lo que significa eso? —preguntó Diotima, recordando con dolor cómo el simple hecho de dormir todas las noches con Tuzzi en la misma habitación cortaba las alas al noble propósito de renunciar quizás a Arnheim. Algo de aquellos pensamientos debía de haber interceptado su primo, pues preguntó brevemente: —¿Quiere intentarlo conmigo?
—¿Con usted? —respondió Diotima, alargando las palabras y pretendiendo defenderse con una broma inofensiva—: ¿Quiere usted hacerme una descripción del plan que proyecta?
—¡Por supuesto! —dijo Ulrich seriamente—. Usted acostumbra a leer mucho, ¿no es cierto?
—¡Sí!
—¿Y cómo lee? Yo mismo se lo voy a decir: omitiendo lo que no le agrada. Otro tanto ha hecho ya el autor. También sus sueños y fantasías suprimen algo. Paso, pues, a afirmar que la hermosura y la emoción tienen lugar mediante omisiones. Nuestra actitud dentro de la realidad es evidentemente un compromiso, un estado intermedio en que los sentimientos se estorban mutuamente durante su apasionado desenvolvimiento y se pierden algún tiempo en el gris anonimato. Los niños, quienes no han adoptado todavía postura alguna, son por eso más felices y más infelices que los adultos. Yo añadiría que también los tontos se abstienen; es sabido que la simpleza hace feliz. He aquí mi primera proposición: hagamos la prueba de amarnos recíprocamente como si fuéramos usted y yo las figuras poéticas de las páginas de un libro. Suprimamos, pues, el tejido graso que redondea la realidad.
A Diotima le urgió el deseo de poner objeciones; lo que quería era desviar la conversación de un tema tan directamente personal, para lo cual hizo saber que de aquellas cuestiones entendía un poco. —Muy bien —contestó ella—, pero se afirma que el arte es una evasión recreativa de la realidad con el fin de volver a ella enriquecido.
—Y yo soy tan incomprensivo —replicó el primo— que me declaro opuesto a toda vacación. ¡Qué vida es ésa que ha de agujerearse con vacaciones! ¿Quién se atrevería a hacer agujeros en un cuadro porque siente gusto en ello? ¿Se darán en la eterna bienaventuranza semanas de vacación? Le confieso que a veces me resulta desagradable incluso la idea del reposo nocturno.
—¡Ahí mismo puede ver usted —le interrumpió Diotima apoderándose del ejemplo— lo desnaturalizado que es cuanto está diciendo usted! ¡Una persona sin necesidad de descanso ni de pausas! ¡No hay ejemplo que mejor ilustre la diferencia entre usted y Arnheim! Por una parte, un espíritu desconocedor de las sombras de las cosas; por otra, un espíritu que se desarrolla bajo el sol y sombra de un humanismo integral.
—No cabe duda de que exagero —admitió Ulrich impasible—. Usted llegará a verlo más claro cuando descendamos a detalles. Pensemos, por ejemplo, en los grandes escritores. Uno puede orientar su propia vida según sus teorías, pero de ellos no se puede extraer la vida como el vino de la vid. Ellos han dado a sus inspiraciones una forma tan sólida que sobrevive a las épocas transitorias como un metal laminado. ¿Pero qué es en realidad lo que dijeron? Nadie lo sabe. Ni ellos lo supieron exactamente. Son como un campo sobre el que vuelan las abejas; y ellos mismos son ese revolotear de un lado para otro. Sus ideas y sentimientos atraviesan todas las gradaciones intermedias entre las verdades, e incluso errores, que, de ser necesario, podrían demostrarse, y las entidades variables que se nos acercan o se nos escapan cuando nos proponemos examinarlos.
«A1 pensamiento de un libro no se le puede desligar de la página donde se encuentra. Nos hace guiños como el rostro de un hombre que, eslabonado en una cadena de amigos que pasan por delante de nosotros, nos mira expresivo durante un instante fugaz. He vuelto a exagerar un poco; atienda, sin embargo, a esta pregunta: ¿no es exactamente esto que acabo de describirle lo que sucede en la vida? Frente a las sensaciones precisas, mensurables y definibles, prefiero callar; pero todos los demás conceptos en los que fundamos nuestra vida no son más que parábolas congeladas. ¿Cuántas imágenes diferentes no engloba un concepto tan simple como el de la virilidad? Ésta es semejante al aliento que a cada acto de la respiración puede cambiar de forma, y nada tiene de firme, ni las impresiones ni el orden. Si es así que, como he dicho, en la literatura omitimos sencillamente lo que no nos conviene, no hacemos otra cosa que restablecer el estado primitivo de la vida».
—Querido amigo —dijo Diotima—, no veo el objeto de tales alusiones. Ulrich había intercalado una pausa en la que cayeron estas palabras.
—Eso parece. Creo no haber hablado en un tono demasiado alto, ¿no es así? —replicó Ulrich.
—Ha hablado rápido, suave, largo y tendido —contestó ella irónicamente—. Pero no ha dicho ni una palabra acerca de lo que usted quería hablar. ¿Sabe usted lo que ha vuelto a explicarme una vez más? ¡Que habría que suprimir la realidad! Le aseguro que no he olvidado esta observación que oí por primera vez, creo yo, en una de nuestras excursiones; no sé por qué la recuerdo todavía. ¡Por desgracia, usted no ha manifestado aún cómo quiere organizar la operación!
—Eso exigiría, claro está, otro discurso al menos tan largo como el anterior. Pero ¿cree usted que sería sencillo? Si no me confundo, fue usted quien dijo que quisiera remontar el vuelo juntamente con Arnheim a una especie de santidad. Lo considera, pues, como una variación de la realidad. Lo que yo he dicho es, sin embargo, que es necesario enseñorearse nuevamente de la irrealidad; la realidad no tiene ya sentido.
—Difícilmente podría estar Arnheim de acuerdo con esto —dijo Diotima.
—Claro que no; ahí está el contraste que nos diferencia a los dos. Él quisiera dar sentido a las circunstancias del comer, beber y dormir, a la de ser el gran Arnheim y a la de no saber si debe o no casarse con usted; a este fin está reuniendo desde hace tiempo todos los tesoros del espíritu. Ulrich se detuvo de repente y produjo una pausa silenciosa.
Después, preguntó cambiado: —¿Puede decirme por qué hablo yo de este asunto precisamente con usted? Estoy pensando ahora en mi niñez. Fui un niño bueno, aunque usted no lo crea, dulce como el aire de una templada noche de luna. Era capaz de enamorarme ilimitadamente de un perro o de un cuchillo… Pero Ulrich no completó la frase.
Diotima lo miró dudosa. Se acordó de lo partidario que él había sido antes de la «precisión del sentimiento», mientras que hoy apenas paraba de hablar en contra. Incluso había reprochado a Arnheim, en cierta ocasión, de insuficiente pureza de los sentidos, y ahora hablaba de dejar el camino libre. A Diotima le inquietaba que Ulrich se hubiera declarado adicto a los «sentimientos sin vacación», mientras que Arnheim había dicho ambiguamente que jamás había que «odiar o amar sin reservas». Este pensamiento le dejó muy perpleja.
—¿Cree usted que se da verdaderamente una sensación sin límites? —preguntó Ulrich.
—¡Ah, hay sentimientos para los que no existen fronteras! —repuso Diotima, pisando sobre seguro.
—Mire, yo no doy mucha fe a eso —dijo Ulrich distraído—. Es extraño que hablemos a menudo de este asunto, cuando es eso precisamente lo que evitamos a lo largo de toda nuestra vida, como si nos pudiéramos ahogar dentro. Ulrich notó que Diotima no le escuchaba, sino que miraba inquieta hacia Arnheim, cuyos ojos giraban en busca de un coche.
—Temo —dijo ella— que tengamos que liberarle del general.
—Voy a parar un coche; al general le tomaré yo por mi cuenta —contestó Ulrich complaciente. Y en el momento en que se movió para hacerlo, Diotima tomó a Ulrich del brazo y le dijo en un tono de tierna adhesión para recompensarle amablemente sus esfuerzos: —Todo sentimiento que no sea ilimitado carece de valor.