ULRICH verdaderamente no sabía qué hacer para realizar el deseo de su padre, quien le instaba a prepararse para una entrevista personal con Su Señoría y otros patriotas distinguidos, gesto con el que debería mostrar su entusiasmo por la escuela social. Así las cosas, se fue a ver a Gerda para olvidarlo todo de una vez. En la casa encontró a Hans junto a ella, y Hans emprendió inmediatamente la ofensiva: —¿Ha puesto usted al director Fischel bajo su tutela?
Ulrich respondió preguntándole evasivamente si Gerda le había contado algo sobre aquel asunto.
Sí, Gerda le había hecho algunas confidencias.
—¡Y qué! ¿Quiere saber usted la razón?
—¡Se lo pido por favor! —dijo Hans.
—No es tan fácil, querido Hans.
—¡No diga «querido Hans»!
—Entonces, querida Gerda —repuso Ulrich dirigiéndose a ella—, créame que no es nada fácil. He hablado ya tanto de eso, que puedo contar con la comprensión de usted.
—Le comprendo, pero no le creo —contestó Gerda intentando, con el tono y con la mirada, tender, desde su posición polémica al lado de Hans, un puente conciliador hasta Ulrich.
—No le creemos —se adelantó Hans para interrumpir el acondicionamiento amable de la conversación—; no creemos que usted lo pueda tomar en serio; es algo que se ha adjudicado usted mismo de alguna manera.
—¿Qué? ¿Quiere decir que… no se puede expresar con propiedad? —preguntó Ulrich comprendiendo en seguida que el desvergonzado de Hans se refería a lo que había hablado él con Gerda en la intimidad.
—¡Oh! Sí que se puede expresar perfectamente, tomando la cosa en serio.
—A mí no me lo parece. Pero lo que puedo hacer es contarles a ustedes una historia.
—¡Otra vez con historias! ¡Al parecer, usted narra historias como el gran padre Homero! —exclamó Hans aún más impertinente y arrogante. Gerda le miró suplicante. Pero Ulrich, evadiendo el ataque, prosiguió: —Una vez me enamoré profundamente; tendría entonces la edad que tiene usted ahora. Me enamoré de mi amor, de mi situación alterada, y no tanto de la mujer correspondiente; en aquel tiempo conocí todo eso de lo que usted, sus amigos y Gerda hacen grandes misterios. Ésta es la historia que quería contarles.
Ambos se admiraron de que fuese tan corta. Gerda preguntó vacilante: —¿Es verdad que se ha sentido usted alguna vez muy enamorado? Inmediatamente se enojó de haber preguntado aquello ante Hans, con la medrosa curiosidad de una adolescente.
Pero Hans intervino cortando la palabra a Gerda: —¡Qué nos importan a nosotros esos asuntos! Es mejor que nos cuente lo que hace su prima entre esos quebradores de bancos en cuyas manos ha caído.
—Busca una idea con la que el espíritu de nuestra patria pueda imponerse soberanamente en todo el mundo. ¿No quiere prestarle usted su ayuda con alguna sugerencia? Estoy dispuesto a hacer de intermediario —respondió Ulrich.
Hans se echó a reír burlonamente. —¿Por qué finge usted no saber que nosotros tratamos de impedir el desarrollo de esa empresa?
—Bueno, ¿y por qué ha de estar usted en contra?
—Porque representa una conspiración dirigida por este Estado contra el espíritu alemán —dijo Hans—. ¿Es cierto que no sabe usted que se está preparando un movimiento de grandes perspectivas para oponerle resistencia? Las intenciones del conde Leinsdorf han sido denunciadas a la Unión Nacional Alemana. La Sociedad de Escolares ha protestado contra el ultraje perpetrado al espíritu alemán. Las sociedades armadas de las universidades austríacas tomarán partido frente a las amenazas eslavas; y la Liga de Estudiantes, a la que yo pertenezco, no permanecerá inactiva, aunque tengamos que salir a la calle. Hans se había levantado y había hablado mostrando cierto orgullo. Sin embargo, añadió: —Pero en definitiva, no es esto lo que importa. La gente exagera en la valoración de las circunstancias exteriores. Lo esencial es que no puede pasar nada.
Ulrich preguntó por el motivo. Todas las grandes razas se proveyeron, ya en sus principios, de sus correspondientes mitos. ¿Existe un mito austríaco?, preguntó Hans. ¿Una religión primitiva de Austria? ¿Una epopeya? Ni la religión católica ni la protestante han nacido aquí; la tipografía y las tradiciones pictóricas vinieron de Alemania; la familia real procedía de Suiza, de España y Luxemburgo; la técnica, de Inglaterra y Alemania; las ciudades más bellas, como Viena, Praga, Salzburgo, fueron construidas por italianos y alemanes; y las fuerzas militares, organizadas según los modelos napoleónicos. Un Estado semejante no parece poseer nada propio; no le queda, pues, más remedio que anexionarse a Alemania. —Ahora está usted enterado de todo lo que deseaba saber de nosotros —concluyó Hans.
Gerda dudaba de si podía enorgullecerse o avergonzarse de él. Su inclinación hacia Ulrich se había avivado en los últimos tiempos, aunque el deseo tan humano de desempeñar un papel importante lo satisfacía mejor junto a su amigo más joven. Lo singular era que esta muchacha estaba desorientada entre dos tendencias contradictorias: convertirse en una vieja señorita o entregarse a Ulrich. La segunda tendencia era la natural consecuencia del amor que sentía desde hacía años, un amor que no despedía llamas, sino que ardía mudo en su interior; y sus sentimientos eran parecidos a los del amor sentido hacia un ser indigno cuya alma es atormentada por una inclinación despreciable hacia un sometimiento corporal. En extraño contraste con los sentimientos, pero dependiendo quizá de ellos, justa y cabalmente como un anhelo de paz, se cernía en Gerda el barrunto de que no se casaría nunca, y de que, al fin de sus sueños, llevaría una vida activa de solitaria tranquilidad. Éste no era un deseo nacido de convicciones, pues Gerda no veía claro lo que le afectaba a ella; era más bien una de esas sensaciones vaticinadoras que nuestro cuerpo registra mucho antes que nuestra inteligencia. En relación con ella estaba también el influjo ejercido por Hans sobre Gerda. Hans era un joven de presencia insignificante, huesudo, ni alto ni fuerte; se limpiaba las manos en el cabello o en la ropa, y continuamente sacaba del bolsillo un espejo pequeño, redondo, enmarcado en hojalata, debido a que le molestaban ciertas pústulas que nunca desaparecían de la desaseada piel de su rostro. Pero Gerda se imaginaba a los primeros cristianos de Roma, aquellos que, afrontando las persecuciones, habían venido a parar bajo el suelo de las catacumbas, en todo iguales a Hans, exceptuado, probablemente, el espejo de bolsillo. Esto no significaba que concordara en todos los detalles, pero sí en ese sentimiento de fondo y horror que ella asociaba con la idea del cristianismo. Siempre le habían gustado más los perfumados y ungidos paganos; el tomar partido por los cristianos le costaba un sacrificio que lo achacaba a su carácter. Las exigencias de orden superior tenían para Gerda un ligero olor a algo enmohecido y odioso, y éste era muy apropiado para combinarlo con la mística mentalidad cuya puerta le abría Hans.
Ulrich conocía muy bien aquella mentalidad. Quizá haya que atribuirla al espiritismo que, con sus extraños avisos de ultratumba, evocadores del espíritu de cocineras fallecidas, sacia la ruda y metafísica necesidad de sorber, si no a Dios, por lo menos a los espíritus, con cuchara, como si fueran un manjar, una sopa helada, que se desliza a oscuras garganta abajo. En tiempos más antiguos, aquella necesidad de tomar contacto personal con Dios o con sus acompañantes, necesidad satisfecha, al parecer, en los estados de éxtasis, constituía, a pesar de que se presentaba frágil y maravillosa en parte, una mezcla de vulgar comportamiento terreno y de experiencias de un estado sospechoso, muy extraordinario e indefinible. El elemento metafísico era lo físico introducido en aquel estado, un reflejo de deseos terrenos, pues se creía ver en él aquello cuya figuración oportuna, acomodada a los tiempos, hacía esperar que llegara a revelarse un día. Pero precisamente las representaciones de la inteligencia cambian con el tiempo y se vuelven, a la larga, increíbles; si hoy contara alguien que se le ha aparecido Dios, que le ha hablado, que le ha agarrado por los pelos produciéndole dolor y que le ha atraído hacia Sí; o que se lo ha metido en el pecho de una manera no muy fácil de concebir pero suavísima, tales representaciones no las creería nadie, y menos naturalmente las autoridades oficiales de Dios, porque, como hijos de una era racionalista, sienten el miedo humano de comprometerse con fieles exaltados e histéricos. De aquí se deduce que: o bien hay que calificar de alucinaciones y fenómenos morbosos las experiencias frecuentes y manifiestas que se registraron en el Medioevo y en el paganismo de la antigüedad, o bien hay que suponer que en ellas se daba algo independiente de las experiencias místicas con las que aquéllas han sido relacionadas siempre hasta ahora; punto clave de la experiencia en el que se debería creer de acuerdo con los principios empíricos más estrictos, y del que tendría que resultar después un problema muy importante antes de pasar a la segunda cuestión, es: ¿qué conclusiones se pueden deducir de lo dicho, respecto a nuestras relaciones con el mundo sobrenatural? Y mientras a la ordenada fe de la teología le toca luchar duramente contra las dudas y contradicciones del imperante racionalismo de la actualidad, parece que, de hecho, las experiencias fundamentales de los éxtasis místicos, los acontecimientos desnudos, despojados tanto de los velos conceptuales y tradicionales como de las viejas imágenes religiosas, estas experiencias, que quizá ya no se pueden llamar exclusivamente religiosas, se han extendido muchísimo y constituyen el alma de aquel movimiento multiforme e irracional que vaga errante a través de nuestro tiempo como una ave nocturna perdida durante el día.
Una partecita ridicula de este polifacético movimiento estaba representado por aquel círculo y torbellino en el que Hans Sepp desempeñaba su papel. Si se hiciera un recuento de las ideas que se sucedían en semejante sociedad —cosa, por lo demás, prohibida por los principios fundamentales allí en vigor, los cuales rechazaban números y medidas— se descubriría el postulado platónico, primario aunque retraído, del matrimonio de prueba y camaradería, y hasta la poligamia y la poliandria; después, en cuestiones de arte, se revelaría la mentalidad inmaterial orientada a los valores universales y eternos que, con el nombre de expresionismo, se desviaba despreciativamente de los toscos fenómenos y velos, o sea, de los «planos exteriores» cuyas fieles reproducciones, aunque parezca mentira, habían sido consideradas en la generación precedente como revolucionarias. En perfecta armonía con esta intención abstracta de representar directamente un «plano esencial» del espíritu y del mundo sin muchas circunstancias externas estaba también la intención más concreta y limitada del arte nacional, a cuyo servicio se creían obligados aquellos jóvenes por las órdenes que recibían de sus almas alemanas y de su rendida veneración. Así se habían recogido en el camino del tiempo las más maravillosas ramitas y hierbas de colores con las que el espíritu hace su nido; pero entre ellas, las exuberantes representaciones del derecho, del deber y de la fuerza creadora de la juventud tenían una importancia tal que obligan a mencionarlas más detalladamente. Los tiempos actuales, se decía, no reconocen los derechos de la juventud, porque el hombre vive, hasta hacerse mayor de edad, como si careciera de derechos. Padre, madre o tutor pueden vestirle, alimentarle, alojarle a su antojo, castigarle y, según Hans Sepp, echarle a perder mientras no traspasen un lejano límite jurídico que garantiza al hijo, a lo más, una especie de protección animal. El hijo pertenece a los padres como el esclavo a su señor; debido a su dependencia económica, es propiedad, objeto del capitalismo. Este «capitalismo de la prole», expresión que Hans había leído u oído en alguna parte y que él mismo había desarrollado después, fue lo primero que explicó a la desconcertada colegiala Gerda, a quien hasta entonces no le había faltado nada en casa. El cristianismo habría aligerado el yugo de la esposa, pero no el de la hija; la hija vegeta porque se siente obligada a permanecer al margen de la vida. Tras estos preámbulos, Hans le enseñó a elaborar el derecho del hijo y su educación conforme a las leyes de su propio ser. El hijo es creador porque él es crecimiento y se edifica a sí mismo. Es un ser regio porque dicta al mundo sus ideas, sentimientos e imaginaciones. No quiere saber nada de un mundo de confección casual y construye el mundo de sus ideales. Posee su propia sexualidad. Los adultos cometen un pecado bárbaro al destruir la virtud creadora del hijo arrebatándole su mundo, al ahogárselo con el saber muerto y convencional, y al orientárselo hacia fines precisos y extraños. El niño no es productivo, su actividad se reduce al juego y al crecimiento; acepta sólo aquello que verdaderamente puede asimilar, a no ser que se haga uso de la violencia; todo objeto que toca adquiere vida; el niño es un mundo, un cosmos, intuye lo último y absoluto, aunque no lo sepa expresar; pero se mata al niño enseñándole a comprender los fines y encadenándole a las circunstancias de cada caso, a las cuales se les llama, hipócritamente, realidad.
Esto a propósito de Hans Sepp. Cuando comenzó a sembrar aquella doctrina en la casa Fischel había cumplido ya veintiún años de edad, y Gerda no tenía menos. Además, hacía tiempo que había perdido a su padre; ya su madre, dueña de un pequeño comercio con el que los mantenía a él y a su hermana, le daba malos tratos desahogando así su corazón, de modo que no se pueda decir que hubiera motivos inmediatos para justificar aquella filosofía acerca de la opresión de la pobre infancia.
Gerda, al escucharle, vacilaba también entre una dulce tendencia pedagógica en orden a la educación de hombres para el futuro, y el aprovechar aquello inmediatamente, en sus luchas con Leo y Klementine. Sin embargo, Hans Sepp iba más a fondo, y lo resumía con la frase: —¡Todos deberíamos permanecer niños! Tal obstinación por mantener la lucha en pro de la infancia podría derivar de un apremio precoz de independencia; pero la causa principal estaba en que el lenguaje del Movimiento juvenil, entonces en pleno auge, era el primero que había sugerido palabras a su alma; las palabras le llevaban de una a otra, como hace un verdadero lenguaje, y con cada palabra decía más de lo que quería decir. La frase de que todos tenemos que permanecer niños desarrolló conocimientos muy importantes. En efecto, el niño no debe alterar su ser ni despojarse de él para transformarse en padre o madre; esto tiene lugar solamente al hacerse uno «burgués», esclavo del mundo, sujeto «conducente». Es, pues, justo decir que lo burgués envejece y que el niño se resiste a convertirse en burgués; con esto se resuelve la dificultad objetable de que con veintiún años nadie debe comportarse como un niño, pues la lucha dura desde el nacimiento hasta la vejez y sólo termina con la destrucción del mundo burgués mediante el mundo del amor. Aquí alcanzaba la doctrina de Hans Sepp su más alto grado; todo ello llegó a saberlo Ulrich poco a poco de labios de Gerda.
Él fue quien descubrió una interdependencia entre lo que aquellos jóvenes llamaban su amor —también comunidad— y entre las consecuencias de un estado raro, fanático-religioso, antimitológico-mítico, o quizá sencillamente de enamoramiento; tal estado lo sentía él en sí mismo sin que los demás lo advirtieran, porque él se limitaba a ridiculizar los síntomas de tal estado observados en ellos. De este modo se dirigió a Hans y le preguntó inmediatamente por qué no quería intentar servirse de la Acción Paralela para fomentar la «comunidad de gente completamente des-yoizada».
—¡Porque no es del caso! —replicó Hans.
Seguidamente entablaron ambos una conversación que a un extraño le hubiera causado una impresión curiosa, parecida a la de un diálogo en el lenguaje de los bandoleros, aunque éste no era otro que el lenguaje mixto del enamoramiento sacro-profano. Es, por eso, preferible reproducir el coloquio no tanto palabra por palabra cuanto atendiendo al sentido. La «comunidad de gente completamente des-yoizada» era una fórmula inventada por Hans; sin embargo, resultaba inteligible, pues cuanto más desprendido de sus propios intereses se siente el yo, tanto más claras y vigorosas se hacen las cosas del mundo; cuanto más ligero se vuelve, tanto más elevado se encuentra. Experiencias de esta clase las tiene cualquiera. Pero no se han de confundir con la alegoría, el regocijo, la despreocupación o cosa parecida; éstos acuden sólo como contrapartida de un uso vulgar, si no viciado. Quizá no debería darse al estado auténtico el nombre de «elevación», sino el de «desblindaje»; desblindaje del yo; así se explicaba Hans. Hay que distinguir entre dos barreras que se le imponen al hombre. La una será saltada cada vez que la persona realice algo bueno y desinteresado, pero éste es sólo un muro pequeño. El grande lo forma el egoísmo del hombre más altruista, o sea, sencillamente el pecado original. Toda sensación, todo sentimiento, incluso el de entrega es, en nuestro obrar, más un acto de recepción que de dádiva, y apenas se puede evadir nadie a la acción de este destructor egocentrista. Hans detalló: el saber no es, pues, más que la apropiación de una cosa ajena; se la mata, descuartiza y digiere como a un animal. Concepto = rigidez cadavérica. Convicción = enfriamiento de relaciones inmutables. Equivalencia de investigación = fijación. Carácter = indolencia en orden a transformarse. Resultado del conocimiento de una persona = insensibilidad frente a sus sugerencias. Alcance = vista. Verdad = afortunada tentativa de pensar objetiva e inhumanamente. En todas estas relaciones, hay matanza, hielo, un deseo de posesión y congelación, una mezcla de egoísmo y de desinterés objetivo, cobarde, insidioso e ilegítimo. —Y el amor… —preguntó Hans, a pesar de que no conocía más que a la inocente Gerda— ¿cuándo deja el amor de ser deseo de posesión o de entrega con reciprocidad de pago?
Ulrich aprobó cautelosamente, rectificando, las no tan coherentes afirmaciones. Es cierto que el deseo de sufrimiento y la renuncia de nosotros mismos nos proporciona ahorros; una sombra pálida, gramatical, por así decirlo, de egoísmo, se posaría incluso sobre todo obrar, dado que no existe predicado sin sujeto.
Pero Hans protestó enérgicamente. Él y sus amigos disputaban sobre el modo de vivir la vida. A veces admitían el principio según el cual hay que comenzar por vivir para sí y luego para los demás. Otras veces se mostraban convencidos de que no es posible tener más que un amigo verdadero, pero éste siente necesidad de otro amigo más, de lo que deducían que la comunidad es como una asociación de almas en cadena circular a manera de espectro solar u otra clase de eslabonamiento; pero su creencia favorita se cifraba en que existe una ley psíquica del sentido comunitario levemente ensombrecida por el egoísmo, una interior y enorme fuente de vida, todavía inutilizada, a la que atribuían aventuradas posibilidades. El árbol que lucha y se protege en el bosque no puede tener de sí mismo una conciencia más vaga que los hombres sensibles de hoy día al sentir el oscuro calor de la masa, su fuerza motriz, los invisibles procesos moleculares de su inconsciente cohesión, los cuales les recuerdan, a cada hálito, que tanto el mayor como el menor no están solos. Así le pasaba también a Ulrich. Éste veía claro que del egoísmo domesticado sobre el que se edifica la vida se deriva una ensambladura ordenada, junto a la que el aliento de la comunidad resulta sólo un compendio de confusas interdependencias; y él, personalmente, era inclinado al aislamiento, pero le conmovía de un modo singular la tesis extravagante de los jóvenes amigos de Gerda a propósito del muro grande por saltar.
Hans recitaba sus credos, unas veces canturreando, otras tropezando, con los ojos fijos en el vacío, sin ver nada: una hendidura anormal atraviesa la creación dividiéndola como a una manzana en dos partes a las que deja secarse. Por eso, hoy día deberíamos apropiarnos de manera artificiosa y antinatural aquello con lo que antes formábamos una unidad. Pero tal separación se puede evitar mediante una apertura, cambiando de actitud; pues cuanto más capaz sea uno de olvidarse, apartarse y desprenderse de sí mismo, tanta más fuerza quedará en él para el servicio de la comunidad; y al mismo tiempo, cuanto más se acerque él a la comunidad, de tanto más se apropiará. Siguiendo a Hans, la verdadera originalidad no se mide por el grado de vanidosa singularidad, sino por el de apertura, por el grado ascensional de participación y entrega logrando alcanzar quizá el máximo grado a que puede llegar una comunidad de gente desyoizada, totalmente absorbida por el mundo.
Aquellas frases, que al parecer no eran posibles de rellenar con nada, le hacían soñar a Ulrich sobre el modo de darles un contenido auténtico, pero simplemente preguntó a Hans cómo llevaría él a la práctica aquella apertura.
Hans disponía de palabras desmesuradas para responder: lo trascendente en lugar del yo sensitivo, el yo gótico en vez del naturalístico, el reino de la entidad sustituyendo a los fenómenos, la vivencia absoluta e imponentes sustantivos por el estilo aplicados al conjunto de sus indescriptibles experiencias, así como se suele hacer frecuentemente —dicho sea de paso— en perjuicio de una cosa y en provecho del acrecentamiento de su dignidad. Y puesto que la situación, a veces sólo imaginada, no duraba más que cortos instantes de recogimiento, quedaba por afirmar que lo del otro lado del muro no se revela hoy día más que a saltos, en una visión ultracorpórea, difícil de retener y comprender, cuyo sedimento forma a lo más alguna gran obra de arte. Al hablar acerca de éstas y otras señales sobrenaturales de la vida, le venía a la boca su palabra favorita «símbolo» y la aventura de creerlo y admirarlo, cosa propia de los portadores de la dispersa sangre germana. De esta manera, en una sublime variante, en conformidad con el modelo de los «buenos tiempos antiguos», consiguió explicar cómodamente que la duradera captura de lo esencial pertenece al pasado y elude el presente; la discusión había partido precisamente de esta afirmación.
A Ulrich le había exasperado aquel parloteo supersticioso. Durante largo tiempo había sido para él un problema pendiente el porqué de la atracción ejercida por Hans sobre Gerda. Ella estaba sentada al lado, lívida, sin tomar parte activa en la conversación. Hans Sepp sostenía una gran teoría del amor y Gerda probablemente encontraba en ella el sentido más profundo de su vida. Ulrich dio pábulo al coloquio, afirmando —con toda clase de reservas para no aventurarse en semejantes argumentaciones— que el último grado de exaltación que puede sentir un hombre no surge de la usual actitud egoísta con la que uno se apropia todo lo que le sale al paso, ni, como los amigos defendían, de lo que se podría llamar exaltación del yo mediante apertura y donación; es más bien un estado de quietud en el que no cambia nada, como en el agua estancada.
Gerda se animó y quiso saber cómo entendía él aquello.
Ulrich respondió diciéndole que Hans no había hablado en todo aquel tiempo más que de amor, aunque lo hubiera disfrazado con un ropaje de fuerza; había hecho reflexiones sobre el amor de los santos, sobre el amor de los anacoretas, sobre el amor desbordado de los deseos —descrito siempre como un desbaratamiento, como una relajación, como una inversión de todas las relaciones cósmicas—, sobre el amor que, en todo caso, no significa un simple sentimiento, sino una metamorfosis del pensar y de los sentidos.
Gerda le miró como si quisiera saber si él, con su ciencia superior, había experimentado todo aquello, o averiguar si de aquel hombre, secretamente, amado y sentado a su lado sin hacer gran alarde de ello, emanaba o no una irradiación capaz de unir dos seres corporahnente separados.
Ulrich adivinó el pensamiento de Gerda. Tenía la impresión de hablar en un idioma extraño a sus dominios en el que podía moverse sin dificultad, pero superficialmente, sin que las palabras enraizaran en su interior. —En ese estado en el que se traspasan los límites generalmente impuestos a la conducta —dijo él— se entiende todo, porque el alma acepta sólo aquello que le pertenece; en cierto sentido, el alma sabe por adelantado todo lo que le sucederá. Los amantes no pueden contarse novedades; tampoco existe para ellos el conocimiento. El amante no conoce de la persona a la que ama más que el movimiento que, de una manera indescriptible, la pone en actividad interior. Conocer a una persona no amada significa para él incluirla en el amor, como si fuese un muro muerto iluminado por la luz del sol. Y conocer una cosa inanimada no significa examinar una por una todas sus propiedades, sino que tal conocimiento se refiere más bien a la caída de un velo o al levantamiento de una barrera, actos impropios del mundo perceptible. Hasta lo inanimado es introducido, desconocido como es, pero con confianza, en el círculo amistoso de los amantes. La naturaleza y el espíritu característico de los amantes se mira mutuamente a los ojos; se trata de dos direcciones en una misma acción, afluencia en dos sentidos e incendio de dos extremos. Y, entonces, es absolutamente imposible conocer a una persona o cosa sin relación consigo mismo, porque enterarse de algo supone una toma de conciencia con las cosas. Éstas mantienen su figura, pero aparentan reducirse a cenizas; algo se desvanece en ellas, quedando convertidas en simples momias. Por eso, tampoco existe la verdad para los amantes; ésta sería un callejón sin salida, un fin, la muerte del pensamiento que, mientras él vive, se asemeja al nimbo respirante de una llama donde luz y tinieblas yacen pecho contra pecho. ¿Cómo se puede evidenciar algo aislado allí donde todo resplandece? ¿De qué sirve la limosna de la seguridad y de la univocación en medio de la superabundancia? ¿Y cómo puede uno desear todavía algo para sí solo, aunque sea simplemente lo amado, cuando se ha experimentado cómo los amantes no se pertenecen ya a sí mismos, sino que se tienen que donar a todo lo que se les presenta entrelazado en su recíproca mirada?
Dominando este lenguaje, se puede seguir empleándolo sin esfuerzo alguno. Se anda como Con una luz en la mano, cuyo delicado resplandor va iluminando sucesivamente los diversos aspectos de la vida; todos éstos aparecen como si en la ordinaria presencia de su dura vida cotidiana fueran equivocadas sus representaciones. ¡Qué incongruente parece, por ejemplo, la expresión de la palabra «poseer» aplicada a los amantes! Pero ¿revela mejores deseos el desear poseer principios? ¿Acaso el cuidado de los hijos? ¿Los pensamientos? ¿Y uno mismo? Este gesto de torpe agresión, propio de un animal pesado que aplasta su presa con su cuerpo entero, es legítimamente la expresión preferida y fundamental del capitalismo; y así, se manifiesta ahí la relación entre los poseyentes de la vida burguesa y los poseedores de conocimientos y habilidades en que se han transformado sus pensadores y artistas, mientras que el amor y la ascesis permanecen aparte como una pareja de hermanos. ¿Y no es cierto que estos hermanos, estando juntos, se muestran sin meta ni fin en contraste con las metas y fines de la vida? Los vocablos meta y fin proceden, en efecto, del lenguaje de los cazadores. No tener meta ni fin, de acuerdo con las circunstancias de su origen, significará tanto como no ser capaz de matar. A la zaga, pues, de las huellas de la lengua —huellas borradas, pero reveladoras— se advierte cómo una ruda alteración del sentido se ha impuesto en lugar de relaciones más circunspectas, totalmente perdidas. Se trata de una situación perceptible en todas partes, pero intangible; Ulrich renunció a seguir el hilo de la conversación; pero no se debía reprochar a Hans la creencia de que, tirando de alguna parte, todo el armazón tendría que dar una vuelta entera. Lo único que se había perdido era la idea del lugar exacto. Repetidas veces había interrumpido y completado él las frases de Ulrich. —Si quiere usted contemplar estas experiencias con ojos de investigador no verá ahí más que lo que puede ver un empleado de banco. Todas las explicaciones empíricas son ilusorias y no salen del círculo de los conocimientos inferiores, perceptibles a los sentidos. Su deseo de saber quisiera reducir el mundo a un simple mecanismo digital de las llamadas fuerzas naturales. De este estilo fueron sus objeciones y comentarios. Hans era a veces tosco, a veces flameante. Sintió la impresión de haber expuesto mal sus argumentaciones; y culpó a la presencia de aquel intruso el no poder disfrutar de la soledad con Gerda, pues así, estando frente a frente él y Gerda, las mismas palabras hubieran sido otra cosa, aguas chispeantes, halcones en vuelo giratorio y ascendente; él lo sabía, sentía estar viviendo un gran día. Al mismo tiempo, se admiraba e irritaba al oír hablar a Ulrich en lugar suyo con tanta facilidad y precisión. Realmente, Ulrich no hablaba con la exactitud de un investigador, sino que decía más de lo que estaba dispuesto a tomar bajo su responsabilidad; sin embargo, le parecía que no afirmaba nada que no creyera. Esto le daba una rabia que él inhibía y que le hacía remontar el vuelo. Para hablar así se necesita humor inflamable y elevador; el de Ulrich se encontraba en un estado intermedio, limitado por aquella rabia y por el sentimiento que le inspiraba la mirada de Hans con sus cabellos grasientos y erizados, con su piel tan mal cuidada, con sus movimientos desagradablemente insistentes y con su palabrería de una efervescencia recogida bajo el velo de algo muy íntimo, como una membrana extraída del corazón. Pero en rigor, Ulrich se había hallado a lo largo de toda su vida entre dos impresiones parecidas y desde entonces había estado dispuesto a hablar de tales asuntos y pronto casi a creer en ellos con la misma facilidad con la que lo hacía hoy. Nunca, sin embargo, había pasado de ser un aficionado en el ejercicio de semejante habilidad, porque no concedía fe a su contenido, a pesar de que gusto y disgusto desfilaban juntos marcando el paso de la conversación.
Gerda no atendía a las objeciones irónicas que intercalaba él a veces como buen parodista; antes bien, se dejaba impresionar por la idea de que Ulrich había abierto su alma. Ella le miraba casi con miedo. —Es más blando de lo que él se considera —pensaba cuando hablaba Ulrich; y una sensación, como si un niño la tocara en el pecho, la desarmaba. Ulrich interceptaba su mirada. Sabía casi todo lo que ocurría entre Gerda y Hans, porque ella se sentía azorada y en la necesidad de salir de aquel atolladero al menos mediante alusivas consideraciones que Ulrich fácilmente conseguía completar. En la toma de posesión, que es por lo demás la meta de los jóvenes amantes, veían ellos el comienzo del aborrecido capitalismo espiritual, y creían despreciar la pasión de los cuerpos; pero despreciaban también la serenidad que, como ideal burgués, les parecía sospechosa. Así se establecía entre ellos una intimidad incorpórea y se— micorpórea; intentaban darse a todo respuestas afirmativas, «decir a todo que sí» tal como ellos lo expresaban, y sentían la suave y trémula fusión de los seres, la cual se verificaba al contemplarse el uno dentro del otro, cuando una parte flotaba sobre el invisible juego del oleaje, detrás del pecho y de la frente de la parte yuxtapuesta. En el momento en que creían comprenderse veían que se llevaban mutuamente en sí mismos y que eran una sola unidad. En horas de menos euforia se contentaban con una admiración recíproca más corriente; mirándose el uno al otro se recordaban escenas de cuadros famosos o de obras teatrales; y cuando se besaban, se sorprendían de que —para emplear una soberbia expresión— muchos siglos les contemplaran. Claro está que se besaban. Declaraban en su amor el vulgar sentimiento del yo encrespado en el cuerpo como algo tan bajo como los movimientos del estómago. Pero sus miembros atendían poco a los dictados de las almas; se apretaban el uno al otro por cuenta propia. Después quedaban ambos muy descompuestos. Su delicada filosofía no se resistía a la conciencia de estar solos, a la oscuridad de la habitación, a la progresiva y frenética atracción de los cuerpos entrelazados; sobre todo Gerda, que como mujer era la mayor de los dos, sentía entonces el deseo de consumar el abrazo, con una fuerza tan candorosa como lo puede experimentar un árbol al que algo le impide retoñar en primavera. Aquellos semiabrazos, insípidos como los besos de los niños, e ilimitados como las caricias de los ancianos, les dejaban extenuados. Hans reaccionaba mejor, pues consideraba aquello, después de haber pasado, como una prueba impuesta a sus sentimientos.
”A nosotros no nos ha sido concedida la facultad de poseer —decía él—; somos peregrinos que avanzan paso a paso. Y cuando advertía que la insatisfacción hacía temblar a Gerda de pies a cabeza, lo atribuía no tanto a una debilidad, cuanto a un resto de origen no germánico; Hans se imaginaba ser el Adán de las complacencias de Dios, cuyo corazón se alejaría nuevamente de la fe bajo la influencia, una vez más, de su costilla. Gerda entonces le despreciaba. Probablemente fue éste el motivo por el que ella había confiado a Ulrich, por lo menos hasta entonces, todas las explicaciones posibles. Gerda suponía que otro hombre no hubiera hecho ni más ni menos que Hans, quien después de haberla injuriado escondía, como un niño, su rostro inundado de lágrimas entre las piernas de la joven. Ésta, orgullosa y harta de sus propias experiencias, se las comunicaba a Ulrich con la temerosa esperanza de que él destruiría con sus palabras aquella atormentadora belleza.
Sin embargo, Ulrich rara vez le hablaba como ella esperaba. De ordinario la entibiaba con sus ironías; pues, aunque Gerda le negaba su confianza, él sabía bien que en presencia suya ardía dentro de ella un inextinguible deseo de entrega; y ni Hans ni nadie ejercía sobre su ánimo un influjo tan poderoso como el que tenía Ulrich en su mano. Éste se excusaba pensando que cualquier otro hombre verdadero tendría que influir como un redentor tras la vaga actividad de aquel desaliñado de Hans. Pero mientras reflexionaba sobre esto y lo sentía todo a la vez, Hans había vuelto en sí y emprendía nuevamente el ataque. —En suma —dijo—, usted ha hecho el disparate mayor que se puede uno imaginar al intentar expresar conceptualmente lo que en ocasiones eleva a un pensamiento a alturas superiores a los conceptos; pero ahí está la diferencia que nos separa a nosotros de un hombre de letras. Primero hay que aprender a vivir para aprender quizá después a pensar. Al pronunciar estas palabras, Ulrich se sonrió, a lo que Hans reaccionó como un rayo punitivo, diciendo: —Jesús fue con doce años un hombre sabio; sin embargo, no se presentó inmediatamente a que le dieran el doctorado.
Ulrich, faltando al deber de la discreción, se dejó llevar por el placer de darle un consejo revelador de unos conocimientos que resultaban inexplicables en él sin relacionarlos con la intervención de Gerda. Replicó, pues: —No sé por qué no sigue usted hasta el fin, si quiere vivir la vida. Yo abrazaría estrechamente a Gerda, apartaría todo escrúpulo de mi razón y mantendría cerrados los brazos hasta que nuestros cuerpos cayeran reducidos a cenizas o se sometieran a la transfiguración del sentido y volvieran a sus cabales: se trata de un proceso que no nos lo podemos imaginar.
Hans, atacado de celos, no miró a Ulrich, sino a Gerda. Gerda palideció confundida. Las palabras: «Yo abrazaría a Gerda y la estrecharía sin soltarla» habían causado en ella la impresión de contener una promesa secreta. En aquel momento no le preocupaba a Gerda que existieran modos más consecuentes de imaginarse la «otra vida»; estaba segura de que si Ulrich se empeñaba, conseguiría llevarlo todo a cabo como era de rigor. Hans, indignado por la traición de Gerda ya presentida, puso en duda el éxito de lo que planeaban las palabras de Ulrich. La época no era favorable y las primeras almas tendrían que lanzarse al vuelo como los primeros aeroplanos, desde lo alto de Un monte y no desde un tiempo llano. Quizá tendría que venir un hombre a desliar a los demás, antes de que el acto supremo pudiera dar resultado. Hans no daba por excluido que él mismo pudiera ser aquel redentor; pero eso era cosa suya. Prescindiendo de esto, ponía en tela de juicio que el actual estado de depresión fuera capaz de dar a luz a algún redentor. Entonces Ulrich aludió al elevado número de redentores que hoy día ya existen. Todo presidente de cierta categoría de una sociedad se tiene por tal. Él estaba convencido de que a Cristo, si volviese otra vez a la Tierra, le iría peor todavía que cuando se encarnó; los redactores de periódicos y los editores moralizantes encontrarían su estilo muy poco sentimental y la gran prensa mundial dudaría mucho de abrirle sus puertas.
Así, todo quedó como al principio. La conversación había regresado al punto de partida; Gerda se reintegró.
Pero una cosa se había alterado: Ulrich se había enredado en algo, aunque nadie lo notó. Sus pensamientos no acompañaban ya a sus palabras. Miraba a Gerda: a su cuerpo austero, a su tez cansada y turbia. El sahumerio de una vieja virginidad, ascendiente desde la profundidad de su cuerpo, se denunció a sus sentidos; probablemente había sido siempre aquello la causa principal de los reparos que le habían impedido unificarse con aquella joven amante. Evidentemente, a esto se juntaba también Hans con el carácter medio corporal de sus intuiciones comunitarias; éstas parecían pertenecer igualmente al estado sentimental de una virginidad antigua. Gerda no lograba caerle en gracia a Ulrich; no obstante, él sintió la necesidad de proseguir el diálogo en su compañía. Esto le recordó que la había invitado a hacerle una visita. Gerda no había dado muestras de haber olvidado tal proposición ni de recordarla y a Ulrich no se le ofreció ocasión de preguntárselo. Semejante incertidumbre dejó en Ulrich un pesar inquieto y cierta sensación de alivio, como sucede cuando se ve pasar de largo un peligro descubierto demasiado tarde.