112 — Arnheim encumbra a su padre Samuel a la altura de las divinidades y toma la determinación de enseñorearse de Ulrich.

SOLIMÁN quisiera saber detalles acerca de su real padre.

Arnheim tocó la campanilla y mandó buscar a Solimán. Hacía tiempo que el nabab no había sentido necesidad de entretenerse con su doméstico y éste vagabundeaba a través del hotel.

La resistencia de Ulrich había conseguido al fin ofender a Arnheim.

Naturalmente, a Arnheim no se le escapaba que Ulrich tramaba algo contra él. Ulrich trabajaba desinteresadamente; actuaba como agua sobre fuego, como sal sobre azúcar; intentaba perjudicar a Arnheim casi sin quererlo. Arnheim estaba seguro de que Ulrich abusaba de la confianza de Diotima para hacer observaciones irónicas y desfavorables acerca de él.

Reconocía que no le había ocurrido cosa parecida desde hacía mucho tiempo. Frente a Ulrich fallaba el método ordinario de sus éxitos. Pues la eficiencia de un gran hombre es como la de la hermosura: no soporta una contestación negativa, así como un balón tampoco aguanta una punzada, ni una estatua un sombrero sobre la cabeza. Una mujer hermosa resulta fea cuando no gusta; y un gran hombre, si no es apreciado, será algo mayor, pero no un gran hombre. Esto no se lo confesaba Arnheim, claro está, con idénticas palabras; pero pensaba: —No tolero que se me contradiga, porque fuera de la inteligencia no hay nada que se desarrolle a base de contradicciones y yo desprecio a quien no posee más que inteligencia.

Arnheim suponía que no le sería difícil desarmar de alguna manera a su enemigo. Pero deseaba ganarse a Ulrich, influir sobre él, educarle y obtener a toda costa su admiración. Para facilitárselo a sí mismo se había hecho a la idea de que le quería con una afición profunda y contradictoria, pero que no sabía en qué la podría fundar. De parte de Ulrich no tenía nada que temer y nada que esperar; Arnheim sabía, además, que ni el conde Leinsdorf ni el jefe de sección Tuzzi eran amigos suyos; por lo demás, las cosas seguían, aunque algo lentamente, la trayectoria deseada. La reacción de Ulrich desaparecía frente a la acción de Arnheim, resultando aquélla una protesta abstracta; lo único que quizá podría conseguir tal reacción era retardar la decisión de Diotima paralizando un tanto la energía determinante de la maravillosa señora. Arnheim lo había descubierto cuidadosamente y ahora no podía menos de reír. ¿Lo hacía apesadumbrada o maliciosamente? Tales diferencias no cuentan en estos casos. Le parecía normal que el espíritu de crítica y de contradicción propio de su adversario trabajaran sin querer a su servicio; era una victoria de la causa más profunda, una de las complicaciones de la vida que se manifestaba extraordinariamente clara y se resolvía por sí misma. Arnheim sentía el lazo del destino que le estrechaba junto al hombre más joven, y que le inducía a concesiones ni por él mismo comprendidas. Ulrich se mostraba inaccesible a sus avanzadas; era insensible, como un loco, a las ventajas sociales, y parecía que no se daba cuenta del ofrecimiento de aquella amistad, o que no la apreciaba.

Arnheim solía decir que Ulrich «tenía gracia». Con esto expresaba la incapacidad de un hombre ingenioso en orden a reconocer las ventajas que ofrece la vida y en lo que se refiere a adaptar su espíritu a los grandes objetos y ocasiones que le podrían conferir dignidad y estabilidad. Ulrich defendía la opinión opuesta y ridicula de que la vida es la que debe acomodarse al espíritu, Arnheim veía a su adversario ante sí: tan alto como él, más joven, sin la flojedad que ni él mismo lograba ocultar en su propio cuerpo; en su rostro se reflejaba cierta intransigencia que él consideraba, no sin envidia, herencia de una raza de sabios ascetas; así era la imagen que se formaba de la ascendencia de Ulrich. Aquel rostro se mostraba más despreocupado por el dinero y el éxito que lo que permitía a su posteridad una ambiciosa dinastía de especialistas en el negocio del ennoblecimiento. Pero algo faltaba en aquel rostro. Le faltaba la vida; las huellas de la vida faltaban horriblemente en él. Al contemplarle Arnheim delante de sí, le causó una impresión tan conmovedora que en ella reconoció nuevamente su inclinación hacia Ulrich; a aquel rostro casi se le podía haber pronosticado una desgracia. Arnheim especuló sobre tan discordante sentimiento de envidia y preocupación: era una satisfacción triste, como la experimentada por quien se ha puesto a salvo con cobardía; y de repente, una violenta ebullición de envidia y de reprensión hacía surgir el pensamiento antes inconscientemente buscado y evadido. Se le había ocurrido que Ulrich podría ser muy bien un hombre capaz de sacrificar no sólo los intereses, sino todo el capital de su alma, requiriéndolo las circunstancias. Sí, también a esto se refería Arnheim al decir que Ulrich tenía gracia. En aquel momento, al recordar las palabras que él mismo había pronunciado, lo vio perfectamente claro: la idea de que un hombre podría dejarse arrastrar por su pasión hasta abandonar la atmósfera respirable le pareció «una gracia».

Cuando entró Solimán al despacho y se presentó a su señor, éste casi no recordaba ya por qué le había hecho llamar, pero sintió la tranquilizadora sensación de tener al lado a un ser vivo y sumiso. Paseaba de un lado a otro de la habitación y el disco negro del rostro de Solimán seguía sus movimientos. —Siéntate —le ordenó Arnheim, quien, girando sobre sus talones, se detuvo en un ángulo y comenzó—: El gran Goethe, en un pasaje de su Wílhelm Meister, formula con cierto apasionamiento un principio de la vida ordenada, el cual dice: «¡Pensar para hacer; hacer para pensar!» ¿Entiendes esto? No, tú no lo puedes entender… —se respondió a sí mismo y permaneció en silencio. —Es una receta que contiene toda la sabiduría de la vida —pensó—, el que está intentando ser mi adversario sólo conoce la mitad: el pensar. Le pareció que también de esto se podía decir que «tenía gracia». Reconoció la debilidad de Ulrich. Las gracias proceden del saber, suponen una gran sabiduría lingüística, la cual indica el origen intelectual de esta cualidad y su naturaleza fantástica, pobre de sentimientos; el gracioso es siempre indiscreto, sobrepasa los límites que otro, de más corazón, respeta. De este modo, el asunto de Diotima y el extracto del capital del alma se miraban ahora desde un punto de vista más solazado. Arnheim, mientras lo pensaba, dijo a Solimán: —Es un principio que contiene toda la sabiduría de la vida; por eso te he quitado los libros y te he hecho trabajar.

Solimán no contestó, poniéndole una cara muy seria.

—¡Tú has visto alguna vez a mi padre! —le preguntó Arnheim de repente—: ¿Te acuerdas de él?

Solimán creyó oportuno desorbitar los ojos haciendo visible su parte blanca, y Arnheim dijo pensativo: —¿Ves?, ¡y mi padre casi nunca lee libros! ¿Qué edad calculas que puede tener? —Sin esperar respuesta, añadió—: ¡Ha cumplido ya los setenta, y todavía está al tanto de todo lo que se relaciona con nuestro negocio! Arnheim emprendió de nuevo su paseo a través del despacho. Sintió un invencible deseo de hablar de su padre, pero no podía decir todo lo que pensaba. Nadie sabía mejor que él que también su padre fracasaba a veces en los negocios, pero si lo hubiera dicho nadie se lo hubiera creído, pues quien alcanza la fama de un Napoleón resulta vencedor incluso en las batallas en que ha sido derrotado. Por eso a Arnheim nunca le había quedado otro remedio, para mantenerse junto a su padre, que el elegido: poner el espíritu, la política y la sociedad al servicio del negocio. Parecía que también el viejo Arnheim se alegraba de ver en el Arnheim júnior tanta ciencia y capacidad; pero cuando se trataba de tomar una decisión importante, después de haber considerado y discutido la cuestión durante días enteros, bajo los puntos de vista técnico, productivo, financiero, intelectual y económico, les expresaba su agradecimiento y ordenaba no raras veces lo contrario de lo que le habían propuesto; y a todas las objeciones les respondía sólo con una sonrisa de inapelable obstinación. A menudo los mismos directores meneaban la cabeza, pero antes o después se demostraba, de una manera o de otra, que el viejo tenía razón. Era como si un experimentado cazador o guía de montañas tuviera que asistir a una conferencia de meteorólogos y a continuación se orientara según las indicaciones de su reumatismo; en realidad no andaba tan descaminado, pues el reumatismo es en algunos asuntos más seguro que la ciencia. Por otra parte, no interesa tanto la exactitud del pronóstico; generalmente las cosas ocurren de modo distinto a como se esperaba; lo principal es abordar la resistencia con astucia y tenacidad. A Arnheim no le podía, pues, resultar difícil comprender que un hombre práctico con muchos años de experiencia sabe mucho y es capaz de averiguar el desenlace de un negocio que se escapa a los alcances de la simple teoría; no obstante, llegó un día trascendental en el que descubrió que lo que tenía el anciano Samuel Arnheim era intuición.

—¿Sabes tú lo que es la intuición? —preguntó Arnheim siguiendo a sus pensamientos como si buscara la sombra de una disculpa para su deseo de hablar acerca de tal asunto. Solimán parpadeó con esfuerzo, como hacía al tener que dar cuenta de un recado olvidado; pero Arnheim se corrígió en seguida. —Hoy estoy muy nervioso —dijo—; naturalmente, tú no lo puedes saber. Sin embargo, presta atención a lo que te voy a decir ahora: la tarea de hacer dinero nos pone, como te puedes imaginar, en situaciones no siempre nobles. El constante esfuerzo que requiere el calcular y el buscar las ventajas de toda acción contradice la gran imagen de la vida que pudieron hacerse en épocas más dichosas. Del homicidio se ha podido derivar la aristocrática virtud de la valentía, pero dudo de que pueda suceder algo semejante con el cálculo; en él no hay indulgencia que valga, ni dignidad, ni profundidad. El dinero lo concretiza todo, lo racionaliza de un modo desagradable. Cada vez que veo dinero tengo que pensar, lo comprendas o no, en dedos que lo palpan incrédulos, en grandes gritos y mucho juicio; imágenes todas ellas igualmente odiosas. Arnheim paró de hablar y se ensimismó de nuevo en su soledad. Se acordó de sus familiares, de cuando éstos le habían acariciado pasando la mano sobre su cabellera y diciéndole que tenía una gran cabecita. Buena cabecita para hacer cuentas. Odiaba aquella mentalidad. En las brillantes monedas de oro se reflejaba la inteligencia de una familia que había prosperado. Hubiera encontrado vil el avergonzarse de su familia; al contrario, precisamente en los ambientes de mayor alcurnia insistía él con señorial modestia en su ascendencia. Pero temía que la inteligencia de su familia fuese, como el mucho hablar y el revoloteo de los gestos, una debilidad de familia que le haría imposible la vida en las alturas de la humanidad.

Quizá se encontraba aquí el origen de su veneración por lo irracional. La nobleza era irracional; esto sonaba casi como una broma acerca de la falta de nobleza en la inteligencia; pero Arnheim sabía a qué se refería. Le bastaba acordarse de cómo no había podido llegar a oficial de reserva por ser judío. Y como, por ser Arnheim, tampoco había podido ascender al insignificante grado de suboficial, le habían declarado inútil total para el servicio militar. Todavía hoy se resistía a reconocer la simple carencia de habilidad y buscaba algún modo de salvar su honor. Este recuerdo le dio ocasión de enriquecer con unas frases más su discurso a Solimán. —Es posible… —prosiguió el tema en el punto en que lo había interrumpido, pues a pesar de su repugnancia era metódico hasta en las digresiones— incluso probable, que la nobleza no haya designado siempre eso que nosotros llamamos ahora nobles sentimientos. Para lograr unir los territorios sobre los que se edificó después su superioridad, la nobleza no tuvo que ser menos calculadora y aplicada que lo que es hoy día un comerciante; el negocio de un comerciante se lleva a cabo quizá más sinceramente. Pero en el suelo yace una fuerza, ¿comprendes?, o sea, en el surco, en la caza, en la guerra, en la fe en el Cielo y en la labranza; en una palabra, en la vida corporal de estas personas que ejercitaron no tanto la cabeza cuanto sus brazos y piernas, en la proximidad de la naturaleza yace la fuerza que las hizo dignas, nobles y reacias a toda vulgaridad.

Arnheim se puso a pensar sobre si su estado de ánimo no le habría llevado a hablar demasiado. Aunque Solimán no entendía el sentido de las palabras de su señor, era capaz de dejarse impresionar por ellas en menoscabo del respeto y del homenaje debidos a la nobleza. Pero entonces sucedió algo inesperado. Solimán llevaba ya un rato deslizándose inquieto de un lado a otro. De pronto interrumpió a Arnheim con una regunta: —Perdone —dijo Solimán—, ¿es mi padre rey?

Arnheim le miró estupefacto. —Yo nunca he oído semejante cosa —respondió entre severo y regocijado. Pero mientras observaba el rostro altivo, casi airado de Solimán, se apoderaba de él una especie de conmoción. Veía con buenos ojos que el joven tomara las cosas en serio. —Este hombre no tiene ni pizca de gracia —pensó él—; pero el hecho no deja de ser trágico. De alguna manera le pareció que la falta de gracia equivalía a gravedad y plenitud de vida. En un tono instructivo, Arnheim respondió dulcemente al muchacho: —No parece probable que tu padre sea rey; más me inclino a pensar que ejercerá algún oficio inferior, pues donde yo te encontré fue en una compañía de saltimbanquis en una ciudad costera.

—¿Cuánto dinero dio por mí? —le interrumpió Solimán, indagador.

—¡Pero por Dios! ¿Crees que todavía lo recuerdo? Supongo que no sería mucho. ¡Seguro! ¿Por qué te preocupa esto? Nacemos todos para que nosotros mismos nos conquistemos nuestro propio reino. El año que viene te mandaré, quizá, a hacer un curso de comercio; después podrás ingresar de aprendiz en alguna de nuestras oficinas. Dependerá de ti naturalmente el que lo consigas, pero yo no te perderé de vista. Tú podrías, por ejemplo, defender nuestros intereses entre gente de color allí donde tenga ésta algo en que intervenir. La misión habría que cumplirla con gran cautela, pero no cabe duda de que el hecho de que tú seas negro redundaría en ventaja tuya. En tal actividad reconocerías lo que te han valido los años que has pasado bajo mi inmediata vigilancia; y una cosa puedo ya adelantarte: tú perteneces a una raza que conserva aún algo de la hidalguía de la naturaleza. En las leyendas caballerescas del Medioevo, los reyes negros desempeñaron siempre un papel honroso. Si tú cultivas lo que tienes de nobleza de espíritu, tu dignidad, tu bondad, tu franqueza, tu valentía para decir la verdad y tu mayor valor para abstenerte de la impaciencia y de los celos, de la envidia y de la nerviosa ociosidad que caracteriza a la mayoría de los hombres de la actualidad, si consigues esto, tendrás seguramente también tú un puesto entre los comerciantes, pues ésa es nuestra misión: crear en el mundo no solamente mercancías, sino también una forma especial de vida.

Como hacía tiempo que no había hablado tan familiarmente con Solimán, a Arnheim le pareció que con aquella conversación podría quedar en ridículo ante un tercero, pero allí estaban los dos solos. Por otra parte, lo que decía era sólo el disfraz de combinaciones de pensamientos más profundos, los cuales se los guardaba para sí. De este modo lo que había declarado sobre los sentimientos nobles y sobre el porvenir de la nobleza tomó en su interior la dirección opuesta de la de sus palabras. Le urgió la idea de que todavía nunca, desde que existe el mundo, ha surgido algo de la sola pureza espiritual y de los nobles sentimientos, sino al contrario: de una vulgaridad que escarmienta con el tiempo; al final proceden de ella los grandes y puros sentimientos. Es evidente, pensó, que ni el devenir de la aristocracia ni la transformación de un servicio de recogida de basuras en una gran empresa internacional descansan sólo en relaciones cuya conexión con una humanidad más elevada sea segura; sin embargo, de una de esas conexiones nació la cultura de plata del dixhuitiéme siécle, y de la otra Arnheim. Por eso la vida le imponía un equívoco deber que él creía expresar con esta pregunta de tan profunda ambigüedad: ¿en qué medida se necesita y basta la vulgaridad para dar altura a los sentimientos?

En un plano distinto, sus pensamientos habían seguido el hilo de lo que acababa de decirle a Solimán acerca de la intuición y del racionalismo; y Arnheim se acordó, con mayor viveza, de cómo había averiguado, por primera vez, que su padre trataba los negocios a base de intuición. A la intuición atribuía la gente de entonces las acciones de las que no podían responsabilizar a la razón; equivalía más o menos al dinamismo de hoy día. Todo lo que se hacía mal, o lo que no llegaba a satisfacer, se justificaba atribuyéndolo a la intuición. La intuición se empleaba tanto para cocinar como para escribir libros. Pero el viejo Arnheim no sabía nada de todo aquello y se dejaba llevar lealmente del impulso interior de mirar sorprendido a su hijo. Esto había sido para Arnheim júnior un motivo de júbilo. —La tarea de hacer dinero —le decía él— nos obliga a una actividad mental no siempre noble. Junto a eso, nosotros, grandes hombres de negocios, estamos probablemente llamados a asumir la dirección de las masas en el próximo viraje de la historia, y no sabemos si seremos capaces moralmente. Pero si hay algo en el mundo que me puede infundir valor a tal efecto, eso eres tú, porque posees un don en el rostro y en la voluntad como lo poseyeron los reyes y profetas de los grandes tiempos de la antigüedad, los cuales fueron guiados por Dios. Tu modo de manejar los negocios es un misterio, y yo diría que todos los misterios que se ocultan al cálculo son de la misma categoría, ya se trate del misterio del valor, del de la invención o del de las estrellas. Con molesta claridad vio en su fantasía cómo la mirada del anciano Arnheim, que se había elevado para fijarse en él, a continuación de las primeras frases volvía a posarse sobre el periódico para no levantarse, por mucho que el hijo siguiera hablando de negocios e intuición. Así sucedía siempre en las relaciones entre padre e hijo; Arnheim júnior lo proyectaba ahora en un tercer plano de pensamiento en la pantalla de los recuerdos. La superioridad que mostraba su padre en los negocios le oprimía contínuamente, y veía en tal superioridad una fuerza fundamental que debería permanecer inaccesible al espíritu más complicado del hijo; apartaba el modelo del alcance de los esfuerzos inútiles y se creaba, al mismo tiempo, un título de nobleza para su propio abolengo. Con esta doble maniobra quedaba en buen lugar. El dinero se convertía en fuerza supraperpersonal, mística, para la que únicamente los más antiguos tenían talla. Arnheim elevó a su bisabuelo al rango de los dioses, exactamente igual a como hicieron los antiguos guerreros, quienes probablemente consideraron a sus místicos antepasados, no obstante su temor reverencial, como algo simples, comparados con ellos mismos. Pero en un cuarto plano, nada sabía él de la sonrisa que abarcaba al tercero; Arnrheim volvió seriamente al mismo pensamiento mientras reflexionaba sobre el papel que esperaba desempeñar en el mundo. Tales planes del pensamiento no se deben tomar al pie de la letra, como si se tratase de diferentes estratos o suelos situados uno encima de otro; son únicamente expresión de movimientos permeables del pensar, caudal en el que desembocan distintos afluentes cuando su desarrollo se somete al influjo de fuertes contrastes en las sensaciones. Durante toda su vida Arnheim había experimentado una sensible repugnancia casi patológica ante la ironía y el humorismo, aborrecimiento que probablemente derivaba de una predisposición hereditaria, no menguada, hacia tales cualidades. La había inhibido porque, a su juicio, aquello era el colmo de la vulgaridad y del proletariado intelectual; pero precisamente ahora, cuando más nobles y autointelectuales eran sus sentimientos, tal aversión se hizo patente en sus contactos con Diotima. Y en el momento en que las sensaciones de Arnheim se ponían, por así decirlo, de puntillas, le seducía la infernal posibilidad de escapar a las emociones elevadas mediante el recurso a una gracia oportuna sobre el amor, oída no rara vez en boca de personas subordinadas o rudas. Emergiendo a través de todos estos estratos, Arnheim miró de repente con ojos asombrados el rostro atento y oscuro de Solimán, que parecía un balón negro de boxeo en el que se había incorporado la incomprensible sabiduría de la vida. —¡A qué ridiculeces me estoy exponiendo! —pensó Arnheim.

Al terminar el señor aquel monólogo, el cuerpo de Solimán apareció en la silla como dormido con los ojos abiertos. Los ojos se pusieron en movimiento, pero el cuerpo permaneció quieto, como si esperase una palabra que lo despertara. Arnheim se dio cuenta de ello, y en la mirada del negro leyó la ansiedad de saber más detalles sobre las intrigas que habían convertido en criado al hijo de un rey. Aquel rostro, adelantado como por la acción de las dos zarpas que lo sostenían, hizo que Arnheim se acordara en el mismo instante de un peón que había tenido al cuidado del jardín, y que le había robado sus colecciones; y se dijo, suspirando, que a él le faltaría siempre el instinto de la adquisición. Repentinamente le pareció que aquella ocurrencia resumía sus relaciones con Diotima. Con dolorosa conmoción se sintió en la cumbre de la vida, separado de todo lo que había tocado por la frontera de una sombra fría. No se trataba de un pensamiento vano para un hombre que acababa de citar el principio de tener que pensar para hacer, y que siempre se esforzaba por apropiarse de todo lo grande y por reconocer el valor de las cosas pequeñas. Pero la sombra se había interpuesto entre él y los objetos de su deseo, a despecho de su voluntad, a la que nunca negaba nada. Y Arnheim, sorprendido, creyó averiguar con certeza que semejante sombra tenía alguna relación con aquellos escalofríos de suave luminosidad que habían estremecido su juventud; como si por un equivocado tratamiento se hubieran transformado en una finísima corteza de hielo. La pregunta de por qué no se habría derretido ante el noble corazón de Diotima era la única a la que no era capaz de responder; pero nuevamente le vino a la imaginación la figura de Ulrich, como un dolor muy desagradable que había esperado un simple toque para aparecer. Arnheim sabía que sobre la vida de aquel hombre se proyectaba la misma sombra que sobre la suya, pero en el otro producía un efecto distinto. Rara vez se reserva el puesto que por su fuerza merece entre las pasiones humanas la pasión de un hombre que provoca los celos de otro hombre; y la revelación de que su impotente enojo contra Ulrich se asemejaba, en un plano más profundo, al encuentro hostil de dos hermanos que no se han reconocido, le proporcionaba una sensación muy fuerte y al mismo tiempo benéfica. Fijándose en esta comparación, Arnheim examinó con curiosidad sus dos naturalezas. El instinto bruto de adquisición con ventaja faltaba en Ulrich más que en él; y el sublime instinto de adquisición, el deseo de conseguir dignidades y grandeza, brillaba por su ausencia de una manera indignante. Tal hombre carecía de inclinación hacia el peso y la sustancia de la vida. Su celo concreto, incontestable, no se dirigía hacia la posesión del objeto; Arnheim se hubiera sentido tentado de pensar en sus propios empleados si el desinterés en sus actitudes profesionales no hubiese tenido, aplicado a Ulrich, una forma de insólito ensoberbecimiento. Mejor hubiera sido hablar de un poseso opuesto a reconocerse poseedor. Quizá hubiera cabido representarse la idea bajo la figura de un luchador que ha abrazado voluntariamente la pobreza. También parecía posible hablar de un hombre puramente teórico; sin embargo, no era esto exactamente, porque en el fondo no se le podía llamar teórico. Arnheim se acordó entonces de haber explicado expresamente a Ulrich que las cualidades del pensador no aventajaban a sus habilidades prácticas. Pero si se le miraba desde el punto de vista práctico, no se podía con él. Así oscilaban en aquella hora los pensamientos de Arnheim, lo cual no sucedía por primera vez. Pero, no obstante las dudas sobre sí mismo que hoy le dominaban, le resultaba imposible ceder a Ulrich la prioridad en ningún punto; llegó, pues, a concluir que la diferencia decisiva estaría, con máxima probabilidad, en el hecho de que Ulrich fallaba, A pesar de todo, en el conjunto de este hombre había algo intacto y libre; Arnheim empezó a dudar y confesó que aquello le recordaba el «secreto de todo» que él poseía y que el otro hombre ponía en tela de juicio. Sí se hubiese tratado solamente del acceso a la inteligencia mensuradora, ¿cómo hubiera sido posible aplicar a semejante hombre la misma conclusión desagradable de «tener gracia» que Arnheim había aprendido a temer en una persona con exactísimos conocimientos de la realidad como su padre? —¡A este hombre le falta, pues, algo!— pensó Arnheim; pero como si fuera la otra parte de la certidumbre, se le ocurrió, casi en el mismo instante e independientemente de su voluntad, la frase: —¡Este hombre tiene alma!

Este hombre conservaba todavía un alma intacta. Puesto que se trataba de una insinuación intuitiva, Arnheim no hubiera acertado a explicar lo que quería decir con semejante expresión; pero en cierto modo se refería a que todos los hombres, con el tiempo, bien lo sabía él, disgregan su alma descomponiéndola en inteligencia, moral y grandes ideas, lo cual es un proceso irrevocable. En su mejor enemigo, el proceso no ha-bía llegado a su fin, de suerte que sobraba algo cuyo equívoco estímulo no se podía calificar correctamente, pero al mismo tiempo Arnheim reconocía que este algo mantenía relaciones extraordinarias con elementos del mundo inanimado, racional y mecánico, a los cuales no se les puede considerar componentes de la cultura. Arnheim, mientras reflexionaba acerca de todo esto y lo acomodaba al estilo literario de sus obras filosó-ficas, no había tenido tiempo para atribuir algo de aquello a los méritos de Ulrich, aunque sólo fuera a uno de ellos; ¡tan fuerte era la impresión que le había causado el descubrimiento! Puesto que él mismo había creado aquellas imágenes, creyó ser el maestro que, sin levantar la voz, adivina su posible resonancia. Sus pensamientos se refrigeraron en el rostro de Solimán, quien le miraba de hito en hito desde hacía tiempo en espera de una ocasión para seguir preguntándole. El conocimiento de que no a todos es posible dar forma a sus propios juicios con la ayuda de un mudo semisalvaje aumentaba la dicha de Arnheim, derivada de ser él el único conocedor del secreto de su adversario, aunque algunos puntos no estaban claros, observación que se deducía de las consecuencias esperadas. Sentía simplemente el amor del usurero hacia la víctima en la que coloca capital. Y posiblemente fue la mirada de Solimán la que le inspiró de repente el propósito de atraer hacia sí, a toda costa, a aquel hombre que le parecía ser su propia aventura en cuerpo ajeno, aun teniéndole que adoptar como a un hijo. Se sonrió de aquella precipitada confirmación de un deseo cuya forma tenía que madurarse primero. Al mismo tiempo, se dirigió a Solimán, que le miraba con rostro contraído por el ansia trágica de saber, y le cortó la palabra con la declaración: —Me basta por ahora; lleva a la señora Tuzzi las flores que he encargado. Si tienes algo más que preguntar, ya lo pensaremos en otra ocasión.