111 — Para los juristas no hay personas medio locas

DE todos modos, la situación del delincuente es cómoda comparada con el fatigoso trabajo intelectual impuesto por la de los letrados. El acusador se hace eco de la verdad de que, en la naturaleza, es muy resbaladizo el paso de la salud a la enfermedad; sin embargo, lo que tiene que afirmar el jurista en tales casos es que «los motivos positivos y negativos en relación con la libre autodeterminación o con el conocimiento, de tal modo interrumpen y anulan el carácter delictivo de la acción que, para todos los sistemas del pensamiento, la decisión resulta siempre problemática». El jurista nunca pierde de vista, por motivos lógicos, que «en una misma acción no se puede admitir la mezcla de dos estados relacionados entre sí», y no acepta que «el principio de la libertad moral, en relación con los estados de ánimo condicionados al estado físico, se disuelve en la nebulosa imprecisión del razonamiento empírico». El jurista no toma sus conceptos de la naturaleza, sino que penetra en ésta con la llama del pensamiento y con la espada de la ley moral. Y por ahí se enconó una lucha en la comisión nombrada por el Ministerio de Justicia para la revisión del código penal en la que tomaba parte el padre de Ulrich; pero había sido necesario tiempo y exhortaciones en orden al cumplimiento de los deberes filiales antes de que Ulrich se apropiara de la exposición de su padre con todos sus anexos.

Su «afectísimo padre» —así firmaba éste todas las cartas, aun las más amargas— sostenía y exigía que una persona parcialmente enferma debería ser absuelta sólo en el caso de poderse demostrar que entre sus alucinaciones era posible registrar algunas, las cuales, no siéndolo en realidad, justificaran la acción o eliminaran la punibilidad. En cambio, el profesor Schwung —quizá por ser desde hacía cuarenta años amigo y colega del anciano señor, circunstancia que habría de terminar al fin en una fuerte contrariedad— había sostenido y exigido que un individuo semejante, en el que los estados de responsabilidad e irresponsabilidad, no pudiendo coexistir jurídicamente, sólo admiten una sucesión alternativa, ha de ser absuelto en el único caso de resultar factible la demostración de que, en cuanto a la voluntad aislada, al inculpado no le había sido posible dominarse en el preciso momento de ejercitar la voluntad. Aquí estuvo el punto de arranque de la controversia. Un profano comprenderá fácilmente que al delincuente, el controlar cada movimiento de su sana voluntad en el instante de la acción le puede resultar no menos dificultoso que vigilar las representaciones capaces quizá de fundamentar su punibilidad; pero no es incumbencia del derecho ofrecer un descanso al pensamiento ni a las negociaciones morales. Debido, pues, a que ambos letrados estaban igualmente convencidos de la dignidad del derecho, y no habiéndoles sido posible a ninguno de los dos atraerse a la mayoría de la comisión, se acusaron primero recíprocamente de error, y luego, en un rápido crescendo, de falta de lógica, de intencionada incomprensión y de menguado idealismo. Esto lo hicieron al principio en el seno de la indecisa comisión; pero después, cuando las sesiones comenzaron a en-callarse, a diferirse y tuvieron por fin que suspenderse durante largo tiempo, el padre de Ulrich escribió dos opúsculos: «El artículo 318 del Código Penal y el verdadero espíritu del derecho», así como «El artículo 318 del Código Penal y las fuentes turbias de la jurisprudencia»; y el profesor Schwung le criticó en la revista Ciencias Jurídicas, la que Ulrich encontró entre los anexos.

En estos escritos polémicos aparecían muchas íes y oes, pues había que «esclarecer» el problema de si se podían o no unir con una «y» las dos opiniones, o si había que separarlas mediante una «o». Y para cuando volvió la comisión a formar seno después de una larga interrupción, ya se habían dividido sus miembros en el partido de la «y» y en el de la «o». Además surgió un tercer partido que proponía simplemente aumentar y disminuir la medida de la responsabilidad en relación directa con los ascensos y descensos de la capacidad psíquica, suficiente en circunstancias dadas de enfermedad para mantener el autodominio. A este partido le salía al encuentro un cuarto partido insistiendo en que habría que empezar por decidir definitivamente si el autor del hecho fue o no responsable; pues la disminuida responsabilidad presupone la existencia de la capacidad de hacerse responsable; y si al reo se le declara responsable en parte, el castigo ha de caer sobre él sin limitaciones, porque en criminología no se puede hacer abstracción de una parte determinada. Contra este partido se levantó otro nuevo admitiendo el principio citado, pero poniendo de relieve que la naturaleza no se atiene a él, ya que crea también personas medio locas; en consecuencia, a éstas se les puede otorgar el beneficio del derecho sólo prescindiendo de una disminución de su culpa, pero mitigando la pena en consideración a las circunstancias. Así, se formó todavía un partido de la responsabilidad y otro de su imputabilidad; y una vez que quedaron también éstos suficientemente fraccionados, quedaron libres los puntos de vista en cuya aplicación no se habían registrado todavía divergencias. Naturalmente, hoy día no hay especialista que haga depender sus polémicas de las habidas en la filosofía y en la teología; pero en forma de perspectiva, es decir, con elementos tan vacíos como el espacio, y aproximando las cosas, aquellas dos tendencias rivales en torno a la suprema sabiduría se entremezclaban por todas partes con la óptica especializada. De este modo llegó a formularse cuidadosamente la complicada pregunta de si se podía considerar a un hombre moralmente libre, o sea, la antigua cuestión del libre albedrío: centro espectacular de toda discrepancia, aunque situado fuera del tapete. En efecto, si el hombre es moralmente libre, con el castigo se ejercerá sobre él una coacción práctica en la que teóricamente no se cree; pero si no se le considera libre, sino como punto de convergencia de fenómenos naturales estrechamente combinados, lo que se puede provocar entonces en él es una eficaz repugnancia, pero moralmente no está permitido imputarle lo que hace. De esta cuestión se derivó la formación de un nuevo partido, el cual proponía dividir al autor del crimen en dos partes: una zoológico-psicológica, sustraída a las atribuciones del juez, y otra jurídica, que sería sólo una construcción, pero libre ante la ley. Afortunadamente, esta proposición se redujo a pura teoría.

Es difícil hacer justicia a la justicia en pocas palabras. La comisión estaba constituida por unos veinte letrados a los que era posible adoptar, los unos en atención a los otros, miles de actitudes, según se puede demostrar. Las leyes a corregir llevaban en vigor desde el año 1852; se trataba, pues, de algo muy consistente que no se podía cambiar sin más ni más. Sobre todo la estática institución del derecho no puede imitar las cabriolas de la moda espiritual del momento, conforme lo expresó justamente uno de los asistentes. La escrupulosidad que se debía empeñar en aquel trabajo se deducía de los datos estadísticos, según los cuales, aproximadamente el setenta por ciento de todas las personas que nos perjudican con sus delitos tienen la seguridad de escapar a los organismos de nuestra justicia; por tanto, es obvia la necesidad de reflexionar más detalladamente sobre el recinto amurallado. Puede ser que desde entonces haya mejorado algo la situación; además, no sería del caso ver la verdadera intención de este relato reducida a una burla de cristal de hielo, florecido en las cabezas de aquellos jurisconsultos bajo la influencia de su razón; esto ha divertido ya a demasiados hombres de cerebro derretido. Al contrario: lo que impedía a los sabios asistentes usar sin prejuicios de sus facultades intelectuales era el rigorismo viril, el orgullo, la salud moral, la incolumidad y la comodidad, o sea, atributos del ánimo y, en gran parte, virtudes que, como se suele decir, no se deben perder. Ellos trataban al niño-hombre al estilo de los antiguos preceptores: como a un muchacho confiado a su tutela, el cual ha de mostrarse atento y obediente para poder salir adelante; lo que esto originaba no era más que el sentimiento político anterior a la revolución del año 1848, propio de la generación precedente a la suya. Cierto, los conocimientos psicológicos de aquellos juristas se habían quedado unos cincuenta años atrás; pero esto ocurre fácilmente cuando se ve uno obligado a labrar una parcela de su propio campo cognoscitivo con las herramientas del vecino. Sin embargo, presentándose una oportunidad favorable, uno se recupera rápidamente; lo que siempre se retrasa, vanagloriándose incluso de su constancia, es el corazón del hombre, y sobre todo el del hombre metódico. La razón nunca se muestra tan seca, dura y espinosa como cuando su posesor tiene una vieja debilidad de corazón.

Ésta condujo en último término a una explosión pasional. Una vez que las luchas consiguieron debilitar suficientemente a todos los participantes y lograron obstaculizar la continuación de los trabajos se multiplicaron las voces partidarias de un compromiso semejante a las fórmulas compuestas cuando un contraste no demasiado concluyente tiene que ser encolado con una frase bonita. Aquellos hombres parecían inclinados a ponerse de acuerdo con la conocida definición, según la cual se considera responsables de sus actos a aquellos delincuentes que, por poseer sanas sus facultades intelectuales y morales, son capaces de cometer acciones delictivas; esto es, quedan excluidos del ámbito de la responsabilidad los carentes de tales facultades. He aquí una definición extraordinaria que ofrece la ventaja de dar mucho quehacer a los delincuentes, y que permitiría asociar el derecho al uniforme del presidiario con el título de doctor. Pero entonces, el padre de Ulrich, en vista de la benignidad amenazadora del año jubilar, y con una definición redonda como un huevo, realizó aquello que llamaba su «sensacional viraje hacia la escuela social». El pensamiento social nos enseña que el «degenerado» criminal no puede ser juzgado por las leyes de la moral, sino únicamente en la medida del peligro que represente para la sociedad. De ahí se sigue que cuanto más responsable aparezca, tanto más perjudicial será; de esto se sigue además, por vía de lógica forzosa, que los criminales más inocentes al parecer, o sea, los enfermos mentales, que por su naturaleza son los menos sensibles al influjo correccional del castigo, deben ser amenazados con las penas más duras; en todo caso, con penas de mayor severidad que las aplicadas a los sanos, a fin de que la fuerza de intimidación sea equivalente en ambos casos. Era de esperar que el colega Schwung no encontraría en parte alguna nada que objetar a aquella ideología social. Y así pareció ser en efecto; pero precisamente por eso recurrió a medios que indujeron de inmediato al padre de Ulrich a abandonar también él el camino del derecho, el cual daba visos de perderse en el desierto inmenso de las infinitas disputas en las reuniones de la comisión; tales medidas movieron además al anciano letrado a dirigirse a su hijo, recomendándole el uso de las altas relaciones que él le había procurado en bien de su causa. ¿Y qué había hecho Schwung? En vez de intentar una refutación objetiva se había aferrado maliciosamente a la palabra «social», y en una ulterior publicación la criticó haciéndola sospechosa de «materialismo» y de «espíritu prusiano».

«Mi querido hijo —escribió el padre de Ulrich—: Oportunamente he puesto de relieve el origen latino de la escuela social del derecho, que nada tiene que ver con los principios del pensamiento prusiano; pero posiblemente esto resultará inútil frente a la denuncia calumniosa que con infernal perversidad especula sobre la impresión, necesariamente repulsiva, que es demasiado fácilmente asociada con las ideas de “materialismo” y “Prusia”. No se trata ya de reproches contra los que se pueda uno defender, sino de la propagación de un rumor, tan incalificable que las autoridades superiores no descenderán a examinar; y la necesidad de ocuparse de ello podrá ser mal vista tanto por la inocente víctima como por el perverso delator. Yo, que en toda mi vida he tenido a menos bajar por la escalera de servicio, me veo ahora obligado a rogarte…» En este estilo seguía la carta.