MOOSBRUGGER seguía en la cárcel esperando a que los psiquiatras repitieran el reconocimiento. Esto suponía una larga serie de días encadenados. Cada eslabón se desataba cuando le tocaba a él la vez, pero al atardecer volvía a la cadena confundiéndose entre los demás. Moosbrugger tomaba contacto con presidiarios, carceleros, corredores, patios, con un pedazo pequeño de cielo azul, con algunas nubes que atravesaban aquel recodo, con comida, agua, y de cuando en cuando con algún superior que se interesaba por él; pero estas impresiones eran demasiado débiles para imponerse de un modo estable. No tenía reloj ni sol, ni trabajo ni tiempo. Lo que siempre tenía era hambre. Y también estaba siempre cansado, pero la vagancia en sus seis metros cuadrados le extenuaba más que el vagabundeo a lo largo de leguas. Se aburría con todo lo que hacía, como si se redujera a revolver un cubo de materia viscosa. Pero si consideraba el conjunto le parecía como si día y noche, comida y cena, visita y control se sucedieran sin interrupción, lo uno tras lo otro, y así se entretenía. El reloj de su vida se había trastornado; podía adelantarse o atrasarse. A Moosbrugger esto le gustaba y no le venía mal. Los acontecimientos, lejanos o recientes, no se separaban ya artificiosamente, sino que, siendo siempre los mismos, los que se situaban «en tiempos diversos» se desprendían de los demás como una cinta roja del cuello de un mellizo. Lo insustancial desaparecía de su vida. Cuando meditaba en ella, Moosbrugger hablaba despacio consigo mismo en su interior, y tanto acentuaba las sílabas principales como las secundarias; era un canto a la vida, distinto del que se oye diariamente. A menudo se detenía largo rato en una palabra; y, cuando al fin la dejaba sin saber bien cómo, después de algún tiempo volvía la misma palabra a presentársele de repente en alguna parte. Se reía del gusto que le daba el que nadie supiera lo que le ocupaba. Es difícil encontrar una expresión adecuada para aquella unidad que su ser conseguía en algunas horas. No se requiere esfuerzo especial para figurarse la vida de un hombre comparada a un arroyo de rápida corriente; pero a juzgar por el movimiento que Moosbrugger percibía, en su cauce fluía el agua en remanso. A medida que avanzaba por una parte se atrasaba por otra, confundiéndose así el rumbo característico de su vida. A él mismo, en un sueño que había tenido estando medio dormido, le había parecido que llevaba sobre sus hombros al Moosbrugger de la vida como si friera una chaqueta vieja de cuyo interior brotaba ahora, al entreabrirla ocasionalmente, un forro caprichoso como unas olas de seda tan grandes como bosques.
Ya no quería saber lo que pasaba fuera. En alguna parte se hacía la guerra. Una gran boda se celebraba en algún lugar. Está para llegar el rey de Beluchistán, pensaba él. Por todas partes se ven tropas haciendo maniobras, las rameras andan al acecho, los carpinteros se asoman a los tejados. En las tabernas de Stuttgart manaba la cerveza de los mismos grifos amarillos que en Belgrado. En las grandes caminatas, uno se encuentra siempre con algún gendarme que pregunta por los papeles. En todas partes los sellan. En todas partes hay chinches, o no los hay. Trabajo, o nada que hacer. Las hembras son todas iguales. Los médicos de los hospitales son todos iguales. Al volver por la tarde del trabajo, la gente se queda en la calle sin hacer nada. Siempre y en todas partes ocurre lo mismo; a nadie se le ocurre nada. Cuando el primer aeroplano atravesó el cielo azul volando por encima de la cabeza de Moosbrugger, aquello había sido hermoso; pero ahora pasaba un avión detrás de otro y todos eran parecidos. Era una monotonía distinta de la del milagro de sus pensamientos. No comprendía cómo lo había conseguido con tantos obstáculos como había encontrado en todas partes. Meneaba la cabeza. —¡Este mundo…! —pensaba él—. ¡Que se lo lleve el demonio! ¡Y si viene el verdugo a llevarme a mí, no perderé gran cosa…!
No obstante, Moosbrugger iba a veces a la puerta como arrebatado por sus pensamientos y forcejeaba en el lugar que en el interior de su celda correspondía al de la cerradura de fuera. Luego, en la mirilla veía un ojo que le observaba desde el corredor y en seguida oía una voz que le insultaba. Ante tales ofensas, Moosbrugger retrocedía inmediatamente a su puesto de la celda y entonces era cuando se sentía encarcelado y defraudado. Cuatro paredes y una puerta de hierro no son nada especial cuando se entra y se sale. Una reja en la ventana no tiene gran importancia, y que el catre y la mesa de madera estén sujetos al suelo no es problema. Pero desde el momento en que a uno se le limitan los movimientos todo el conjunto se vuelve absurdo. Estas cosas, hechuras del hombre, estos criados, estos esclavos, de los que no se sabe qué aspecto tienen, se vuelven desvergonzados. Dan la voz de alto. Cuando veía cómo le tiranizaban con sus órdenes le venían ganas de arrojarse sobre ellos y descuartizarlos y a duras penas conseguía convencerse de que una lucha con aquellos servidores de la justicia no era digna de él. Pero era tan fuerte el hormigueo que sentía en sus manos que temía caer enfermo.
Habían escogido seis metros cuadrados del ancho mundo, y Moosbrugger los recorría ahora de un ángulo a otro. Por lo demás, los pensamientos de las personas sanas, gozosas de libertad, se asemejaban mucho a los suyos. Aunque hacía poco tiempo que aquéllas se habían interesado vivamente por él, pronto le olvidaron. A Moosbrugger le habían colocado en su puesto de la misma manera que se mete un clavo en la pared; una vez dentro, nadie piensa más en él. El turno había llegado a otros Moosbruggers; no eran él, no eran tampoco los mismos, pero hacían el mismo servicio. Había sido un crimen sexual, una historia oscura, un homicidio horrible, la acción de un enajenado, la acción de un individuo semi-irresponsable, un encuentro para el que todos se deberían prevenir, una intervención satisfactoria de los servicios criminales y de la Justicia… tales conceptos y recuerdos, tan generales y pobres de contenido, introducen el acontecimiento, vacío de sustancia, en un punto cualquiera de su amplia red. El nombre de Moosbrugger cayó en olvido, cayeron en olvido también los detalles. Se había convertido en una «ardilla», en una «liebre» o en un «zorro»; la distinción exacta había perdido su valor; la conciencia pública no conservaba ninguna idea precisa de él, sino únicamente un recuerdo confuso, mortecino y lejano, parecido a la claridad grisácea que se divisa a través de un catalejo regulado para alcanzar una gran distancia. Esta debilidad de conexión, la crueldad de un pensamiento conmutado con los conceptos que le son gratos, sin preocuparse de la carga del sufrimiento y de la vida que con cada decisión se hace todavía más pesada: he ahí lo que tenía de común el alma de la generalidad con el alma de Moosbrugger; pero aquello que era sueño en su cerebro de loco, fábula, punto defectuoso o extraño en el espejo de la conciencia, que en vez de reflejar la imagen del mundo dejaba pasar la luz a través suyo, aquello faltaba en el alma de la generalidad, o existía algo de ello, a lo más, en contadas personas, y en su vaga excitación.
En lo que se refería a Moosbrugger, a éste y a ningún otro Moosbrugger, al que se le había alojado en aquellos seis metros cuadrados de mundo, a su alimentación, vigilancia, tratamiento reglamentario, determinación de la cadena perpetua o de su muerte, la tarea había sido encomendada a un grupo de personas relativamente pequeño que se conducía de manera muy distinta. Los ojos espiaban, desconfiados, en el desempeño de su servicio; las voces reprendían las más insignificantes transgresiones. Nunca entraban en su celda menos de dos carceleros.
Y cuando le sacaban fuera le ataban con grillos. Se actuaba bajo la influencia de un temor y una precaución en relación con el concreto Moosbrugger de aquel pequeño distrito, pero de alguna manera en rara contradicción con el tratamiento que recibía en general. El encarcelado se quejaba a veces de aquellas precauciones. Pero entonces, el vigilante, el director, el médico, el cura, o cualquiera que fuera el que escuchaba sus protestas, poniéndole una cara inescrutable, le respondía que el trato que se le daba estaba conforme con lo prescrito. Así, las prescripciones eran un resarcimiento del perdido interés del mundo y Moosbrugger meditaba: —¡Piensa que tienes una larga soga al cuello y que no puedes ver al que tira de ella! Estaba, como quien dice, atado a una esquina del mundo exterior. Personas que por lo general no pensaban en él y que ni estaban enteradas de su vida, o para las que él significaba, a lo más, tanto como para un profesor universitario de zoología una gallina común en la calle común de una aldea, actuaban de común acuerdo para preparar el destino cuyos empujones incorpóreos los sentía él en sí mismo. Una oficinista escribía en las actas del caso Moosbrugger unas notas suplementarias. Un registrador las manejaba según ingeniosas reglas mnemotécnicas. Un consejero ministerial preparaba la instrucción más reciente para la aplicación de la pena. Algunos psiquiatras sostenían una polémica sobre la determinación de las líneas limítrofes entre predisposición psicopática de ciertos casos de epilepsia y su combinación con otros síndromes. Los juristas escribían sobre la relación entre las circunstancias atenuantes y las razones mitigantes. Un obispo se pronunciaba contra la general relajación de costumbres, un arrendatario de caza demandaba en juicio al justo esposo de Bonadea por el problema de la multiplicación de los zorros, con lo que aquel alto funcionario consolidaba su actitud en favor de la inflexibilidad de las normas jurídicas.
De tales acontecimientos impersonales se compone el acontecimiento personal de una manera por el momento imposible de describir. Si se despojaba al caso Moosbrugger de todo romanticismo individual, el cual sólo le afectaba a él y a unas pocas personas más, por él asesinadas, no quedaba de su persona más que, aproximadamente, lo expresado en la lista de obras que el padre de Ulrich había adjuntado a una de las últimas cartas dirigidas a su hijo. Tal lista venía formulada así: AH. —AMP. —AAC. —AKA. —AR— ASZ. —BKL. —BGK. —BUD. —CN. —DTJ. —DJZ. —FBgM. —GA. —GS. —JKV. —KBSA. —MMW. —NG. —PNW. —R. —VSgM. —WMW. —ZGS. —ZMB. —ZP. —ZSS. —Addickes ibid. —Aschaffenburg ibid. —Beling ibid., etc., etc., o traducido en palabras: «Annales d’Hygiéne Publique et de Médecine légale», ed. Brouardel, París; «Annales Médico-Psychologiques», ed. Ritti… etc., etc.; así toda una página llena de las siglas más abreviadas. La verdad no es, claro está, ningún cristal que se pueda meter en el bolsillo, sino un fluido ilimitado en el que uno cae. Piénsese que a cada una de estas abreviaturas se unen algunos cientos o docenas de páginas impresas, que a cada página se une un hombre con diez dedos que la escriben, a cada dedo diez discípulos y diez adversarios, a cada discípulo y adversario diez dedos, y a cada dedo la décima parte de una idea personal; reflexiónese en ello y se obtendrá una pequeña idea de la verdad. Sin ella, incluso el famoso gorrión no puede caer del tejado. El sol, el viento, la comida lo han conducido allí; la enfermedad, el hambre, el frío o un gato lo han matado; pero todo esto no hubiera podido suceder sin leyes biológicas, psicológicas, meteorológicas, físicas, químicas, sociales y demás. Es tranquilizador ver que tales leyes sólo se buscan, y no se crean como en la moral y en la jurisprudencia. Por otra parte, en lo que concierne personalmente a Moosbrugger, él tenía, como se sabe, un gran respeto al humano saber del que participaba muy poco, pero jamás hubiera logrado comprender su situación, ni siquiera habiéndola conocido. Se la imaginaba borrosa. Su estado le parecía inconsistente. Su poderoso cuerpo se resquebrajaba. El cielo miraba a veces al interior de su cerebro. Igual que antes y tan a menudo como en sus tiempos de vagabundeo. Pero incluso ahora, cuando su situación era bastante desagradable, nunca le abandonaba una cierta solemnidad, un sentimiento de importancia que afluía a él procedente de todo el mundo, a través de los muros de la prisión. Allí estaba Moosbrugger: posibilidad salvaje y clausurada de una acción temida, como una isla de coral deshabitada en medio de un mar inmenso de disposiciones que le rodeaban de un modo invisible.